Índice del libro El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de Robert L. StevensonCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

La última noche

El señor Utterson estaba sentado junto a su chimenea una noche después de la cena, cuando le sorprendió la visita de Poole.

- ¡Caramba, Poole! ¿Qué le trae por aquí? -exclamó.

Y luego, tras estudiarle con detenimiento, añadió:

- ¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor?

- Mr. Utterson -dijo el mayordomo-. Ocurre algo extraño.

- Siéntese y tome una copa de vino -dijo el abogado-. Vamos a ver. Póngase cómodo y dígame claramente qué es lo que quiere.

- Usted ya sabe cómo es el doctor, señor -replicó Poole-, y cómo a veces se aísla de todos. Pues verá, ha vuelto a encerrarse en su gabinete y esta vez no me gusta, señor. Que Dios me perdone, pero no me gusta nada. Mr. Utterson, tengo miedo.

- Vamos, vamos, buen hombre -dijo el abogado-. Sea un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo?

- Hace como una semana que vengo temiéndome algo -respondió Poole, haciendo caso omiso tercamente de la pregunta- y no puedo aguantarlo más.

El aspecto de aquel hombre corroboraba ampliamente sus palabras. Su porte se había deteriorado y, a excepción del momento en que anunció su miedo por primera vez, no había mirado de frente ni una sola vez al abogado. Aun ahora permanecía sentado, con la copa de vino, que no había probado, apoyada en las rodillas y la mirada fija en un rincón de la habitación.

- No puedo soportarlo por más tiempo -repitió.

- Vamos, vamos -dijo el abogado-. Ya veo que tiene usted motivo para preocuparse, Poole. Entiendo que pasa algo muy grave. Trate de decirme de qué se trata.

- Creo que en esto hay algo sucio -dijo Poole con voz enronquecida.

- ¡Algo sucio! -exclamó el abogado bastante asustado y, en consecuencia, propenso a la irritación.

- ¿Qué quiere decir con eso? ¿A qué se refiere usted?

- No me atrevo a decírselo, señor -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere venir conmigo y verlo con sus propios ojos?

La respuesta de Utterson consistió en levantarse y tomar su abrigo y su sombrero, pero aun así tuvo tiempo de observar con asombro el enorme alivio que reflejó el rostro del mayordomo y de constatar, quizá con un asombro mayor todavía, que no había probado el vino cuando se levantó para seguirle. Era una noche inhóspita, fría, propia del mes de marzo que corría. Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como si el viento la hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas. El viento dificultaba la conversación y atraía la sangre a los rostros de los dos hombres. Parecía haber hecho huir a los transeúntes hasta tal punto que Mr. Utterson se dijo que jamás había visto aquel barrio tan desierto. Habría deseado que no fuera así. Nunca en su vida había sentido un deseo más agudo de ver y tocar a sus semejantes, pues por más que trataba de dominarlo había brotado en su mente una especie de presentimiento que anunciaba una catástrofe inevitable.

En la plaza, cuando llegaron a ella, reinaban el viento y el polvo, y los frágiles arbolillos del jardín azotaban como látigos la verja de la entrada. Poole, que se había mantenido durante todo el camino un paso o dos a la cabeza de su acompañante, se detuvo ahora en medio de la acera y, a pesar de la crudeza del frío, se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo rojo el sudor que perlaba su frente, un sudor que, a pesar del apresuramiento con que habían venido, no era consecuencia del esfuerzo, sino dura angustia que le atenazaba, porque su rostro estaba blanco, y cuando hablaba lo hacía con voz áspera y entrecortada.

- Bueno -dijo-, ya hemos llegado. Quiera Dios que no haya pasado nada.

- Así sea, Poole -dijo el abogado.

Un momento después, ya en la entrada, el sirviente llamó con aire cauteloso. La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena de seguridad y una voz preguntó desde el interior:

- ¿Eres tú, Poole?

- No temas -dijo éste-. Abre la puerta.

Pasaron al salón, que estaba brillantemente iluminado. El fuego ardía en la chimenea, alrededor de la cual se habían reunido todos los criados, hombres y mujeres, apiñados como un rebaño de ovejas. Al ver a Mr. Utterson, la doncella prorrumpió en un gimoteo histérico, mientras que el cocinero echó a correr hacia Mr. Utterson como si fuera a estrecharle entre sus brazos, gritando:

- ¡Que Dios sea alabado! ¡Si es Mr. Utterson!

- ¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes aquí? -dijo el abogado, de mal talante-. Esto me parece muy irregular. A su amo no va a gustarle nada.

- Tienen miedo -dijo Poole.

Siguió un silencio vacío en que nadie elevó una sola protesta. Sólo la doncella, que ahora lloraba en voz alta.

- ¡Cállate! -le dijo Poole en un tono feroz que delataba el estado de sus nervios.

Lo cierto es que al elevar la muchacha el tono de su lamentación, todos habían echado a correr hacia la puerta que daba al interior de la casa con rostros llenos de temerosa ansiedad.

- Y ahora -continuó el mayordomo, dirigiéndose al pinche- trae una vela y acabemos con este asunto de una vez.

A renglón seguido, pidió a Mr. Utterson que le siguiera y le guió al jardín posterior.

- Por favor, señor -dijo-. Entre lo más silenciosamente que pueda. Quiero que pueda oír sin que le oigan a usted. Y recuerde; si por casualidad le pide que entre, no lo haga.

Ante esta inesperada conclusión, los nervios de Utterson sufrieron tal sacudida que a punto estuvo de perder el equilibrio, pero logró recobrar la seguridad y siguió al mayordomo al edificio del laboratorio. Atravesaron la sala de disección con su acumulación de frascos y cajones y llegaron al pie de la escalera. Allí Poole le hizo señas de que se hiciera a un lado y escuchase, mientras él, por su parte, después de dejar la vela y apelar a toda su valentía, subía los escalones y llamaba con mano incierta en el fieltro rojo de la puerta del gabinete.

- Mr. Utterson quiere verle, señor -dijo.

Y mientras hablaba hizo señas, una vez más, al abogado para que escuchara.

Una voz quejumbrosa respondió desde el interior:

- Dile que no puedo ver a nadie.

- Gracias, señor -dijo Poole, con un cierto tono de triunfo en la voz, y volviéndose a tomar la palmatoria condujo de nuevo a Utterson, a través del jardín, hasta la enorme cocina donde el fuego estaba apagado y las cucarachas corrían libremente por el suelo.

- Señor -dijo, mirando directamente a Utterson-, ¿era ésa la voz de mi amo?

- Parecía muy cambiada -replicó al mayordomo muy pálido, pero devolviéndole la mirada.

- ¿Cambiada?

- Sí, supongo que sí -dijo Poole-. ¿Cree usted que después de servir en esta casa veinte años puedo confundir su voz? No señor, al amo le han matado. Le mataron hace ocho días, cuando le oímos invocar a Dios, y quién está ahí en su lugar y por qué está ahí es algo que clama al cielo, Mr. Utterson.

- Es una historia muy extraña, Poole. Más bien diría que descabellada -dijo Mr. Utterson mordisqueando la punta de uno de sus dedos-. Supongamos que haya ocurrido lo que usted imagina; supongamos que Jekyll ha sido, bien, digámoslo claramente, asesinado, ¿qué podría impulsar al asesino a permanecer en el lugar del crimen? Es absurdo. No tiene sentido.

- Mr. Utterson, usted es hombre difícil de convencer, pero verá cómo lo consigo -dijo Poole-. Toda la semana pasada (debo informarle de ello) el hombre, o lo que sea, que vive en ese gabinete ha estado pidiendo a gritos noche y día una medicina que no puedo conseguir en la forma que él desea. A veces mi amo solía escribir sus encargos en un papel que dejaba en el suelo de la escalera. Pues eso es todo lo que he visto la semana pasada: papeles y más papeles, una puerta cerrada y bandejas con comida que dejamos junto a la puerta y él introduce en el gabinete cuando nadie le ve. Diariamente, y hasta dos o tres veces por día, he oído órdenes y quejas y me ha mandado a la mayor velocidad posible a todas las boticas de la ciudad donde se expende al por mayor. Cada vez que traía lo que me pedía, me respondía con otro papel diciéndome que devolviera la droga porque no era pura, y enviándome a otra botica diferente. Necesita esa medicina urgentemente, señor, él sabrá para qué.

- ¿Tiene usted alguno de esos papeles? -dijo Mr. Utterson.

Poole se metió una mano en el bolsillo y le entregó al abogado una nota arrugada que éste leyó, inclinándose sobre la vela. Decía lo siguiente:

El doctor Jekyll saluda a los señores Maw. Les asegura que la última remesa del producto solicitado es impura y, por lo tanto, inútil para el fin a que lo destine. En el año de 18..., el doctor Jekyll compró a los señores Maw una gran cantidad del mencionado producto. Les ruega que busquen con la mayor atención entre sus existencias con el fin de ver si quedara parte de aquella remesa en sus almacenes y, de ser así, se lo envíen sin la menor dilación. El precio no constituirá ningún obstáculo. Por mucho que insista, no puedo exagerar la importancia que esto reviste para el doctor Jekyll.

Hasta aquí la carta había sido redactada con compostura, pero de pronto las emociones de su autor se habían desatado con un súbito garrapatear de la pluma:

¡Por lo que más quieran, busquen aquella remesa!

- Es una nota muy extraña -dijo Mr. Utterson. Y luego, de improviso, añadió-: ¿Cómo es que estaba abierta?

- El empleado de Maw se puso furioso, señor, y me la arrojó a la cara como si fuera basura -respondió Poole.

- Es, sin lugar a dudas, de puño y letra del doctor -continuó el abogado.

- Eso me pareció -dijo el sirviente, bastante malhumorado. Y luego, con la voz cambiada, continuó-: Pero, ¿qué importa la letra? Yo le he visto.

- ¿Que le ha visto? -repitió el señor Utterson-. ¿Y bien?

- Verá usted, ocurrió lo siguiente -dijo Poole-. Yo entré al edificio del laboratorio desde el jardín. Al parecer, él había salido del gabinete a hurtadillas para buscar esa medicina o lo que sea, porque la puerta del gabinete estaba abierta y él se hallaba al fondo de la sala de disección buscando entre las cajas. No le vi más que un minuto, pero los cabellos se me erizaron como púas. Señor, si era mi amo, ¿por qué llevaba el rostro oculto tras una máscara? Si era el doctor, ¿por qué gritó como una rata y huyó de mí? Le he servido durante muchos años. Y luego ...

El mayordomo se interrumpió y se pasó una mano por el rostro.

- Las circunstancias son muy extrañas -dijo Mr. Utterson-, pero creo que empiezo a ver claro. Su amo, Poole, padece evidentemente de una de esas enfermedades que torturan al que las sufre y al mismo tiempo le deforman. De ahí, supongo yo, la alteración de su voz, el ocultarse el rostro y el hecho de que no quiera ver a sus amigos; de ahí su ansiedad por hallar esa medicina en la que el pobre hombre ha puesto sus esperanzas de recuperación. Ojalá que no se engañe. Ésa es la explicación que yo le doy al caso. Es triste, Poole, el caso, y digno de consternación, pero todo es sencillo, natural y lógico, y nos libera de temores desorbitados.

- Señor -dijo el mayordomo, mientras cubría su rostro una palidez marmórea-, ése no era mi amo, y le digo la verdad. Mi amo -al llegar a este punto miró a su alrededor y comenzó a susurrar- es un hombre alto y bien proporcionado, y éste era un enano.

Utterson trató de protestar.

- Señor -exclamó Poole-, ¿cree que no conozco a mi amo después de veinte años de estar a su servicio? ¿Cree que no sé a qué altura llega exactamente su cabeza con respecto a la puerta del gabinete donde le he visto cada mañana durante este tiempo? No señor. Ese hombre del antifaz no era el doctor Jekyll. Dios sabe quién sería, pero no era él, y en el fondo de mi corazón creo que se ha cometido un crimen.

- Poole -replicó el abogado-. Si usted afirma eso, mi deber es asegurarme. Por más que quiero respetar los deseos de su amo, por más que me choque esa nota que parece indicar que se halla todavía vivo, considero mi deber echar abajo esa puerta.

- ¡Así se habla, Mr. Utterson! -exclamó el mayordomo.

- Y ahora nos enfrentamos con el segundo dilema -continuó Utterson-. ¿Quién va a hacerlo?

- ¿Cómo? Usted y yo, naturalmente, señor -fue la inequívoca respuesta.

- Muy bien dicho -respondió el abogado-, y pase lo que pase yo me encargo de que no le culpen a usted de nada.

- En la sala de disección hay un hacha -dijo Poole-. Usted puede utilizar el atizador de la cocina.

El abogado tomó en sus manos el rudo y pesado instrumento y lo blandió en el aire.

- ¿Se da cuenta, Poole -dijo, levantando la vista-, de que usted y yo vamos a colocarnos en una situación peligrosa?

- Desde luego, señor -respondió el mayordomo.

- Entonces será mejor que seamos francos -dijo Utterson-. Ambos imaginamos más de lo que hemos dicho. Hablemos con toda sinceridad. Esa figura enmascarada que vio, ¿la reconoció usted?

- Verá. Sucedió todo tan deprisa y aquella criatura estaba tan encogida sobre sí misma que apenas puedo asegurarlo -fue la respuesta-.

-Pero, ¿quiere usted decir que si era Mr. Hyde?

- Pues sí, creo que sí. Verá. Era de su misma estatura y tenía la vivacidad y ligereza que le caracterizan. Por otra parte, ¿qué otra persona podía entrar por la puerta del laboratorio? ¿Ha olvidado usted, señor, que cuando sucedió el crimen él aún tenía la llave? Pero eso no es todo. No sé, Mr. Utterson, si ha visto usted alguna vez a Mr. Hyde.

- -dijo el abogado-. He hablado con él alguna vez.

- Entonces sabrá tan bien como todos nosotros que en ese hombre había algo raro, algo que inspiraba repugnancia. No sé muy bien cómo describirlo, pero lo cierto es que al verlo le recorría a uno la médula un estremecimiento frío.

- Reconozco que yo mismo experimenté una sensación similar a la que usted describe -dijo Mr. Utterson.

- No me extraña, señor -contestó Poole-. Pues cuando esa criatura enmascarada, más semejante a un simio que a un hombre, saltó de entre las cajas de productos químicos y se introdujo en el gabinete, me recorrió la columna vertebral algo muy semejante al hielo. Sé que no prueba nada, Mr. Utterson. Soy lo bastante instruido como para saber eso, pero cada hombre tiene sus presentimientos, y yo le juro por la Biblia que ése era Mr. Hyde.

- Mucho me temo -dijo el abogado- que me inclino a darle la razón y que mis temores van también en esa dirección. De esa relación no podía salir nada bueno. Sí, la verdad es que le creo. Creo que han matado al pobre Harry y creo que su asesino sigue aún oculto en el cuarto de la víctima, Dios sabe con qué fines. Pues bien, nosotros le vengaremos. Llame usted a Bradshaw.

El lacayo acudió a la llamada extremadamente pálido y nervioso.

- Tranquilícese, Bradshaw -dijo el abogado-. Este misterio les está afectando mucho a todos, pero nuestro propósito es solucionar este asunto. Poole y yo vamos a entrar por la fuerza en el gabinete. Si no ha ocurrido nada, yo cargaré con toda la responsabilidad. Mientras tanto, por si algo va mal o alguien trata de escapar por la puerta trasera, usted y el pinche se apostarán junto a la entrada del laboratorio armados con un par de garrotes. Les damos diez minutos para que acudan a sus puestos.

En el momento en que salió Bradshaw, el abogado miró su reloj.

- Y ahora, Poole, vamos nosotros al nuestro -dijo, y colocándose el atizador bajo el brazo se dirigió al jardín. Las nubes habían cubierto la luna y reinaba una oscuridad absoluta. El viento, que penetraba a ráfagas y golpes en aquel edificio que semejaba un pozo oscuro, hacía oscilar la llama de la vela al paso de los dos hombres hasta que entraron en el edificio del laboratorio, en cuyo interior se sentaron a esperar en silencio. Londres zumbaba solemnemente a su alrededor, pero allí cerca sólo rompía el silencio el sonido de unos pasos que recorrían sin cesar el gabinete.

- Así está todo el día, señor -susurró Poole-, y casi toda la noche. Sólo se detiene cuando llega una nueva muestra de la botica. Es la conciencia, que no le deja descansar. En cada paso de los suyos hay sangre cruelmente derramada. Pero oiga otra vez con atención, escuche con toda su alma y dígame si es ése el andar del doctor.

Los pasos sonaban extraños, preñados de cierto brío a pesar de su lentitud. Eran, evidentemente, muy distintos del andar recio y pesado de Henry Jekyll. Utterson suspiró.

- ¿Ha ocurrido algo más? -preguntó. Poole asintió.

- Un día -dijo-, un día le oí llorar.

- ¿Llorar? ¿Qué me dice? -exlamó el abogado sintiendo un súbito escalofrío de terror.

- Lloraba como una mujer o un alma en pena -dijo el mayordomo-. Me inspiró tal lástima que a punto estuve de llorar yo también.

Pero los diez minutos llegaron a su fin. Poole desenterró el hacha, que estaba cubierta por un montón de paja de embalar, depositó la palmatoria sobre una mesa cercana para que les iluminara en el curso del ataque y los dos hombres se acercaron conteniendo la respiración al lugar donde esos pies pacientes seguían recorriendo el gabinete de arriba abajo, de abajo arriba, en medio del silencio de la noche.

- Jekyll -dijo Utterson, en voz muy alta-. Exijo que me abras inmediatamente.

Hizo una pausa durante la cual no hubo respuesta.

- Te advierto que abrigamos sospechas. Tengo que verte y te veré -continuó-, si no por las buenas, por las malas; si no con tu consentimiento, por la fuerza.

- Utterson -dijo la voz-, por Dios te lo pido. Ten piedad.

- Ésa no es la voz de Jekyll, es la de Hyde -exclamó Utterson-. Echemos la puerta abajo, Poole.

El mayordomo blandió el hacha. El golpe conmovió el edificio y la puerta tapizada de fieltro rojo saltó contra la cerradura y los goznes. Un gruñido desmayado de terror animal surgió del gabinete. Otra vez se elevó el hacha y otra vez descargó el golpe. El filo se hundió en la madera y crujió el marco de la puerta. Cuatro veces cayó el hacha, pero la puerta era fuerte y estaba bien hecha. Hasta el quinto golpe no se reventó la cerradura y la puerta, astillada, cayó al interior de la habitación, sobre la alfombra.

Los sitiadores, asustados del ruido que habían provocado y del silencio que sucediera a éste, dieron un paso atrás y miraron hacia el interior. Ante sus ojos estaba el gabinete iluminado por la serena luz de una lámpara. Un buen fuego crepitaba en la chimenea, en la tetera el hervor del agua entonaba su tenue canción, un cajón o dos abiertos, unos documentos cuidadosamente extendidos sobre el escritorio y, junto al hogar, el juego de té preparado para ser utilizado. A no ser por las vitrinas de cristal llenas de productos químicos, se diría que era la habitación más tranquila y normal de todo Londres.

En el centro del gabinete yacía el cuerpo de un hombre contorsionado por el dolor y que aún se retorcía espasmódicamente. Se acercaron a él de puntillas, le dieron la vuelta y se hallaron ante el rostro de Edward Hyde. Llevaba un traje demasiado grande para él, un traje de la talla del doctor. Los músculos de su rostro se movían aún débilmente, pero la vida le había abandonado ya, y de la ampolla que aferraba en su mano y el fuerte olor a almendras que flotaba en la habitación, Utterson dedujo que se hallaban ante el cuerpo de un suicida.

- Hemos llegado demasiado tarde -dijo gravemente- para salvar o para castigar. Hyde ha dado cuenta de sus acciones y a nosotros sólo nos resta encontrar el cadáver de su amo, Poole.

Ocupaba la mayor parte de aquel edificio el quirófano o sala de disección que llenaba casi la totalidad de la planta baja y estaba iluminado desde el techo y desde el gabinete. Este último formaba al fondo un segundo piso y sus ventanas se abrían al patio. Unía el quirófano con la puerta que daba al callejón un pequeño corredor que comunicaba a su vez con el gabinete por medio de un segundo tramo de escalones. Constaba además el edificio de unos cuantos cuartos oscuros y un espacioso sótano. Todo ello fue debidamente registrado. Una sola mirada bastó para examinar los cuartos, que estaban vacíos y que, a juzgar por el polvo acumulado en sus puertas, no habían sido abiertos en largo tiempo. El sótano estaba lleno de trastos y cachivaches inservibles, la mayoría de los cuales habían pertenecido al cirujano que precediera a Jekyll en la posesión del edificio, pero pronto se dieron cuenta de que era inútil registrarlo, pues no bien abrieron la puerta cayó sobre ellos una espesa cortina de tela de araña que durante años había sellado la entrada. En ninguna parte hallaron el menor rastro de Henry Jekyll, ni vivo ni muerto.

Poole dio unos golpes con el pie sobre las losas del corredor.

- Tiene que estar enterrado aquí -dijo, mientras escuchaba atentamente.

- O quizá haya huido -dijo Utterson, que, a renglón seguido, se volvió para examinar la puerta que daba al callejón. Estaba cerrada, y muy cerca de ella, sobre las losas, hallaron la llave cubierta ya de moho.

- No parece que la hayan usado en mucho tiempo -observó el abogado.

- ¿Usarla? -dijo Poole como un eco-. ¿No ve, señor, que está rota? Como si alguien la hubiera partido con el pie.

- Es verdad -continuó Utterson-, y los lugares por donde se ha quebrado están también oxidados.

Los dos se miraron con el temor en los ojos.

- No logro entenderlo, Poole -dijo el abogado-. Volvamos al gabinete.

Subieron la escalera en silencio y, no sin arrojar de vez en cuando una medrosa mirada al cadáver, emprendieron un meticuloso registro de la habitación. Sobre una mesa en que se había efectuado algún experimento químico había, en unos platillos de cristal, sendos montones de una sal de color blanco cuidadosamente medidos y como dispuestos para algún menester que el infortunado doctor no había tenido tiempo de llevar a cabo.

- Ésta es la medicina que yo le traía continuamente -dijo Poole, y mientras hablaba, el agua que hervía junto al fuego rebosó del recipiente con un sonido que les estremeció.

El incidente les atrajo a la chimenea. Alguien había acercado al fuego un sillón que ofrecía un aspecto extraordinariamente acogedor, con el servicio de té muy próximo a uno de sus brazos y todo preparado, hasta tal punto que el azúcar esperaba ya en la taza. En un estante había varios libros y otro yacía, abierto, junto al servicio de té. Utterson se sorprendió al ver que se trataba de una obra de devoción que Jekyll tenía en gran estima y que ahora estaba cuajada de horribles blasfemias que mostraban la caligrafía del doctor.

Los dos hombres continuaron el registro de la habitación y llegaron ante el espejo de cuerpo entero al fondo del cual miraron con involuntario horror. Pero estaba colocado de tal modo que no mostraba sino el resplandor rosado que danzaba en el techo, el fuego cien veces reflejado en las lunas de cristal de los armarios y sus rostros, pálidos y temerosos, asomados a su interior.

- Este espejo ha visto cosas muy extrañas, señor -susurró Poole.

- La más extraña de todas es, sin duda, este espejo mismo -respondió el abogado en el mismo tono-. Porque, ¿para qué querría Jekyll (y al pronunciar este nombre se calló estremecido, aunque al momento, sobreponiéndose a su debilidad, continuó), para qué querría Jekyll este espejo?

- Tiene usted razón -dijo Poole.

Examinaron después el escritorio. En primer plano, entre los papeles cuidadosamente ordenados que lo cubrían, se hallaba un sobre escrito por Jekyll y dirigido a Mr. Utterson. El abogado lo abrió y varios sobres más pequeños cayeron al suelo. El primero contenía un documento redactado en los mismos términos que el que Utterson había devuelto a su amigo hacía ya seis meses y que debía servir como testamento en caso de muerte y como acta de donación en caso de desaparición, pero en lugar del nombre de Edward Hyde el abogado leyó con indescriptible asombro el nombre de Gabriel John Utterson. Miró a Poole, otra vez al documento y, finalmente, al cuerpo del malhechor que yacía sobre la alfombra.

- No entiendo una sola palabra -dijo-. Este hombre ha estado aquí todos estos días como amo y señor. No tenía motivo para abrigar ninguna simpatía hacia mí; al contrario, debe de haber rabiado al verse reemplazado en el testamento y sin embargo, no lo ha destruido.

Cogió el siguiente documento. Se trataba de una breve nota de puño y letra del doctor y encabezada por la fecha del día en curso.

- ¡Poole! -exclamó el abogado-. ¡Hoy mismo ha estado aquí! No pueden haber hecho desaparecer su cuerpo en tan poco tiempo. Puede estar vivo, puede haber huido. Pero, ¿por qué tenía que huir? Y en caso de que lo haya hecho, ¿podemos aventurarnos a calificar a esto de suicidio? Hemos de obrar con extrema cautela. Preveo que su amo aún pueda verse complicado en un terrible escándalo.

- ¿Por qué no la lee, señor? -preguntó Poole.

- Porque tengo miedo -replicó gravemente el abogado-. Dios quiera que sea infundado.

Tras decir esto fijó la vista en el documento y leyó lo siguiente:

Mi querido Utterson: Cuando esta nota llegue a tus manos, habré desaparecido. No puedo predecir bajo qué circunstancias, pero mi instinto y lo desesperado de mi situación me dicen que el final está próximo y debe ocurrir pronto. Lee primero el escrito que Lanyon me avisó iba a poner en tus manos, y si quieres saber más acude a la confesión de tu indigno y desgraciado amigo,

Henry Jekyll

- ¿Hay un tercer documento? -preguntó Utterson.

- Aquí tiene, señor -dijo Poole, mientras le alargaba un sobre de dimensiones considerables lacrado en varios lugares.

El abogado se lo metió en el bolsillo.

- Yo no hablaría a nadie de este documento. Si su amo ha huido o ha muerto, al menos podemos salvar su reputación. Son las diez. Tengo que ir a casa para leer todo esto con tranquilidad, pero volveré antes de la medianoche y llamaremos a la policía.

Salieron cerrando la puerta del quirófano tras ellos, y Utterson, dejando una vez más a toda la servidumbre reunida en torno a la chimenea del salón, volvió a su despacho para leer los dos documentos con los que esperaba quedara aclarado el misterio.

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