Índice de Hamlet de William ShakespearePersonajesSegundo ActoBiblioteca Virtual Antorcha

HAMLET

Primer Acto


PRIMERA ESCENA

Elsinor. Una explanada en la parte frontal del castillo. (Estos personajes y los de la escena siguiente están armados con espada y lanza).

Francisco en su vigilancia nocturna. Entra Bernardo dirigiéndose a él.

BERNARDO.- ¿Quién está ahí?

FRANCISCO.- No, respóndeme tú a mí. Detente e identifícate.

BERNARDO.- ¡Larga vida al Rey!

FRANCISCO.- ¿Bernardo?

BERNARDO.- El mismo.

FRANCISCO.- Tú eres el más puntual en llegar.

BERNARDO.- son las doce en punto. Puedes ir a acostarte, Francisco.

FRANCISCO.- Te agradezco mucho este relevo. Hace un frío terrible y yo estoy delicado del pecho.

BERNARDO.- ¿Has tenido tu guardia tranquila?

FRANCISCO.- Ni un ratón ha pasado.

BERNARDO.- Bien. Buenas noches. Si encuentras a Horacio y a Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan aprisa.

FRANCISCO.- Me parece que los oigo ... ¡Alto! ... ¿Quién está ahí?

Entran Horacio y Marcelo.

HORACIO.- Amigos de este país.

MARCELO.- Y súbditos del Rey de Dinamarca.

FRANCISCO.- Buenas noches.

MARCELO.- ¡Oh, adiós honrado soldado! ¿Quién te ha relevado?

FRANCISCO.- Bernardo quedó en mi lugar. Buenas noches. (Se va).

MARCELO.- ¡Hola, Bernardo!

BERNARDO.- ¿Quién está ahí? ¿Es Horacio?

HORACIO.- Una parte de él.

BERNARDO.- Bienvenido, Horacio. Bienvenido buen Marcelo.

MARCELO.- ¿Y qué, se ha aparecido aquella cosa otra vez esta noche?

BERNARDO.- Nada he visto.

MARCELO.- Horacio dice que es producto de nuestra fantasía, y nada quiere creer sobre esta temida aparición que hemos visto en dos ocasiones. Por eso le he rogado que venga con nosotros a la guardia de esta noche, para que, si vuelve la aparición de nuevo, él pueda confirmar lo que vimos y le hable.

HORACIO.- Por lo tanto, no se aparecerá.

BERNARDO.- Siéntate mientras, y dejanos al menos acometer tus oídos con la historia que tanto repugna oír, y que en dos noches hemos presenciado.

HORACIO.- Bien, sentémonos, y oigamos lo que Bernardo dice de esto.

BERNARDO.- La noche anterior, cuando esa misma estrella que está al Occidente del polo había hecho su curso para iluminar esa parte del cielo donde ahora brilla, Marcelo y yo, al tiempo que la campana sonaba una vez ...

Entra el Fantasma del padre de Hamlet.
(Los soldados se levantan asustados).

MARCELO.- ¡Espera! ¡Calla! Míralo por dónde viene otra vez.

BERNARDO.- Con la misma figura que tenía el difunto Rey.

MARCELO.- Horacio, tú que eres un hombre preparado, háblale.

BERNARDO.- ¿No se parece al rey? Fíjate, Horacio.

HORACIO.- Es muy parecido. Su vista me conturba con temor y asombro.

BERNARDO.- Querrá que le hablen.

MARCELO.- Pregúntale, Horacio.

HORACIO. (Al Fantasma).- ¿Quién eres tú, que usurpas este tiempo a la noche, junto con esa presencia noble y guerrera que tuvo alguna vez el difunto Rey de Dinamarca? ¡Por el cielo te lo pido, habla!

MARCELO.- Parece que está ofendido.

BERNARDO.- Miren, se va enojado.

HORACIO.- ¡Detente! ¡Habla, habla! ¡Te lo pido, habla!

Se va el Fantasma.

MARCELO.- Se ha ido y no nos contestó.

BERNARDO.- ¿Qué te pasa Horacio? Tiemblas y te ves pálido. ¿No es esto algo más que fantasía? ¿Qué piensas?

HORACIO.- Por Dios, nunca lo hubiera creído sin la sensible y cierta comprobación de mis propios ojos.

MARCELO.- ¿No es muy parecido al rey?

HORACIO.- Como tú a ti mismo. Igual era la armadura que él portaba cuando peleó contra el ambicioso Rey de Noruega; y así arrugó el ceño cuando, en fiero combate, hizo caer al de Polonia sobre el hielo de un solo golpe. Extraña aparición ésta.

MARCELO.- Pues de esa manera, y exactamente a esta tétrica hora, con marcial desdén se ha paseado dos veces delante de nuestra guardia.

HORACIO.- No comprendo el fin con que esto sucede; pero en el poco alcance de mi opinión, presagia algún extraordinario cambio a nuestra nación.

MARCELO.- Bueno, siéntense y díganme, cualquiera de ustedes que lo sepa, ¿por qué fatigan todas las noches a los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? ¿Y por qué tanta fundición diaria de cañones de bronce y el acopio extranjero de implementos de guerra? ¿Para qué esa multitud de carpinteros de marina, cuyo doloroso trabajo no divide al domingo del resto de la semana? ¿Qué causas puede haber para que el trabajador sudoroso y apresurado junte la noche con el día? ¿Quién de ustedes puede informarme?

HORACIO.- Yo puedo decírtelo ..., o al menos los rumores que corren sobre esto. Nuestro último Rey, cuya imagen acaba de aparecérsenos, fue picado en su orgullo y desafiado a combate, como tú sabes, por Fortimbrás de Noruega. En aquel desafio, nuestro valiente Hamlet (que alcanzó tanto renombre en la parte del mundo que conocemos) mató a Fortimbrás, quien mediante un pacto sellado y ratificado por la ley y el fuero de las armas cedía, junto con su vida, todos aquellos lugares que estaban bajo su dominio. Nuestro Rey se obligó también a cederle una porción equivalente, que hubiera pasado como herencia suya a manos de Fortimbrás, si hubiera sido vencido. En virtud de aquel convenio y de los artículos estipulados, recayó todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbrás, de un carácter fogoso, falto de experiencia y lleno de presunción, en nombre de Noruega ha ido recogiendo aquí y allá, una turba de gente resuelta y desesperada, a quien la necesidad de comer obliga a realizar empresas peligrosas. Por eso los vemos dentro de nuestra nación, con el único fin de quitarnos, a la fuerza y por medios violentos, los mencionados lugares que perdió su padre. Esto es, según yo, el principal motivo de nuestros preparativos, la razón de esta guardia que hacemos y la verdadera causa de la agitación y movimiento en la nación.

BERNARDO.- Yo pienso que no puede ser otra sino esa. Esto explicaría la presencia de la increíble figura que viene armada hacia nuestro puesto; tan parecida al Rey que fue y es el causante de estas guerras.

HORACIO.- Una paja que molesta a los ojos de la mente. En la época más gloriosa y próspera de Roma, poco antes de que el poderoso Julio César cayese, quedaron vacías las sepulturas y los amortajados cadáveres vagaron y gimieron por las calles de la ciudad; como estrellas con colas de fuego y rocío de sangre. Se observaron señales funestas en el Sol; y la Luna, cuya influencia gobierna el imperio de Neptuno, padeció con un eclipse, como si fuera el Juicio Final. Y hemos visto otras veces iguales presagios de sucesos terribles, como precursores fatales que avisan sobre los acontecimientos venideros. El Cielo y la Tierra juntos, los han mostrado a nuestras tierras y a nuestra población.

Entra el Fantasma.

HORACIO. (Continua).- Pero ... ¡Silencio! ¡Miren! Donde viene otra vez. Lo enfrentaré aunque me maldiga. ¡Detente, fantasma! Si puedes articular sonidos o usar tu voz, háblame; si allá donde estás puedes recibir algún beneficio por algo que hagamos, háblame; si estás al tanto del destino de tu país, el cual, felizmente previsto, pueda evitarse, ¡Oh, habla! O si acumulaste durante tu vida tesoros mal habidos en las entrañas de la Tierra, por cuya causa, según dicen, ustedes espíritus, vagan inquietos después de la muerte, decláralo; ¡Detente y habla! (Canta un gallo). Marcelo, ¡detenlo!

MARCELO.- ¿Lo golpeo con mi lanza?

HORACIO.- Hazlo, si no quiere detenerse.

BERNARDO.- Aquí está.

HORACIO.- Aquí está.

MARCELO.- Se ha ido. (Se va el Fantasma). Lo ofendemos, siendo él un soberano, al hacer demostraciones de violencia. Además, según parece, es invulnerable como el aire y nuestros esfuerzos maliciosos resultan vanos y grotescos.

BERNARDO.- Ya iba a hablar cuando el gallo cantó.

HORACIO.- Y en ese momento se estremeció como un delincuente temeroso. Yo he escuchado que el gallo, trompeta de la mañana, hace despertar al dios del día con el alto y agudo sonido de su garganta, y que a este anuncio, todo extraño espíritu errante por la Tierra o el aire, el mar o el fuego, huye hacia su morada; y sobre la verdad de este punto, el fantasma que hemos visto la confirma. (Empieza a iluminarse lentamente el escenario).

MARCELO.- Efectivamente, desapareció al cantar el gallo. Algunos dicen que justo antes de que llegue la estación en que el nacimiento de nuestro Redentor es celebrado, esta ave matutina canta toda la noche; y que entonces, según dicen, ningún espíritu se atreve a vagar. Las noches son saludables; ningún planeta influye siniestramente; ninguna maldad produce efecto y las hechiceras no tienen poder para sus encantos. Tan bendito y tan feliz es ese tiempo.

HORACIO.- Así lo tengo entendido yo también, y en parte lo creo. Pero miren la mañana, cubierta con rosado manto, viene pisando el rocío de aquel alto monte oriental. Terminemos nuestra guardia; y soy de la opinión que contemos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche. Porque, por mi vida, este espíritu, mudo con nosotros, hablará con él. ¿No les parece nuestra obligación decirle estas noticias?

MARCELO.- Hagámoslo. Se los ruego. Yo sé dónde podemos hallarlo con seguridad esta mañana. (Salen).




SEGUNDA ESCENA

Un salón de audiencias en el castillo.

Ostentosamente. Entran el Rey, la Reina, Hamlet, Polonio, Laertes, Voltimand, Cornelio, caballeros, y asistentes.

REY.- Aunque la muerte de nuestro querido hermano Hamlet está todavía reciente en nuestra memoria, y eso nos obliga a mantener en tristeza los corazones ya que en todo el reino se observe la imagen del dolor, aun así, la razón a peleado contra la naturaleza, para que nosotros pensemos con mayor prudencia en él, junto con la memoria de lo que a nosotros nos incumbe. Por tal motivo, he recibido por esposa a la que un tiempo fue mi hermana, y hoy reina conmigo en el trono de esta belicosa nación. Pero estas alegrías son imperfectas, pues en ellas se han unido las lágrimas a la felicidad, las fiestas a la pompa fúnebre, los cánticos de muerte a los epitalamios del himeneo, y han sido pesados en igual balanza el placer y la aflicción. No hemos dejado de seguir los dictámenes de la prudencia que ahora ha procedido libremente. Por todo eso, les agradezco. Ahora les digo que, como ustedes saben, el joven Fortimbrás, estimando en poco nuestro dolor, o pensando en que la reciente muerte de mi hermano ha producido en el reino trastorno y desunión, y confiado en este sueño de su superioridad, no ha dejado de importunarme con mensajes, pidiéndome que le devuelva esas tierras perdidas por su padre y que obtuvo mi valiente hermano con todas las formalidades de la ley. Tanto peor para él. Por lo que a nosotros toca, y en cuanto al objeto de esta reunión, el asunto está así: he escrito al Rey de Noruega, tío del joven Fortimbrás, quien, impotente y postrado en el lecho, apenas tiene noticia de los própositos de su sobrino a fin de que le impida realizarlos. Tengo informes exactos de la gente que levanta contra mí, y todos ellos son ajenos a la causa. Buen Cornelio, y tú Voltimand, saludarán en mi nombre al anciano Rey; pero no les doy facultad personal para celebrar con él tratado alguno que exceda los límites detallados en estos artículos. (Les da unas cartas). Adiós y espero que hagan lo que les encargo con prontitud.

VOLTIMAND y CORNELIO.- En ésta y en todas las ocasiones te demostraremos nuestra lealtad.

REY.- No lo dudo. El Cielo los guarde. (Salen Voltimand y Cornelio). Y ahora, Laertes, ¿qué noticias tienes? Nos has hablado de una pretensión; ¿cuál es Laertes? En cualquier cosa justa que pidas al Rey de Dinamarca, no será vano tu ruego. ¿Qué podrás pedirme tú que no sea más ofrecimiento mío que demanda tuya? No es más apegada la cabeza al corazón, ni más pronta la mano en servir a la boca, de lo que es el trono de Dinamarca para con tu padre. ¿Qué quieres, Laertes?

LAERTES.- Mi respetable señor, solicito permiso para regresar a Francia. De allí he venido voluntariamente a Dinamarca para manifestar mi afecto en su coronación; pero ahora, hecho esto, debo confesarle que mis ideas y mis deseos me llaman de nuevo hacia Francia, y espero de su bondad esta licencia.

REY.- ¿Tienes ya la de tu padre? ¿Qué dices, Polonio?

POLONIO.- La tiene, mi señor. A fuerza de tenacidad, ha logrado arrancar mi tardío consentimiento. Al verle tan decidido, firmé por fin la licencia para que se vaya. Le ruego, señor, que le permita partir.

REY.- Elige la hora más oportuna, Laertes; el tiempo es propicio y haz cuanto gustes para lograr tus deseos. Y ahora, Hamlet, mi deudo, y mi hijo ...

HAMLET. (Aparte).- Algo más que deudo y menos que hijo.

REY.- ¿Qué sombras de tristeza te cubren?

HAMLET.- Al contrario, mi señor; el Sol me ilumina demasiado.

REINA.- Buen Hamlet, quita ese semblante de aflicción y deja observarte como a un amigo de Dinamarca. No siempre con abatidos párpados busques entre el polvo a tu noble padre. Tú sabes que esto es común: todo lo que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad.

HAMLET.- Sí, señora, es común.

REINA.- Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento?

HAMLET.- ¿Aparento, señora? No es así. Yo no sé aparentar. Esto no es sólo una sombría apariencia, buena madre. Ni los trajes acostumbrados de solemne luto, ni los forzados suspiros del pecho, ni el abundante río en los ojos, ni la dolorida expresión del semblante junto con todas las fórmulas, los ademanes, las expresiones de dolor, bastarán para manifestar lo que siento verdaderamente. Estos signos aparentan y son acciones que un hombre puede fingir; pero yo tengo aquí adentro lo que he mostrado, y sólo son los atavíos y el traje del dolor.

REY.- Esto es hermoso y encomiable en tu naturaleza, Hamlet. Dar estas muestras de cariño a tu padre; pero tú debes saber que tu padre perdió a su padre, y su padre perdió el suyo también. Y el que sobrevive limita la filial obligación de su tristeza a un cierto término, pues continuar en obstinado desconsuelo es una conducta de impía necedad. No es normal en el hombre pues revela una voluntad rebelde a los designios celestiales, un corazón débil, un deseo impaciente, un talento limitado e incomprensible. Porque nosotros sabemos lo que debe ser, y que es tan común como cualquier cosa ordinaria para nuestros sentidos. ¿Por qué debemos tomarlo tan a pecho? ¡Vamos! Ésta es una falta contra el Cielo, contra la muerte, contra la naturaleza; la razón más absurda, cuyo tema común es la muerte de nuestros padres, a quienes siempre hemos llorado, desde el primer difunto hasta el que ha muerto recientemente. Esto debe ser así. Te lo ruego, aleja de ti esa inútil tristeza y piensa en mí como un padre, puesto que debe ser notorio al mundo que tú eres la persona más cercana a mi trono, y que te amo con el afecto más puro que puede tener un padre hacia su hijo. Tu deseo de regresar a los estudios en Wittemberg es lo más contrario a nuestra voluntad, y te pedimos que desistas de eso, permaneciendo aquí bajo mi mirada amable y cariñosa, como el primero de mis cortesanos, mi pariente y mi hijo.

REINA.- No dejes que sean vanas las súplicas de tu madre, Hamlet. Te lo ruego, quédate con nosotros; no vayas a Wittemberg.

HAMLET.- Obedecerte en todo será siempre mi deseo, señora.

REY.- Vaya, esa es una afectuosa y agradable respuesta. Quiero que seas como yo mismo en Dinamarca. Ven, señora. Esta gentil y sincera condescendencia de Hamlet ha llenado de alegría mi corazón. Para celebrar este acontecimiento, no hará hoy Dinamarca festivos brindis sin que lo anuncie a las nubes el sonoro cañón, y el Rey reciba del Cielo el anuncio nuevamente, repitiendo el trueno en la Tierra. Vengan.

Salen todos, menos Hamlet.

HAMLET.- ¡Oh! ¡Si esta carne tan sólida pudiera ablandarse y mezclarse con el rocío! ¡O que el destino no hubiera preparado su cañón contra su propio sacrificio! ¡Oh, Dios! ¡Dios! ¡Cuán deterioradas, rancias, vanas e infructuosas me parecen todas las cosas de este mundo! ¡Qué vergüenza! ¡Ah, qué vergüenza! Es un campo incultivable, donde sólo crecen cosas de vulgar naturaleza, dominándolo completamente. ¡Que hayamos llegado a esto! Sólo a dos meses de la muerte -no, ni siquiera dos meses- de tan excelente Rey, que comparado con éste, fue como Hiperión con un sátiro; y tan amante de mi madre, que ni a los vientos celestiales permitía llegar atrevidos a su rostro. ¡Oh, Cielo y Tierra! ¿Debo recordarlo? Vamos, ella se mostraba tan amorosa con él como si hubiera crecido esa necesidad de su pasión. Y a pesar de eso, en un mes ... -no quisiera pensar en eso-. ¡Fragilidad, tu nombre es de mujer! En un corto mes y antes de gastar los zapatos con que ella acompañó el cuerpo de mi pobre padre, como Níobe, bañada en lágrimas ... ella, sí, ella misma ... ¡Oh Dios! Una fiera, incapaz de razonar y discurrir hubiera mostrado aflicción más durable ... y se ha casado con mi tío, con el hermano de mi padre, que es tan parecido a él como yo a Hércules. En un mes ..., aún con la sal de las más dolorosas lágrimas en sus emojecidos ojos, ella se casó. ¡Oh, descabellada precipitación, ir a ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Eso no está bien, ni puede traer nada bueno. Pero hazte pedazos, corazón mío, pues debo reprimir mi lengua.

Entran Horacio, Marcelo y Bernardo.

HORACIO.- Hola, su señoría.

HAMLET.- Me alegro de verte. Eres Horacio, o me olvido de mí mismo.

HORACIO.- El mismo, mi señor, y siempre su humilde servidor.

HAMLET.- Caballero, mi buen amigo, te cambiaré ese título que te das. ¿Y para qué has venido de Wittemberg, Horacio?... ¡Ah, también Marcelo!

MARCELO.- Mi buen señor.

HAMLET.- Estoy contento de verte ... (A Bernardo). Buenas tardes caballero ... Pero, por mi fe, ¿a qué has venido de Wittemberg, Horacio?

HORACIO.- Sólo por pasear, mi buen señor.

HAMLET.- No quisiera escuchar a un enemigo tuyo decir eso, ni puedes forzar a mis oídos a hacerlo para creer más en una disculpa que te ofenda. Yo sé que no estás de paseo. ¿Qué asuntos tienes en Elsinor? Te enseñaremos a ser un buen bebedor antes de que te vayas.

HORACIO.- Mi señor, vine a presendar los funerales de su padre.

HAMLET.- Te lo ruego, no te burles de mí, compañero. Yo pienso que fue para ver la boda de mi madre.

HORACIO.- En efecto, mi señor, la celebración se llevó a cabo en seguida.

HAMLET.- Economía, economía, Horacio. Los manjares del funeral todavía no se enfriaban cuando se utilizaron para el banquete de la boda. Hubiera querido encontrarme en el Cielo con mi peor enemigo, antes que ver ese día, Horacio. Mi padre ... creo que veo a mi padre.

HORACIO.- ¿Oh dónde, mi señor?

HAMLET.- Lo veo con los ojos de la mente, Horacio.

HORACIO.- Yo lo vi alguna ocasión. Era un magnífico Rey.

HAMLET.- Era un hombre tan cabal en todo que no podría encontrar otro igual.

HORACIO.- Mi señor, creo que yo lo vi anoche.

HAMLET.- ¿Lo viste? ¿A quién?

HORACIO.- Al Rey su padre, mi señor.

HAMLET.- ¿Al Rey mi padre?

HORACIO.- Calme su ansiedad por un momento, y escuche con atención lo que voy a contarle, apoyado por el testimonio de estos caballeros. Esto lo sorprenderá.

HAMLET.- ¡Por amor de Dios, cuéntame!

HORACIO.- Dos noches seguidas la vieron estos caballeros, Marcelo y Bernardo, durante su vigilancia, a mitad de la solitaria noche. Una figura semejante a la de su padre, armada completamente, de la cabeza a los pies, apareció ante ellos, y caminando en forma solemne, pasó lenta y majestuosamente por donde ellos estaban. Tres veces caminó ante sus incrédulos y sorprendidos ojos, acercándose hasta el alcance de sus lanzas; pero ellos débiles y casi helados por el miedo, permanecieron mudos y no le hablaron. Luego me platicaron este terrible secreto. Y fui con ellos a la vigilancia la tercera noche, donde, como ellos me habían dicho, acerca de la hora y de la figura, cada palabra resulto cierta. La aparición llegó. Yo conocí a su padre; como conozco a estas manos.

HAMLET.- ¿Pero dónde fue esto?

MARCELO.- En la explanada donde estábamos vigilando, mi señor.

HAMLET.- ¿Y no le hablaron?

HORACIO.- Lo hice, mi señor, pero no obtuve respuesta. Aunque una vez me pareció ver que su cabeza se movía, como si quisiera hablar. Pero en ese momento cantó el gallo matutino con su aguda voz y al escucharlo huyó rápidamente, desapareciendo de nuestras miradas.

HAMLET.- Esto es muy extraño.

HORACIO.- Y tan cierto como mi vida, honorable señor. Nosotros pensamos que era nuestro deber avisarle de esto.

HAMLET.- Así es, en efecto, caballeros; pero esto me intriga. ¿Estarán vigilando esta noche?

MARCELO y BERNARDO.- Sí, señor.

HAMLET.- ¿Dicen que iba armado?

MARCELO y BERNARDO.- Armado, señor.

HAMLET.- ¿De la cabeza a los pies?

MARCELO y BERNARDO.- Sí, señor, de la cabeza a los pies.

HAMLET.- ¿Entonces no vieron su rostro?

HORACIO.- Oh, sí, mi señor; traía la visera levantada.

HAMLET.- ¿Y se veía enojado?

HORACIO.- Parecía más triste que enojado.

HAMLET.- ¿Estaba pálido o encendido?

HORACIO.- No, muy pálido.

HAMLET.- ¿Y fijó la mirada sobre ustedes?

HORACIO.- Constantemente.

HAMLET.- Hubiera querido estar allí.

HORACIO.- Mucho asombro le habría causado.

HAMLET.- Es verdad; ¿y estuvo mucho tiempo?

HORACIO.- Lo que uno se tarda en contar hasta cien con moderada prisa.

MARCELO y BERNARDO.- Más, más tiempo.

HORACIO.- No cuando yo lo vi.

HAMLET.- Su barba era grisácea, ¿no?

HORACIO.- Era como yo se la vi cuando vivía, de un color plateado.

HAMLET.- Iré esta noche a la vigilancia; quizás vuelva otra vez.

HORACIO.- Le aseguro que volverá.

HAMLET.- Y si asume la noble personalidad de mi padre, yo le hablaré aunque el infierno mismo, abriendo sus entrañas, me pidiera mi alma. Yo les pido a ustedes que así como han callado esto que vieron, lo oculten con mayor sigilo todavía. Y cualquier cosa más que suceda esta noche, denla al entendimiento, pero no a la lengua. Yo recompensaré su lealtad. Que les vaya bien. Entre las once y las doce los visitaré en la explanada.

TODOS.- Nuestro deber es servirle.

HAMLET.- Su afecto es como el mío hacia ustedes. Adiós. (Salen todos menos Hamet). ¡El espíritu de mi padre armado! No está bien. Sospecho alguna maldad. Quisiera que la noche llegara. Hasta entonces se tranquilizará mi alma. Las malas acciones crecerán, aunque la Tierra las oculte a los ojos de los hombres. (Sale).




TERCERA ESCENA

Una habitación en la casa de Polonio.

Entran Laertes y Ofelia.

LAERTES.- Mi equipaje está embarcado. Adiós hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el viaje por mar, mándame noticias tuyas.

OFELIA.- ¿Dudas de eso?

LAERTES.- Con respecto a Hamlet y a la frivolidad de su atención, tómalo como una cortesía, un capricho apasionado, una violeta que en la juventud de su natural florecimiento, se adelanta a vivir y no se sostiene; hermosura no durable; perfume de un momento y nada más.

OFELIA.- ¿Nada más que eso?

LAERTES.- Pienso que nada más. Porque no sólo en nuestra juventud aumentan las fuerzas y el tamaño del cuerpo, sino que las facultades del talento y del alma crecen igualmente con el templo en que residen. Quizás él te ame ahora, sin que nada manche la pureza de su sentimiento; pero debes temer al considerar su grandeza, pensando que no tiene voluntad propia y que se comporta de acuerdo a su nacimiento. El no puede, como cualquier persona, elegir por sí mismo, pues de su elección depende la seguridad y riqueza de esta gran nación; y por lo tanto su elección debe estar circunscrita a la voz y el consentimiento de ese cuerpo, del cual él es la cabeza. Entonces, si él dice que te ama, será prudente no creerle, pues él con su forma de ser puede prometerte algo; que sólo tendrá el valor que le dé la voz de Dinamarca. Considera qué pérdida padecería tu honor si con demasiada credulidad dieras oídos a su voz lisonjera, o perdieras la libertad del corazón, o entregaras tu casto tesoro a sus instancias impetuosas. Teme, Ofelia; teme, querida hermana, no sigas tu inclinación inconsiderada. Aléjate del peligro, colocándote lejos del alcance del deseo. La doncella más honesta es suficientemente pródiga si descubre su belleza al rayo de la Luna. La virtud misma no puede escapar de los golpes de la calumnia. Con frecuencia el insecto roe las flores hijas de la primavera antes de que su botón se abra; y el matutino y transparente rocío de la juventud se esparce en el viento sin detenerse. Conviene, pues, tener prudencia, pues la mayor seguridad estriba en el temor. La juventud se rebela contra sí misma aunque nadie la combata.

OFELIA.- Yo conservaré para defensa de mi corazón tus buenos consejos. Pero, mi buen hermano, no hagas lo que hacen algunos impíos pastores, mostrándome el áspero y espinoso camino al Cielo, mientras como jadeantes e imprudentes libertinos, pisan ellos la primorosa senda de los placeres, sin cuidarse de practicar lo que predican.

LAERTES.- ¡Oh, no temas! Yo sostengo lo que digo. Pero aquí llega mi padre ... Una doble bendición es una doble gracia; la ocasión se presta para una segunda despedida.

Entra Polonio.

POLONIO.- ¿Todavía estás aquí, Laertes? ¡Qué pereza! A bordo, a bordo; el viento sopla en lo alto de la vela y espera por ti. Recibe mi bendición e imprime en tu memoria estos pocos preceptos. No digas fácilmente lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable y de ninguna manera vulgar. Une a tu alma con vínculos de acero los amigos que tengas después de examinada su conducta; pero no acaricies con mano amiga a cada nuevo e inexperto camarada. Trata de no meterte en peleas, pero si son inevitables, consigue que tu contrario huya de ti. Presta oído a cualquier hombre, pero sólo a algunos tu voz; toma la opinión de cada persona, pero resérvate la tuya. Sea tu vestido tan costoso como tu bolsa te lo permita, pero no falto de gusto; rico y no extravagante; porque la apariencia frecuentemente proclama al hombre, y en Francia, los de mejor rango y situación, son de la más selecta y generosa excelencia en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado, porque el que presta suele perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el que pide prestado pierde la noción del ahorro. Pero, sobre todo, sé sincero contigo mismo y así no podrás ser falso con los demás; consecuencia tan precisa como que la noche sigue al día. Adiós, que mi bendición haga fructificar en ti estos consejos.

LAERTES.- Humildemente pido su licencia, mi señor.

POLONIO.- El tiempo te está convidando y tus criados esperan. Vete.

LAERTES.- Adiós, Ofelia, y recuerda bien lo que te he dicho.

OFELIA.- Eso está encerrado en mi memoria y tú mismo puedes guardar la llave.

LAERTES.- Adiós. (Sale).

POLONIO.- ¿Y qué es lo que te ha dicho, Ofelia?

OFELIA.- Si desea saberlo, es algo relacionado con el Príncipe Hamlet.

POLONIO.- De verdad, piénsalo bien. Me han dicho que últimamente te ha visitado varias veces en forma privada, y que tú lo has admitido con mucha complacencia y libertad. Si esto es así como me lo han expuesto, a fin de que prevenga el riesgo, debo decirte que no te has portado con la delicadeza que corresponde a una hija mía y a tu honor. ¿Qué hay entre ustedes? Dime la verdad.

OFELIA.- Últimamente me ha declarado con mucha ternura su cariño.

POLONIO.- ¿Cariño? ¡Bah! Tú hablas como una muchacha inmadura, inexperta en circunstancias tan peligrosas. ¿Crees en su ternura, como tú la llamas?

OFELIA.- No sé, mi señor, lo que debo creer.

POLONIO.- ¡Vamos! Yo te lo diré. Piensa que eres una niña y que has recibido esas ternuras como verdadera paga, pero sin valor genuino. Estímate con más cuidado, pues si te aprecias en menos de lo que vales, harás que yo pierda la razón.

OFELIA.- Mi señor, él me ha hablado de amor con honorable apariencia.

POLONIO.- Sí, puedes llamarla apariencia. Prosigue, continúa.

OFELIA.- Y reafirmó cuanto me decía, mi señor, con las más sagradas promesas.

POLONIO.- Sí, esos son lazos para atrapar codornices. Yo lo sé, cuando la sangre hierve, con cuánta prodigalidad presta el alma juramentos a la lengua. Estas llamaradas, hija mía, dan más luz que calor, apagándose pronto, y no debes tomarlas por fuego verdadero a pesar de lo que te prometa. De hoy en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; dale a tu trato un precio más alto que a una invitación a platicar. En cuanto al príncipe Hamlet, debes creer solamente que él es joven, y que si aflojas las riendas, llegará hasta donde tú puedas permitirlo. En suma, Ofelia, no creas sus promesas, porque son falsas, distintas a lo que aparentan. Sólo son para implorar profanos deseos, alentadas como santos y piadosos juramentos. Lo mejor para engañar. Por último, realmente no quisiera que de ahora en adelante, pierdas los momentos ociosos en mantener conversación con el príncipe Hamlet. Cuidado con hacerlo, yo te lo ordeno. Ve a tu aposento.

OFELIA.- Obedeceré, mi señor. (Salen).




CUARTA ESCENA

En la explanada frente al castillo.

(Noche oscura).

Entran Hamlet, Horacio y Marcelo.

HAMLET.- El aire cala duramente; es muy frío.

HORACIO.- Es agudo y penetrante.

HAMLET.- ¿Qué hora es?

HORACIO.- Creo que van a dar las doce.

MARCELO.- No, ya dieron.

HORACIO.- ¿De verdad? No las he oído. Pues entonces ya se acerca el momento en que el fantasma suele pasearse. (Se oyen sonidos de clarines y timbales adentro). ¿Qué significa ese ruido, mi señor?

HAMLET.- El Rey se desvela esta noche y se la pasa de juerga, bebiendo y bailando con gran vocerío; y a cada copa de Rhin que bebe, los timbales y clarines anuncian con estrépito sus victoriosos brindis.

HORACIO.- ¿Es una costumbre?

HAMLET.- Sí, es costumbre. Pero, aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus maneras, pienso que sería más decoroso quebrantar esa costumbre que seguirla. Este exceso que embrutece el entendimiento, nos infama ante otras naciones desde Oriente a Occidente. Nos llaman ebrios y manchan nuestra reputación con frases sucias, y realmente nos consideran así, aunque tengamos buenas cualidades como parte esencial de nuestra conducta. Así sucede frecuentemente a los hombres, que por cualquier defecto natural en ellos, desde su nacimiento -del cual no son culpables, puesto que nadie puede escoger su origen-, crecen con algún complejo, que muchas veces rompe los límites y la fortaleza de la razón, o con algún hábito que se aparta demasiado de las buenas costumbres recibidas, llevando estos hombres consigo el signo de un defecto que imprimió en ellos el capricho de la naturaleza, o la estrella de la fortuna; aunque sus virtudes sean tan puras como la gracia celestial, y tan infinitas como pueda tener un mortal, serán mancilladas en el concepto público por ese único defecto. Un poco de perversidad logra que toda la parte noble se corrompa para su propia vergüenza.

Entra el Fantasma.

HORACIO.- Mira, mi señor, ya llega.

HAMLET.- ¡Ángeles y ministros de gracia, defiéndanos! Ya seas espíritu bueno o condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea malvada o benéfica tu intención, en tal forma vienes, que yo te hablaré. Te llamaré Hamlet, Rey, padre, soberano de Dinamarca. ¡Oh, contéstame!, no me atormentes con la duda. Pero dime: ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te vimos descansar tranquilamente te ha echado de sí, abriendo sus poderosas y sorprendentes fauces? ¿Cuál puede ser la causa de que tu difunto cuerpo, completamente armado, vuelva otra vez a ver los fulgores de la Luna añadiendo horror a la noche, para que nosotros, ignorantes por naturaleza, padezcamos agitación espantosa con pensamientos que van más allá del alcance de nuestras almas? Di, ¿por qué es esto? ¿Por qué? ¿Qué debemos hacer nosotros?

El Fantasma hace señas a Hamlet.

HORACIO.- Le hace señas para que vaya con él, como si deseara comunicarle algo a solas.

MARCELO.- Mire, con qué expresivo ademán lo invita a un lugar más lejano. Pero no vaya con él.

HORACIO.- No, por ningún motivo.

HAMLET.- No hablará, por lo tanto, lo seguiré.

HORACIO.- No lo haga, mi señor.

HAMLET.- ¿Por qué no? ¿Qué miedo debo tener? Yo no estimo la vida en nada, y a mi alma, ¿qué puede él hacerle, siendo como es cosa inmortal? Otra vez me llama. Lo seguiré.

HORACIO.- Pero, mi señor, ¿qué tal si lo llevara al mar o a la espantosa cima de ese monte cuyos agudos peñascos baten las olas, y allí tomara alguna otra forma horrible capaz de impedirle el uso de la razón y lo vuelve loco? Piénselo. El lugar sólo inspira ideas de muerte, sin ningún motivo, a cualquiera que mire tal inmensidad del mar y escuche su ronco rugido.

HAMLET.- Todavía me llama. Vamos, yo lo seguiré.

MARCELO.- No vayas, mi señor.

HAMLET.- Quiten sus manos.

HORACIO.- Sea sensato, no lo siga.

HAMLET.- Mi destino me llama, y hace que cada fibra de mi cuerpo sea tan vigorosa como la fuerza del león de Nemea. Aún me llama. Suéltenme caballeros. ¡Por los cielos, que mataré al que trate de detenerme! ¡Ya lo dije, a un lado! Vamos; lo seguiré.

Salen el Fantasma y Hamlet.

HORACIO.- Su exaltada imaginación lo pierde.

MARCELO.- Sigámoslo. Pues en esto no debemos obedecerlo.

HORACIO.- Vamos detrás de él. ¿Qué resultará de este suceso?

MARCELO.- Algo está podrido en la nación de Dinamarca.

HORACIO.- Que los cielos lo iluminen.

MARCELO.- No, sigámoslo. (Salen).




QUINTA ESCENA

Otra parte de la explanada.

Entran el Fantasma y Hamlet.

HAMLET.- ¿Adónde me llevas? Habla. No iré más lejos.

FANTASMA.- Hazme caso.

HAMLET.- Lo haré.

FANTASMA.- Ya casi llega la hora en que debo restituirme a las sulfúreas y atormentadoras llamas.

HAMLET.- ¡Ay, pobre espectro!

FANTASMA.- No me compadezcas, sólo presta atentos oídos a lo que voy a revelarte.

HAMLET.- Habla, estoy listo para escucharte.

FANTASMA.- Luego que me oigas, buscarás la venganza.

HAMLET.- ¿Por qué?

FANTASMA.- Yo soy el espíritu de tu padre, destinado por cierto tiempo a vagar de noche y aprisionado en fuego durante el día, hasta que sus llamas purifiquen las culpas que cometí en el mundo. Sólo que no se me permite manifestar los secretos de la prisión que habito. Pudiera contarte una historia cuyas claras palabras estremecerían tu alma, helando tu sangre juvenil. Haría que tus ojos, inflamados como estrellas, saltaran de sus órbitas; y cada uno de tus cabellos quedaría erizado, como las púas del colérico puerco espín. Pero estos eternos misterios no son para los oídos humanos. ¡Atiende, atiende, oh, atiende! Si alguna vez tuviste amor a tu padre ...

HAMLET.- ¡Oh, Dios!

FANTASMA.- Venga su cruel y más inhumano asesinato.

HAMLET.- ¿Asesinato?

FANTASMA.- El asesinato más cruel, como todos lo son; pero éste fue más cruel, inconcebible e inhumano.

HAMLET.- Refiéremelo presto, para que, con alas veloces como las de la fantasía o las de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza.

FANTASMA.- Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque fueras insensible como las raíces que se pudren incultas en las orillas del Leteo (río mitológico al que se le otorgaba la ualidad de que a través de sus aguas se proporcionaba el olvido. Nota de Chantal lópez y Omar Cortés), no dejaría de conmoverte lo que voy a decir. Ahora, Hamlet, escucha. Se esparció la voz de que durmiendo en mi huerto, me mordió una serpiente. Así, todos los oídos de Dinamarca, con esta fabulosa invención acerca de mi muerte, fueron terriblemente engañados. Pero tú debes saber, noble mancebo, que la serpiente que mordió a tu padre, ahora ciñe su corona.

HAMLET.- ¡Oh, ya me lo anunciaba el corazón! ¡Mi tío!

FANTASMA.- Sí, ese incestuoso, ese monstruo adúltero, valiéndose de su talento maligno, con traidores halagos ... ¡Oh, malvados pensamientos y obsequios que tiene el poder de seducir asi ...! ganó para su deshonesto apetito la voluntad de la reina, que yo creía llena de virtud. ¡Oh, Hamlet, cuán grande fue su caída! Mi amor hacia ella fue siempre tan puro, fiel a los solemnes juramentos que le hice cuando nos casamos; y lo cambió por el de un miserable, cuyas cualidades eran inferiores a las mías. Pero así como la virtud es incorruptible, aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia, aunque viva unida a un ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste. ¡Pero, basta! Me parece sentir el aire de la mañana; debo ser breve. Durmiendo en mi huerto, como acostumbraba siempre en las tardes, tu tio me sorprendió en aquella hora de quietud y trayendo un frasco de licor venenoso, derramó en mi oído su ponzoñosa destilación, cuyo efecto, de tal manera es contrario a la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se esparce por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita fuerza los ocupa, cuajando la pura y robusta sangre como la leche con las gotas ácidas. Este efecto produjo en mí inmediatamente, y la piel hinchada comenzó a despegarse con una especie de lepra, de ásperas y repugnantes costras. Así fue cómo, durmiendo, perdí a manos de mi hermano, la vida, la corona, la reina, todo a la vez. Perdí la vida cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto para aquel trance; sin haber recibido el pan eucarístico, ni la extrema unción; sin el reconocimiento de mis culpas; y fui enviado al Tribunal eterno con todas esas imperfecciones sobre la cabeza. ¡Oh, fue horrible! ¡Horrible! ¡Lo más horrible! Si oyes la voz de la naturaleza, no consientas, no permitas que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y del abominado incesto. Pero, de cualquier modo que actúes, no manches tu pensamiento ni permitas que tu alma albergue ofensas contra tu madre. Deja su cuidado al Cielo y que las agudas puntas del remordimiento que tiene fijas en su pecho la hieran y atormenten. Adiós. La luciérnaga, apagando su aparente fuego, anuncia que el día está cerca. Adiós, adiós, adiós. Recuérdame.

HAMLET.- ¡Oh, por todos los ejércitos celestiales! ¡Oh, Tierra! ¿Y quién más? ¿Invocaré al infierno también? ¡Oh, no! Detente, corazón mío, detente; y ustedes, mis fuerzas, no se debiliten en un momento; manténganme robusto. ¿Recordarte? Sí, alma infeliz, mientras haya memoria en esta agitada cabeza. ¿Recordarte? Sí, borraré de mi memoria todos los recuerdos frívolos, todas las máximas de los libros, todas las ideas e impresiones del pasado que la juventud y la observación grabaron en ella. Y únicamente tu recuerdo, sin mezcla de otra cosa menos digna, vivirá escrito en el volumen de mi entendimiento. ¡Sí, por los cielos te lo juro! ¡Oh, mujer tan culpable! ¡Oh, villano, villano, sonriente y endemoniado villano! Apuntaré en mi diario que un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un villano. Al menos estoy seguro que eso puede ser en Dinamarca. (Saca un cuadernillo y escribe). Pues así eres tú, tío. Ahora, mis palabras son éstas: 'Adiós, adiós, recuérdame. Yo lo he jurado.

HORACIO y MARCELO.- (Gritando desde adentro).- ¡Mi señor, mi señor!

Entran Horacio y Marcelo.

MARCELO.- Príncipe Hamlet.

HORACIO.- ¡Los cielos lo protejan!

HAMLET.- Así sea.

MARCELO.- ¡Hola! ¡Oh, oh, mi señor!

HAMLET.- ¡Hola! ¡Oh, oh, muchacho! Ven, pájaro, ven (Voz utilizada en la cetrería, generalmente para llamar a un halcón durante el entrenamiento. Nota de Chantal López y Omar Cortés).

MARCELO.- ¿Cómo estás, mi noble señor?

HORACIO.- ¿Qué noticias tienes, mi señor?

HAMLET.- ¡Oh, maravillosas!

HORACIO.- Dínoslas, mi buen señor.

HAMLET.- No, ustedes las revelarían.

HORACIO.- Yo no, mi señor, se lo juro por los cielos.

MARCELO.- Yo tampoco, mi señor.

HAMLET.- Como dicen ustedes: ¿Quisiera el corazón de un hombre pensar una vez sobre eso? Pero, ¿guardarán el secreto?

HORACIO y MARCELO.- Sí, señor; lo juramos por el Cielo.

HAMLET.- Nunca ha existido en toda Dinamarca mayor villano. Él sólo es un gran malvado.

HORACIO.- No era necesario, señor, que un fantasma saliera de la tumba para decirnos esto.

HAMLET.- Sí, cierto, están en lo correcto; y por eso mismo, sin tratar más del asunto, será mejor despedirnos y partir. Ustedes, hacia donde sus asuntos o sus deseos los lleven -pues todos tienen asuntos y deseos, sean los que sean-; y yo por mi parte, ya lo saben, iré a mi triste tarea, a rezar.

HORACIO.- Ésas son sólo palabras furiosas y sin sentido, mi señor.

HAMLET.- Lo siento mucho si ellas los ofendieron; sí, de corazón.

HORACIO.- No hay ofensa alguna, mi señor.

HAMLET.- Sí, por San Patricio, que sí la hay, Horacio, y muy grande. En cuanto a la aparición, déjenme decirles que es un difunto venerable. Y repriman cuanto puedan su deseo de saber qué sucedió entre nosotros. Ahora, buenos amigos, yo les pido, pues son mis amigos y mis compañeros en el estudio y en las armas, que me hagan un favor.

HORACIO.- ¿Qué cosa, mi señor? Lo haremos.

HAMLET.- Que nunca cuenten lo que han visto esta noche.

HORACIO y MARCELO.- A nadie lo diremos, mi señor.

HAMLET.- No, pero júrenlo.

HORACIO.- Por mi fe, señor, no lo diré.

MARCELO.- Tampoco yo, mi señor, por mi fe.

HAMLET.- Sobre mi espada.

MARCELO.- Ya lo hemos prometido, mi señor.

HAMLET.- Háganlo sobre mi espada, háganlo.

Se oye la voz del Fantasma desde abajo.

FANTASMA.- Júrenlo.

HAMLET.- ¡Ah, ah, muchacho! ¿Dijiste tú eso? ¿Estás ahí, hombre de bien? Vamos, ya escucharon su voz en lo profundo. Consientan en jurar.

HORACIO.- Proponga la fórmula, mi señor.HAMLET.- Que nunca cuenten esto que han visto; júrenlo por mi espada.

FANTASMA. (Desde abajo).- Júrenlo.

HAMLET.- ¿Hic et ubique? (Estas en todos lados) Cambiaremos de lugar. Vengan acá caballeros y pongan otra vez sus manos sobre mi espada. Juren por ella que nunca contarán esto que han oído y visto.

FANTASMA. (Desde abajo).- Júrenlo.

HAMLET.- Bien dicho, topo viejo. ¿Cómo puedes cavar la Tierra tan rápido? ¡Diestro minero! Cambiemos otra vez de lugar, buenos amigos.

HORACIO.- ¡Oh, Dios de la luz y de las tinieblas, esto es prodigiosamente extraño!

HAMLET.- Por eso como a un extraño denle la bienvenida. Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra de las que pueda soñar tu filosofía, Horacio. Pero vengan aquí, y como antes dije, juren -así el Cielo los haga felices- que, por más singular y extraordinaria que sea mi conducta -puesto que acaso juzgaré necesario proceder de manera extravagante-, nunca ustedes, al verme así, darán nada a entender, cruzando los brazos de este modo, o moviendo así la cabeza, o pronunciando algunas frases incoherentes como: Bueno, nosotros creemos, o Nosotros pudiéramos si quisiéramos, o Si gustáramos de hablar, o Ahí está, y si ellos pudieran, o en fin, cualquiera otra expresión ambigua, para hacer notar que ustedes no saben nada de mí. Y así en sus necesidades los asista el favor de Dios. Júrenlo.

FANTASMA. (Desde abajo).- Júrenlo.

HAMLET.- Descansa, descansa, perturbado espíritu. (Ellos juran). Entonces, caballeros, con todo mi amor yo se los pido¡ y créanlo¡ por más infeliz que Hamlet se vea, Dios querrá que no le falten medios para manifestar la estimación y amistad que les profesa. Vámonos juntos, y pongan los dedos sobre sus labios, se los ruego. La ocasión es desastrosa. ¡Oh, maldito rencor! ¡Haber nacido yo para enmendarlo! Vengan, vámonos juntos. (Salen).

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