Agustín Cortés

Hacia el infinito

Cuarta edición cibernética, enero del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés



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ÍNDICE

- Presentación.

- Palabras del autor.

- Poema introductorio.

- Mensaje al primer hombre en la luna.

- Aquelarre.

- El trompetista.

- Es la guerra.

- Los ermitaños.

- Las figuras.

- Quizás un día.

- Cuando no se piensa.

- ¡Hola solitario!

- Cuando decline el día

- Cuando decline el día II

- Cuando decline el día III




Presentación

El libro de cuentos que ahora publicamos, guarda para mi un conjunto de agradables recuerdos y vivencias.

Particularmente me referiré a dos de los escritos en este libro incluidos: El mensaje al primer hombre en la Luna y Los ermitaños.

Del primero, que fue escrito por mi hermano en el año de 1966, recuerdo que, cuando el Apolo XI alunizó, allá por 1969, estuvimos aquella mañana prácticamente pegados al televisor. La transmisión televisiva, si mal no recuerdo fue a eso de las cinco o seis de la mañana. Y cuando finalmente el Comandante Neil A. Armstrong descendió del módulo espacial y colocó su pie en suelo lunar, tuve la ocurrencia de leer en voz alta ese escrito; y entre risas y bromas presenciamos aquella verdadera odisea.

Del segundo, escrito si la memoria no me falla en el año de 1967, recuerdo que fue tema de sobremesa durante varias semanas. Mucho discutía con mi hermano en torno a si realmente él pensaba que los avances técnicos estuviesen verdaderamente asfixiando a la especie humana, o si las opiniones vertidas en ese cuento eran simplemente exageraciones propias del tema. Siempre me respondió con gran pasión que así lo pensaba. Incluso recuerdo que por aquel tiempo le llame con el sobrenombre de el luddista del siglo XX, en relación, por supuesto, al movimiento británico de los destroza máquinas generado en los inicios de la llamada revolución industrial.

Muy probablemente llamo la atención del lector particularmente sobre esos dos escritos porque las vivencias que en mi generaron aún perduran en mis recuerdos.

Ahora bien, sobre el aspecto estrictamente literario prefiero no aventurarme a tratar el tema puesto que, dicho sea con honestidad, no cuento ni con los conocimientos ni con las lecturas requeridas para hacerlo.

Espero que un día de éstos alguno de los compañeros o amigos de mi hermano que con él compartieron ideas y vivencias en el seno de la, llamémosle, política cultural mexicana, se aventure a realizar tal evaluación.

Terminaré señalando que este libro, publicado en el año de 1968 y registrado bajo el número 55830 el 19 de junio de 1968 en la Dirección General de Derechos de Autor, constituye una recopilación de los primeros escritos de mi hermano quien, dicho sea de paso, empezó a escribir desde que tenía trece años.

Omar Cortés

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PALABRAS DEL AUTOR

Diez cuentos, diez pequeños cuentos. El primer balbuceo. El primer paso sin andaderas, eso es lo que tienes entre tus manos, lector curioso. El nombre del autor ahora no te dirá nada, después de leerlos, quién sabe.

¡Datos biográficos! ... para qué, tal vez después sea necesario, ahora, ¿no se ha dicho ya? Es sólo un primer paso; temeroso, tembloroso, pero sincero, sin buscar transformar de un paso la literatura.

El juicio te lo formarás tú, lector; si deseas participar directamente en la conformación de la historia literaria de tu tiempo. Si eres de los que dejan que esa historia la conforme a su muy real antojo un grupo determinado, no leas este librito, porque desde cada página el autor te estará escupiendo a la cara.

Más que entretenerte, se trata de hacerte pensar, de hacerte reflexionar un poco en los problemas de tu tiempo desde un plano poco explorado en nuestras letras: la literatura fantástica. Léelo y ... piensa.

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Venga el sol hermanos, venga el sol.

(¿Y si nosotros hiciéramos un sol?)

Venga el sol hermanos, venga el sol.

(¿Y si cantáramos tanto que se hiciera un sol?)

Venga el sol hermanos, venga el sol.

(¿Y si esto que decimos fuera el sol?)

Alejandro Aura

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Mensaje al primer hombre en la luna

Escucha amigo, no sé tu nombre pero para mi tienes y tendrás uno: HUMANIDAD. Escucha, cuando desciendas en aquella inmensidad rocosa habrás pasado a la historia, te sentirás el hombre más importante del momento y ... lo serás. Te dirán que eres el primero en llegar y ... te engañarán.

Sí, te engañarán porque ... mira, cuando desciendas del portentoso aparato que te habrá llevado por las inmensidades del cosmos, antes de comunicarte con nadie, antes de hacer funcionar esos maravillosos instrumentos que fueron puestos a tu servicio, observa con cuidado cada roca, cada arena lunar; el paisaje será en verdad impresionante, pero observa y escucha con cuidado y entonces sabrás que no eres el primero. Escucharás un eco de murmullos levantándose del agreste paisaje lunar; rebotando entre montes, cráteres y cañadas antes de llegar a tus oídos, ¿los oyes? Sí, si los oyes, ¿los reconoces? ¿no? Son sueños, es el eco de sueños y premoniciones. Ellos serán quienes te den la bienvenida, quienes te envuelvan en un rumor triunfante pues te han estado esperando mucho tiempo.

Sí amigo mío, mucho tiempo, desde que el hombre vio su imagen reflejada en un río y palpó su propio cuerpo y tomó un puñado de tierra y lo llevo a su boca y levantó la mirada y vio las estrellas y dejó caer la tierra que tenía en las manos y las alargó hasta el cielo y lloró por no poder alcanzarlas y soñó y dejó de llorar y sonrió y volvió a tomar un puñado de tierra y volvió a llorar y volvió a soñar y volvió a sonreír ...

¿Ya ves por qué te engañaron al decirte que eras el primero?

Observa tu vehículo, una maravilla de la ingeniería en la que hiciste el portentoso viaje. Es una masa de metal hábilmente proporcionada y diseñada para que dieras ese primer y glorioso paso en la historia de nuestra civilización. Pero obsérvalo con detenimiento y verás que cada una de sus moléculas está hecha con los sueños y la sangre de muchas generaciones, de muchos millones de hombres; míralos, sí, no estás loco, es una barca fenicia deslizándose por el Mediterráneo y aquél es un navío vikingo en el Mar del Norte y aquél es Cristóbal Colón en el puente de la Santa María, y más allá Cook y Livingstone y un aparato endeble que en un costado ostenta: Spirit of St. Louis y Gagarin y más y más de distintos tiempos y nombres.

¿Verdad que no eres el primero?

Ahora estás ante aquella inmensidad, envuelto en aquellos murmullos y ... ¡Mira allá! En lo alto de un picacho vestido, pensarás, ridículamente: el caballero Cyrano; y allá, paseando tranquilamente, la sombra de un viejo que te sonreirá agradecido: Monsieur Jules Verne y por otro lado Wells y Lovecraft ideando alguna diabólica pesadilla y Sturgeon, Clark, Brown, Henderson, Rebetez, Matheson, Asimov y el maestro Bradbury ¡por Cristo! Y muchos, muchos otros locos soñadores, entre ellos yo mismo.

Todos te miraremos complacidos y agradecidos, te sonreiremos bondadosamente pues has dado un cuerpo, un sentido, una manifestación material a nuestros sueños.

Pero no, no amigo mío, no te envanezcas, has sido el instrumento para que la humanidad dé un gran paso, cierto, es verdad pero ... mira, luego de escuchar los murmullos y de saludar a las siluetas levanta la vista, mira las estrellas, son tantas y tan lejanas ¿verdad? Que te burlarás de tu vanidad. Entonces toma un puñado de polvo lunar, llora un poco, vuélvelas a mirar, sueña ... sueña con todo lo que te permita tu imaginación y entonces amigo mío; ¡entonces sonreirás!

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Aquelarre

Han sonado las doce campanadas. Una densa neblina envuelve la ciudad. Tan solo mis pasos resuenan al contacto del húmedo pavimento.

De pronto ... ¿qué pasa? Un curioso resplandor rojizo envuelve todas las cosas, envuelve el cielo, envuelve la calle, envuelve los edificios, ¡me envuelve a mí!

Y ahora, ¿qué es eso? Una horrible, espantosa, espeluznante carcajada hace retumbar el suelo, el aire, el universo todo. Y ... ahí viene, ahí está, no, no es posible, esas cosas sólo suceden en los cuentos: una bruja en su escoba. Esto es inconcebible en pleno siglo veinte.

¿Y ese murmullo infernal? No sé pero lo escucho claramente, va poco a poco aumentando y deja de ser murmullo para convertirse en un espantoso concierto de gritos y carcajadas. Del espacio comienzan a descender una serie de seres infernales, figuras que parecen acabar de salir del averno. Como autómata me uno al extraño cortejo y sin darme cuenta comienzo a danzar junto con ellos al compás del tenebroso jazz ejecutado por animosa orquesta de descarnados esqueletos y comienzo a reír y gritar, y sin saberlo me encuentro de pronto ante un enorme ahuehuete que resplandece en forma cegadora con la luz de la luna llena que en la negrura del cielo asemeja un enorme botón dorado. Gritos y más gritos que al aumentar se transforman en un rugido fiero y desesperado clamando sangre, clamando muerte. Inconcebiblemente yo también grito y mi grito se confunde con el rugido total. Luces y centellas cruzan el espacio ... ¡Un estallido y ahí, frente al ahuehuete está él: Satán, señor de los infiernos!

Da una orden y en macabro desfile una serie de brujas, duendes y espectros arrojan al suelo a varios niños, y toda aquella gama de seres infernales se arrojan sobre ellos. El gemir de los chiquitines se confunde con el desenfrenado griterío espectral de los monstruos. Ante mi propio asombro como impelido por una fuerza invisible y abominable me incluyo en aquel festín horripilante, me apodero de uno de los niños, siento su cuerpecito palpitante entre mis manos y sin poder contenerme hundo en él mis dientes con avidez. El niño da un desesperado alarido y queda inmóvil, siento su tibia sangre en mis labios y comienzo a beber y devorar con avidez aquel pequeño cuerpecito. El sudor me cubre el rostro. Grito, abro desmesuradamente los ojos y ... ¡me encuentro en mi recámara!

Qué alivio. Todo ha sido un sueño, una pesadilla probablemente provocada por el kilo de carnitas que me comí anoche.

Sonrío, me levanto, tomo un poco de bicarbonato, enjugo la sangre que hay en mis colmillos. Un suspiro de alivio y vuelvo a quedarme profundamente dormido dejando abierto el ataúd para evitar problemas.

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El trompetista

Un penetrante silbido rebotó en todas y cada una de las planchas de resistente metal que componían el vehículo espacial. Era un silbido agudo que se incrustaba en cada hueco, en cada molécula de la nave.

- ¡Deja en paz esa arma! -gritó furioso el piloto dirigiéndose al joven rubio y de elevada estatura que se encontraba frente al teletransmisor.

- Déjalo tranquilo, ya sabes que es su gran entretenimiento - le respondió - con un dejo de fastidio el copiloto.

Una violenta vibración sacudió a la nave sorpresivamente haciendo rodar por el suelo al joven rubio.

- ¡Qué es lo que pasa! - vociferó el piloto manipulando compulsivamente los controles.

- Se detuvo uno de los motores estabilizadores - contestó el copiloto.

- ¡Pues trata de que vuelva a funcionar! - siguió gritando el piloto.

- ¡Ya cállate! Bien sabes que eso no puedo hacerlo en pleno vuelo, necesitamos detenernos.

- ¿Dónde?

- Pondré un cohete auxiliar y computaré.

- Deja que eso lo haga el inútil ese - dijo el piloto señalando al joven.

- El es teleoperador.

- Pero ahora el teletransmisor se ha dañado también y ...

- No discutan, yo computaré - dijo tímidamente el joven.

Dejó el objeto que tenía en las manos parecido a una trompeta y se dirigió a un mapa cósmico transe. Apuntó las condiciones requeridas para descender, las introdujo en el computador y lo puso a funcionar.

Después de todo un concierto de sonidos, chillidos y zumbidos, lucecitas de diversos colores y otras cosas por el estilo, un punto violeta comenzó a parpadear en el gran mapa cósmico.

- ¡Aquí está! - exclamó el joven - sistema BR-16; tiene nueve planetas, podemos descender en el tercero, condiciones óptimas.

- Está bien - contestó el piloto - ¡Allá vamos!

La nave se inclinó suavemente sobre un costado y se deslizó silenciosamente por el espacio.

Un rojizo caudal de luz se desparramaba por el valle. La tarde moría lentamente; agonizaba, lanzaba sus últimos destellos de vida.

La pequeña aldea se encontraba agitada ...

- ¡Qué será de nosotros! - exclamaban algunos.

- ¡Es un castigo divino! - gemían los de más allá.

- ¡Señor! ¿Por qué arrojas sobre nosotros a las plagas de Egipto? - imploraban algunos más.

La tarde seguía deshaciéndose en sangrientos girones. El sol se ocultaba poco a poco en el horizonte.

Allá, allá lejos avanzaba lentamente una manchita obscura como una peca en el firmamento.

- Bien, haz funcionar los cohetes de retroimpulso - ordenó el piloto.

El copiloto no requería de semejantes órdenes; sabía lo que tenía que hacer, cómo y cuándo; pero sabía también que su compañero no podía vivir si no daba órdenes a alguien, así que sin replicar realizó su tarea.

La nave se detuvo bruscamente y fue a posarse en una verde colina.

- ¡Qué hermoso planeta! - exclamó el joven asomándose por una de las escotillas.

- Todos son iguales - gruñó el piloto.

El copiloto solo movió la cabeza.

- ¿Puedo salir a explorar? - se atrevió a preguntar el joven.

- ¡Haz lo que te dé la gana! - gritó como era su costumbre el piloto.

- Anda ve - le dijo comprensivamente el copiloto dándole unas palmadas en la espalda.

Mientras los dos hombres se dirigían al computador para informarse de cuál era la falla y arreglarla, el joven accionaba una palanquita que abría la puerta, y salía.

Caminó por algunos minutos hasta llegar a una loma desde la cual podía verse perfectamente la aldea.

Notó inmediatamente que algún grave problema aquejaba a aquella gente, por lo que se decidió a bajar.

Las exclamaciones de asombro acompañaron su paso por la calle central de la aldea. Sus doradas vestimentas, su elevada estatura y lo rubio de su cabello lo hacían destacar deslumbrando a los aldeanos que jamás habían visto a una persona con semejantes características.

- ¿Quién eres y qué deseas forastero? - preguntó un aldeano.

- Un amigo que quiere ayudaros - respondió con prontitud el joven.

- ¿Quién gobierna esta aldea? - preguntó a su vez.

- ¡Yo! - gritó alguien a sus espaldas.

El joven volteó inmediatamente y quedó frente a un hombre maduro de larga barba negra, facciones toscas y gran fortaleza física.

- ¿Y bien forastero? ¡Yo soy el jefe!

- Yo puedo solucionar vuestro problema - dijo el joven señalando la ya no tan pequeña mancha que iba aumentando poco a poco en el horizonte.

- ¿Tú? - respondiole incrédulo el hombre de la barba negra - y ... ¿cómo?

- Con esto - el joven mostró tranquilamente aquella arma con forma de trompeta.

Un murmullo brotó entre los aldeanos y fue esparciéndose por la aldea el rumor: ¡un enviado del cielo había llegado para librarlos de la terrible amenaza!

- ¿Cuál es tu precio fiorastero? - preguntó el jefe.

- ¿Mi precio?

- Si, tu precio. ¿Qué pides por liberarnos de la amenaza? Digo, si es que puedes.

- No pido nada. Tan sólo deseo ayudarlos - respondió ingenuamente el joven.

- ¿No pides nada? - dijo incrédulo el jefe.

- En lo absoluto. ¿Qué podría pedirles?

- No sé ... dinero, ganado, ¡qué sé yo!

- ¿Y eso de qué me serviría en mi mundo?

- ¿Tu mundo? ¿De dónde vienes forastero?

- De lejos, de muy lejos de este sistema y este planeta.

- No entiendo tus palabras extranjero pero ya que así lo deseas, ¡sea! Intenta acabar la amenaza.

- Gracias buen hombre, pero requiero que la plaga se encuentre más cerca.

- ¿Más cerca? ¡Entonces será imposible contenerla!

- Deja eso en mis manos, ¿quieres?

- Esta bien forastero. ¿Qué puedo hacer sino esperar que salves a mi pueblo?

La noche caía sobre el valle. Las sombras empezaban a cubrir los campos. En las casas se encendía el fuego de los fogones y chimeneas.

Sobre una loma en las afueras de la aldea un grupo de hombres en derredor de una hoguera escrutaban ansiosamente el horizonte.

- Esta ya cerca ¡lo siento! - dijo uno nerviosamente.

- Calma, aún hay que esperar un poco - aconsejó el joven.

Un zumbido, primero suave, luego más agudo, hizo que los hombres se sobresaltaran. El jefe preguntó:

- ¿Estás seguro de no fallar?

- ¿Tienes miedo? - el joven sonrió.

- Francamente si - respondió tembloroso el jefe.

La noche estaba sabrosa, cálida. Un vientecillo la templaba agradablemente.

El zumbido fue aumentando en intensidad. El joven se puso en pié, su elevada estatura destacaba notablemente sobre los demás y el fuego de la hoguera hacía centellar sugerentemente sus dorados cabellos. Se llevó el arma a los labios y sopló fuertemente. Un agudísimo zumbido acalló por momentos al primero. Enfrente, en el cielo, una oscura nube ocultaba la luna primaveral. Al escucharse el agudo sonido del arma, la nube empezó a oscilar, luego a trepidar y por último fue resquebrajándose, partiéndose, pulverizándose. Una curiosa nube de ceniza cayó sobre el valle.

Esa noche fue de fiesta y jolgorio en la aldea. Todos estaban felices. El joven rubio era el centro de admiración del pueblo entero.

Aemente el jefe se encontraba contento pero en su mirada, se reflejaba la envidia.

- Señor, deseo hablarte - un hombre extremadamente flaco y de aspecto tenebroso se dirigió al jefe.

- Habla pues amigo - contestole inmediatamente.

- Señor - dijo el hombre flaco en un susurro - veo con tristeza cómo un forastero te ha reducido ante los ojos de tu pueblo - hizo una significativa pausa - desearía volver a verte temido y poderoso y ...

- Al grano amigo, ¿qué planeas? - interrumpió el jefe impaciente pero interesado.

- Es muy simple mi señor, ¡elimínalo! ¿Te imaginas el poder que tendrías con esa arma en tus manos?

El joven rubio bailaba y cantaba en derredor a la enorme hoguera, felíz de la vida.

- ¿Estás contento amigo? - el jefe se acercó a la hoguera y habló al joven.

- Mucho, mucho - contestó éste sonriendo.

- Me gustaría enseñarte algo - dijo el jefe.

- ¿Qué? - respondió con cierto recelo el joven al percibir un extraño brillo en los ojos del jefe.

- Un trofeo de caza - añadió melosamente y con voz fingida el jefe.

- Está bien. Vamos.

Recorrieron silenciosamente las solitarias calles de la aldea, pues todos se encontraban celebrando junto a la hoguera. Se detuvieron junto a una cabaña grande en las orillas del pueblo.

- Aquí es - dijo el jefe.

- Muy bien. Entremos - respondió el joven seguro de que algo se tramaba en su contra.

El jefe entró primero seguido por el joven. La cabaña se encontraba en tinieblas.

- Debes encender alguna luz - apuntó el joven.

- No será necesario - contestó el jefe dando a su voz la entonación del cazador que sabe segura a su presa. Luego se hizo a un lado y gritó:

- ¡Ahora es nuestro!

Tres sombras surgieron de la oscuridad y cayeron sobre el joven. El forcejeo se prolongó por algunos minutos hasta que el joven, dada su corpulencia, consiguió incorporarse. Empuñó la mano izquierda y apuntó hacia los hombres con el anillo violeta que en esa mano llevaba. Una potente luz del mismo color que el anillo se proyectó sobre los tres hombres que fueron poco a poco haciéndose transes hasta desaparecer completamente.

El jefe, azorado y tembloroso, se había refugiado en un rincón. El joven giró hacia él y apuntó su anillo. El jefe rompió a llorar. Resultaba un espectáculo grotesco el de aquel hombrón llorando arrodillado.

- ¡Te lo suplico forastero no me hagas lo que a ellos! - y señalaba el sitio donde habían sido desintegrados sus secuaces.

- ¡Sea! - sentenció el joven con voz grave. Pero por tu culpa tus ciudadanos sufrirán un gran castigo. ¡Sal conmigo!

Tal como habían llegado, silenciosamente, regresaron a la hoguera.

- ¡Escuchadme todos! - gritó el joven.

Las risas, el baile, la música, cesaron inmediatamente.

- ¡Escuchadme! - repitió el joven. Sé que gran parte de ustedes son buenas personas, pero el castigo os alcanzará a todos para que aprendáis a escoger a vuestros gobernantes.

Un murmullo se dejó escuchar entre la multitud. El joven prosiguió:

- Yo llegué aquí con el único y saludable propósito de ayudaros y lo hice. Lo hice sin esperar por ello ninguna recompensa, únicamente por el deseo de veros felices.

Pero uno de vosotros, nada menos que vuestro jefe, se ha portado en forma por demás villana y poseído por la envidia y la ambición ha intentado matarme. Sus compinches han muerto y él, junto con vosotros, sufrirá mi ira.

El pueblo entero enmudeció. El joven no dijo más; tomó su arma, se la llevó a la boca y sopló. El agudo zumbido volvió a dejarse escuchar. Después cruzó por entre los aldeanos y se fue por el mismo camino por el que había llegado.

- ¡Ha matado a todos los animales del valle! - llegó gritando, jadeante, un aldeano.

- ¿Entonces por qué tú estás vivo? - preguntó en son de chufla otro más.

Sin embargo, nadie rió; todos se volvieron a verse unos a otros para luego salir corriendo a sus respectivas casas. Junto a la hoguera sólo quedó el jefe, hincado, llorando y temblando de pánico.

- ¡Vaya, ha llegado por quien gemíamos! - comentó burlonamente el piloto al ver llegar al joven.

- ¿Está ya listo su señoría para partir? - siguió diciendo.

- ¿Han hecho ya la reparación? - preguntó lacónicamente el joven.

- No, tan solo hemos estado tomando un refresco - contestó con su peculiar enfado el piloto.

- Perdonen mi retraso - dijo el joven subiendo a la nave.

Sin decir nada el copiloto lo siguió y gruñiendo entre dientes trepó por último el piloto.

Cada uno se acomodó en su lugar.

- ¿Observaste algo en este planeta? - preguntó el copiloto.

- Nada extraordinario - respondió con desdén el joven. Todos son iguales - concluyó inclinándose sobre la pantalla del averiado teletransmisor.

Se oyó un zumbido, los cohetes se activaron, la nave se sacudió y se elevó suavemente hacia el espacio.

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Es la guerra

Tac ... tac ... tac ... El agua se filtraba por la hendidura del techo.

- ya se acercan - pensaba. Unos pasos, apenas perceptibles, se escucharon afuera.

Tac ... tac ... El agua seguía cayendo.

- No me agarraran vivo - se decía a sí mismo. Es más, los voy a destrozar a todos - los pasos eran cada vez más cercanos.

Estrujaba la ametralladora que tenía en las manos. Los ojos le brillaban intensamente. Tenía los nervios de punta. Cada paso, cada ruido apenas perceptible lo ponía a temblar.

Tac ... tac ... El agua no dejaba de gotear.

Afuera estaba lloviendo. La selva entera se estremecía con el estrépito de la tormenta.

Se acurrucó entre los muebles que había apilado en una esquina de la cabaña para desde ahí poder recibir al enemigo.

Su rubicundo rostro perlado de sudor contrastaba con el verde olivo de su uniforme. Las manos seguían apretando compulsivamente la ametralladora.

¡Ahí estaban! Los oía, los sentía venir. ¿Por qué no llegaban de una vez por todas?

Sus ojos escrutaban la oscuridad, trataban de descubrir algo o alguien, que tal vez sería la muerte, en cada rincón, en cada resquicio, en cada gota de agua.

Tac ... tac ... No cesaba el goteo.

¡Una silueta en la ventana! Estaba temblando, el sudor casi lo cegaba. Se lo limpió con el dorso de la mano.

¡Otra silueta! ¡Y otra! ¡Y otra más! La boca seca, los labios blancos, los ojos pelones.

- ¡Entren desgraciados, entren! - repetía mentalmente.

Tac ... tac ... El agua caía.

Se mordió el labio inferior con tal fuerza que lo hizo sangrar.

Afirmó la ametralladora en sus manos y se dispuso a esperar a pie firme el ataque.

Tac ... tac ... El agua continuaba filtrándose.

Ahora sí, estaban en la puerta. Bruscamente la abrieron y una ráfaga de ametralladora rebanó el aire.

Tratratratratra ... tratratratratra ... apretó el gatillo de su arma. Se irguió gritando como desesperado y se precipitó disparando, sobre la puerta.

Cuando se le acabó la munición se dio cuenta que no quedaba uno vivo.

Estaba herido. Reía y lloraba compulsivamente.

- ¡Los desgracié a todos! - gritaba frenético. Tenía la mente a punto de estallar por la tensión. La vista se le fue nublando y, precisamente en el quicio de la puerta, se desplomó.

Quedó tirado en posición grotesca. Las piernas encogidas, las manos crispadas sosteniendo una escoba, la bacinica a guisa de casco y la tosca bata blanca de hospital le daban un aspecto lastimoso.

- ¡Rápido, la inyección! - dijo el enfermero sujetándolo de los brazos.

Una enfermera procedió a inyectarlo.

- Siempre que llueve se pone así - comentó la enfermera.

El enfermero le colocó una camisa de fuerza y levantándolo en vilo lo acostó en la cama.

Tac ... tac ... Sonaba la gotera que había en un rincón. Afuera llovía ...

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Los ermitaños

El Supremo Control de Seguridad Espacial desarrollaba su trabajo de rutina. En su oficina el director, Juan Jon, ordenó a su mecano - secretaria:

- ¡Por favor haga venir a Ruy Coss!

Ruy Coss era un hombre pequeño de estatura pero de un vigor físico extraordinario. Tenía cincuenticinco años, aún era bastante joven. Pertenecía al Cuerpo de Seguridad Espacial desde que se tituló con todos los honores como ingeniero militar cósmico en la Universidad Técnico - Espacial, hacía ya treinta años.

- ¡Ruy Coss, Clave 30 - 777, señor! - dijo Coss cuadrándose y haciendo sonar los tacones de sus botas al entrar a la oficina de su jefe.

- Descanse Ruy - respondió el jefe contestándole rutinariamente su saludo.

Luego tomó unos papeles que tenía en el escritorio y al revisarlos, decía a Ruy:

- Usted es uno de nuestros mejores hombres y es por eso que he pensado en usted para esta misión.

En efecto, Ruy Coss era uno de lo mejores - si no el mejor - hombre del Cuerpo de Seguridad Espacial. Había sido condecorado en varias ocasiones y sus jefes lo tenían en alta estima, por lo que le eran encomendadas las misiones de más responsabilidad.

- ¿De qué se trata esta vez, jefe? - preguntó Ruy secamente.

- De una colonia de ermitaños - respondió tajante el jefe.

- Pero si los ermitaños no son de nuestra competencia - protestó Ruy.

Los ermitaños eran uno de los problemas más graves a los que se enfrentaba el gobierno de la Tierra. Estos eran personas que individual o colectivamente escapaban, por decirlo así, de la Tierra, renegando del exceso de tecnología y se refugiaban en lejanos planetas creando con esto un funesto precedente que desprestigiaba al Supremo Gobierno de la Tierra.

- Es verdad - asintió el jefe - y por ello la misión que se le va a encomendar implica una gran responsabilidad, ya que a este grupo de ermitaños no ha podido acabarlos ni la Dirección Central de Amor al Estado, y se nos ha pedido a nosotros que lo hagamos.

- Ya entiendo - interrumpió pensativo Coss.

- Lo celebro - dijo satisfecho el jefe y continuó:

- Como usted sabe estos grupos de personas reniegan de las ventajas de la civilización y huyen a lejanos planetas en donde se dedican a la vida natural, que le llaman ellos, enseñando a sus hijos el odio hacia nuestro sistema y la necesidad de transformarlo, así como a no cooperar jamás con nosotros, cosa que nuestro gobierno no puede permitir.

- Perfectamente - asintió Ruy - ¿Cuándo parto?

- Lo más pronto posible - el jefe tomó una video cinta de uno de los cajones de su escritorio y dándosela a Ruy dijo:

- Aquí están todos los datos referentes a esa colonia de proscritos. Analícelos y actúe como crea conveniente.

- Así lo haré jefe - Ruy volvió a hacer el rígido saludo militar, dio media vuelta y salió de la oficina.

Al día siguiente, en los hangares del Supremo Comando Espacial, Ruy Coss se encontraba listo para partir. Había memorizado todos los datos necesarios la noche anterior gracias al hipno- film, y ya había calculado perfectamente su plan de ataque.

Llevaba, como segundo para esta misión, a Adolfo Mendiolea, joven y aún inexperto oficial que realizaría su primera misión importante dentro del Cuerpo de Seguridad Espacial. Era, por el contrario de Coss, de elevada estatura, sumamente delgado y de aspecto firme y decidido.

- Estamos listos para partir comandante - señaló con su gruesa voz Adolfo Mendiolea, inclinándose un poco sobre el aparato de intercomunicación del Saeta 15, la nave de Ruy.

- Entendido - la voz del comandante resonó en todos los altoparlantes del navío - ¡Señores! ¿Listos para partir? ¿Capitán Mendiolea en el timón?

- ¡Listo señor!

- ¿Teniente Santander en las máquinas?

- ¡Listo señor!

- ¿Teniente Villalobos en el control de orientación?

- ¡Listo señor!

- ¿Sargento Villa en el control de transmisiones?

- ¡Listo señor!

- ¡Alerta entonces toda la tripulación! Partimos en diez segundos. Luego, dirigiéndose a la Torre de Control, ordenó:

- ¡Inicien conteo! ¡Desalojen la zona! ¡Estamos listos!

En los altoparlantes del Campo se escuchó la cuenta: Nueve ... Ocho ... Siete ... Seis ... Cinco ... Cuatro ... Tres ... Dos ... Uno ... ¡CERO!

Los motores de la nave retumbaron. El clásico vapor azul de los motores la cubrió casi por completo y luego, majestuosamente, como una águila levantando el vuelo, se elevó rápidamente hasta perderse en el azul del cielo.

- ¡Hemos salido ya de la atracción terrestre, estabilicen! - La voz del comandante Coss volvió a dejarse oír.

- ¿Mendiolea?

- ¿Sí señor?

- Ponga piloto automático señalando rumbo y reúnase con todos los oficiales en mi cabina.

- De inmediato señor.

A los pocos minutos todos los oficiales se encontraban en la cabina del comandante.

- Señores - inició Ruy con su energía acostumbrada - no es momento de perder un instante. Los he mandado llamar para que nos pongamos de acuerdo sobre el plan de ataque establecido que les fue entregado esta mañana. ¿Lo han leído?

Todos asintieron.

- Bien - continuó Coss -, llegaremos a la galaxia XZA - 185 en dos o tres meses. ¿Cuánto exactamente teniente Villalobos?

- Dos meses diecisiete días señor.

- Perfecto. Según los datos que tenemos, hay veintiséis planetas posibles en uno de los cuales se han ocultado los proscritos. Deberemos recorrerlos y revisarlos todos en no más de seis meses. Una vez localizados se les incitará a rendirse. De no hacerlo en veinticuatro horas se les aniquilará por completo tomando película de su destrucción como prueba y para que sirva de escarmiento en la Tierra. Nuestra misión no debe excederse de un año de duración, pues si lo conseguimos habremos roto el récord en misiones de este tipo que es de un año seis meses y demostraremos la superioridad del Cuerpo de Seguridad sobre otras corporaciones semejantes.

Las exclamaciones de aprobación no se hicieron esperar.

- Y ahora, señores, cada quien a su puesto a cumplir con su deber. ¡Viva el Supremo Gobierno de la Tierra! ¡Viva el Cuerpo de Seguridad Espacial!

- ¡Viva! - respondieron todos a la arenga.

Luego, cada cual se dirigió a su cabina respectiva y la nave siguió su vuelo.

Las horas se convirtieron en días. Los días en semanas. Las semanas en meses. El vuelo del Saeta 15 se desarrolló tal como estaba previsto. Se siguió paso a paso el plan estipulado desde un principio.

No ocurrió nada durante el viaje, nada extraordinario, cada miembro de la tripulación cumplió fielmente su cometido.

Hacía unos instantes que habían entrado en la galaxia XZA - 185. El comandante Ruy Coss se dirigió a toda la tripulación a través de los altoparlantes:

- ¡Señores, los felicito! - exclamó satisfecho. Se ha cumplido con el plan establecido. Estamos perfectamente a tiempo. Ahora debemos entregarnos en cuerpo y alma a la búsqueda. Que los oficiales se reúnan conmigo lo más pronto posible y ... ¡A todos muchas gracias!

Instantes después todos los oficiales del Saeta 15 se encontraban en la cabina del comandante Coss. Este les dijo:

- Hemos llegado a nuestro destino. Es ahora cuando comienzan los verdaderos problemas y cuando nuestra misión toma cuerpo.

Recorreremos todos los planetas posibles en un mínimo de tiempo, hasta localizar a los prófugos. Para tal efecto nos dividiremos en patrullas utilizando las naves auxiliares. El lasser - radar nos ayudará a detectarlos. Cada uno de nosotros escogerá un grupo de cinco hombres. Mientras una patrulla quedará diariamente de guardia en la nave, las otras cuatro realizarán labor de exploración.

Una cosa es muy importante - remarcó Ruy - el grupo que encuentre a los ermitaños no deberá intentar nada por su cuenta; tan sólo vigilará y dará aviso al Saeta 15 para iniciar labor conjunta. Escojan, pues, su gente, y mañana comenzaremos. Es todo señores.

Los oficiales saludaron respetuosamente a su comandante y salieron de la cabina central de mando.

Al día siguiente se inició la operación de rastreo que, como todo lo emprendido por Coss, se llevaba a cabo en el más perfecto orden utilizando un mínimo de tiempo con un máximo de eficacia.

Durante dos meses la búsqueda resultó infructuosa. Un día, a mediados del tercer mes, el propio Ruy Coss patrullaba en una de las naves auxiliares, cuando en la radio se escuchó la voz del capitán Mendiolea a quien tocó ese día quedarse al mando de la Saeta 15:

- ¡Atención auxiliar tres! ¡ Atención auxiliar tres!

- Aquí auxiliar tres. Habla el comandante Coss. ¿Dígame Mendiolea?

- Señor, el lasser radar acaba de detectar un planeta ideal para la supervivencia humana. Vastos bosques, fauna muy parecida a la que hubo en la Tierra, magnífica temperatura, agua en abundancia; en fin, un verdadero paraíso para cualquier grupo de ermitaños.

- Perfecto Mendiolea. Deme localización.

- Es el planeta catorce del sistema solar veintidós. Verifique en su mapa señor.

- Verificado. Esta dentro de nuestra ruta. Estaremos informando.

- Enterado señor. ¡Fuera!

La pequeña nave auxiliar se dirigió inmediatamente al planeta señalado.

Tres horas duró el viaje ya que la nave auxiliar no podía desarrollar una velocidad superior a los cien mil kilómetros por minuto.

En realidad, lo que había dicho el capitán Mendiolea acerca de ese planeta era exacto. Estaba cubierto de enormes extensiones verdes, de ríos, de lagos y su fauna era abundante.

El escondite ideal, pensó Ruy mientras echaba un vistazo al planeta a través del gran ultrascopio de la nave auxiliar. Luego dio órdenes para acercarse y examinar aquel mundo con detenimiento.

Palmo a palmo se rastreó el planeta sin encontrar nada. Ruy Coss ya decepcionado estaba dispuesto a dar la orden para regresar cuando la pequeña nave se sacudió violentamente y comenzó a perder altura.

- ¿Qué ocurre? - gritó furioso Ruy.

- ¡Nos han tocado con un rayo de energía condensada comandante - contestó uno de sus hombres.

- ¡Los hemos encontrado, comuníquelo a la bas ...!

No alcanzó a terminar la frase pues la nave fue alcanzada por otra descarga y se precipitó sobre la superficie del planeta.

II

Ruy perdió el conocimiento al estrellarse contra la copa de los árboles.

Cuando lo recobró, se encontraba sobre un colchón de aire en una pequeña habitación sencillamente amueblada pero con muy buen gusto.

Abrió los ojos muy lentamente y, con la misma lentitud, giró la cabeza hasta encontrarse con la mirada de una joven mujer. La examinó muy detenidamente sin que ella abriera siquiera la boca. Era trigueña, de facciones finas y delicadas, menuda, su pelo de color castaño caía libremente sobre sus hombros.

- Veo que ya ha despertado - se escuchó una voz proveniente de la puerta de la habitación. Ruy se llevó automáticamente la mano a la cintura buscando, en acción refleja, su pistola de rayos lasser. El hombre que acababa de entrar era de elevada estatura, fornido, facciones finas muy parecidas a las de la joven y pelo entrecano; se acercó a Ruy y sonriendo le dijo:

- No se altere comandante, su arma está en buenas manos.

- ¿Conque ustedes son los prófugos? - contestó débilmente Coss.

- Si usted quiere llamarnos así esta bien, yo diría que tan sólo somos colonos - replicó no sin cierta ironía el recién llegado y continuó:

- Me llamo Víctor Rey y esta es mi hija Celia - señaló a la joven. Esta sonrió e inclinó suavemente la cabeza.

- Tanto gusto. Lástima que nos conozcamos en circunstancias tan desagradables - dijo Ruy tratando de sonreír. Un agudo dolor en la cabeza le hizo hacer una mueca de dolor.

- Aún no está bien comandante. Descanse un poco más, ya mañana hablaremos - la voz de Víctor Rey se fue perdiendo en el cerebro de Ruy Coss mientras se quedaba profundamente dormido.

Al día siguiente despertó sintiéndose muy mejorado. Ahora no había nadie en la habitación. pero en una mesita junto al colchón de aire se encontraba un desayuno bien surtido. No lo pensó dos veces para dedicarse febrilmente a los placeres gastronómicos.

- Veo que le gustó el desayuno - dijo Celia con una voz suave y melodiosa al entrar al cuarto.

- ¡Vaya, tiene lengua! - respondió Ruy tratando de hacerse el simpático.

- Mi padre lo espera en la terraza - advirtió Celia. Y sin decir nada más tomó la bandeja y salió de la habitación.

Vaya con la niña, pensó Ruy, y se incorporó para dirigirse a la terraza. Al llegar a ella notó que se encontraba en una casa construida sobre un árbol desde el cual podían observarse gran cantidad de campos cultivados y varias casas más entre las copas de los árboles. El paisaje era realmente hermoso.

- Hermosa vista, ¿verdad? - dijo Víctor Rey que se encontraba en una cómoda, aunque anticuada, mecedora.

- Impone - contestó lacónicamente Coss.

- Tome asiento comandante. Quiero hablar detenidamente con usted sobre varios asuntos - agregó Víctor Rey señalando otra mecedora.

Ruy tomó asiento y Víctor Real continuó:

- Para usted no somos sino vulgares delincuentes, ¿verdad? - preguntó. Y sin dejar contestar a Coss siguió - pero ... ¿Qué diría si yo le dijese que representamos la salvación de la humanidad?

- Que están completamente locos - respondió Ruy visiblemente molesto.

- ¿Qué sabe usted del Informe Zertok?

- No tengo ni la menor idea de lo que me está hablando.

- Le contaré - Víctor Rey se reclinó en su mecedora, junto las manos por la punta de los dedos como si se dispusiera a contar una historia de brujas a sus nietos y comenzó: Aproximadamente hace unos cincuenta años un científico llamado Rodolfo Zertok llegó a la conclusión de que el hombre había llegado a depender demasiado de las máquinas. Sus temores lo llevaron a realizar un estudio extenuante del tema llegando a la conclusión, bastante trágica por cierto, que de seguir así la humanidad desaparecería en el término de dos siglos.

- ¿En qué fundaba su opinión?

- Sencillamente decía lo siguiente: El hombre es un ser vivo y está hecho para desarrollarse conforme a ciertas leyes naturales. Por lo tanto, si se nulifican las actividades vitales del hombre al grado de convertirlo en parte de una maquinaria, llegará el día en que su organismo, afectado por ciertos cambios genéticos observados por Zertok, se atrofie; sobreviniendo una epidemia que él bautizó con el nombre de tecnicitis.

- ¿En qué se supone consistiría dicha epidemia?

- En un agotamiento paulatino, sin causa ae, que se iría agravando de generación en generación debido a las mutaciones genéticas de que le hablé antes.

- ¡Pero si se trata de la parálisis motriz! Exclamó sorprendido Ruy.

- Eso quiere decir que se conocen ya ciertos casos.

- Precisamente yo estuve al mando de una escuadrilla enviada a poner en cuarentena una zona de Europa en tanto no se descubriera el virus que la causa.

- ¿Lo encontraron?

- ¡No! Aún se haya la zona en observación.

- Ni lo encontrarán. No la produce ningún virus sino la hipercivilización.

- ¿Por qué no avisan al Supremo Gobierno de esto?

Víctor Rey sonrió sarcásticamente.

- Zertok, una vez concluidos sus estudios, los presentó ante el Supremo Gobierno. Evidentemente, al ser consultados los computadores, éstos no pudieron asimilar los datos que los perjudicaran y su respuesta fue negativa.

Zertok, entonces, comenzó a difundir sus estudios entre nosotros sus discípulos. El Estado se enteró y mandó a detenernos a todos. Anduvimos escondiéndonos y aleccionando seguidores, y a la menor oportunidad escapamos de la Tierra. El maestro fue capturado y desintegrado. Los otros grupos y los que se nos han ido uniendo conseguimos llegar a diversos planetas de condiciones parecidas a las de la Tierra y lo más lejanos posible entre sí, con el único objeto de preservar la raza humana. Muchos han sido destruidos, pero nuestros agentes de la Tierra cada vez forman grupos más numerosos que son enviados a lejanos mundos para un buen día poder unirnos y destruir el nefando imperio de las máquinas.

- Me resisto a creerlo - dijo Ruy asustado y sorprendido.

- Sabía que así se iba a sentir comandante y por eso le recomiendo que lea esto. Tomó un pequeño librito de la mesa que tenía a un lado y se lo dio a Coss.

- ¿Qué es?

- Un ejemplar de los estudios de Rodolfo Zertok.

- ¿Por qué utilizan un método tan antiguo como son los libros y no el práctico y moderno hipno - film?

- Porque nuestra cruzada es contra aquellas máquinas que sustituyen y dominan al hombre, mi estimado comandante Coss. El hipno - film es una de esas, ya que infunde conocimientos sin tomar en cuenta gustos ni inclinaciones, convirtiendo al hombre en un robot sin voluntad. La imprenta, por el contrario, lo ayuda realmente a sentirse libre, a dar rienda suelta a su propia imaginación y capacidades, y a desarrollar al máximo su capacidad creativa.

- Ahora comandante tengo que dejarlo, lo veré más tarde.

Ruy quedó aturdido por aquel alud de ideas y conocimientos a los que no estaba acostumbrado. Abrió aquel anticuado libro y comenzó a leer en la primera página.

Cuando terminó de leerlo ya había anochecido. Aquel planeta contaba con tres satélites, los cuales brillaban intensamente en esos momentos proyectando su luz sobre el verde de los árboles y de las plantas. Volvió a dejar el librito sobre la mesa y reclinando la cabeza sobre el respaldo de la mecedora se dejó llevar por aquella sensación de tranquilidad espiritual que el ambiente le producía.

No supo cuánto tiempo pasó en ese estado, volvió en sí cuando escuchó la voz de Víctor Rey:

- ¿Qué le ha parecido el librito?

Víctor tomó asiento frente a él.

- Pues ... francamente no sé qué decirle - respondió Ruy un tanto turbado.

- ¡Vaya, vaya! Pues vamos mejorando - exclamó sonriente Víctor.

- ¿Mejorando?

- ¡Seguro! Antes, en un principio, nos consideraba unos mentirosos delincuentes y ahora ya duda sobre quién es el mentiroso.

Continuaron charlando sobre cuestiones intrascendentes hasta bien entrada la noche.

Durante los días que siguieron fue ocurriendo una paulatina transformación en el ánimo de Ruy Coss. Cada vez se sentía más seguro y tranquilo en aquel ambiente y sobre todo ¡se había enamorado de Celia Rey! Aquel cuerpecito frágil y delicado, aquel rostro dulce y fino, aquel par de ojos negros lo habían obsesionado. Casi ni cruzaban palabra y Ruy no encontraba la manera de hablar con ella.

Una noche, después de cenar, Ruy paseaba por uno de los bellos jardines de la colonia. No era un prisionero ya que no tenía ningún medio para poder escapar. La luz de las lunas creaba un ambiente nostálgico y melancólico, y entre los árboles descubrió la figura de Celia que cavilaba, sentada, sobre una gran raíz.

- ¿En qué piensa? - pregunto Ruy acercándose lentamente.

Celia se sobresaltó.

- ¡Me asustó! - dijo como molestándose. Después sonrió y agregó:

- No esperaba que fuera usted.

- ¿Entonces ... esperaba a alguien?

- No, a nadie en particular.

- ¿Y en quién pensaba entonces?

- Usted pregunta mucho, ¿no cree?

- Disculpe, no quería molestarla.

- No, si no me ha molestado; fue simplemente un decir - Celia volvió a sonreír coquetamente. Luego se puso de pie y comenzó a caminar entre los árboles, Ruy la seguía a prudente distancia.

Durante un buen rato ninguno de los dos habló. Fue Celia la que se atrevió a romper el silencio:

- ¿Tenía novia en la Tierra?

Ruy, sorprendido por la pregunta, no supo qué contestar.

- No se haga comandante. Se me haría muy difícil pensar que un tipo como tú ... perdón, usted, no la tuviera.

- Pues no, no la tengo.

- ¿De verdad?

- ¿Se le hace tan difícil?

- Pues francamente sí.

- Siempre he estado dedicado a mi profesión y salvo alguna aventurilla intrascendente no ha existido nada real. Bueno ... no había existido.

Ruy se ruborizó.

Celia lo notó y dijo:

- ¿Qué quiere decir comandante?

- Ruy, llámeme Ruy - aclaró éste.

- Bien ... Ruy, ¿qué significa eso de que habla?

- No me haga caso.

- ¿No me "haga"?

Ruy rió.

- No me ... hagas caso.

Volvieron a callar y continuaron caminando. De pronto, Ruy la tomó bruscamente de un brazo, la atrajo hacia él y mirándola fijamente a los ojos le dijo:

- Para qué andarse con rodeos. Lo que sea que suene. ¡Celia, te quiero!

Celia se quedó como atarantada y lentamente balbuceó:

- ¡Te adoro!

Los labios se unieron. No había más que decir. Las lunas brillaban intensamente pero un ligero vientecillo jaló unas desvalagadas nubes para que crearan una suave penumbra en el bosque.

En el Saeta 15 todo era actividad guerrera.

- Capitán Mendiolea, todo está listo para atacar.

- Muy bien teniente Santander. Seguiremos con el plan concebido, ¡dé la orden!

- A la orden señor - Santander abrió la intercomunicación y habló:

- ¡A toda la tripulación! ¡Listos para atacar! ¡Adelante!

La nave, que se encontraba en órbita suspendida, se sacudió; los motores rugieron y se lanzó en picada contra la colonia.

- ¡Comandante Coss, comandante Coss! - Víctor Rey entró gritando agitadamente a su casa. Ruy y Celia conversaban animadamente en la terraza.

- ¿Qué pasa Víctor? - respondió Coss levantándose de su mecedora.

- ¡Su nave nos ataca, comandante!

- ¿Cómo?

- ¡Sí, nos están dando un ultimátum por radio!

- Vamos inmediatamente.

Los dos hombres seguidos por Celia, llegaron hasta el puesto de comunicación.

- Si tuvieran telecomunicación podrían verme - protestó Ruy.

- ¡Atención ermitaños! - la voz de Mendiolea surgió clara y precisa - ¡Tienen dos horas para rendirse, de lo contrario los destruiremos vengando al comandante Coss!

Ruy tomó el micrófono y gritó:

- ¡Escúcheme Mendiolea, habla el comandante Coss, le ordeno retirarse y regresar a la Tierra! ¿Me entiende?

Mendiolea no respondió inmediatamente. En su interior surgió la disputa entre su amistad con el comandante Ruy Coss, el más brillante oficial del Cuerpo de Seguridad Espacial, y su lealtad para con el Supremo Comando Espacial y el Supremo Gobierno.

- ¡Le ordeno retirarse! - insistió Coss.

- Imposible comandante - la voz del capitán salió de la radio, el robot había triunfado sobre el ser humano.

- Las órdenes son destruirlos pase lo que pase y no voy a desobedecer las órdenes por salvar a un traidor a la civilización.

- ¡Capitán, es una orden!

- Dos horas comandante.

La radio calló.

- ¡Capitán Mendiolea! ¡Capitán Mendiolea, responda!

- Ya no insistas Ruy, han cortado la comunicación - señaló Víctor.

- ¡Huyamos papá! - gritó Celia asustada.

En toda la colonia surgió una gran agitación. Todos estaban asustados. Sabían que los rayos de energía condensada no podrían hacer ni cosquillas a la poderosa nave cubierta con coraza anti - todo, y que en cambio los dardos atómicos del Saeta 15 los pulverizarían.

- ¡Vamos! - dijo Víctor señalando la puerta.

- ¿Dónde? - preguntó Ruy. En su interior, como Mendiolea, luchaban su amor por Celia y la lealtad al Supremo Gobierno.

Luego de reflexionar unos instantes dijo:

- Bien. ¡Vamos!

Víctor Rey sonrió.

El grupo atravesó corriendo la colonia hasta llegar a un macizo de matorrales que servían de camuflaje a una nave.

- Pero en esto no podremos huir todos - señaló Ruy.

- Todos no. Sólo los jóvenes y niños irán - respondió con decisión Víctor.

- ¿Y ustedes? - interrogó Celia preocupada.

- Cubriremos su retirada. Espero que sabrán ser dignos de nuestro sacrificio - afirmó categórico Rey.

- Pero ... - intentó protestar Coss.

- Es norma entre los ermitaños cuando son descubiertos, poner a salvo a los jóvenes para que continúen su misión, aún a costa de su propia vida. ¡Compréndalo comandante! Todo lo dejo en sus manos. ¡Buena suerte!

- ¡Papá! - gimió Celia.

Víctor Rey enjugo una lágrima y sin decir más regresó corriendo a la colonia.

Ruy abrazó a Celia que lloraba y le dijo:

- Valor. Un mundo que inspiró lo nuestro no puede ser malo, debemos defenderlo. El mundo de los ermitaños debe subsistir.

Los dos subieron a la nave seguidos de cinco jóvenes parejas y una docena de pequeños. Ruy tomó los controles.

Las dos horas se habían cumplido. Los primeros dardos atómicos cayeron sobre el planeta.

Ruy, aprovechándose de la situación, elevó la nave y se alejó lo más rápidamente posible del planeta. Atrás solo quedaba un mundo en llamas.

Meses después, en la Tierra, se celebraba solemne ceremonia en la que se ascendía y condecoraba a Rodolfo Mendiolea por importantes servicios al Supremo Gobierno y se degradaba, en ausencia, al comandante Ruy Coss por traicionar y renegar de la gloriosa civilización terrícola.

Y allá, en algún lugar del universo, una nueva colonia de ermitaños iniciaba su desarrollo.

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Las figuras

La estrafalaria figura se proyectó al abrir la puerta y se manifestó al encender la luz.

Alto, delgado, pantalón vaquero, suéter negro de cuello alto, raídos zapatos tenis, barba enmarañada, largo y descuidado cabello, anteojos oscuros.

El cuarto estaba totalmente vacío. Se acercó a una de las desnudas paredes, de una de las bolsas del pantalón sacó algo parecido a una linterna sorda, lo encendió y dirigió el haz de luz amarillenta hacia la pared. Esta zumbó, traqueteó, vibró y por último fue levantándose como una persiana. Apareció entonces un curioso aparato con una pantalla en el centro que seguramente se trataba de un equipo de comunicación.

La figura se inclinó y jaló del suelo un pequeño banco. Se sentó frente al aparato y empezó a manipular toda una serie de botones y palancas. Por fin, esbozando una amplia sonrisa de triunfo, tomó con la mano derecha lo que debería ser el micrófono y miró fijamente la pantalla. Esta, cuyo color natural era un gris oscuro fue iluminándose apareciendo una estela de mil colores, luego la imagen fue aclarándose hasta definirse completamente.

La pantalla mostró entonces imágenes de galaxias desconocidas, de mundos ignorados. Fueron desfilando valles rosados, montañas rojas, desiertos negros y por último una ciudad. Una ciudad de retorcida arquitectura, de máquinas voladoras y hombres altos, delgados, melenudos. Luego un rostro apareció y la figura exclamó alborozada:

- ¡Kan - Too!

El rostro de la pantalla pareció no darse por enterado, pero después se iluminó y mirando fijamente a la figura gritó:

- ¡Kot Saa!

Luego de intercambiar ambas figuras exclamaciones de alegría y salutación, Kan - Too dijo:

- Los dábamos por perdidos luego de tanto tiempo sin noticias suyas. ¿Qué pasó?

- El aparato comunicador sufrió un desperfecto y hemos tardado, dado el atraso tecnológico de este planeta, en arreglarlo. Tengo grandes informes y te los daré rápidamente, ya que no sé si vuelva a descomponerse el aparato.

- Habla Kot - Saa, te escucho. Todo lo que me digas será comunicado inmediatamente al alto Tribuno.

- Pues bien, como sabes hace veinte ciclos que salimos de nuestro amado planeta con el fin de explorar uno nuevo que en el sistema 35, galaxia 486, acababan de descubrir nuestros astrónomos con grandes posibilidades para nuestro desarrollo.

Partimos en un día soleado cuando los karkies volaban sobre los campos anaranjados y las patiskas lanzaban al cálido viento sus gorjeos. El viaje se llevó a cabo sin ninguna dificultad llegando a este mundo cinco ciclos después. Nada de lo que en él había nos asombró ya que antes de descender lo habíamos estudiado cuidadosamente.

Se trata de un pueblo primitivo en extremo. Basa su progreso únicamente en el avance material y nadie se preocupa por su propia esencia salvo unos cuantos que llaman artistas y que cuando lo son efectivamente en su función creadora, son despreciados por las mayorías.

Las guerras entre ellos son cosa corriente y en la forma más bárbara se destruyen entre sí por cualquier motivo por insignificante que sea.

Permiten que sólo uno de ellos gobierne y por ello los puestos públicos son sumamente estimados, surgiendo así sistemas que pretendiendo beneficios colectivos sólo sirven para que unos cuantos vivan bien a costa de los demás. Tenemos en estos momentos dos sistemas que buscan dominar la situación: uno de ellos, al que llaman capitalismo, basa su idea en el libre desarrollo de la individualidad permitiendo al hombre que llegue hasta donde sus capacidades se lo permitan. En principio la idea es excelente sólo que ha sido terriblemente deformada ya que ahora no se trata de las manifestaciones de la capacidad en sentido positivo sino en sentido negativo, así, el que es más hábil para esquilmar a sus prójimos, engañándolos y aprovechándose de ellos, es el que ocupa los más altos puestos y se les llama a estas gentes magnates.

Luego, cuando un grupo de estos entes se reúnen y controlan algún elemento vital para la organización, se forma lo que se llama un monopolio que pide lo que se le antoja por sus productos, llegando al extremo de destruir grandes cantidades de elementos que podrían aliviar la situación penosa de sus congéneres con el único propósito de mantener su alto precio.

Pero si este sistema es vicioso y detestable, el otro que existe lo supera en vileza. Lo llaman descaradamente socialismo y sus fines en puridad consisten en la igualdad entre la humanidad para que a nadie le haga falta lo necesario. En principio este sistema es harto saludable y surgió con el fin, teórico, de combatir los vicios en los que el otro había caído sólo que adquirió vicios peores, pues si bien en el capitalismo existen los llamados monopolios que luchan por agrandar su campo de acción, en el socialismo se ha formado un solo y único monopolio: el del Estado.

El Estado, dicen los predicadores del sistema, forma la dictadura del proletariado o algo así, pues a veces no comprendo bien sus conceptos, y como el proletariado son todos, el Estado es el representante exclusivo de todos. Claro que esto lo dicen quienes están dentro de la maquinaria estatal.

Dentro de este sistema el individuo es degradado a la categoría de tuerca o tornillo, y cualquier manifestación individual que se oponga o critique al sistema es inmediatamente suprimida. El individuo es aniquilado en aras de una supuesta colectividad que el Estado controla y estanca a su muy particular gana.

A grandes rasgos ésta es su organización socio - política.

Cuando llegamos, encontramos cierto descontento entre esas personas que aunque ellos desprecian son las que marcan caminos a seguir: los creadores.

Esto lógicamente resultaría contraproducente para nuestros planes de control, y como en un principio no podíamos dejarnos ver dada nuestra apariencia, aunque seamos casi idénticos, optamos por llevar un plan a largo plazo. Creamos algunos androides y los distribuimos entre ellos. Estos androides tienen la misión de oponerse sistemáticamente a cualquier concepto de renovación aduciendo que todo lo que está hecho, está bien hecho.

Como ya te he contado, las mayorías rehusan pensar y recapacitar en su esencia, por lo que idolatran al que les dé por su lado, así que nos fue facilísimo ir colocando a los androides en sitios claves para nuestros fines: iglesias, sindicatos, universidades. Y ellos se han ido encargando de acallar las voces de protesta.

Luego consideramos que era la hora de actuar personalmente y nos mezclamos entre ellos aduciendo una supuesta personalidad revolucionaria, poniendo como símbolo nuestro aspecto. Nuestro pelo, como sabes, es parte vital de nuestro organismo y no podemos cortarlo, cosa que a ellos no les ocurre. Entonces dijimos que teníamos el pelo largo como protesta ante las viejas y decadentes instituciones y nos dedicamos a predicar en contra de ellas buscando su destrucción, teniendo mucho cuidado, además, de no construir o pretender construir nada. Nuestra prédica se fue hacia lo más execrablemente negativo y hablamos de lo saludable que es drogarse, de las bondades del amor libre, de lo sublime de la pereza, etc., etc., etc.

Gran cantidad de jóvenes nos siguieron, despreciando a sus mayores, pues has de saber que existe una terrible división entre jóvenes y adultos. Así, los androides por un lado y nosotros por otro, hemos ido acentuando esa división llevando a la humanidad al mismo punto, aunque por distintos caminos: la inacción.

Estamos convenciendo a unos de que todo está mal y que no vale la pena luchar por nada y a otros de que todo esta bien y no tiene por qué cambiar. A este paso, en pocos ciclos más ya no tendrán espíritu ni fuerza moral suficiente para luchar cuando nuestros androides tomen el gobierno y nosotros formemos la eterna oposición que nunca alcanza nada porque nunca busca nada.

- ¡Maravilloso! - exclamó Kan - Too.

- Sí, realmente lo es, en poco tiempo un nuevo mundo trabajará para aumentar la grandeza del Supremo Tribuno. Ahora me voy, el indicador de energía señala un nivel muy bajo y no quiero que se agote del todo. Volveré a comunicarme en cinco ciclos. ¡Hasta la vista Kan - Too, buenaventura para todos y larga vida al Gran Tribuno!

- ¡Hasta siempre Kot - Saa y mucha suerte!

La imagen de la pantalla fue diluyéndose hasta perderse del todo. La figura del cuarto se puso de pie, guardó el banco, volvió a sacar el aparato como linterna sorda, lo encendió, proyectó su luz sobre el aparato de la pared y tras zumbar y rezumbar, la pared bajó dejando nuevamente la estancia desnuda.

La figura fue a la puerta, la abrió, apagó la luz y salió del cuarto cerrando suavemente la puerta tras de sí.

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Quizás un día

Caminas por una amplia avenida. Una avenida llena de bullicio y alegría. Gran cantidad de personas se dirigen a su trabajo. Tú los ves de reojo como el perro callejero ve a los que pasan a su lado esperando el puntapié.

Tímidamente miras tu imagen reflejada en los cristales de un escaparate. El viejo overol roído, los zapatones ya casi sin suela y tu antidiluviana lonchera en la mano derecha; te distraes y tropiezas accidentalmente con una pareja, él te toma por las ropas, te mira, con un desprecio profundo y te escupe en la cara; sientes el salivazo en la mejilla y bajas servilmente la cabeza. Se alejan. Sacas un pañuelo desteñido y te limpias la cara. Escuchas a lo lejos el ronco zumbido del silbato de la fábrica en que trabajas y apresuras el paso. Llegas corriendo, el capataz te mira despectivamente. Tomas tu tarjeta y checas apenas con tiempo. A toda prisa entras al local, tropiezas con el pie de alguien, te levantas apresurado, te inclinas a recoger tu lonchera que ha quedado tirada y sientes un golpe en el trasero, sonríes imbécilmente y te alejas escuchando a tus espaldas la brutal carcajada del capataz. Dentro hay muchos como tú. Los demás miran con sorna y se retiran de ustedes como si estuvieran apestados.

Trabajas calladamente, silencioso, temeroso del ambiente y de la atmósfera que respiras. Nuevamente escuchas el ronco silbato. Te refugias en un rincón en el que cae, luminoso y dorado, un rayo tenue del sol. Abres lentamente tu vieja lonchera y sacas el exiguo almuerzo. Te lo llevas a la boca sistemáticamente, casi ritualmente y lo masticas y deglutes suavemente, casi con cariño. Tus compañeros se han apartado también y comen, como tú, en silencio. Los otros hablan a gritos, ríen desaforadamente y alguno, de vez en cuando, los voltea a ver y hace una seña obscena.

Cuando terminas vuelves al trabajo en la misma forma de antes, humilde, conforme, sin dignidad ninguna.

Vuelves, por tercera vez, a escuchar el ronco silbato señalando ahora el momento de terminar las labores.

Pasas nuevamente ante aquel capataz grotesco. Le sonríes amablemente. Te responde con una mueca de asco. Checas y sales a la calle.

Recorres el mismo camino de todos los días. Ves los mismos escaparates, las mismas cosas, los mismos lugares. Casi a las mismas personas. Te detienes ante un expendio de periódicos y repasas detenidamente los encabezados, generalmente amarillistas, de los diarios de la tarde. Todos hablan de lo mismo: la guerra en donde está tu hijo, las decisiones del Poder Negro, etc. Sonríes amargamente y subes a tu autobús. En él un grupo de muchachos empiezan a molestarte. Te insultan, te escupen, te golpean y te arrojan de un lado al otro del vehículo ante la complacencia de los demás pasajeros.

Es tu parada. Bajas limpiándote la cara y las manos, escuchando aún las risas y cuchufletas. Ante ti está tu barrio: una paupérrima masa de construcciones desvencijadas, calles lodosas, perros sarnosos, niños desnudos, rostros secos y acabados, manos callosas, pies ampollados. Cierras los ojos. Los abres y te internas en tu mundo. A lo lejos aún resuena el eco de los gritos de los muchachos: ¡blanco apestoso!

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Cuando no se piensa

El señor Pantoja leía tranquilamente el diario cuando sonó el timbre. Fue a la puerta y el servo - cartero le entregó una carta con un reluciente sello oficial en una de sus esquinas.

- ¡Por fin! - exclamó levantando los brazos al cielo.

Fue al pequeño gabinete que estaba bajo la escalera, Sacó su abrigo y su sombrero, pues llovía fuerte, y calándoselo hasta las orejas, salió a la calle.

Tenía tiempo de sobra, pues su mujer y los niños estaban de vacaciones pasando un fin de semana en Australia.

Mientras se dirigía a tomar un tirante volador recordaba el diario que leía cuando el servo - cartero había llamado a su puerta ...

No sufra, tome cocaína Salvador la mejor que existe en el mercado. Su super tienda la tiene: ¡llévesela!

Estaba tan acostumbrado a leer cosas peores que aquella, no tenía la menor importancia.

Tomó un tirante volador y descendió poco antes de llegar al Palacio de Gobierno. Le gustaba caminar, tenía esa costumbre añeja y desagradable. Tres veces lo habían arrestado por encontrarlo caminando en la noche.

Lentamente camino por el Jardín Central. Arriba zumbaban los veloces mini - jets en una borrachera de velocidad. Un aéreo anuncio brillaba en el cielo gris:

Tome Beodo V, la bebida de los buenos briagadales.

Encuétese a gusto, péguele a su mujer y olvídese de la cruda.

El señor Pantoja sonrió amargamente. Fue a un banco y se sentó con la mirada perdida en el nebuloso día. Un joven de mirada idiota pasó frente a él escuchando los acordes de una canción de moda:

Y te querré cuando digas ¡guau!,

Te abrazaré cuando empieces a ladrar,

¡Guau! ... ¡guau! ... ¡guau!

Tras ... tras ... tras ... ¡guauuuuu! ...

Cuando el joven se alejaba, pudo escuchar la monótona voz del locutor diciendo:

Anticonceptivos Sexy. ¡Los mejores del planeta! Ahora, las jóvenes pueden gozar del sexo desde los doce años sin ningún peligro. Anticonceptivos Sexy úselos y goce.

El señor Pantoja estrujó nerviosamente el sobre entre sus manos, se puso de pie y se dirigió resuelto al Palacio de Gobierno. Dos niños de unos trece años con la mirada vidriosa y una mueca imbécil que quería ser sonrisa pasaron junto a él fumando marihuana.

El señor Pantoja apresuró el paso. Algunas parejas copulaban impúdicamente en los prados.

Llegó a la puerta del Palacio, sacó la carta de la bolsa y la enseñó al portero electrónico. Una luz verde se encendió, luego una roja y después un reflector azul bañó todo su cuerpo. Se escuchó un chasquido, la puerta se abrió, dos tenazas mecánicas lo sujetaron por los brazos y lo condujeron, deslizándolo, por unos largos pasillos como tubos metálicos. Mientras se dejaba llevar recordaba cuántas veces había esperado este momento desde diez años atrás cuando solicitó audiencia con el Presidente.

No era un moralista, era sólo un hombre que pensaba que fuera cual fuera el sistema por el cual se rigiera el hombre, debería seguir un orden, ciertos principios básicos para la supervivencia y la superación. Principios que podrían variar con el tiempo pero que nunca debían ir contra la naturaleza humana.

Siguió deslizándose por amplios corredores o, más bien, lo siguieron deslizando hasta llegar frente a una enorme pared que, a un sonido metálico proveniente de las tenazas que lo sujetaban, partióse en dos mostrando un espacioso y cómodo despacho.

- Pase, pase amigo Pantoja, ¿en qué puedo servirle?

En el centro de la oficina, tras un bien acabado escritorio de caoba y sobre un sillón de aire, un hombre calvo, espesas cejas y mirada tierna y complaciente: El Presidente de la República.

El señor Pantoja se acercó tímidamente al escritorio saludando con un leve movimiento de cabeza.

El Presidente oprimió un pequeño botón y dijo:

- Siéntese, haga e favor.

El señor Pantoja palpó la fuerte corriente que formaba el sillón de aire y tomó asiento.

- Sé quien es y lo que desea - continuó el Presidente una vez que tuvo a Pantoja sentado y frente a él.

El no respondió.

El Presidente siguió:

- Usted viene a protestar por el estado de cosas, por la supuesta nociva influencia de la publicidad. Por la también supuesta complicidad del gobierno en cierta descomposición social que algunos trasnochados como usted creen ver ...

- Señor Presidente - interrumpió el señor Pantoja - no es algo que creo ver, es algo que existe, que está allá afuera. Salga y a los pocos metros podrá usted darse cuenta. Yo mismo, en mi casa, tengo dos pruebas irrefutables: uno de mis hijos padece delirium tremens desde los quince años y una de mis hijas a los diecisiete años jamás podrá ser madre por el excesivo uso de anticonceptivos. Salga, salga verlo.

EL señor Pantoja era presa de terrible excitación.

- ¡Calma, calma amigo Pantoja, no se ponga así! - interrumpió el Presidente buscando calmarlo.

- Pero es que ...

- Mire, le voy a tratar de explicar lo que usted llama degeneración, escuche - el mandatario se arrellanó en su sillón de aire y empezó a narrar:

- Hace algunos años el hombre aún consideraba prohibidas las cosas que usted critica por la sencilla razón de que tenía que dedicar sus energías a otras que entonces consideraba más importantes. Pero luego esas cosas se convirtieron en juego de niños. Los mini - jets, las naves del espacio, los alimentos concentrados, etc. Había de todo para todos y con un mínimo de esfuerzo. La industria entonces se debilitó. Actividades básicas como la publicidad sufrieron cuarteaduras. En fin, todo el sistema se vió amenazado en su seguridad.

Se pensó mucho, no crea usted, en cuál sería la solución más adecuada y se llegó a la sabia conclusión de industrializar y lanzar al mercado productos considerados prohibidos como drogas y anticonceptivos, que permitían al ser humano desahogarse libremente y ser feliz ahora que había obtenido las cosas por las que antes luchaba.

- Pero eso daña al ser humano en su naturaleza, le impide razonar con serenidad, le atrofia el cerebro y le obstaculiza la marcha a su perfeccionamiento - protestó el señor Pantoja.

- ¿Para qué quiere pensar? ¿Para qué desea perfeccionar nada si es feliz? ¡Lo tiene todo!

- Señor Presidente, ¿qué no se da cuenta que eso llevará a la humanidad a su destrucción? ¿No ha notado la baja en el índice de población? En quince años ha descendido en un ... ¡sesenta por ciento!

- Antes las gentes como usted se quejaban de que éramos demasiados, aún lo somos, y ahora salen con esto.

- ¿Es que no piensa usted señor Presidente?

Mientras hablaba, en el rostro del Presidente fue haciéndose cada vez más notable un tic en el labio superior que vibraba cada vez con mayor intensidad. Ahora gruesas gotas de sudor resbalaban por su cabeza calva y reluciente como piedra de río.

- Discúlpeme un momento - dijo sin poder contenerse. Temblaba y se encontraba en un agudo estado de ansiedad.

Abrió un cajón del lado derecho de su escritorio de caoba, extrajo una jeringa hipodérmica, una pequeña caja de donde tomó una cápsula de cristal - que el visitante inmediatamente reconoció - y ante la incrédula mirada del señor Pantoja, procedió a inyectarse.

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¡Hola solitario!

A todos los westerns que en el

tiempo han sido por el profundo

respeto que me han inculcado

por la individualidad.

Había poca gente en el cine en esos momentos, era la primera función y apenas estaban en los cortos. Aparecía en la pantalla el rostro de un gobernante y luego los desastres ocurridos en el país para luego, en el momento climáxtico de la catástrofe, cuando una madre estrangulaba a su hijo para impedir que muriera ahogado en las aguas del desbordado río y cuando yo esperaba un comercial de trajes de baño, volver a proyectar en un luminoso plano - detalle el rostro de aquel heroico gobernante (de algún Estado de la República, creo) pareciéndome vivir en las páginas de 1984 de Orwell.

Comenzó en ese momento a llegar mucha gente a la sala dispuesta a hacer tranquilamente la digestión.

El noticiero seguía y un locutor moqueando de la emoción, describía minuciosamente la labor altamente humanitaria de no sé cuántas dependencias gubernamentales. No resistí más y salí a comprar unas palomitas y un refresco. Cuando regresé aún no terminaba aquella hediondez oficialista aunque ahora veíamos a conocido ministro dedicar un banquete a también conocido visitante extranjero, en un tono que me recordó aquello de:

Mamá soy Paquito, ya no haré travesuras ....

Pero como no hay mal que dure cien años ni mexicano que lo aguante (aunque tengo serias dudas sobre lo último), aquella tortura china concluyó y comenzó la proyección del film central: un Western de no sé cuál de los grandes maestros del género (Ford, Hawks, Walsh, Hataway, etc.).

Un señor gordo con su esposa idem, se sentaron a mi lado ...

- ¡Ya ves, te dije que sí era a colores!

- Sí, pero no en cinemascote.

El film siguió rodando.

La llanura se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista, y hacia el Este se dibujaba una manchita insignificante: ¡Pecos!

Montaba un caballo negro, sonreí al divisar la población, me alisé los bigotes y clave las espuelas en los ijares de la bestia que se lanzó a galope tendido. Durante mi carrera aparecieron a mi lado, arriba, abajo, sobre mis narices la interminable lista de actores y técnicos que habían intervenido en la filmación. Y por último, como brotándome por las nalgas: el nombre del creador.

Disminuí la marcha al llegar al pueblo a donde entré por su única calle a paso lento. Varios vaqueros ociosos me miraron con desconfianza, fui hasta un edificio que lucía un enorme letrero: SALOON

Desmonté parsimoniosamente ante la aburrida mirada de un anciano que, sentado en una mecedora, tallaba con una navaja un pedazo de madera. Até mi caballo y subí las escaleras haciendo resonar fuertemente las espuelas.

- ¡Mira viejo, es Chon Juayne! - comentó la señora del señor idem.

Este respondió con un soplido, rugido o una combinación de ambos que en un alarde de comprensión humana interpreté como signo de aprobación.

Empuje bruscamente la puerta del hotel y ya adentro fui hasta un mostrador donde un señor sonriente me preguntó:

- ¿Desea una habitación?

- ¿Qué, no es este el hotel? - pregunté yo a mi vez sin responder la pregunta.

- Efectivamente, señor.

- Entonces no entré a comprar cerdos, ¿verdad? - agregué groceramente.

El hombre del mostrador volvió a sonreír servilmente y me ofreció una pluma y un libro. Yo tomé la pluma y firmé. El hombre sonrió por enésima vez sólo que al leer mi nombre me miró asombrado y tragó un grueso buche de saliva.

- El número siete señor - me dijo ofreciéndome la llave.

Se la arrebaté, dejé dos monedas en el mostrador y sin decir nada me subí a mi cuarto.

Consistía tan sólo en una habitación de cuatro por tres metros con una cama de latón dorado, un enorme ropero negro y un aguamanil de porcelana; las cortinas y la colcha de la cama eran blancas en contraste con el rojo oscuro de las paredes. Para mi era más que suficiente.

Por su parte, el hombre del mostrador no bien hube subido las escaleras hacia mi cuarto, salió corriendo comentando la noticia: Lone Kid se encontraba nuevamente en el pueblo.

El viejo que tallaba la madera en su mecedora fue el único que no se inmutó y narró la historia, mi historia, a un grupo de niño que se le acercaron ...

Veinticinco años atrás yo vivía en aquel pueblo y trabajaba en la herrería de mi padre. Me llamaba igual que él: Tadeo Carter, y estaba enamorado de Sue Souton hija de Patrick Souton, el hacendado, a quien el pueblo llamaba Pat acero por su trato rudo rayando en lo bestial.

El viejo Souton no aprobaba nuestras relaciones y ya me había advertido en varias ocasiones que me mataría si llegaba a vernos juntos; sin embargo nos veíamos a escondidas en el establo de Jim Heaton, en las orillas del pueblo, todos los sábados. Uno de esos días el viejo nos sorprendió cuando paseábamos juntos, golpeó a Sue y trató de hacer lo mismo conmigo sólo que yo fui más rápido y en un acceso de furia le dí muerte con una navaja.

Huí del pueblo pues sabía que me colgarían si llegaban a atraparme. Anduve escondiéndome en cuevas, robando gallinas de las granjas para poder subsistir. Fui vaquero en Texas y aprendí a usar la pistola, tenía que aprender a sobrevivir en aquel medio. Me había vuelto desalmado y taciturno, casi no hablaba con nadie, mi único lenguaje era el ruido de mis armas, por lo que alguien, en algún pueblo silencioso y polvoriento de Sonora, me puso el sobrenombre con el que me hice temido y odiado: Lone Kid.

Primero trabajaba como guardaespaldas de hacendados y jugadores, luego por mi cuenta como matón a sueldo. Estaba al mejor postor y a mi pistola la llamaban la virulenta, por tantas marcas que tenía.

Ahora estaba de regreso y no en viaje de trabajo. Veinticinco años son muchos años. Me había enterado de la muerte de mi madre y de que Sue se había casado al año de mi partida y de que su hijo mayor había sido elegido Sheriff del pueblo. Yo era la imagen de la oveja negra, el descarriado, el malviviente.

Esa era mi historia, una historia vulgar y corriente, la historia negra y sórdida de un asesino.

El viejo que tallaba la madera terminó de contarla y dijo a los niños:

- ¡Ahora todos a casa, no sea que los vea el Kid y se los coma! Dicen que es antropófago y que le gusta en especial la carne tierna de niño.

Como por arte de magia los niños desaparecieron ante la sardónica sonrisa del anciano.

El hombre del hotel regresaba agitado, al llegar a la puerta se volvió al viejo y le preguntó:

- ¿Qué habrá venido a hacer?

- A morir ... a morir ... - respondió sobriamente el viejo.

El viento levantó una nube de polvo seco y áspero en la calle del pueblo. El viejo clavó fuerte la navaja en la madera y arrancó un trozo grande que cayó en la tierra con un sonido bofo casi imperceptible. El hombre del hotel entró.

Después de dormir un par de horas me levanté, lavé y afeité y salí al pueblo. Caminé lentamente ante las curiosas miradas de todos los que se encontraban en la calle a esas horas. Sin hacer caso de los cuchicheos, fui hasta aquél cuartucho grisáceo que se mantenía igual a como yo lo conservaba en mi memoria y lucía aún el mismo cartel: Tadeo Carter - Herrero.

Me detuve en la puerta. Un viejo ante el yunque golpeaba con el martillo un trozo de acero rojo.

- ¡Padre! - murmuré. La garganta, por primera vez en veinticinco años, se hizo un nudo.

El viejo aquél volteó lentamente y al verme soltó el martillo. La mirada era la misma, sólo el pelo cano y el cuerpo un tanto encorvado reducían un poco a aquellos dos metros con cien kilos que yo recordaba.

- ¿A qué regresaste? - preguntó fríamente.

No supe qué contestar.

- ¿A qué? - siguió - si ya tan solo eras un recuerdo.

- Padre yo ... todo fue tan brusco y ...

- Vete.

- Pero ...

- Vete te digo, quiero pensar que sólo fue un sueño tu visita, que los muertos no vuelven de sus tumbas.

Recogió el martillo y dándome la espalda volvió al yunque. Dejé caer los brazos y la cabeza, sentí aquella humedad en las mejillas que no había vuelto a sentir desde que junto con mi hermano, que ahora vivía en California donde era próspero comerciante, robábamos la tarta de ciruela que hacía mamá y ésta nos pegaba en el trasero con la escoba. Di media vuelta y me alejé, a los pocos pasos volví a oír caer el martillo y a un hombre sollozando; intenté volver pero me dije que era sólo el eco de un pasado que ya no podría regresar.

El viento estrelló aquel polvo sediendo en mi rostro cuando atravesaba la calle para ir al Saloon.

Cuando llegué allí pedí una cerveza, todos los hombres se hicieron a un lado. Bebí con toda parsimonia, aquel bar era igual a todas las docenas de bares en los que había estado. Miré fijamente en el enorme espejo frente a la barra. La puerta se abrió y entró el Sheriff, aquel joven alto y espigado que hubiera podido ser mi hijo. Fue hacia mí y con toda calma me preguntó:

- ¿Es usted al que llaman Lone Kid?

- Así me nombran - contesté golpeando la voz al tiempo que me volvía para verme en aquellos ojos grises que eran Sue misma.

La luz del candil, encendido a pesar de ser de día, daba en la chapa del Sheriff acentuando más su viril personalidad.

- Tiene dos horas para dejar el pueblo - dijo gravemente.

- ¿No me diga? - respondí sarcásticamente.

- Ya lo dije.

- Y si no me voy ... ¿qué?

- Se las verá conmigo.

La insolencia del chico me irritó pero no quería salir nuevamente de un pueblo con las manos manchadas, y ahora con la sangre que pudo ser mi sangre, así que solo sonreí al contestar:

- Usted manda Sheriff, ahora veo que nada tengo que hacer aquí.

Dejé una moneda en la barra y salí despidiéndome del oficial con leve inclinación de cabeza.

- Que mentiras - comentó la señora gorda - ¿Crees que alguien pueda vivir pensando por sí mismo?

- Claro que no vieja, para eso está el gobierno.

Y feliz por haber predicado el evangelio, el señor gordo se arrellanó acompasadamente en su butaca.

Me había cansado de cabalgar, así que fui a vender mi caballo por el que me dieron cien dólares y luego a comprar el boleto del ferrocarril que iba hasta St. Louis y que pasaría a las cinco de la tarde.

De regreso al hotel repasé lo acontecido con mi padre y el Sheriff y acabé de convencerme que había sido inútil mi retorno.

Cuando entré al hotel y pedí la llave, el hombre del mostrador sonrió con picardía y dijo:

- Una dama lo espera.

Acicateado por la curiosidad subí a mi cuarto y temeroso de una celada abrí cuatelosamente la puerta ...

Una mujer observaba la calle desde la ventana; al sentirme entrar volteó y me miró fijamente con aquellos inconfundibles ojos grises que hacían juego con su pelo ya canoso.

- Sue - dije con voz entrecortada.

- Tad - musitó ella.

- Hace tanto tiempo Sue.

- Si Tad, tanto tiempo ...

- Tú ... tú estas igual.

- No, Tad, no nos engañemos. Ni tú ni yo estamos igual. Somos dos personas completamente distintas a hace veinticinco años. Mira mi pelo, ya comienza a ponerse blanco, mi vista se debilita, en mi piel se marcan cada vez más las arrugas. Tal vez si hubiéramos envejecido juntos nos miraríamos igual que siempre; pero así ... no es posible Tad, no es posible.

Bajé la vista incapaz de sostenerle la mirada.

- Y tu Tad - continuó con gran seguridad - ¿No te has visto en un espejo? Ya no eres ni por asomo el mismo. Es triste pero así es, en tu rostro sólo veo soledad, rencor y desesperanza ... ¿A qué has vuelto?

- ¿Por qué todos me preguntan lo mismo? Volví porque estoy cansado de matar, de vagar solo por los caminos, porque la sangre que he derramado me ahoga y porque ... porque ... lo único bueno que conocí en mi vida lo conocí aquí: mis padres y tú Sue, tú.

- Te comprendo Tad pero ahora ya es imposible - volvió a la ventana.

- Ni el presente ni el futuro nos pertenecen, sólo el pasado y ese ya sólo existe en nuestra memoria.

- Yo te quería Sue, te quería deberás y ... y ... jamás deseé matar a tu padre, te lo juro.

Me desplomé llorando sobre la cama, Sue se acercó y me acarició la cabeza.

- Tad, mi pobre Tad, eso ahora no importa en lo más mínimo, es el pasado. La vida nos envolvió como el viento envuelve y hace rodar los arbustos secos en las montañas, no cesan de rodar hasta que acaban de destrozarse por completo.

Yo seguía llorando cubriéndome la cara con las manos. Sue se había sentado en el otro extremo de la cama.

- El temido Lone Kid. El muchacho solitario. Te diré algo para tu consuelo: Charlie es hijo tuyo.

Levanté la cara con lentitud.

- ¿Charlie? - interrogué.

- El Sheriff.

Al ver mi asombro continuó:

- Cuanto te fuiste quedé embarazada, yo misma no lo supe hasta tiempo después. Tab, mi marido, me aceptó con el chico y le dio su nombre sólo para gozar de la herencia de papá. Es un buen hombre, no lo niego, y me ha tratado bien, pero sólo se casó por interés, yo lo sabía y por ello jamás se lo he echado en cara.

- Mi ... hijo - balbuceé sin captar aún el significado de aquellas palabras.

- Él no lo sabe ni lo sabrá jamás, ¿me entiendes? Te lo digo sólo para mitigar en algo tu soledad.

- Entiendo - respondí.

Sí, entendía perfectamente, ya nada de lo que había en aquel pueblo me pertenecía, ni siquiera mi propio hijo.

- Me chocan las películas en las que los personajes hablan como gente, la hacen pensar a una y ... ¡Qué fastidioso es pensar! - La gorda soltó su comentario en plena oreja de su marido, quien amodorrado y con la mirada puesta en blanco respondió con un soplido - rugido que imaginé clásico en él al tiempo que con el dorso de la mano se limpiaba un hilo de baba que le escurría por la comisura de los labios.

Me lavé la cara y bajé junto con Sue. El hombre del mostrador dijo con su tono de forzada cortesía:

- ¿Se va señor?

- - respondí secamente.

El hombre hizo una breve reverencia de despedida a la que Sue contestó con una inclinación de cabeza, yo no quise ni voltear, detestaba a aquel individuo que sin duda era, me imaginaba, algún diplomático caído en desgracia.

Cuando salimos a la calle, el viejo de la mecedora nos miró y sonrió misteriosamente.

- Hasta aquí te acompaño Tad. Buena suerte - dijo Sue acariciándome levemente la mano.

- Adiós - murmuré y sin pensarlo dos veces me dirigí a la estación. Cuando iba a cruzar la calle, una voz me detuvo.

- ¡Deténgase Kid!

Era el Sheriff que venía hacia mí.

- ¿Por qué? - interrogué.

- Han pasado dos horas y media y quedará detenido por faltas a la autoridad.

- Pero si ya me voy. Mire, aquí están los boletos del ferrocarril.

- Lo siento pero no permito que nadie ponga mi autoridad en duda.

- Escuincle insolente - despatarré y me coloqué en posición de tirador.

- ¡No Tad, por el amor de Dios! - gritó Sue que había presenciado todo desde la puerta del hotel.

Todo ocurrió en pocos segundos. El Sheriff disparando ... el eco del estallido de la pólvora envolviendo mi cerebro ... un agudo dolor paralizando mis miembros ... la tibieza de la sangre humedeciendo mis labios ... las manos compulsivamente dirigiéndose al pecho ... el roce suave y amoroso de la tierra al caer ... ¡Charlie! El grito desesperado de Sue ... la vida escapando por todos los resquicios de mi cuerpo ... el endurecimiento paulatino de las entrañas ... la pérdida del contorno de las cosas ... y aquel chico que me observaba con curiosidad, el que ahora cargaría con la responsabilidad de ser el Sheriff que liquidó a Lone Kid.

- Aún soy el más rápido ... - balbuceé y no pude continuar, no pude decirle que se necesitaba ser más rápido para no disparar que para hacerlo.

Lo dicho - murmuró para sí el viejo de la mecedora - cuando se siente cerca la muerte se busca el propio lecho.

Y siguió tallando la madera mientras a lo lejos se dejaba escuchar el silbato del tren que llegaba y su humo oscurecía el rojizo sol poniente.

La pantalla se llenó con la palabra Fin y las luces de la sala se encendieron. Los gordos se pusieron trabajosamente de pie y salieron pasando por encima de mí ensangrentado cadáver.

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Cuando decline el día

Quiero morir cuando decline el día

en alta mar y con la cara al cielo

donde parezca un sueño la agonía

y el alma un ave que remonta el vuelo.

Manuel Gutiérrez Nájera

I

Una niebla espesa cubre aquella ciudad en ruinas. El frío cortante penetra hasta el más oscuro y escondido rincón. Allá lejos, entre las derruidas paredes de lo que un día fue una soleada y funcional residencia, se observa el centelleo de una hoguera. Cuatro hombres conversan en su derredor. Los viejos y andrajosos uniformes no nos indican su procedencia, entre los rostros sólo destaca uno: el de un joven de unos veinticinco años, moreno, ojos negros, pelo y barba descuidados, grandes ojeras producidas sin duda por las privaciones. Su mirada es seca y penetrante, en ella no se refleja confianza o amabilidad sino dureza y desconfianza. Los demás parecen ovejas descarriadas, sus semblantes, amoratados por el frío, sólo hablan de miedo y desesperanza.

- ¿Creen que aún quede algo en pie? - dice uno de ellos.

- Puede ser, mas... ¿Cómo averiguarlo? - responde otro.

- A mí lo que me gustaría saber es dónde conseguir ropa y comida decente, este maldito frío aumenta cada noche - protesta el tercero.

El joven saca una colilla de cigarro y la enciende en la hoguera, luego se sienta a fumar en silencio mirando fijamente la niebla ...

- No recuerdo una niebla tan espesa - murmura.

- Yo no recuerdo nada parecido a lo que está pasando.

- ¿Qué fue lo que pasó? - repitió el joven a gritos.

- ¿Qué dices?

- ¡Que qué fue lo que pasó! - repitió el joven a gritos.

Los demás lo miraron asombrados, uno le dijo:

- Lo sabes tan bien como todos Carlos. La guerra.

- Sí Pepe, la guerra ... la guerra ... - repitió mecánicamente. Dio otra chupada a su colilla y volvió a callarse.

En un extremo de la calle se escucha el retumbar de un motor. La espesa niebla no permite distinguir nada. Los cuatro hombres, como si fueran uno, toman precipitadamente sus armas y se parapetan tras una de las derruidas paredes. El ruido del motor es cada vez más cercano hasta que por fin es posible captar dos pequeños puntos amarillos. Los fanales para niebla de un transporte militar, que poco a poco va haciéndose visible, lanzado en loca carrera sobre la avenida.

Los hombres lo miran pasar y volver a perderse en la neblina para escuchar a los pocos minutos el ruido sordo que produce al estrellarse entre las ruinas.

- ¿Quién será ese loco?

- ¡Iba a más de cien con esta neblina!

Carlos se incorpora y corre hacia donde cree fue a chocar el transporte. Los demás lo siguen.

Tres cuadras más adelante estaba. Había seguido en línea recta cuando la avenida viraba a la derecha. Era efectivamente un transporte militar, bastante golpeado por cierto. Una pila de escombros había amortiguado el golpe volteándolo completamente.

Carlos se acercó cautelosamente, abrió la portezuela y alumbró el interior con su linterna de campaña. Una chica se encontraba desmayada en su interior. Carlos se apresuró a sacarla; la tomó en vilo y se dirigió a la hoguera mientras ordenaba a los demás:

- ¡Pongan en pie la máquina y vean lo que trae útil!

Una vez cumplida la orden, sus compañeros se unieron a Carlos. Este, con agua de su cantimplora, limpiaba el ensangrentado rostro de la muchacha que se había herido en la frente con el cristal del parabrisas.

- ¿Cómo está? - preguntó Pepe.

- Parece que aparte del golpe en la frente y uno que otro raspón, no tiene nada. Y ... ¿ustedes qué consiguieron?

- En resumidas cuentas nada, bueno, solo la lona - Pepe alzó y dejó caer desoladamente los brazos - el camión no trae nada y apenas si tendrá combustible para dos o tres kilómetros.

Carlos terminó de curar a la muchacha colocándole, a falta de vendas, un pedazo de tela de la manga de su uniforme.

Era una bella mujer, veintidós a veinticuatro años, delgada, tez blanca, nariz limpia, ojos café, mediana estatura, vestía el uniforme azul claro del Cuerpo de Enfermeras. Carlos hizo mentalmente su ficha técnica.

Luego, los cuatro hombres regresaron a los lugares que ocupaban antes del incidente y se sumieron en una modorra mezcla de sueño y desconsuelo.

Las horas pasaron, la oscura neblina fue aclarándose pero sin desaparecer, era como si una fina gasa hubiera envuelto las cosas. El frío había disminuido pero el sol, un manchón tenue, no lograba calentar lo suficiente.

Carlos fumaba su eterna colilla encaramado en lo que debió ser una ventana de un gran edificio. Miró su reloj, eran las nueve de la mañana - ¿habría quien se preocupara por la hora en esos días? - clavó la mirada en el paisaje que se le ofrecía: una sucesión interminable de siluetas retorcidas dentro de la gasa blanca en que se habían convertido las antes luminosas y asoleadas mañanas mexicanas. Volteó a ver a sus compañeros: Pepe aún dormía, Marcos atizaba la hoguera para preparar aquella mezcla negruzca que ellos llamaban café y Toño se desperezaba bostezando ruidosamente. Luego sus ojos se posaron en la silueta que se incorporaba entre la lona raída del transporte que a fin de cuentas resultó lo único utilizable. Decidió bajar de su mirador.

- Buenos días Carlos, ¿dónde andabas? - le saludó Marcos.

- Allá, en el penthouse - respondió, irónicamente, con una sonrisa.

La muchacha había abierto los ojos y de rodillas trataba de reconocer el lugar en que se encontraba. Se sobresaltó al ver a Carlos junto a ella. Él le dijo suavemente:

- No se asuste, está entre amigos - luego ofreciéndole la mano agregó: Carlos Barras, Capitán del Ejército mexicano.

Ella sonrió débilmente y balbuceó:

- Ana Castro, Sargento enfermera para servirle.

- Gracias.

- ¿Y ... ellos? - Ana señaló a los demás.

- José Pérez, Sargento; Marcos Gómez, soldado; Antonio Gálvez, soldado - fue señalándolos uno a uno.

La ayudó a incorporarse y la llevó junto al fuego. Luego de hacer las presentaciones formales los cinco se sentaron a tomar aquel desayuno compuesto por galletas y el bebedizo que quería ser café.

- Está sabroso - comentó ella.

Todos sonrieron.

- ¿De donde venía y a dónde iba con tanta prisa? - preguntó Carlos luego de un minuto de silencio.

- Huía.

- ¿Huía? - ¿De qué?

- ¿De qué? - ¿Qué no saben?

- ¿No sabemos qué?

- La invasión, lo que pasó cuando cayeron las bombas.

Los hombres se miran asombrados entre sí. Pepe pregunta intrigado:

- ¿Cuál invasión?

- La de los Chinos. Llegaron junto con los aviones que traían las bombas, otros desembarcaron en Veracruz, ahora quedan pocos, sus propias bombas los desbarataron ...

- ¡Chinos! ¿De dónde salieron? ... exclamó sorprendido Carlos.

- De Cuba, millares de ellos se lanzaron sobre México y Florida mientras cientos de cohetes fueron lanzados sobre todas las grandes ciudades de Centro y Sud América ... ¿qué, no sabían?

- No, nada llegamos a saber -, contestó sombríamente Carlos.

- No hemos disparado un tiro en esta guerra, nuestras dotaciones de parque están completas, los víveres son los que se agotan.

Hace seis meses fuimos llamados a filas, nos sometieron a riguroso entrenamiento. Sabíamos de la terrible tensión internacional. Un día sonaron las sirenas y todos nos refugiamos en nuestros hoyos de topos. Nosotros regresábamos de Toluca a donde habíamos ido a llevar un despacho. Escuchamos las explosiones, vimos los hongos, aún se me enchina el cuero al recordarlo. Cuando llegamos sólo encontramos ruinas. Mañana pensábamos salir a Puebla, pero por lo que usted dice, creo que es mejor no ir.

- ¡No! - por ahí vienen los chinos, exclamó Ana.

- ¿Entonces ... a dónde iremos? Preguntó sombríamente Pepe.

Todos callaron y bajaron la cabeza. Sabían la respuesta; la sabían perfectamente desde que vieron los hongos, pero era una perspectiva tan terrible que ninguno se atrevía a admitirla conscientemente.

Ana levantó lentamente la cabeza; y con sus ojos escudriñó aquellos amargos y tristes, sólo Carlos le sostuvo la mirada, y murmuró:

- No hay a dónde ir, ¿verdad?

Carlos se puso de pie y sorpresivamente arrojó lejos el cacharro en que bebía café, sólo el lúgubre eco del sonido metálico se escuchó en la ciudad muerta.

- ¡No! ¡No hay salida posible! - Gritó luego y corrió hacia el mirador.

Ana Castro fue tras él. Los demás siguieron comiendo.

- ¿Qué le ocurre? - preguntó la muchacha sentándose a su lado.

- Creo que ya no me ocurre nada ... ¿Cree que pueda ocurrir algo más?

- No sé - contestó turbada.

El manto nebuloso los envolvía por completo.

- ¿Por qué ... por qué todo esto? - exclamó Carlos golpeando el suelo con el puño derecho.

- No sé ... Quizás fuimos demasiado estúpidos o demasiado listos.

- Yo no era ni una cosa ni otra.

- ¿No?

- No ... yo era un simple burócrata. ¿Sabe? Tan sólo un empleado del gobierno con dos mil pesos al mes ... Una novia con la que salía a pasear los domingos, y algunos amigos con los que me emborrachaba los sábados por la noche y que ahora forman parte de ese polvo que pisamos y de esa maldita niebla que no nos permite ver más allá de nuestras narices ...

- ¿Le gustaba su trabajo?

- Me era indiferente.

- ¿Le gustaba?

- Tanto como estar sentado ... Ya le dije, hacía eso como podía ser barrendero o boxeador.

- ¿Y es usted quien se pregunta la causa? ...

- Sí ... yo jamás me metí en líos de política o cosas por el estilo.

- Esa fue la razón ... creo.

- ¿Cuál?

- La indiferencia, la apatía ... Delegamos nuestros derechos, otros decidieron por nosotros ...

- Y ...

Ana se detuvo y se quedó rígida. Carlos tomó su arma y se recostó entre los escombros. Un zumbido se escuchaba claramente.

- ¿Qué es?

- ¡Los chinos!

- ¿Dónde?

- En un helicóptero.

- ¡Más bombas!

- No creo. Sólo están reconociendo el terreno.

Pepe y los demás se habían parapetado ... Esperaban temblorosos con el dedo en el gatillo ...

El zumbido fue aumentando hasta apagar cualquier otro que pudiera producirse, en ese momento ... Un objeto obscuro apareció en el cielo ... El helicóptero semejaba una gigantesca y diabólica libélula.

Comenzó a descender.

- Han visto nuestro campamento - murmuró Carlos en el oído de Ana.

- ¿Qué haremos ahora? - respondió ella.

- Defendernos. ¿Qué más?

El aparato se posó frente a ellos.

Carlos se incorporó rápidamente disparando su ametralladora, desde sus refugios sus compañeros lo imitaron ...

Trató de elevarse pero los proyectiles perforaron el tanque de combustible y se desplomó envuelto en llamas para luego estallar ruidosamente ...

Todos corrieron hacia él.

- ¿Y ahora? - preguntó Pepe.

- Nos iremos - respondió resueltamente Carlos.

- ¿A dónde? - intervino Marcos.

- A cualquier parte ... En unas horas los tendremos encima.

Señaló los restos del helicóptero - esos avisaron de nuestra posición antes de caer.

A los pocos minutos el grupo abandonaba su refugio y se dirigía dolorosamente a ninguna parte, a ningún lugar en especial; no había donde esconderse, en la Tierra no quedaba un rincón habitable.

Caminaron todo el día hasta el anochecer ... Caminaron sólo por instinto, sin ninguna esperanza.

Cuando aparecieron las primeras estrellas en el firmamento, Carlos dio la orden de detenerse y acampar.

- No se encienda ningún fuego - ordenó.

- ¿Por qué? - protestó Antonio.

- ¡Quieres que se nos echen encima! - gritó Pepe.

Antonio sacó parsimoniosamente un cigarrillo ... Lo encendió y suave, delicadamente le dio la primera chupada, gozándola, sintiéndola, para luego dejarse caer soltando una gruesa bocanada de humo.

- Qué más da - dijo, y siguió fumando.

Todos buscaron un lugar donde descansar su desesperanza, donde refugiar esa carga que ya pesaba demasiado: sus propios cuerpos.

Carlos fue hasta un hacinamiento de escombros que podía servir de trinchera ... Ana lo siguió.

Los dos se sentaron sin decirse nada, él, meditabundo, se acostó completamente de espaldas encunándose la cabeza con las palmas de las manos entrelazadas y se quedó viendo a las estrellas que cintilaban opacamente entre aquella sábana nebulosa que, como blanco sudario, cubría al planeta.

- ¿Qué haría usted si le dieran otra oportunidad? ... preguntó Carlos sin quitar los ojos del cielo.

- ¿Otra oportunidad?

- Sí, que todo esto volviera a vivir y usted con ello.

- No sé, no se me ha ocurrido pensar así.

- ¿Sabe qué haría yo?

- ¿Qué?

- Primero iría a romperle las narices a ese imbécil que tenía por jefe y luego saldría a la calle, me treparía en un coche y me lanzaría en sentido contrario por la avenida más transitada: Insurgentes a las dos de la tarde.

Ana rió.

- Lo entiendo - dijo luego.

- ¿De verdad? - Carlos se apoyo en un codo y la miró a los ojos ... luego agregó:

- Usted ya sabe lo que fui y lo que soy ... pero yo no sé nada de usted ...

- Bueno - balbuceó Ana - No hay mucho que contar ... Una chica de la clase media que se dedicó a la enfermería porque no tenía nada qué hacer ... no llevaba una vida muy interesante que digamos y ...

La frase fue cortada en seco por el rugir de varios motores que se acercaban.

- ¡Los chinos! - gritó Carlos.

La luz de los fanales de dos transportes militares iluminó de improviso el lugar.

Antonio fumaba en el mismo lugar donde se había dejado caer luego de la discusión con Carlos ... Al ver llegar las máquinas se puso de pie, alzó los brazos y gritó:

- ¡Hey, acá estoy, hijos de ... Mao!

- ¡Al suelo Toño! - rugió Pepe.

El lúgubre tartamudeo de una ametralladora, acalló los gritos. Antonio se convulsionó y cayó en un charco de sangre ... Pero al caer volteó hasta donde se encontraba Carlos y esbozó una sonrisa de satisfacción que la muerte se encargó de convertir en horrible mueca.

Marcos y Pepe descargaron sus armas sobre los camiones ...

Carlos tomó una granada de su cinturón y la arrojó ...

Los otros dos lo imitaron, los chinos contestaron, pero el sitio estratégico que aquellos tenían, fue factor determinante en su victoria ... En unos minutos sólo se escuchaba el crepitar de los camiones incendiados.

- ¡Qué horrible! - comentó Ana.

Salieron cautelosamente de sus parapetos y fueron hasta la hornaza ... Un cadáver llamó su atención.

- ¡Miren! - dijo Pepe.

- Es casi un niño - agregó Ana.

- Pobres diablos, les llenaron la cabeza de humo y miren lo que ha pasado.

Un oriental de no más de diecisiete años yacía boca arriba con la mirada en blanco y un gesto de incredulidad en el rostro.

De un bolso izquierdo de su uniforme asomaba, ensangrentado, el libro de citas del presidente Mao Tse Tung.

- Guardias rojos - comentó Carlos. Les hicieron creer que eran invencibles, que eran los héroes en una gran cruzada y los mandaron al suicidio, infelices.

Ana se había vuelto y miraba el acribillado cadáver de Antonio.

- ¿Por qué lo haría? - preguntó.

Ninguno se atrevió a contestar quizá porque todos entendían aquel acto, porque en la mente de cada uno había germinado la misma idea.

- Vamos a sepultarlo - dijo Pepe.

- ¿Estas loco? Lo que debemos hacer es largarnos lo más pronto posible, no tardará para que lleguen más, esto es sólo una patrulla - respondió Carlos.

- ¿Irnos? ... ¿Y dejar pudriéndose el cadáver de Toño? - protestó Pepe.

- Sí ... nos vamos inmediatamente.

- ¡No! ... yo me quedo a enterrarlo.

- Y a ponerle sus cuatro velas ... y a velarlo con ponches y toda la cosa ¿no? ... - dijo con amarga sorna Carlos. ¿Qué no te das cuenta? - agregó - que eso ya no tiene sentido alguno ... al morirse pasó tan sólo a formar parte del paisaje. ¡Mira a tu alrededor! ... ¿Qué ves? ... ¡Nada! ... ¡Sólo muerte!

- Insisto en quedarme.

- ¡Y yo soy el que manda aquí!

- ¡Soy tu Capitán! - gritó Carlos.

Luego, dándose cuenta de la inutilidad actual de su grado, dio media vuelta y se echó a caminar.

Marcos, el único de todos que era soldado de carrera, lo siguió como perrillo faldero, su mente ya ignorante de por sí, estaba ahora más embotada ... Vivía sólo por inercia, no acertaba a comprender los acontecimientos, dejándose tan sólo guiar por los demás.

Pepe ... con las piernas abiertas y los brazos caídos los miró alejarse ... Ana que no había querido intervenir en la discusión, se acercó y dándole un suave empujón murmuró con la misma suavidad:

- Vamos.

Pepe ... anonadado, volteó, y fijando sus ojos en ella dijo:

- ¿Tendrá razón?

Se colocó el arma en el hombro, dirigió una última mirada al compañero caído y junto con la muchacha siguió a los otros dos.

Caminaron durante toda la noche ... Amanecía nuevamente y ya apenas podían sostenerse en pie ... fue cuando se volvió a escuchar el diabólico zumbido, pero ahora su cansado cerebro no lo percibió, sino hasta que se encontraba encima de ellos.

- ¡Son chinos!- gritó Pepe con todas sus fuerzas.

Todos se echaron al suelo buscando un lugar seguro donde protegerse ... Como violenta granizada las balas de la primera ráfaga azotaron el suelo.

- ¡Allá! ... miren, ¡vamos! - gritó ahora Carlos, señalando una construcción aún en bastante buenas condiciones.

El helicóptero se alejó un poco para medir mejor el terreno y ese tiempo lo aprovecharon para correr como desesperados hacia el lugar que aemente ofrecía tan buena protección ...

Ana resbala y cae ...Carlos vuelve y corre a ayudarla ...

El helicóptero vuelve sobre sus pasos, los han visto ... Marcos se incorpora y de un salto felino pone su cuerpo ante Ana y Carlos, el helicóptero hace fuego, Marcos responde ... Carlos levanta en vilo a Ana y echándosela sobre los hombros corre a la casa ... Pepe ha llegado y dispara contra el artefacto, inútilmente, puesto que su arma no tiene el suficiente alcance para tocarlo.

Llega Carlos con Ana.

- ¡Ahora vente tú Marcos! - Llama Pepe a su compañero, pero éste no se mueve, no puede moverse: una ráfaga lo ha partido casi por completo a la mitad.

- Está muerto - musita Carlos ...

- ¡No! - Ana se echa a llorar.

Pepe no dice ni hace nada, sólo contempla aquel bulto de carne tasajeada que unos segundos antes vivía y era su amigo.

Entonces ... un silbido cruza el aire ... Una explosión ... Los restos del helicóptero caen al suelo.

- ¿Qué fue eso? - pregunta Pepe con una expresión de incredulidad ...

- No sé - responde Carlos frunciendo el ceño.

Luego vuelve a reinar el silencio.

La neblina vuelve a tapar los ojos, a enfriar el tacto, a penetrar por los oídos y la nariz, a secar la garganta, a ... partir el alma.

Los tres cuerpos acurrucados entre las ruinas semejan tres cachorros temblorosos ante su primera experiencia en la vida, su primer amargo y cruel choque con la realidad.

- Tomen - Carlos ofrece a Pepe y a Ana unas tabletas de chocolate.

- Gracias.

- Gracias.

- A propósito, ¿dónde estamos? - pregunta Pepe como saliendo de un profundo sueño.

- Por el rumbo que hemos seguido, estamos en San Angel - creo - responde, no muy convencido de su aseveración, Carlos.

Ana mira aquel paisaje desolado cubierto de escombros carbonizados.

¿Esto es lo que queda del Pedregal? - dice luego.

- Creo que sí.

Los tres callan fijando sus ojos en aquella tierra parda, muerta, ahora completamente estéril, que pisaban y en donde ya ni siquiera podrían vivir los gusanos que deberían consumir sus cuerpos.

- Lo último - Carlos dio a Pepe y a Ana una tableta de chocolate a cada uno- No queda más, a menos que quieran comer balas.

Pepe respondió con un gruñido, Ana no dijo nada.

Habían perdido la noción del tiempo ... La neblina lo envolvió todo, soplaba un vientecillo frío, los relojes marcaban las tres pero ... ¿de qué?

Deglutieron más que masticaron el chocolate para luego ponerse de pie penosamente y sin cruzar palabra reiniciar la marcha.

La oscuridad los envolvió, el vientecillo frío se convirtió en un ventarrón, la niebla se hizo más densa, no podía verse más allá de las narices ... Los pies se movían por inercia; uno, dos, uno, dos ... izquierdo, derecho, izquierdo, derecho ... El frío aserruchaba las entrañas, se incrustaba en los huesos, aturdía el cerebro ... uno, dos, uno, dos ... izquierdo, derecho, izquierdo, derecho ...

¡Una lucecita en la lejanía!

El ruido de unos pasos ... la luz que se hace más grande, más grande.

- No puedo más - gime Ana en el colmo del agotamiento y se desploma desmayada.

¡La luz enfrente de ellos!

- ¿Quién va?

Las manos que aferradas a las armas se desentumen dolorosamente ... Los dedos en el gatillo ... Un silbido, un agudo dolor que paraliza todo el cuerpo, un sopor que invade los músculos ... la nada.

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II

- Brrrrrrrrrrrrrrrrrr

El tenue pero molesto ronroneo repiquetea en el adormecido cerebro de Carlos ... Abre los ojos con lentitud, con cansancio, como si una dura telaraña los cubriera.

- Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

La máquina cumple su trabajo dócil y eficazmente ...

Absorbe hasta la más pequeña partícula de mugre, afeita y proporciona sedante masaje.

Un espejo estratégicamente colocado reproduce la escena en todos sus detalles ...

Una amplia habitación cuyo único mobiliario estaba compuesto por dos mullidos colchones y, naturalmente el espejo.

En los colchones dos hombres completamente desnudos recibían aseo general de dos curiosas máquinas que parecen tienen movimientos propios, aunque un bulbo rojizo en la parte superior revela con sus intermitencias su subordinación ... El ambiente es agradable, la temperatura, la luz verdosa acogedora y en momentos hasta el ronroneo de los robots parece arrullador ... Carlos termina de abrir los ojos, gira la cabeza y observa detenidamente el espejo; luego pasada la sorpresa, se desprende bruscamente de la máquina y salta felinamente del colchón. Los robots se inmovilizan automáticamente, el bulbo rojizo deja de parpadear apagándose completamente ...

Entonces, una de las paredes de la estancia se vuelve brillante y en ella se refleja el rostro bondadoso de un hombre maduro; cuarenta o cuarenta y cinco años, nariz amplia, completamente calvo y con unos ojos cafés tras unos anteojos sumamente gruesos ... Carlos busca desesperadamente con qué cubrir su desnudez.

- No se preocupe Capitán Barras, su pudor está a salvo ... sólo yo lo veo y creo que ambos tenemos la misma construcción anatómica. - El hombre de la pared habla en una forma reposada, serena, inspirando confianza ... Sonríe.

- Falta poco para que quede completamente limpio, no ofrezca resistencia por favor, le garantizo que nada malo le ocurrirá.

Mire, su amigo es menos desconfiado y se siente a gusto.

- Pero si aún no despierta - protesta Carlos.

- Por eso mismo, por sentirse a gusto ... Ande, recuéstese nuevamente - Esas palabras son a la vez una súplica y una orden.

Carlos, persuadido por la voz aunque con un cierto gesto de desconfianza, vuelve al colchón ... Las máquinas se activan de nuevo y continúan su tarea ... La pared se apaga y el rostro desaparece ... Carlos se entrega a la sensación de bienestar que le produce aquél metálico masaje.

Horas después un brusco jalón despierta a Carlos ... La máquina al terminar el aseo lo sacude violentamente.

- ¡Basta ya engendro de hojalata! - grita Carlos enojado.

- Sólo quiere que te pongas de pie - Pepe levantado ya y cubierto con una fina bata de color azul, observa sonriendo a su amigo.

Carlos obedeció y se levantó ... La máquina extrajo de su interior una bata igual a la de Pepe y se la entregó a Carlos, éste se la puso luego y girando sobre sus talones dijo a Pepe:

- No estés tan tranquilo, desde esa pared - señaló la pared pantalla - alguien nos vigila.

- No te exaltes, ya lo sé - respondió en tono calmado Pepe.

- ¿Cómo?

- Sí, poco antes que despertaras hablé con él.

- Y ... ¿quién crees que sea?

- No tengo la menor idea.

- ¡Señores, hagan el favor de pasar al comedor, la cena está servida!

Los dos amigos voltearon a ver la pared pantalla pero no apareció ésta vez ninguna imagen.

- Al abrirse la puerta, un luminoguía aparecerá, síganlo - concluyó la voz que parecía provenir del aire pues no se observaba ningún altoparlante.

En otra de las paredes se escuchó un chirrido y una puertecilla se abrió.

- Pasen señores, con confianza, están en su casa - La voz de la pantalla volvió a sus oídos ...

Cruzaron la puerta con cierta timidez y se encontraron en una habitación casi idéntica a la de los masajes, sólo que en ésta había una amplia mesa en uno de cuyos extremos se encontraba el hombre de la pantalla vistiendo una especie de overol de color rojo y en el otro, vistiendo una hermosa bata de seda ... Ana Castro.

El hombre se puso de pie y abriendo los brazos fue hacia los soldados.

- Permítanme presentarme, soy el profesor Archivaldo Santos ...

- Gracias, yo soy ...

- Lo sé, lo sé, el Capitán Carlos Barras y el Sargento José Pérez ... Pero no se queden ahí, pasen a sentarse y a comer.

Casi empujándolos el profesor los llevó a la mesa en donde ni tardos ni perezosos, apenas si saludaron a Ana, se pusieron a devorar el pollo que les ofreció el profesor.

Una vez satisfechos, Carlos preguntó:

- Bien, ahora podrá decirnos ¿dónde estamos y quién es usted?

- Con todo gusto - el profesor sonrió - soy el profesor Archivaldo Santos, graduado de la Universidad de México y con estudios de perfeccionamiento en media docena de Universidades cuyos nombres no vienen al caso, pues lo más probable es que ya no existan ... Nos encontramos en la parte más profunda de las grutas de Cacahuamilpa.

- ¿En dónde?

- En las grutas de Cacahuamilpa ... Es el lugar ideal para protegerse de las radiaciones y fabricar el vehículo.

- ¿Cuál vehículo?

- EL que estoy a punto de terminar con la ayuda de mis robots ...

Pepe y Carlos se miraron sorprendidos, Ana sólo inclinó la cabeza.

- Parece que no me creen - agregó el profesor disgustado por las actitudes de sus huéspedes - se puso repentinamente de pie, movió una palanquita que se encontraba en la hebilla de su cinturón, a poco aparecía nuevamente el lumiguía.

- Síganme - dijo y salió de la habitación.

Carlos, Pepe y Ana lo siguieron cautelosamente hasta el final de un corredor que terminaba en un bloque rocoso.

- ¡Abran! - gritó y el bloque se movió, mostrando una enorme habitación en cuyo centro ya perfectamente montado en su plataforma un cohete esperaba iniciar el camino de las estrellas.

- Ábrete sésamo - comentó Carlos en forma jocosa.

- Usted lo dirá en broma, pero Alí Baba me dio la clave.

Todos callaron y bajaron por una escalerita de metal hasta un enorme tablero en cuyo centro resplandecía una pantalla de color plateado.

- ¿Desean ver algo interesante? - preguntó el profesor.

Sus huéspedes respondieron con una mirada idiota.

- Observen - manipuló con gran destreza el tablero hasta definir una imagen en la pantalla.

En tomas aéreas aparecían grandes bosques, montes, ríos, zonas desérticas, todo cubierto por aquel blanco sudario y luego una espantosa visión: ¡La ciudad de México convertida en una masa informe de hierro y cemento carbonizado!

- ¿Cuándo tomó esa película? - preguntó Ana.

- No es película señorita, un cohete espía, vuela en estos momentos sobre el Distrito Federal.

- ¿Cohete espía?

- Sí, con una cámara de T. V.

- ¿Usted los fabrica?

- Sí, con ayuda de mis robots.

- Entonces ... Aquel helicóptero usted lo ...

- Efectivamente, uno de mis cohetes espías los descubrió a ustedes en forma casi accidental y a pesar de que decidí no entrometerme en este suicidio colectivo hube de ayudarlos, ya que no podía dejarlos morir a manos de esos fanáticos sin escrúpulos.

El profesor apagó violentamente la pantalla.

- Y ... eso - preguntó Ana señalando el navío.

- Es el Alma I, en él nos iremos a buscar algún planeta habitable.

- ¿Nos iremos? ... ¿Quiénes?

- Ustedes y yo naturalmente.

- ¿Naturalmente? - señaló Carlos.

- Seguro Capitán ... ¿o quiere quedarse a vivir en ese cementerio de allá afuera?

Carlos bajó la vista y se mordió los labios, aquello no estaba en sus planes, era maravilloso, la suprema solución, pero ... Recorrieron las grandiosas instalaciones montadas por un solo hombre: ese señor calvo y de aspecto divertido parecido al Lex Luthor de las revistas de Supermán.

Ya sólo hablaron de cosas intrascendentes, de comida, de lugares que conocieron, de personas ...

Acabaron de cenar, el profesor Santos les obsequió riquísimos cigarros puros de fabricación especial ... Carlos, que casi no había hablado, dio una chupada a su puro y mirando fíjamente las cenizas que se desbarataban suavemente en el aire, interrogó:

- ¿A qué todo esto?

- ¿Qué cosa? - El profesor lo miró extrañado.

- Todo este aparato, estas instalaciones ... ¿para qué?

- No lo entiendo Capitán ... Me pasé diez años preparando todo esto y usted me pregunta ¿para qué?

- Sigo preguntándolo.

- Para vivir amigo mío, para vivir ... ¿qué, no entiende lo que le mostró la pantalla? En el planeta Tierra no volverá a nacer nada en muchos años ... las radiaciones han hecho estériles las tierras y a los pocos hombres que han quedado vivos.

En mi navío puedo dedicarme a buscar un planeta que ofrezca condiciones para la vida humana y además ...

- ¡Basta! ¿Así que todo lo hizo para salvar su bendito y blanco pellejo? - Carlos estalló - ¿Y los demás? ¿No pensó en utilizar su idea para salvar a sus semejantes?

El profesor sonrió sardónicamente, se puso de pie y fue hasta una pared.

¡Abran! - gritó.

La pared se corrió dejando a descubierto un enorme anaquel atestado completamente de libros ... Revisó cuidadosamente los lomos, extrajo algunos volúmenes y volvió a la mesa - Ana y Pepe permanecieron callados, Carlos, visiblemente enojado, tamborileaba con la mano derecha sobre la mesa ...

El profesor dejó los libros sobre la mesa y los acercó a Carlos, quien miraba sin entender.

- Tómelos Capitán, léalos y luego hablamos ... ¿quiere?

- Sturgeon, Bradbury, Brown, Renetez, Clarck y tantos y tantos que con sus fantasías y sueños maravillosos nos estuvieron previniendo ... ¡pero no! ... ¡qué va! ... ¿Cómo iba el hombre a detenerse a reflexionar en vulgares historias de marcianos? ... ¡Time is money! La imaginación no tenía lugar, la belleza y poesía de un sueño ya no tan fantástico no cabía en nuestro mundo ...

El profesor frunció el ceño - se olvidaron de que los sueños tienen su asiento en la realidad; que nos muestran en imágenes simbólicas nuestras frustraciones, nuestros deseos más ocultos, nuestros más secretos temores ...

Me llamaron loco cuando presenté mi proyecto, se rieron de mí. ¿Sabe? - por el rostro de suyo bondadoso del profesor cruzó una sombra de amargura, luego sacudió la cabeza, volvió a sonreír - en fin léalos, Capitán ... ahí va también un volumen de mi proyecto, no se arrepentirá se lo prometo - se puso de pie y concluyó:

- Señores, quedan en su casa ... En una semana no nos veremos, ya que daré los últimos toques a la máquina, espero que no se aburran, procuraré que no les falte nada ... Con su permiso.

Hizo una leve caravana y salió de la habitación.

Carlos, Ana y Pepe se miraron asombrados ... No sabían qué decir y se quedaron ahí, sentados frente a frente, testigos presenciales del fin del mundo a manos de su especie mimada: la raza humana.

Los días fueron desgranando sus horas en minutos y segundos.

Tal como lo había anunciado el profesor, no se dejó ver en todos aquellos días ... Ana, Carlos y Pepe se dedicaron a leer los libros seleccionados y a recorrer las instalaciones, primero guiados por lumi - guías y luego por su cuenta y riesgo.

Las instalaciones eran verdaderamente sorprendentes, contaban de tres largos túneles: uno que desembocaba al laboratorio, otro a los cuartos habitación que eran pequeñas estancias de aproximadamente tres metros cuadrados, cuatro en total, y su mobiliario consistía en una cama de las llamadas de campaña, una mesita de noche y un reproductor de cinta en cartucho en donde podían escuchar los viejos éxitos de los Beatles, Javier Solís, Charles Aznavour, etc., y una tercera que desembocaba en un jardín subterráneo en donde se veían desde rosales hasta violetas; desde pirules hasta pequeños helechos así como una pequeña cascadita que caía en un estanque en donde se deslizaban pececillos de mil colores, todo alumbrado en tal forma que semejaba un paisaje de cuento de hadas ... A lo largo de los dos primeros túneles, se encontraban los salones de descanso con sus respectivas máquinas de masaje y el comedor, al que se podía entrar por ambos túneles; en cambio en el tercero no había nada hasta llegar al jardín por donde paseaban Carlos y Ana luego de largas sesiones de lectura ...

- Nunca había leído tanto en mi vida, para ser sincera no había leído más que los manuales de enfermería y alguna novela policiaca, me daba flojera - comentó Ana jugueteando con una gladiola en las manos.

- Yo estaba igual, consideraba que leer era una actividad de pobres diablos amargados y una forma idiota de perder el tiempo ... ¡Qué equivocado estaba! ... es tan útil, aunque sea un poquito, pues no todas las personas pueden tener las mismas inclinaciones, pero un poco sí deberíamos haberlo hecho todos, ¿no crees?

- Es cierto ... ¿No ha leído Farenheit 481 de Ray Bradbury?

- Sí ... ¡qué hermoso libro! ... ¿No?

- Maravilloso ... detrás de cada libro hay un ser humano ... maravilloso.

- Nos conocíamos un poco y acabamos por negarnos los unos a los otros.

La pequeña cascada repliqueteaba sobre el multicolor estanque produciendo un monótono pero agradable susurro.

Carlos se recostó sobre el fresco pasto a invitó a Ana a acompañarlo, la chica no se hizo del rogar y se sentó junto a él.

- ¿Se acuerda lo que le dije cuando le pregunté que qué haría si le diesen otra oportunidad?

- Si, me acuerdo, me dijo que iría a romperle las narices a su jefe y luego en su coche se lanzaría en sentido contrario por Insurgentes a las dos de la tarde.

- Pues he pensado en dos cosas más.

- ¿Cuáles son? Digo ... si se pueden saber.

- Claro, ¿por qué no? La primera sería formar una Gelstat como la descrita por Sturgeon en Más que humano y ...

- ¿La segunda?

- La segunda ... la segunda ... bueno ... pues ... antes de lanzarme por Insurgentes en sentido contrario ...

- Si ...

- ¡Buscarla a usted y pedirle que fuera mi esposa!

Ana se quedó de una pieza ante la intempestiva declaración ...

Carlos la tomó de una mano y agregó:

- ¿Qué contestaría?

- Respondería que sí - se sonrojó y bajo la vista- que me sentiría muy orgullosa de ser la señora Barras.

Carlos pasó su mano derecha por sobre el pelo de Ana quien levantó la mirada para encontrarse la de él y fundirse ambas en un lenguaje que no necesitaba de palabras para expresarse.

- ¡Demonios! - gritó Carlos poniéndose de pie.

- ¿Qué le pasa? - interrogó Ana imitándolo.

- ¡Si lo estuvieron advirtiendo desde hace mucho tiempo! ¡Todos estos maravillosos creadores de sueños predicaron sus pesadillas en el desierto, nadie escuchó sus premoniciones, nadie supo captar lo que su fina sensibilidad presentía, y mira lo que ha pasado!

- Quizás haya una nueva oportunidad.

- Sí ... ¿dónde?

- Allá ... Ana señaló el laboratorio.

- ¿El cohete del doctor Santos?

- .

Pepe recorría cuidadosamente los túneles observando detenidamente cada detalle de montaje dada su clara vocación mecánica ... Una luz le llamó la atención, casi al fondo del túnel, a un lado del laboratorio estaba abierta la puerta de otra habitación que no conocía; fue acercándose muy despacio hasta poder mirar el interior.

El profesor Santos inclinado sobre un curioso escritorio de piedra, escribía afanosamente ... Pepe lo estuvo observando durante bastante tiempo sin que se diera cuenta ... Indudablemente era la habitación del profesor en donde aparte del escritorio mencionado y una cama como las demás, había un extenso anaquel cubierto de libros técnicos, sobre el escritorio la fotografía de una mujer que sonreía plácidamente.

- ¡Hola! - saludó Pepe.

El profesor dio un enorme salto sobre su asiento y giró abriendo desmesuradamente los ojos, y al percatarse de quién había hablado, rió divertido de su propio asombro.

- Olvidé cerrar - comentó.

- No se preocupe, si quiere me voy.

- No, de ninguna manera, quédese y conversaremos un poco.

- Bueno.

Pepe se sentó sobre la cama y el profesor, abriendo un cajón del escritorio, sacó una botella de mezcal -¿quiere una copa? - preguntó a Pepe.

- Sí ... ¿por qué no? - respondió éste.

Una vez servidas las copas, que salieron del mismo cajón, el profesor, viendo la insistencia con que Pepe miraba la fotografía de la mujer, expresó:

- Mi mujer.

Pepe se sorprendió.

- ¿Le parece extraño?

- ¡No! En lo absoluto, solo que como usted vive aquí solo, me extrañó.

- Ahora vivo solo, antes estaba con ella ... Cuando cayeron las bombas se encontraba en el Distrito Federal surtiéndose de víveres y de algunas otras cosas que necesitábamos y ... y ...

El profesor inclinó la cabeza y dos lágrimas resbalaron pesadamente por sus rubicundas mejillas.

- Cálmese, mejor ya no hable de ello - Pepe le palmó amistosamente la espalda.

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III

- ¡El gran día ha llegado! - exclamó gozoso el profesor al entrar al salón comedor...

Carlos, Pepe y Ana lo miraron extrañados mientras iba de la puerta a la mesa y se sentaba frotándose las manos.

- ¿Qué ocurre? - preguntó Carlos.

- Mañana nos vamos - contestó con toda tranquilidad el profesor.

- Lo felicito de veras - intervino Pepe.

Ana y Carlos cruzaron una mirada de inteligencia, el joven manifestó:

- Nosotros no vamos.

- ¿Qué cosa? - rugió Pepe.

- El amor los ha enloquecido - comentó jocosamente.

- Es en serio -señaló con tono categórico Ana.

- Pero ... ¿por qué? - preguntó extrañado el profesor.

Carlos se puso de pie y comenzó a caminar en derredor de la mesa mientras hablaba.

- Ana y yo hemos decidido quedarnos ... Nacimos aquí y aquí moriremos.

- Pero si ya no queda nada - dijo Pepe en un tono melodramático.

- Es verdad Pepe, como es verdad que ya otros hombres nos habían prevenido ¡Gracias por los libros profesor! Pero hemos también averiguado que existen algunos cuerpos humanos a quienes no afectó la radiación sobre las costas y que en veinte o veinticinco años se limpiará la atmósfera y aquí podemos producir alimentos para varios miles de seres durante ese tiempo ... Nuestra labor será agrupar, organizar a esa gente y ... volver a empezar.

- ¡Bravo! Hermosa e irrealizable utopía Capitán, pero ...

- Basta profesor, es una firme decisión ... Le agradecemos sus intenciones, pero es algo que se hará ... ¿te quedarás tú Pepe?

Pepe fijó la vista en un lugar invisible y habló pausadamente:

- Es muy noble su ideal y maravillosos sus fines, pero no nací visionario, soy un simple mecánico a quien pesaría demasiado crear una nueva humanidad ... Voy con el profesor.

Carlos no dijo nada, volvió a tomar asiento y ordenó a un robot:

- ¡La cena!

Al día siguiente el Alma I se encontraba en perfecta disposición para iniciar su viaje sideral ... El profesor Santos y Pepe dentro de dos curiosos trajes de color dorado se encontraban listos para partir, Ana y Carlos observaban los operativos ...

- ¿Es su última palabra Capitán? - el profesor intentaba convencerlos aún.

- Sí profesor - respondió con mucha seguridad Carlos abrazando con su brazo derecho a Ana.

- Yo te conozco Carlos y sé que no cambiarás - dijo Pepe sonriendo.

- Bien, pues es la hora - intervino el profesor.

Pepe se despidió de Carlos y Ana con un abrazo ... El profesor hizo lo mismo y luego junto con Pepe trepó a la nave ... Antes que cerrara la puerta Carlos preguntó:

- El barco se hunde y no quieren ahogarse, ¿verdad?

- No Capitán, sólo cambiamos de barco. - El profesor sonrió y cerró cuidadosamente la puerta del navío.

Carlos y Ana se retiraron hasta el puesto de observación del laboratorio y desde ahí vieron cómo se activaban los motores del Alma I e iniciaba suntuosa, majestuosamente su viaje a lo desconocido.

Ana se apretó contra Carlos y reclinó la cabeza en su hombro.

- Vámonos a descansar - dijo él - mañana habrá mucho que hacer.

Ella asintió.

Por el hueco que había servido de salida al Alma I se distinguía la blanca sábana que cubría al planeta Tierra en un sueño que quizá sería eterno.

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