Sir Arthur Conan Doyle


El misterio del valle de Boscombe

Una aventura de Sherlock Holmes


Tercera edición cibernética, enero del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés




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Indice

Presentación

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5







Presentación

El cuento que aquí publicamos, debido al afamado escritor escocés, Sir Arthur Conan Doyle (1859 - 1930), fue escrito en el año de 1892.

Perteneciente a la serie de cuentos cortos en los que el autor narra los casos del mítico detective británico Sherlock Holmes, El misterio del valle de Boscombe resulta un agradable cuento corto policiaco, que sin lugar a dudas será disfrutado por quien lo lea.

Desde hacia ya algún tiempo teniamos la intención de publicar un cuento en el que el personaje central lo fuera Sherlock Holmes, y por fin nos hemos aventurado ha publicarlo. Esperamos que quienes lo lean lo disfruten tanto como nosotros lo hicimos en su captura y diseño rememorando pasajes de nuestra niñez y juventud.

Chantal López y Omar Cortés

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El misterio del valle de Boscombe

I

Mi esposa y yo estábamos un día terminando de tomar el desayuno, cuando entró la criada para entregarme un telegrama que acababa de recibir. Era de Sherlock Holmes, y estaba redactado en los siguientes términos:

¿Tiene usted un par de días libres? Acaban de llamarme del Este, en relación con el asunto de la tragedia del Valle de Boscombe. Celebraría mucho se decidiera a acompañarme. Aire puro y paisaje maravilloso. El tren sale de Paddington a las 11.15.

¿Qué dices a eso, querido? - me preguntó mi esposa-. ¿Vas a ir?

- No sé qué hacer. Actualmente tengo mucho trabajo.

- No te preocupes por ello. Tu ayudante Anstruther puede hacer tus visitas. Observo que estás muy pálido, y creo que un cambio de aire te haría bien. Además, siempre has tenido un gran interés por los casos de Sherlock Holmes.

- Sería un desagradecido si no lo tuviese, sobre todo considerando lo que gané gracias a uno de ellos -contesté-. Mas si tengo que partir, debo hacer los preparativos inmediatamente. Cuento apenas con media hora de tiempo.

Mi experiencia de la vida de campo, adquirida en Afganistán, me permitía hacer equipajes en menos de lo que canta un gallo. Además, los efectos que debía llevar conmigo eran pocos, así que me fué posible llegar en hora conveniente a la estación de Paddington. Sherlock I-Iolmes paseaba arriba y abajo del andén. Advertí que su alta figtura aparecía más imponente que de costumbre, resultado de vestir un largo abrigo de viaje que le arrastraba casi por el piso.

- Es usted muy amable de haber venido, Watson -me dijo-. Su compañía me proporciona una gran satisfacción, puesto que siempre es agradable viajar al Iado de una persona en quien poder confiar. Las ayudas locales siempre son insuficientes, o equivocadas. Si quiere usted separar dos asientos, mientras, iré por los boletos.

Dí con un departamento vacío, en el que nos instalamos, y en el que depositamos el enorme paquete de periódicos que Holmes había traído consigo. En cuanto el tren se puso en marcha, mi amigo se enfrascó en la lectura de dichos periódicos, de alguno de los cuales extrajo alguna nota. Poco después de haber pasado la estación de Reading, arrolló los periódicos que había estado consultando y los arrojó a la redecilla.

- ¿ Ha oído ya del caso? - me preguntó.

- Ni una palabra. Hace días que no leo el periódico.

- La prensa londinense no ha dado muchos detalles acerca de lo ocurrido. Sin embargo, me he empapado de lo publicado. Por lo que sé hasta la fecha, creo que se trata de uno de esos simples casos tan extremadamente difíciles de resolver.

- Esto suena a paradoja.

- Pero es una profunda verdad. La singularidad es una pista invariable. Un crimen, como más fácil aparece, más difícil es su solución. En el caso que nos ocupa, un hijo del muerto aparece como culpable.

¿ Se trata de un asesinato, pues?

- Bien, parece que sí. No afirmaré nada en un sentido u otro hasta convencerme de ello por mis propios ojos. Voy a contarle a usted el estado de cosas, según la información que he podido recopilar.

El valle de Boscombe es un distrito situado no muy lejos de Ross, en Herefordshire. El propietario más importante de dicho distrito es el señor John Turner, que hizo la fortuna en Australia, y que regresó después a su viejo terruño. Una de las granjas que posee, la de Hatherley, la dejó en manos del señor Charles McCarthy, quien, asimismo, ha residido muchos años en Australia. Los dos se conocieron en colonias, lo que hace natural que a su regreso a la patria trataran de vivir en el mismo lugar. Aemente, Turner es mucho más rico que McCarthy. El último, se convirtió en inquilino del primero, a pesar de lo cual, según parece, vivían en perfectos términos de amistad, y aún de igualdad. McCarthy tiene un hijo, de dieciocho años, y Turner una hija, de parecida edad. Los dos ex-australianos son viudos. Parece que han conseguido vivir al margen de la relación con las familias inglesas, vecinas a las casas que ocupan, y que viven muy retirados, a pesar de qur los dos McCarthy son muy aficionados al deporte y que, con alguna frecuencia, han tomado parte en las carreras verificadas en la vecindad. McCarthy tiene empleados a dos sirvientes; una muchacha y un muchacho. Turner tiene muchos más, puesto que también tiene una casa mayor: sostiene un servicio de media docena de sirvientes, por lo menos. Esto es todo lo que he podido saber respecto a ambas familias. Ahora, vamos a los hechos.

El día 3 de junio, esto es, el último lunes, McCarthy salió de su casa de Hatherley, a eso de las tres de la tarde, y se dirigió, a pie, a Boscombe Pool, que es un pequeño lago formado por las corrientes que se precipitan en el valle. En la mañana había estado en Ross, acompañado de un criado. En tal ocasión le dijo al sirviente que debía de apresurarse, puesto que tenía una cita a las tres. Bien, no ha vuelto con vida de dicha cita.

Desde la granja de Hatherley hasta Boscombe Pool hay una distancia de un cuarto de milla. Dos personas le vieron mientras cruzaba esta distancia. Uno de ellos, una vieja mujer, cuyo nombre no se menciona, y el otro es el señor William Crowder, empleado del señor Turner. Ambos testigos declaran que el señor McCarthy andaba solo. El empleado de Tumer, un guardia de coto, añade que pocos minutos después de haber visto a McCarthy, vió a su hijo, el cual andaba en la misma dirección de su padre. Iba armado de un fusil. Según cree, la figura del padre no se había perdido de vista, y el hijo seguía sus pasos. Ya no pensó más en el asunto hasta que, en la noche, se enteró de Io que había ocurrido.

Los dos McCarthy fueron vistos después que desaparecieran de vista del guardián de coto. El Boscombe Pool se halla rodeado de frondosas arboledas, y el pasto solamente se extiende en las orillas del lago. Una niña de catorce años, Patience Moran, que es hija del guardián del territorio de Boscombe, se hallaba en el bosque, recógiendo flores. Declara que, mientras estaba ocupada en su labor, vió, muy cerca del lago, en la misma orilla del bosque, a los dos McCarthy, quienes parecían estar discutiendo violentamente. Dice que oyó cómo el viejo McCarthy profería palabras gruesas, dirigidas a su hijo, y declara, asimismo, que el joven levantó los brazos, como si tuviera la intención de agredir a su padre.. Tuyo tal temor de la violencia de la escena, que echó a correr, y en cuanto llegó a su casa contó a su madre lo que había visto y oído. Agregó que temía que padre e hijo fueran a enzarzarse a golpes. Apenas acababa de dar esta opinión, cuando el joven McCarthy llegó hasta ellas, y les comunicó que acababa de encontrar muerto a su padre, en el bosque. Fue a pedir auxilio al guardián del territorio. Estaba muy excitado, y no llevaba consigo ni el fusil ni el sombrero y, además, en la manga derecha aparecían algunas manchas de sangre fresca. Le acompañaron y, efectivamente, descubrieron el cadáver, tendido sobre el pasto de la orilla del Iago. Tenía la cabeza medio destrozada; había muerto a consecuencia de fuertes golpes que le propinaron con algún objeto sumamente pesado. Podían haber sido causadas las heridas. con la culata del fusil del hijo, arma que fue encontrada a pocos pasos del lugar en que descansaba el cadáver. Debido a todo ello, el joven fue arrestado inmediatamente. El caso ha sido llevado ante los magistrados de Ross. He aquí, a grandes trazos, los detalles del caso, según los ha contado la policía.

- Es un caso muy desagradable - observé -. La evidencia de las circunstancias apunta directamente al detenido.

- Sí, pero esa evidencia es siempre, o muchas veces, muy truculenta - contestó Holmes, pensativamente -. Pueden dar la impresión que enfocan a un lugar determinado, mas si mueve usted ligeramente el punto de mira, advierte que apuntan hacia otro lugar. Sin embargo, hay que confesar que el joven se halla seriamente comprometido, y es posible que sea el criminal. No obstante, existen diversas personas, entre ellas la hija de Tumer, que creen ciegamente en su inocencia, y quienes han apelado a los servicios del inspector Lestrade para que trabaje en favor del detenido. Lestrade, a quien conoce usted, a consecuencia de su intervención en el Estudio en Escarlata, se ha sentido confundido, y ha solicitado mi cooperación, y he aquí la razón de que me vea viajando a cincuenta millas por hora en vez de hallarme cómodamente sentado en mi casa.

- Mucho me temo -opiné-, que viendo el caso tan claro; no tendrá usted oportunidad de trabajar en favor del detenido.

- No hay nada que engañe tanto como un hecho obvio - replicó, en tanto que reía-. Además, podemos descubrir otros hechos, no menos obvios, que nuestro amigo Lestrade no haya considerado como tales. Me conoce usted de sobra para no creer que estoy echándomelas de listo cuando digo que soy capaz de confirmar o destruir la teoría que ahora prevalece, valiéndome de medios que la policía es incapaz, no sólo de emplear, sino aún de comprender. Con objeto de dar un ejemplo de ellos, permita que le diga que percibo claramente que la ventana de su dormitorio está situada en el lado derecho. Sin embargo, estoy seguro que el bueno de Lestrade jamás podría hacer tal observación.

- iDios mío! ¿ Cómo sabe usted que ...?

- Amigo mío, le conozco a usted muy bien. Conozco por lo tanto, la meticulosidad y el aseo de tipo militar que le caracteriza. Se rasura usted todas las mañanas, y en esta época del año lo hace usted a la luz del sol. A medida que vamos avanzando, me voy percatando que su mejilla izquierda está peor rasurada que la derecha. Eso quiere decir que un lado de rostro ha estado mejor iluminado que otro. De haber igual luz en ambos, una persona como usted no se sentiría satisfecha con su obra. He hecho esta observación en calidad de trivialidad. Sabe usted que esta es mi debilidad, y espero que estas facultades me sean útiles para poner en claro alguno de los aspectos del caso al que vamos a dedicarnos. Hay uno o dos puntos que aparecen ya en los preliminares de las declaraciones que, a mi modo de ver, tienen algún interés.

- ¿Cuáles son?

- Parece que la detención no fue efectuada inmediatamente, sino hasta que el detenido regresó a la granja de Hatherley. Ante la manifestación del policía en el sentido de que se considerara detenido, éste contestó diciendo que no le causaba asombro la decisión. Estas palabras acabaron por borrar las dudas que pudieran existir en la mente del oficial.

- Fué una confesión, -interrumpí.

- No. Y digo que no porque, acto seguido, juró que era inocente.

- No me negará usted que, a pesar de ello, lo anterior tiene algo de sospechoso.

- Por el contrario -replicó Holmes-. Por muy imbécil que sea, no puede ignorar que todo le acusa fuertemente. Caso de que hubiera mostrado indignación por el arresto de que le hacían víctima, apareceria como francamente sospechoso, a mi juicio, puesto que ni la indignación ni la ira hubieran sido naturales en circunstancias como las que atraviesa el muchacho. La franca aceptación de la negra situación, lo presenta, a mi modo de juzgar las cosas, como un hombre inocente, caso, claro es, que no sea un personaje de extraordinaria firmeza. En sus manifestaciones no veo más que naturalidad, puesto que no olvide que, después de haber contemplado el cadáver de su padre, acudió a su memoria el hecho de las palabras gruesas que con él había cambiado y aún, según dice la múchachuela, su intento de agresión. El reproche y la contrición que encierran sus palabras, más los considero como señales de una mente sana, que propias de un culpable.

Sacudí mi cabeza.

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II

Muchos hombres han ido a la horca contando con menos evidencias en su contra -sentencié.

- Cierto. Pero gran cantidad de ellos han sido ajusticiados equivocadamente.

- ¿Cuál es el punto de vista del joven detenido?

- Temo, sinceramente, que no es demasiado optimista para los que han emprendido su defensa. Sin embargo, he descubierto en ellos dos o tres puntos muy sugestivos. Aquí los encontrará. Léalo usted mIsmo.

Me ofreció un periódico de Horefordshire. Me indicó el párrafo en donde empezaba el relato. interesante. Leí la que sigue:

El señor James McCarthy, hijo única del muerto, fue llamado a declarar, y manifestó lo siguiente: He estado ausente de mi casa durante tres días, que pasé en Bristol. He regresado en la mañana del último lunes, día tres. Cuando llegué a mi casa, papá se hallaba fuera, y una criada me informó que había partido hacia Ross, acompañado del criado John Cobb. Poco después, oí el rumor de las ruedas del coche. Miré por la ventana y advertí que salia del patio de la casa, a gran velocidad, aunque no pude percatarme de qué dirección tomaba. Entonces tomé mi fusil y eché a andar hacia Boscombe Pool, con intención de visitar las conejeras que se hallan situadas en el otro lado. Durante el trayecto ví al guardián Willian Crowder, como lo confirma su propia declaración, no obstante, está equivocado cuando dice que andaba tras los pasos de mi padre. No tenía la menor idea de que se hallase a poca distancia de mí. Cuando estaba a escasa distancia del lago, oí el grito: ¡Cuuui!, el cual era una señal que nos hacíamos siempre, mi padre y yo. Entonces eché a correr y me encontré con él en la orilla del bosque. Pareció presa del asombro cuando me vió llegar ante él y, en muy mala forma, me preguntó que qué estaba haciendo por allí. A consecuencia de ello sostuvimos una fuerte discusión, en la cual nos cruzamos gruesas palabras, y aún tuvimos ambos la intención de agredirnos. Mi padre era un hombre que se caracterizaba por su genio violento. Cuando adverti que su ira subía de punto y que ya no podía controlar sus acciones, abandoné su compañía y medispuse a regresar a la granja de Hatherley. No había andado ciento cincuenta metros, cuando, tras de mí, alguien profirió un terrible grito. Esto me obligó a regresar al lugar que acababa de abandonar. Encontré a mi padre agonizando, tendido en .el suelo, con graves heridas en la cabeza. Arrojé mi fusil y tomé a papá en mis brazos, mas expiró casi inmediatamente. Permanecí arrodillado junto a él durante algunos segundos y, después, decidí ir a ver al señor Turner, cuya casa es la más próxima al lugar del suceso. No descubrí a nadie cerca de mi padre, cuando, por primera vez regresé a su lado, y no tengo la menor idea de quién pueda ser él o los que lo ha asesinado. No era un hombre popular, puesto que tenía unas maneras algo frias y bruscas, pero tampoco t.enía, según entiendo, ningún enemigo. Eso es cuanto sé.

Policía: ¿ Pronunció su padre algunas palabras antes de morir?

Acusado: Masculló algo confuso, de lo cual sólo pude comprender una extraña alusión a una rata.

Policía: ¿ Qué sentido dió usted a dicha alusión?

Acusado: Ninguno. Creo que no tiene sentido. Creo que estaba delirando.

Policía: ¿ Sobre qué trató la discusión que tuvo con su padre?

Acusado: Prefiero no contestar.

Policía: Temo que me veré obligado a insistir.

Acusado: Pues me es imposible contestar la pregunta. Puedo asegurarle, empero, que nada tuvo qué ver la discusión con la tragedia que se desarrolló después.

Policía: Esto es algo que tiene que decidir el tribunal. No quiero ocultarle que su negativa a contestar puede agravar mucho su sÍtuación.

Acusado: A pesar de eIlo, rehuso.

Policía: Tengo entendido que el grito: Cuuui, era una señal que usaban su padre y usted.

Acusado: Efectivamente.

Policía: ¿ Cómo se explica, pues, que lanzase el grito antes de verle a usted. Sin saber que ya había usted regresado de BrÍstol?

Acusado: (Notoriamente confundido). No lo sé.

Un Jurado: ¿No descubrió nada cuando regresó al lugar en dónde se hallaba su padre que le hiciese sospechar algo?

Acusado: Nada definido.

Policía: ¿ Qué quiere usted decir?

Acusado: Me sentía tan desasosegado y confuso que sólo presté atención a mi padre. Sin embargo, tengo la impresión de que cuando me precipité sobre el cuerpo de él, junto a su cuerpo descansaba algo de color gris, tal vez una chaqueta ... Cuando me incorporé, la cosa había desaparecido.

Policía: ¿Quiere usted decir que desapareció antes de que fuera por auxilio?

Acusado: Sí. Entonces ya no estaba allí.

Policía: ¿No puede precisar qué cosa era?

Acusado: No. Sólo tengo la vaga sensación de que algo estaba allí.

Policía: ¿A qué distancia del cuerpo?

Acusado: Tal vez unos doce metros.

Policía: ¿Y a qué distancia de la orilla del bosque?

Acusado: Aproximadamente la misma.

Policía: Así pues, quiere usted decir que fue quitada de allí, a una docena de metros del lugar que usted ocupaba.

Acusado: Sí, pero mientras estaba yo de espaldas.

Así terminó la declaración del acusado.

Advierto, dije al terminar la lectura del periódico, que las autoridades se muestran muy severas con el detenido. Le llaman la atención, y con razón, acerca de la discrepancia que existe en que su padre le llamara antes de haberle visto, con una señal que sólo usaban ellos dos. También le advierte, con alguna dureza, respecto a las posibles consecuencias que puede acarrearle su silencio. Asímismo, insiste con alguna contumacia respecto a las extrañas palabras que el viejo pronunció antes de morir: Me percato que el asunto pinta mal para el muchacho.

Holmes dejó escapar una carcajada y se repantigó en el asiento del vagón.

Usted, lo mismo que el policía, tienen los mismos quebraderos de cabeza. Convierten los puntos fuertes de la declaración en elementos en favor del detenido. ¿No se percata usted de que le favorecen concediéndole tamaña imaginación y que, por otro lado, le concede demasiada poca? Demasiada poca negándole la posibilidad de que inventara una mentira acerca de la discusión que sostuvo con su padre, gracias a la cual pudiera haber impresionado favorablemente al jurado. Demasiada, creyendo en las palabras pronunciadas por su padre, y con lo de la chaqueta gris. No. Atacaré el caso desde el punto de vista de que cuanto declara el detenido es verdad, y veremos cuál de las dos hipótesis es la verdadera. Y aquí está mi libro del Petrarca y no agregaré otra palabra sobre el asunto hasta que estemos en la escena de la acción. Comeremos en Swindon, y veinte minutos después, llegaremos a nuestro destino.

Eran casi las cuatro cuando, después de haber atravesado el bello valle de Stroud, nos apeamos en la linda estación de Ross. Un hombre de aspecto furtivo, de tímida mirada, nos aguardaba. A pesar de la extraña indumentaria que vestía reconocí en él, inmediatamente, al inspector Lestrade, de Scotland Yard. Nos llevó a los Hereford Arms, en los cuales ya nos había reservado una habitación.

- He encargado un coche - nos dijo Lestrade, en tanto que nos disponíamos a apurar una taza de té. Conozco su naturaleza enérgica, y comprendo que estará usted nervioso hasta que llegue a la escena del crimen.

- -Es usted muy amable - contestó Holmes-, le advierto que todo se reduce aun asunto de presión barométrica.

Lestrade le dirigió una desconcertada mirada.

- No le comprendo.

- ¿ Cómo está eso? Veintinueve, veo. No sopla el viento, y el cielo está despejado. Ahí tengo una cajetilla de cigarrillos y observo que el sofá está por encima del abominable promedio de sofás de hotel. No creo probable que vaya a usar el coche esta noche.

Lestrade sonrió indulgentemente.

- Sin duda, ha formado usted sus conclusiones, gracias a las noticias de prensa -dijo-. Le advierto que el caso está clarísimo y que más y más claro se pone a medida que uno va metiéndose en sus interioridades. Sin embargo, uno no puede negarse a las demandas de una señorita, particularmente si es más bella de lo ordinario. Ha oído de usted y quiere hacerse con su opinión, a pesar de que, en repetidas ocasiones, le he dicho que nada hay que hacer en favor del detenido. iVamos! Ahí llega el coche.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando entró en la habitación una de las jóvenes más bellas que he visto en mi vida.

- ¡Oh, señor Sherlock Holmes! -exclamó-. Estoy muy contenta de que se haya usted dignado venir. He llegado para hablar con usted, y para decirle que estoy segura de que James no ha cometido el asesinato. Lo sé, y quiero que, antes de empezar a trabajar en el asunto, lo sepa usted también. No dude jamás sobre este punto. Nos conocemos desde niños, y sé mejor que nadie cuáles son sus faltas y defectos y puedo asegurarle que es incapaz de matar a una mosca. La acusación es ridícula, y sólo pueden hacerla quienes no le conocen.

- Espero que podamos exonerarlo de toda culpa, señorita Turner - dijo Sherlock Holrnes -. Puede usted contar con que haré cuanto pueda, a tal fin.

- Pero, evidentemente, ha leido usted la declaración. ¿Ha formado usted algunas conclusiones? ¿No cree usted que es inocente?

- Creo que es muy probable que lo sea.

- ¡Muy bien! - exclamó, en tanto que se enfrentaba a Lestrade -. ¿Oye usted? ¡Me da esperanzas!

Lestrade se encogió de hombros.

- Temo que mi colega se ha precipitado en sus conclusiones - se limitó a decir.

- ¡El señor Holmes tiene razón! Me consta, porque James no pudo haber matado a su padre. Y creo que la razón por la que no contestó la pregunta, se debe a que yo ando mezclada en el asunto.

- ¿En qué sentido?- preguntó Holmes.

- No quiero ocultar nada. James y su padre solían discutir con alguna frecuencia debido a mí. El señor McCarthy quería que nos casáramos en seguida. James y yo nos hemos querido siempre, como hermano y hermana. Pero él es muy joven, y sabe muy poco de la vida ... y ... y ... naturalmente, no desea llegar a nada de eso todavía ... Por eso peleaban a menudo, y pienso que el motivo de la última riña tuvo que ver con este asunto.

- ¿Y su papá de usted? -preguntó Holmes--, ¿está en favor de esa unión?

- No. Tampoco la desea. Solamente la quería el señor McCarthy -. El rubor subió al rostro de la muchacha a consecuencia de una de las taladradoras miradas de Sherlock Holmes.

- Muchas gracias por su información - dijo el detective -. ¿Podré ver a su papá si paso mañana por su casa?

- No creo que el doctor se lo permita.

- ¿El doctor?

- Sí, ¿no sabía usted? Papá nunca ha gozado de buena salud, y ahora este hecho lo ha puesto peor. Ha tenido que guardar cama, y el doctor Willows opina que está muy enfermo, que tiene los nervios muy delicados. El señor McCarthy era el único hombre que conoció a papá desde los lejanos días de Victoria.

¡Ah! ¡En Victoria! Esto es muy importante.

- Sí, en las minas.

- Exactamente. Las minas de oro. En ellas, según creo, el señor Turner se enriqueció.

- Sí, señor.

- Muchas gracias, señorita Tumer. Me ha facilitado usted una magnífica información.

- Le agradeceré me tenga al corriente, mañana, de las noticias que obtenga. Sin duda irá usted a la cárcel, con objeto de visitar a James. Si va, por favor, dígale que yo creo en su inocencia.

- Descuide, señorita Turner.

- Tengo que regresar ahora a casa, porque papá está muy delicado y se da cuenta de que no estoy en cuanto me aparto de su lado. Buenas tardes, y qué Dios le ayude en su empresa.

Desapareció de la habitación tan impulsivamente como había entrado en ella. A poco, oímos el ruido del coche al alejarse.

- Estoy avergonzado por usted, I-lolmes, -dijo Lestrade, después de algunos minutos de silencio -. ¿Por qué da usted esperanzas que dentro de poco tendrá que derrumbar? No me considero tiemo de corazón, pero juzgo su actitud de cruel.

- Creo saber cómo borrar la culpabilidad que pesa sobrc el joven McCarthy - dijo Holmes -. ¿Puede usted facilitarme un permiso para visitarle en la cárcel?

- Sí, pero sólo podemos entrar usted y yo.

- Bien, en este caso reconsideraré mi decisión de no salir esta noche. ¿Tenemos todavía tiempo para tomar el tren de Hereford e ir a visitar el preso?

- .

- Entonces, vámonos. Watson, perdone usted. Mas pienso estar de regreso antes de dos horas.

Los acompañé hasta la estación, después anduve a la ventura por las calles de la pequeña ciudad, y, finalmente, regresé al hotel, en donde me recosté en el sofá, en tanto que trataba de enfrascarme en la Iectura de una novela.

Mas la trama del libro era tan endeble comparada con la del profundo misterio en el que mi amigo había empezado a trabajar, que sentí que mi atención erraba continuamente de la ficción noveIística al hecho real. Por fin, arrojé el libro y me enfrasqué en la consideración de los hechos ocurridos durante el día.

Suponiendo que la historia de ese muchacho infortunado fuera cierta, ¿qué endemoniada cosa, qué extraordinaria calamidad podía haber ocurrido durante el tiempo que mediaba entre que se separó de su padre y que volvió junto a él?

Era algo terrible. ¿Qué podía ser? La naturaleza de las lesiones ¿revelerían algo a mi instinto médico?

Llamé a un groom y le ordené me trajera un periódico semanal, que contenía en extenso las declaraciones del detenido, y todas las prácticas llevadas a cabo hasta la fecha. En su declaración, el forense decía que un tercio de la parte posterior del parietal y la mitad izquierda del occipital habían sido destrozadas por el golpe de una pesada arma. Señalé las partes lesionadas en mi propia cabeza.

Sin ningún género de dudas, el golpe fue dado desde atrás. Eso, según pensé, favorecía al acusado, pues cuando fue visto discutiendo con su padre se hallaba enfrente de él. Sin embargo, no tardé en refutarme a mí mismo la idea, puesto que el muchacho podía haber descargado el golpe en un momento en que el viejo se hubiera vuelto de espaldas a su hijo.

No obstante, creí oportuno decírselo a Holmes. Además, había la peculiar referencia que el agonizante hizo a una rata. ¿Qué podía significar eso? Tal vez no fuera debido al delirio. Un hombre aporreado, difícilmente delira. No. No era probable. Seguramente trató de explicar cómo le había sorprendido la muerte, ¿pero a qué podía referirse? Estrujé mi cerebro, a fin de hallar alguna solución. Después recordé lo de la cosa gris que había visto el joven McCarthy. Si ello era cierto, indicaba que el asesino debió de haberse despojado de alguna prenda, presumiblemente el abrigo, y que debió de habérsele olvidado. Luego debió de regresar, para borrar esta huella, y recuperó la prenda, a escasos doce pasos del lugar que ocupaba el detenido.

¡Qué de misterios! ¡Qué de improbabilidades!

No me extrañaba lo arraigado de las convicciones de LestracÍe y, a pesar de la mucha fe que tenía en Holmes, temía que mi amigo fuese a dar contra un muro infranqueable. Por lo menos, pensaba en que le iba a ser sumamente difícil demostrar la inocencia del joven McCarthy.

Sherlock Holmes regresó bastante tarde. Regresó solo, puesto que Lestrade ocupaba una habitación en otra parte de la población.

- El barómetro está todavía indicando el mismo tiempo -dijo, en tanto que tomaba asiento-. Es de suma importancia que no llueva antes de que realice una inspección del terreno en que se desarrolló la tragedia. He visto a McCarthy.

- ¿Y qué ha sacado usted en limpio?

- Nada.

- ¿No ha podido facilitarle ninguna pista?

-No. En ciertos momentos he llegado a pensar en que sabe quién es el asesino, pero que intenta ocultar su personalidad. Después, no obstante, he llegado a la conclusión de que sabe lo mismo que los demás, es decir, nada. Es un muchacho que parece no poseer gran fuerza de voluntad. Tiene un aspecto agradable ...

- No admiro sus gustos - interrumpí -. Y aun me atrevo a calificarle de hombre de pésimo gusto, puesto que no se decide a casarse con una joven tan guapa como la señorita Turner.

- ¡Oh, Watson! Aquí hay un doloroso misterio. Le aseguro que el muchacho está perdidamente enamorado de ella, pero dos años atrás, cuando aun era niño, y antes de que realmente conociera a la señorita Turner, que ha pasado cinco años internada en un colegio, ¿sabe usted la barbaridad que cometió el idiota del joven McCarthy ? Se enamoró de una camarera de un restaurán de Bristol, y se casó con ella. Nadie sabe del asunto, pero puede usted imaginarse lo que le pesó a él, que sabía que una nueva boda, de no mediar circunstancias especiales, sería imposible. Eso es lo que le impulsó a levantar, airado, los brazos cuando su padre, por última vez, insistió en que debía casarse con la señorita Turner. Por otra parte, el muchacho no cuenta con ingresos suficientes para contraer matrimonio, y su padre, que según entiendo era un sujeto muy duro, lo hubiera arrojado de casa al saber la verdad. Es con esa camarera con quien ha pasado tres días en Bristol, y su padre ignoraba en dónde se hallaba. Recuerde esto. Es muy importante. Sin embargo, del disparate mismo ha surgido la solución, puesto que la camarera, sabiendo por los periódicos lo que le ha ocurrido al muchacho, a quien ya da por condenado a la horca, le ha escrito participándole que en los docks de Bermuda cuenta con otro esposo, y que, por lo tanto, ya no existe ningún lazo entre los dos. Pienso que esta carta ha proporcionado indecible consuelo al joven McCarthy y que ha venido a borrar muchas de las penas y sinsabores que ha sufrido hasta la fecha.

- Bien, eso está bien. Pero ... ¿si no es él el asesino, quién es?

- ¡Ah, Watson! ¿Quién? Vea. Quiero llamar su atención sobre dos puntos importantes. Uno es que el muerto había concertado una cita con alguien en el lago, alguien que no podía ser su hijo, puesto que éste se hallaba ausente, y no sabia cuándo regresaría. El segundo punto es que el asesinado lanzó el grito: Cuuui, antes de saber que su hijo estaba de vuelta. Esos son los puntos cruciales, de los que depende todo. Bien, si quiere, ahora podemos charlar un rato sobre George Merdith, y dejaremos para mañana los asuntos menores.

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III

El cielo seguía despejado, tal como había previsto Holmes, y el día apareció magnífico.

A las nueve pasó por nosotros Lestrade y en el coche que había traído consigo nos dispusimos a trasladarnos a la granja de Hatherley y al Boscombe Pool.

- Hay una noticia muy grave - informó Lestradc -. Me han dicho que el señor Tumer ha empeorado, y que se halla en situación desesperada.

- ¿Es viejo? - preguntó Holmes.

- Unos sesenta años. Ha sido un hombre fuerte, mas las dificultades y las calamidades que ha sufrido en su vida le han arruinado prematuramente la salud. Además, la muerte de McCarthy le ha afectado muchísimo. Era íntimo suyo y, según me han dicho, un protector de él. Por ejemplo, sé que no pagaba alquiler de la granja de Hatherley.

- ¿Cierto? ¡Oh, esto es muy interesante! - exclamó Holmes.

- Sí. Además, le había ayudado en muchas otras cosas. Todos hablan de lo bondadoso que el señor Turner ha sido para McCarthy.

- Muy interesante - insistió Holmes -. ¿No juzga extraño que ese McCarthy, que tan poco poseía, y que tantas obligaciones tenía contraídas con Turner, quisiera imponer el matrimonio de su hijo con la señorita Tumer, que seguramente es la heredera de la fortuna de su padre? Es algo muy particular, sobre todo si recuerda que el viejo Turner se oponía a que el matrimonio tuviera efecto. La conversación que sostuvimos con la muchacha tuvo mucho valor al respecto. ¿No deduce usted nada de todo esto?

- Me resisto a perder el tiempo con las deducciones, Holmes - replicó Lestrade -. Prefiero manejar hechos concretos. Por eso rechazo la práctica de las teorías y de las fantasías.

- Hace usted bien - exclamó Sherlock Holmes-. Manejar hechos no es tan difícil.

- Recuerde usted que, gracias a mi sistema, he alcanzado un hecho que no es fácil de destruir.

- ¿Cuál?

- Pues que el viejo McCarthy fue asesinado por el joven McCarthy. Todas las teorías que quiera elevar en contra de esto, serán puros sueños.

- Permita que le diga que los sueños son a veces más formales que las apariencias - replicó riendo Holmes -. Mas creo que esa es la granja de Hatherley.

- Sí, efectivamente, ésta es.

La granja era un amplio edificio, de buen aspecto, de dos plantas, de techo de pizarra.

Las cerradas ventanas y las chimeneas sin humo le conferían, sin embargo, un extraño ambiente.

Llamamos a la puerta. Holmes pidió inmediatamente a la doncella que le mostrase las botas que su amo llevaba el día de su muerte, así como unas del hijo, aunque no fueran las mismas que calzaba el día de los hechos.

Una vez las hubo examinado y medido por seis o siete distintos lugares, Holmes rogó que nos llevaran al patio, desde el cual echamos a andar en dirección a Boscombe Pool.

En estas ocasiones, en las que Holmes se echaba frenéticamente tras de una pista, el detective se transformaba. Los que de él sólo conocían el aspecto de pensador y teorizador de Baker Street, no hubieran podido identificarlo.

Su rostro enrojecía. Fruncía el ceño y en sus ojos aparecía un brillo especial, acerado, profundo. Inclinaba la cabeza, echaba hacia adelante los hombros, se encorvaba, apretaba los labios, y se abultaban extraordinariamente sus venas.

Las ventanas de la nariz se le ensanchaban, lo mismo que si fuera un animal de presa, y su mente se concentraba de tal modo sobre el objeto de su persecución que era inútil preguntarle cosas, pues a ninguna de ellas contestaba. Cuando más, lo hacía con un gruñido desagradable.

Rápida y silenciosamente anduvo hasta llegar a Boscombe Pool, en cuyo trayecto no dejó nada por ver. El paraje era de terreno pantanoso, y en él podían descubrirse buen número de pisadas, a ambos lados del camino, en los que crecía corto pasto.

Sherlock Holmes avanzó, retrocedió, se dirigió a uno y otro lado de la vía, regresó al mismo lugar, igual que un sabueso nervioso.

Lestrade y yo andábamos detrás de él, y no se preocupaba poco ni mucho de nosotros. Advertí, en el interés que brillaba en su expresión, que enfocaba sus pasos hacia una pista definitiva.

El Boscombe Pool está situado en los límites de la granja de Hatherley y del parque privado del rico señor Tumer. Por encima de las copas de los árboles podíamos distinguir el remate rojo de los tejados de la residencia del millonario. En el lado del estanque que se extendía delante de la granja, el bosque era muy espeso. Lo separaba de la orilla del agua una pequeña extensión de prado, cubierto de verde pasto.

Lestrade nos mostró el lugar en que el cuerpo había sido hallado. La blandura del terreno permitía ver todavía las huellas que aquél causó.

Mas, a poco, me percaté de que Holmes, además de las huellas del cuerpo, descubría una infinidad de ellas, que escapaban a nuestra observación. Parecía estar leyendo un libro. Dió varias vueltas alrededor del paraje y regresó junto al policía de Scotland Yard.

- ¿Qué hizo usted en el lago? - preguntó.

- Mandé examinarlo, por si daba con el arma. Pero ... ¿cómo demonios sabe ...?

- ¡Oh, ssstt! No tengo tiempo para explicar porqués ... Su pie izquierdo, las huellas que deja, son inconfundibles. ¡Qué fácil hubiera sido la investigación si no hubiera andado tanta gente por ahí! Parece que ha desfilado una manada de búfalos ... Por aquí vino la partida encabezada por el guardián de coto ... Y estuvieron pisando por aquí y por aquí ... alrededor del cadáver ... Aquí descubro tres líneas del mismo pie ...

De uno de sus bolsillos extrajo una lupa, echó el abrigo al suelo y se recostó encima de la prenda, con objeto de examinar cuidadosamente el terreno. En tanto que verificaba esta operación no dejó de hablarnos.

- Estas son pisadas del joven McCarthy. En dos ocasiones anduvo lentamente y en otra corrió precipitadamente; por eso las suelas están profundamente marcadas, y apenas lo están los tacones. Esto explica claramente la historia. Echó a correr cuando descubrió el cuerpo de su padre tendido en el suelo. Y he aquí las huellas del padre mientras estuvo andando para arriba y para abajo, aguardando. Y esto ... ¿qué es? ... ¡Ah, sí! Es la huella de la culata del fusil ... ¿y esto? ... ¡ah, ah ...! ¿Qué significa esto? ¡Pisadas de alguien que anduvo de puntillas! iEso es! ... Punteras cuadradas ... Muy poco comunes ... Vienen, van ... vuelven ... Bien ... ¿pero de dónde vienen?

Estuvo buen rato corriendo en todas direcciones, perdiéndose algunas veces, reanudando un camino que abandonara, otras. Mientras, Lestrade y yo, permanecíamos en la orilla del bosque, contemplando asombrados las idas y venidas del genial detective.

Por fin, vimos que Holmes se tendía nuevamente sobre el suelo y oímos que dejaba escapar un grito de alegría.

Durante largo rato permaneció obselvando mudamente pisadas, ramitas de árboles que descansaban en el suelo, y recogiendo y depositando en el interior de un sobre lo que creí era un puñado de polvo, después que lo hubo sometido al examen de su lupa. Después concentró su atención en la corteza de un árbol. Asimismo examinó un pedrusco que aparecía entre el pasto. A continuación, echó a andar por un camino, a través del bosque, en el que no encontró huellas.

- Ha sido un caso de considerable interés -nos dijo, en tono natural. Supongo que esa casa gris es la que me interesa. Creo que voy a ir a ella, para entrevistarme con Moran, y, tal vez, para redactar una nota. Después podremos regresar, con objeto de comer alguna cosa. Pueden ustedes ir hacia el coche. No tardaré en unirme con ustedes.

Nos dirigimos, como nos indicaba, al coche. Después, en tanto que marchábamos hacia Ross, Holmes, que todavía llevaba consigo la piedra que recogiera en el lugar de sus exploraciones, dijo:

- Este pedrusco, Lestrade, le interesará. Con él fue cometido el asesinato.

- No advierto en la piedra señal alguna.

- No las hay.

- ¿Cómo asegura, pues, que es el arma homicida?

- La hierba creció debajo de ella. Ha estado allí durante algunos días. Corresponde a las heridas. No hay señal de ninguna otra arma.

- ¿Y qué sabe del asesino?

- Es un hombre alto, zurdo, algo cojo del pie derecho, calza gruesas botas de caza, con enormes suelas, y lleva en uno de sus bolsillos un pequeño cortaplumas. Hay muchas otras indicaciones del individuo, mas éstas son las más importantes. Además, éstas son las que más nos auxiliarán en nuestras pesquisas.

Lestrade soltó una carcajada.

- Temo que aún abrigo escepticismo - dijo -. Estas teorías estan bastante bien, mas no olvide que nos las habernos con un jurado británico.

- Ya veremos - contestó tranquilamente Holmes. Usted prosiga con sus métodos, y yo lo haré con el mío. Esta tarde estaré rnuy ocupado, y es probable que regrese a Londres en el tren de la mañana.

- ¿Y abandonará usted el caso?

- No. Ya estará terminado.

- Pero ... ¿y el misterio?

- Ya está aclarado.

- ¿Quién es el criminal?

- El caballero cuya descripción acabo de darle a usted.

- ¿Pero quién es?

- No creo que sea muy difícil descubrirlo. Este no es un territorio muy poblado.

Lestrade se encogió de hombros.

- Yo soy hombre práctico - manifestó -. Y no puedo perder tiempo realizando una inspección para dar con un hombre de alta estatura, algo cojo y zurdo. Me convertiría en el hazmerreír de Scotland Yard.

- Muy bien - replicó Holmes calmosamente-. Le he dado a usted la oportunidad. Aquí está su apartamiento. Adiós. Le mandaré unas líneas antes de partir.

Después que dejamos a Lestrade nos dirigimos hacia nuestro hotel, en el que almorzamos. El ceño de Holmes era hosco y estaba hondamente preocupado.

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IV

Pensé que mi amigo sufría las dudas características del hombre perplejo. que no sabe qué camino debe tomar.

- Oiga Watson - me dijo en cuanto hubieron quitado los manteles de la mesa -. Siéntese aquí y escúcheme. Quiero hablar un rato con usted. No sé exactamente qué cosa debo hacer, y le agradeceré su consejo. Fúmese un cigarro y présteme atención.

- Le escucho.

- Bien, en este caso existen dos puntos que inmediatamente me llamaron la atención, y a los que consideré como piezas de descargo en favor del joven McCarthy, mismos puntos que usted consideró corno adversos para su causa. Uno de ellos es que su padre, de acuerdo con las manifestaciones del hijo, gritó el: Cuuuui, antes de verle. El otro es la singular referencia que hizo, instantes antes de morir, a una rata. Masculló diversas palabras, pero ésta que habla de una rata, es la única que el muchacho comprendió. Bien, empezaremos la revisión, partiendo de estos dos puntos. Y empezaremos a base de suponer que cuanto dijo el hiio de McCarthy es la absoluta verdad.

- ¿Q,ué cree usted del grito: Cuuui?

- Bien. Obviamente, no iba dirigido al hijo. El hijo se hallaba en Bristol, y su padre no podía presumir que ya estuviese de vuelta. Fue pura casualidad que el muchacho lo oyese, y que el padre lo profiriese ignorando que su hijo estaba tan cerca de él. El Cuuuui fue gritado con objeto de llamar la atención de la persona con quien el viejo McCarthy estaba citado. Ahora bien, el grito: Cuuuui, es un grito típicamente australiano, y solamente usado por los australianos. Presumo, casi estoy seguro de ello, que la persona a quien esperaba McCarthy en el Boscornbe Pool, era alguien que había residido en Australia.

- ¿Y qué de la rata, pues?

Sherlock Holmes extrajo de uno de sus bolsillos una hoja de papel, la desdobló y la extendió sobre la mesa.

- Este es un mapa de la Colonia Victoria - dijo -. Lo encargué anoche, por telégrafo.

Acto seguido, puso una de sus manos encima del mapa.

- ¿Qué lee usted aquí?

- ARATA - dije.

- ¿Y ahora?

- BALARATA.

- Exactamente. Este fue el nombre que articuló el moribundo, del cual nombre el hijo sólo entendió las dos últimas sílabas. Estaba tratando de pronunciar el nombre de su asesino. Fulano o zutano de Balarata.

- ¡Es maravilloso! - exclamé.

- Es obvio. Y ahora vea usted; he reducido el campo de operaciones en una forma considerable. La posesión de una prenda de vestir de color gris es el punto tercero. Si aceptamos como verdadero el contenido de la declaración del muchacho detenido, aceptaremos la existencia de la prenda como realidad. De la confusión habremos extraído un concepto definido: un australiano de Balarata, que posee una prenda de color gris.

- Cierto.

- Además, ese desconocido es alguien que tiene su hogar en este distrito, puesto que al lago sólo puede llegarse a través de la granja o de la otra propiedad, en la que difícilmente penetraría un forastero.

- De acuerdo.

- Después viene lo de la expedición que hemos efectuado hoy. Con el examen que he practicado del terreno, me he hecho con la serie de detalles que he dado al imbécil de Lestrade, todos ellos relacionados con la personalidad del criminal.

- ¿Pero cómo los ha conseguido?

- Ya conoce usted mis métodos. Se basan en la observación de las bagatelas.

- Supongo que puede usted haber deducido acerca de su estatura por lo largo de sus pasos. Asimismo, comprendo lo relacionado con la forma de las botas, puesto que ellas han dejado huellas en el piso.

- Sí. Le aseguro que son unas botas muy peculiares.

- Pero ... ¿y lo de que el individuo cojea?

- La huella de su pie derecho es muy diferente a la del izquierdo. Descarga menos peso en ella. ¿Por qué? Porque así lo hacen todos los cojos, que siempre recargan el cuerpo sobre un pie determinado ¿com- prende?

- Sí. Lo que me escapa es lo que se refiere a cómo supo usted que el asesino es zurdo.

- Recuerde que a usted mismo le sorprendió la naturaleza de las heridas, explicada por el forense. El golpe fue descargado desde detrás, y por el lado izquierdo. Ello demuestra que el asesino es zurdo. Se ocultó tras el árbol, durante la discusión que sostuvieron padre e hijo. Mientras, estuvo fumando. Descubrí las cenizas del cigarrillo. Ya sabe usted que entiendo en calidad de tabacos. Por ello puedo afirmarle que pertenece a una clase de la India. Ya sabe que he puesto mucha atención en este estudio, y que aun llegué a publicar una monografía sobre cenizas, en la que distingo 140 variedades de ellas, de cigarro, de cigarrillo y de pipa. Habiendo dado con la ceniza, busqué después la colilla. La encontré entre el pasto, y descubrí que, efectivamente, se trataba de un cigarrillo indio, de la variedad que se elabora en Rotterdam.

- Y, relacionado con ello ¿no descubrió más?

- Sí. El asesino usa boquilla. El extremo del cigarro no había tocado sus labios. Luego, usa boquilla. El otro extremo fue cortado, no mordido. El corte de la punta fue hecho cuidadosamente, por lo que deduje que el desconocido usa para ello un cortaplumas.

- Holmes - dije -, ha tendido usted una espesa red alrededor del individuo, de la que no podrá escapar, y ha salvado de la horca a un inocente. Advierto ahora hacia qué dirección enfoca sus sospechas. EI culpable es ...

- El señor John Tumer, - exclamó desde la puerta un groom del hotel.

Entró en ella el visitante.

Este tenía una extraña e impresionante figura. Su paso corto y algo cojo, sus hombros echados hacia delante, daban la impresión de decrepitud, aunque el resto de su cuerpo, y su misma estatura, daban a suponer que el hombre gozaba de enorme poder físico.

Su enmarañada barba, ceniciento cabello y pobladas cejas, combinadas con su ceño, contribuían a darle un aire de dignidad y fuerza de voluntad muy pronunciados.

Sin embargo, observé que el rostro, pálido, y las temblorosas ventanas de la nariz, le conferían un aspecto enfermizo. Inmediatamente sospeché que al hombre le aquejaba una enfermedad grave y crónica.

- Siéntese en el sofá, por favor - dijo Holmes muy amablemente -. ¿Recibió usted mi nota?

- SÍ, señor. El guardián de coto me la entregó. Decía usted que quería verme con objeto de evitar un escándalo.

- Sí. Pensé que si iba a verle a usted no podríamos evitar que la .gente hablase.

- ¿Y por qué desea usted verme?

Dirigió una mirada desesperada a mi amigo, con sus tristes ojos, como si ya hubiese oído la contestación.

- Porque - exclamó tranquilamente Holmes -, ya sé cuanto ha sucedido en el caso de la muerte del señor McCarthy.

El visitante sepultó su rostro entre sus manos.

- ¡Dios me asista! - gritó -. Jamás habría permitido que al joven McCarthy le hubiera ocurrido algo desagradable. Le doy mi palabra de que habría dicho la verdad, caso de que el asunto hubiese degenerado en peligro para él.

- Me satisface oirle declarar esto - dijo Holmes gravemente.

- Ya hubiera hablado, de no ser por mi pobre hija. Le habría causado un daño terrible ... Se lo causará, cuando sepa que estoy detenido.

- Tal vez no lleguemos a esto.

- ¿Qué?

- No soy un agente oficial. Además, estoy aquí debido a un requerimiento de su hija, y trabajo de acuerdo con el interés de ella. Sin embargo, el joven McCarthy debe quedar en libertad.

- Me estoy muriendo - dijo el viejo Turner -. Hace muchos años que sufro de diabetes. El doctor me da un mes de vida. No hay que decir que preferiría morir en mi casa que en la cárcel.

Holmes se levantó y se dirigió hacia la mesa, ante la cual se sentó. Tomó una pluma y extendió ante sí una hoja de papel.

- Cuéntenos la verdad - dijo el detective -. Anotaré los hechos. Usted firmará el documento, y el doctor Watson será testigo. Usaré de su confesión en último extremo, sólo con objeto de salvar al joven McCarthy. Le aseguro que no usaré de la declaración si no lo considero absolutamente necesario.

- Conforme - exclamó el anciano.

- Cuando usted quiera, empezaremos - invitó Sherlock Holmes.

- Antes que nada quiero decirles que nada me importa. Sin embargo, quisiera evitar este disgusto a mi hija Alice.

- Haremos lo posible - manifestó Holmes.

- Bien, pues voy a contar la verdad. Lo ocurrido, lo que ha fundamentado el suceso, es algo muy largo, pero podré resumirlo en pocas palabras.

El visitante se arrellanó en el sofá y empezó a decir:

- Ustedes no conocían a McCarthy padre. Era una encarnación del demonio.Se lo aseguro. No trato de favorecer mi situación. Deseo que Dios les Libre de caer en las garras de un individuo semejante. Su garra ha estado haciendo presa en mi durante más de veinte años, y no exagero afirmando que ha destrozado mi vida.

Yo seguía la declaración con sumo interés, en tanto que mi compañero escribía rápidamente las palabras que el anciano articulaba.

- Todo empezó durante el año sesenta, en las minas. Entonces era yo un muchacho joven, emprendedor, trabajador, dispuesto a hacer fortuna, atento a todas las oportunidades. Me hallé rodeado de malas compañías, me aficioné a la bebida, no tuve suerte en mis aspiraciones y me convertí en un individuo no mucho mejor que los muchachos que me rodeaban. Eramos una pandilla de seis, vivíamos libremente, saltando de estación a estación, residiendo en los vagones de ferrocarril, saqueando algunas veces los transportes de las minas. El Negro Jack de Balarata era mi nombre de batalla, y nuestra pandilla dejó amargo recuerdo. Nos llamábamos la Pandilla de Balarata, y, como acabo de decirles, la gente aun tiembla cuando oye tal nombre.

- Descanse un poco - indicó Holmes.

- Gracias, puedo proseguir - replicó débilmente el viejo Turner.

- Un día, supimos que se organizaba un convoy, de Balarata a Melboume. Era un importante transporte de oro, y decidimos ponernos al acecho y atacarlo. Protegían al convoy seis soldados, y nosotros éramos asimismo seis. La cosa estaba, pues, muy igualada. Sin embargo, a poco de entablarse la lucha, ya habíamos conseguido vaciar cuatro costales de los que figuraban en el transporte. Tres de los nuestros yacían muertos, antes de que rematáramos el asalto. La refriega andaba mal para nosotros. Entonces tomé el revólver y lo encañoné en las sienes del conductor. Ese conductor no era otro que McCarthy. Ojalá y hubiera disparado entonces. No obstante, no lo maté, a pesar de que descubrí en sus ojillos toda su maldad, y de que me miraba atentamente, sin duda para acordarse de mis facciones, por lo que pudiera suceder en el futuro.

El resto de la pandilla pudo escapar, con el oro robado. Nos convertimos en hombres ricos. Hicimos algunos negocios con buena fortuna. Después nos trasladamos a Inglaterra. Nadie sospechaba de nosotros. Poco después, decidí apartarme de mis antiguos compañeros y decidí, asimismo, convertirme en persona respetable y vivir una vida respetable. Compré esta finca, cuya venta estaba anunciada en los periódicos, y logré acrecentar mis bienes. Ello me alegraba, pues, a mi modo de ver, dignificaba el dinero mal adquirido. Me casé, mi esposa murió muy joven, pero habiéndome dado mi hija Alice. Ella me ha sido una gran ayuda, y con su bondad me ha indicado siempre el buen camino, del que no me aparté nunca, desde que empecé mi nueva vida.

El viejo Turner tomó algún aliento y prosiguió su relato.

- En una palabra, descubrí las excelencias del honor y de la respetabilidad, y gocé infinitamente con ello. Todo anduvo perfectamente bien, hasta que McCarthy me hizo víctima de su maldad.

- ¿ Se presentó aquí? - preguntó Holmes.

- Sí. Aguarde usted.

El hombre encendió un cigarrillo y después agregó:

- Me hallaba en la capital, adonde había ido para realizar una operación bancaria, cuando me lo encontré en la calle, en la calle de Regent Street. El aspecto de McCarthy era desastrado a más no poder.

- Hola Jack - me dijo en tanto que quería abrazárseme -, voy a convertirme en una especie de familiar tuyo. Solamente somos dos, yo y mi hijo, y ambos podemos cuidar de ti. En caso de que te niegues, recuerda que estamos en Inglaterra, en donde siempre se encuentran policías, y en donde existen ciertas leyes.

- Bien, excuso decirle lo que ocurrió.

- Le planteó el chantaje, claro es - interrumpió Holmes.

- ¡Y en qué forma, señor! - se lamentó el viejo Turner.

Daba pena el aspecto del anciano. Los recuerdos acudían en tropel a su mente, y temblaba lamentablemente.

- Bien. Se fueron conmigo hacia el oeste. Tomaron, más bien dicho, tomó posiciones inmediatamente, y en seguida advertí que me convertía en su esclavo. Nada podía hacer. Ante todo estaba mi hija. La situación, pues, había cambiado sensiblemente. Me estrujé el cerebro tratando de hallar una solución. Le ofrecí cuanto pude, con objeto de que nos dejara tranquilos, una vez por todas. Mas ese McCarthy, como les he dicho, era el diablo en persona. A veces llegué a pensar en que, más que otra cosa, lo que deseaba era martirizarme. Ni las sumas de dinero que liberalmente le ofrecí colmaban su apetito. Por el contrario, parecía agradarle más la idea de una vida relativamente modesta, a mi lado. Por eso creo que sintió un placer especial en darme tormento. O tal vez, pensé, perseguía otra meta, más sutil, más desalmada, si cabe.

Turner extrajo del bolsillo un pañuelo y se enjugó el sudor que bañaba su rostro.

Mi curiosidad médica le hacía objeto de constante observación y, desde luego, no consideraba arriesgada la predicción de su doctor.

El hombre prosiguió:

- Inmediatamente tomó posesión de las mejores de mis tierras; en ellas se instaló, sin hablar jamás de condiciones de alquiler. Empecé a vivir una vida sin paz, sin sosiego, llena de inquietudes y de sobresaltos. Me volviera hacia el lado en que me volviera, siempre me encontraba con su rostro malévolo, cínico. Sin embargo, no iba a ser eso lo peor.

- Lo peor, lo terrible, fué cuando Alice creció. Entonces, a medida que fuí penetrando en sus planes, mi temor y mi malestar subieron de punto.

- Temía usted que su hija supiese de su pasado ¿verdad?

- Exactamente. Hubiera dado cualquier cosa para evitarlo, mas no estaba seguro de que pudiese lograrlo. Podía esperar cualquier cosa de la maldad de semejante individuo. A medida, pues, que Alice fue transformándose en mujercita, mi temor se convirtió en pánico cerval. Vi claramente que lo que le interesaba no eran ni mi dinero ni mis tierras ... Su interés se concretaba en Alice.

- El hijo de McCarthy crecía, claro es, lo mismo que mi hija, y, como yo no gozaba de perfecta salud y el trabajo era mucho, parecía naturalísimo que el muchacho fuera, poco a poco, haciéndose de la administración de mi fortuna. En este punto me mostré muy firme.

- No querfa que mis bienes se mezclasen con los de los demás, sobre todo, preveyendo a lo que ello conduciría. Debo advertirles que no sentía una especial animosidad en contra del muchacho. Más bien me era simpático. No obstante, la sangre del padre estaba en el hijo, y eso me bastaba. Como he dicho, me mostré inflexjble. McCarthy me amenazó. Consideró, sin duda, lo que le reportaría mi perdición y, durante cierto tiempo, callóse. Entonces, con objeto, de borrar la constante tentación que la presencia de mi hija provocaba, la interné en un colegio, en el que estuvo por espacio de cinco años.

- Esta fué una época de relativa tranquilidad. Creía que, tal vez, el malvado rectificaría, que quizás la bondad prevalecería en él; que, tal vez, sería posible disfrutar de una vejez tranquila.

- Por aquel entonces llegué a sentir cierto cariño por el hijo de McCarthy, y pensé que tal vez podríamos llegar a un arreglo, en caso de que el padre cesara en sus pretensiones. Es decir, quería que abandonara la violencia, que entrara en razón y que ambos echáramos un velo sobre el pasado. Esa hubiera sido una plataforma en la que la discusión hubiese sido posible. Así pasé cierto tiempo, ciego, sin percatarme de que el malvado seguía alimentando las mismas pretensiones de chantajista, y que sólo quería dar tiempo al tiempo. Sin embargo, reconozco que viví medio feliz.

- Mas, Alice regresó del colegio y, acto seguido, volvió a plantearme el asunto, con redoblada violencia y redobladas amenazas. Los años me pesaban. Me veía acorralado ante la perspectiva de un castigo cuya sola idea me trastornaba. Además, Alice hablaba de su futuro, y yo veía ante mí extenderse el dilema de arruinarlo. Creí enloquecer.

- De la mejor manera que pude, fuí dándole largas al asunto, calmando, a McCarthy unas veces, excitándole otras, siempre dejándole ver que tal vez, con los años, llegaríamos a lo que él deseaba. Esgrimía la razón de que los muchachos tenían que conocerse más a fondo, etc., etc. En fin, caballeros, les ruego que, durante un instante, se pongan en mi situación y advertirán a lo que un padre es capaz de llegar para tratar de salir lo más airoso posible de posición semejante.

- Mas, finalmente, lo que tanto temía, llegó. Un día, McCarthy me presentó un ultimátum. Dijo que, en caso de no decidirme inmediatamente, obraria de acuerdo con su proyecto, y que ya no aceptaría más excusas de mi parte. Sentí que tenía que llegar a una decisión rápida, aunque ella entrañase el serio peligro que puede inspirar la desesperación.

- Al día siguiente salí a su encuentro y le participé que, como era posible que tuviéramos una escena violenta - que no convenía a ninguno que fuera oída por otros -, le rogaba nos entrevistáramos a orillas del Boscombe Pool. Accedió. De acuerdo con la hora que señalamos, eché a andar hacia el lugar convenido.

- Cabizbajo, pensativo, me encaminé hacia el lago. Excuso decirles a ustedes los pensamientos que cruzaron por mi imaginación. Por fin, entré en el bosque y me dispuse a salir de él, para llegar al lugar ooncertado.

- Apenas desembocaba en el prado, cuando advertí que el viejo McCarthy discutía fuertemente con su hijo. Oí lo que decían. Inmediatamente me oculté tras el tronco de un árbol.

- Mi primera intensión fue la de llevar a cabo la discusión prometida, mas después opté por escuchar, y no interrumpir la escena que ante mis ojos se desarrollaba.

- Las palabras de McCarthy me pusieron fuera de mí, y momento tras momento, mi desesperación fue subiendo de punto, al extremo de que temí que me iba a dar un ataque. El padre urgía a su hijo a que se casara con Alice, sin importarle un ápice lo que acerca de la boda pensara mi hija, lo mismo que si estuviera decidiendo la vida de una desgraciada cualquiera. Creí enloquecer, pensando que yo, y que lo que más quiero en el mundo, se hallaba en manos de un sujeto tan repugnante.

- ¿Cómo podría yo hallar soluciones ante tal contumacia? ¿Podía echar a perder la vida de mi única hija? Sentí que la desesperación hacia presa de mí. Apreté los puños y, en mi mente cruzaron millares de ideas, todas ellas encaminadas al mismo fin.

- Adquirí la convicción de que en aquellos instantes se estaba sellando mi destino. Sólo quedaba un camino. Mas ¿y mi querida hija? pensé. Bien, me dije, lo otro sería peor. Su felicidad depende exclusivamente de que pueda yo silenciar para siempre a ese dañino animal.

- No tenía otra alternativa. Así, pues, cerré mi entendimiento a otras consideraciones, y tomé definitivamente la resolución.

- Lo hice, señor Holmes. Lo hice una vez, y lo volvería a hacer. He pecado, he cometido un delito, pero, en cierta forma he salvado del martirio a un ser inocente. Mi hija se ha salvado de caer en las garras del mayor malvado que ha pisado nuestro mundo.

- Lo golpeé rudamente, sin compasión, como habría golpeado la más dañina y más venenosa de las bestias.

- El alarido que pegó, atrajo nuevamente a su hijo. Mas antes de que éste llegara, había ya podido refugiarme en la espesura del bosque. Sin embargo, cuando ya me hallaba escondido entre los corpulentos árboles, me percaté de que había olvidado mi chaqueta gris. Tuve que aguardar a que el hijo de McCarthy se situara de espaldas al lugar que yo ocupaba. De pronto, el muchacho se postró de hinojos, junto al cadáver de su padre. Entonces, aproveché la ocasión y, sigilosamente, salí de mi escondrijo y recuperé la chaqueta delatora. Volví al bosque y escapé. Eso es todo, señores. Les juro que es la escueta verdad.

El viejo, tembloroso, profundamente emocionado, dirigía alternativamente sus ojos, de Holmes a mí.

- Espero que sepan hacerce cargo - exclamó con voz apagada --, de las circunstancias que han mediado en el infortunado asunto.

Holmes hizo un mohín.

- No me atañe a mí juzgarle - susurró el detective -. Deseo que jamás Dios nos ponga en la alternativa en que se ha hallado usted.

- Ojalá, señor. No tienen ustedes la menor idea del largo tormento en que he vivido.

- Me lo figuro - dije yo, compungido, en tanto que observaba la creciente excitación del asesino.

El viejo Tumer se medio incorporó del sofá y balbuceando, preguntó a Sherlock Holmes:

- ¿Qué piensa usted hacer conmigo?

- En vista de su estado, nada. No le escapa a usted que dentro de poco tendrá usted que contestar por el hecho ante un mucho más alto tribunal que los de nuestra tierra.

- Muchas gracias - interrumpió el viejo, sumido en la confusión y en el agradecimiento.

Creo que Holmes, a pesar de su profunda indiferencia para tales casos, se emocionó.

Dió unos pasos por la habitación, y durante algunos instantes, no apartó los ojos de la calle. Después, tal vez más dueño de sí, volvió a ponerse ante el grupo que formábamos Tumer y yo.

- Le doy mi palabra que guardaré su declaración. No haré uso de ella sino en el caso de que el joven McCarthy se halle en peligro de ser injustamente condenado. En caso de que eso no ocurra, esta confesión quedará celosamente guardada, y le aseguro que ningún ojo mortal la leerá. Su secreto, pues, esté usted vivo o muerto, quedará en poder nuestro, y jamás trascenderá.

- Dios se lo pague - exclamó solemnemente el hombre.

Y, antes de despedirse, aun añadió:

- Deseo fervientemente que en la hora de su muerte se vean rodeados de la paz y el sosiego con que se han servido rodear a la mía.

Temblando de pies a cabeza, presa de estremecimientos su gigantesco cuerpo, el viejo Tumer salió de nuestra habitación.

- ¡Dios mío! - exclamó Holmes aquella misma noche -, ¿por qué el destino se complacerá en jugar tales bromas a tan insignificantes gusanos? Jamás había oído un caso tan conmovedor. Pensando en él, recuerdo las palabras de Baxter, cuando dijo: Ahí, gracias a Dios, viene Sherlock Holmes.

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V

James McCarthy fue puesto en libertad, después que Holmes logró destruir las acusaciones que en contra de él pesaban.

El viejo Turner vivió hasta siete meses después de la dramática entrevista que sostuvo con nosotros. Ahora ya ha muerto.

Y, en cuanto a James McCarthy y a Alice Turner, creo que un día de estos van a unir sus destinos, ignorando el negro nubarrón que se extiende sobre su pasado.

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