Índice del libro El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de Robert L. StevensonCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El incidente de la carta

Era ya avanzada la tarde cuando Mr. Utterson llegó a casa del doctor Jekyll, donde Poole le admitió al punto y le condujo a través de las dependencias de servicio y del patio que antes fuera jardín hasta el edificio que se conocía indiferentemente con los nombres de laboratorio o sala de disección.

El doctor había comprado la casa a los herederos de un famoso cirujano y, por encaminarse sus gustos más hacia la química que hacia la anatomía, había cambiado el destino de la construcción que se alzaba al fondo del jardín.

Era la primera vez que el abogado pisaba esa parte de la vivienda de su amigo. Fijó la vista con curiosidad en aquel sombrío edificio sin ventanas y, una vez dentro de él, paseó la mirada a su alrededor experimentando una desagradable sensación de extrañeza al ver aquella sala de disección antes poblada de estudiantes ávidos de entender y ahora solitaria y silenciosa, las mesas cargadas de aparatos destinados a la investigación química, las cajas de madera y la paja de embalar diseminadas por el suelo y la luz que se filtraba a través de la cúpula nebulosa. Al fondo, una escalera subía hasta una puerta tapizada de fieltro rojo cuyo umbral traspuso al fin Mr. Utterson para entrar al gabinete del doctor.

Era ésta una habitación grande rodeada de armarios de puertas de cristal y amueblada, entre otras cosas, con un espejo de cuerpo entero y un escritorio. Se abría al patio por medio de tres ventanas de vidrios polvorientos y protegidas con barrotes de hierro. Un fuego ardía en la chimenea y sobre la repisa había una lámpara encendida, pues hasta en el interior de las casas comenzaba a acumularse la niebla.

Allí, al calor del fuego, estaba sentado el doctor Jekyll, que parecía mortalmente enfermo. No se levantó para recibir a su amigo, sino que le saludó con un gesto de la mano y una voz irreconocible.

- Dime -dijo Mr. Utterson tan pronto como Poole abandonó la habitación-. ¿Sabes la noticia?

El doctor se estremeció.

- La han estado gritando los vendedores de periódicos por la calle. La he oído desde el comedor.

- Permíteme que te diga lo siguiente -dijo el abogado-: Carew era cliente mío, pero también lo eres tú y quiero que me digas la verdad de lo sucedido. ¿Has sido lo bastante loco como para ocultar a ese hombre?

- Utterson, te juro por el mismo Dios -exclamó el doctor-, te juro por lo más sagrado, que no volveré a verle nunca más. Te doy mi palabra de caballero de que he terminado con Hyde para el resto de mi vida. Nunca volveré a verle. Y te aseguro que él no desea que le ayude. No le conoces como yo. Está a salvo, totalmente a salvo, y nunca se volverá a saber de él.

El abogado escuchaba, sombrío. No le gustaba la apariencia enfebrecida de su amigo.

- Pareces estar muy seguro de él -dijo-. Por tu bien deseo que no te equivoques. Si hay un juicio, tu nombre puede salir a relucir en él.

- Estoy completamente seguro de lo que digo -replicó Jekyll-. Tengo razones de peso para hacer esta afirmación, razones que no puedo confiar a nadie. Pero sí hay una cosa sobre la que puedes aconsejarme. He recibido una carta y no sé si mostrársela o no a la policía. Quiero dejar el asunto en tus manos, Utterson. Tú juzgarás con prudencia, estoy seguro. Ya sabes que confío plenamente en ti.

- ¿Temes que pueda conducir a su detención? -preguntó el abogado.

- No -respondió su interlocutor-. La verdad es que no me importa lo que pueda sucederle a Hyde. Por lo que a mí respecta, ha muerto. Pensaba sólo en mi reputación, que todo este horrible asunto ha puesto en peligro.

Utterson rumió las palabras de su amigo durante unos instantes. El egoísmo que encerraban le sorprendía y aliviaba al mismo tiempo.

- Bueno -dijo al fin-. Veamos esa carta.

La misiva estaba escrita con una caligrafía extraña, muy picuda, y llevaba la firma de Edward Hyde. Decía en términos muy concisos que su benefactor, el doctor Jekyll, a quien tan mal había pagado las mil generosidades que había tenido con él, no debía preocuparse por su seguridad, pues tenía medios de escapar, de los cuales podía fiarse totalmente. Al abogado le gustó la carta. Daba a aquella intimidad mejores visos de lo que él había sospechado y se censuró interiormente por sus pasadas sospechas.

- ¿Tienes el sobre? -preguntó.

- Lo he quemado -replicó Jekyll- sin darme cuenta de lo que hacía. Pero no llevaba matasellos. La trajo un mensajero.

- ¿Puedo quedármela y consultar el caso con la almohada? -preguntó Utterson.

- Quiero que decidas por mí, pues he perdido toda confianza en mí mismo.

- Lo pensaré -respondió el abogado-. Y ahora una cosa más. ¿Fue Hyde quien te dictó los términos del testamento con respecto a tu desaparición?

El doctor estuvo a punto de desmayarse. Apretó los labios con fuerza y asintió.

- Lo sabía -dijo Utterson-. Ese hombre tenía intención de asesinarte. Te has librado de milagro.

- Pero de esta experiencia he sacado algo muy importante -contestó el doctor solemnemente-. Una lección. ¡Dios mío, Utterson, qué lección he aprendido!

Dicho esto hundió el rostro entre las manos durante unos segundos.

Camino de la puerta, el abogado se detuvo a intercambiar unas palabras con Poole.

- A propósito -le dijo-, ¿han traído hoy alguna carta? ¿Podría describirme al mensajero?

Pero Poole dijo estar seguro de que no había llegado nada, a excepción del correo.

- Y eran sólo circulares -añadió.

La respuesta de Poole renovó los temores del visitante. Estaba claro que la misiva había llegado por la puerta del laboratorio. Muy posiblemente había sido escrita en el gabinete y, de ser así, tenía que juzgarla de modo distinto y con mucho más cuidado. Cuando salió de la casa, los vendedores de prensa pregonaban por las aceras: ¡Edición especial! ¡Miembro del Parlamento, víctima de un horrible asesinato!

Aquélla era una oración fúnebre por su amigo y cliente, y, al oírla, Utterson no pudo evitar sentir cierto temor de que la reputación de Jekyll cayera víctima del remolino que indudablemente había de levantar el escándalo. La decisión que tenía que tomar era, como poco, extremadamente delicada, y a pesar de ser hombre que, en general, se bastaba a sí mismo, en aquella ocasión sintió la necesidad de pedir consejo, si no abiertamente, sí de modo indirecto.

Al poco rato se encontraba en su casa sentado a un lado de la chimenea, con Mr. Guest, su pasante, frente a él, y entre los dos hombres, a calculada distancia del fuego, una botella de vino particularmente añejo que durante mucho tiempo había permanecido en la oscuridad de la bodega. La niebla sumergía en su vapor dormido a la ciudad de Londres, donde las luces de las farolas brillaban como carbúnculos. A través de las nubes espesas y asfixiantes que se cernían sobre ella, la vida seguía circulando por sus arterias con un retumbar sordo semejante a un fuerte viento. Pero el fuego del hogar alegraba la habitación, dentro de la botella los ácidos se habían descompuesto a lo largo de los años, el color se había dulcificado con el tiempo como se difuminan los tonos en las vidrieras y el resplandor de las cálidas tardes otoñales en los viñedos de las laderas esperaba para salir a la luz y dispersar las nieblas londinenses. Insensiblemente, el abogado se fue ablandando. En pocos hombres confiaba tantos secretos como en su pasante. Nunca estaba seguro de ocultarle tanto como deseara. Guest había ido en varias ocasiones por asuntos de negocios a casa del doctor. Conocía a Poole, seguramente había oído hablar de la familiaridad con que Hyde era recibido en aquella casa y podía haber llegado a ciertas conclusiones. ¿No era natural, pues, que viera la carta que aclaraba aquel misterio? Y sobre todo, por ser Guest un gran aficionado a la grafología, ¿no consideraría la consulta natural y halagadora? Su empleado era, por añadidura, hombre dado a los consejos. Raro sería que leyera el documento sin dejar caer alguna observación, y con arreglo a ella Mr. Utterson podría tomar alguna determinación.

- Es triste lo que le ha sucedido a Sir Danvers -dijo para iniciar la conversación.

- Sí señor, tiene usted mucha razón. Ha despertado la indignación general -respondió Guest-. Ese hombre, naturalmente, debe de estar loco.

- Sobre eso precisamente quería preguntarle su opinión -dijo Utterson-. Tengo un documento aquí de su puño y letra. Que quede esto entre usted y yo porque la verdad es que no sé qué hacer. Se trata, en el mejor de los casos, de un asunto muy feo. Aquí tiene. Algo que sin duda va a interesarle. El autógrafo de un asesino.

Los ojos de Guest resplandecieron, e inmediatamente se sentó a estudiar el documento con verdadera pasión.

- No señor -dijo-. No está loco. Pero la letra es muy rara.

- Tan rara como el que ha escrito la misiva -añadió el abogado.

En ese mismo momento entró el criado con una nota.

- ¿Es del doctor Jekyll, señor? -preguntó el pasante-. Me ha parecido reconocer su letra. ¿Se trata de un asunto privado, Mr. Utterson?

- Es una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiere verla?

- Sólo un momento. Gracias, señor.

El empleado puso las dos hojas de papel, una junto a otra, y comparó su contenido meticulosamente.

- Muchas gracias -dijo al fin, devolviéndole a Utterson ambas misivas-. Es muy interesante.

Se hizo una pausa durante la cual Mr. Utterson sostuvo una lucha consigo mismo.

- ¿Por qué las ha comparado, Guest? -preguntó al fin.

- Verá usted, señor -respondió el pasante-. Hay una similitud bastante singular. Las dos caligrafías son idénticas en muchos aspectos. Sólo el sesgo de la escritura difiere.

- ¡Qué raro! -dijo Utterson.

- Como usted dice, es muy raro -replicó Guest.

- Yo no hablaría con nadie de esta carta, ¿sabe usted? -dijo Mr. Utterson.

- Naturalmente que no, señor -contestó el pasante-. Comprendo.

Apenas se quedó solo aquella noche, Mr. Utterson guardó la nota en su caja fuerte, donde reposó desde aquel día en adelante.

- ¡Dios mío! -se dijo-. ¡Henry Jekyll falsificando una carta para salvar a un asesino!

Y la sangre se le heló en las venas.

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