Presentación de Omar CortésDecimaquinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

LA GUERRA Y LA PAZ

León Tolstoi




EPÍLOGO

CAPÍTULO I

El último acontecimiento dichoso para los Rostov, fue en el año 1813, con el casamiento de Natacha y Pedro. En el mismo año murió el conde Elias Andreievitch y, como acontece con frecuencia, se derrumbó con él la familia tal como la hemos conocido hasta ahora. El incendio de Moscú, el fallecimiento del príncipe Andrés, el dolor de Natacha, la prematura muerte de Petia y la desesperación de la condesa fueron minando sucesivamente las ya escasas energías del viejo conde.

Parecía no sentirse con fuerzas para comprender la gravedad de todas sus desdichas, e inclinando su canosa cabeza bajo la mano de la Providencia, esperaba pacientemente su último momento. Tan pronto abatido como poseído de una febril excitación, pasaba sin transición de un extremo a otro.

En ocasión del matrimonio de su hija, sólo se ocupó de las cosas materiales, se encargó de las comidas, de las cenas y se esforzó en mostrarse contento. Sin embargo, su alegría no era tan comunicativa como antes, y despertaba, por el contrario, un sentimiento de compasión en todos quienes le conocían y le querían. Cuando los novios se hubieron marchado, quedó muy abatido, se quejó de una incurable jaqueca, cayó enfermo y se acostó para no levantarse más. A pesar de las engañosas seguridades de los médicos, se dio cuenta de que había llegado su hora. La condesa pasó quince dias a la cabecera del enfermo sin desnudarse siquiera. Cada vez que la condesa le presentaba una poción, el conde sollozaba dulcemente y le besaba en silencio la mano.

El día de su muerte pidió perdón a su mujer de viva voz y mentalmente a su hijo por haber administrado tan mal su fortuna. Su tránsito fue apacible y al día siguiente acudieron sus amigos a despedirse del difunto. ¡Cuántas veces habían bailado y cenado con él haciendo mofa de sus manias! Sin embargo, en aquel momento, como si quisieran justificarse, repetían todos con un sincero sentimiento de remordimiento y de ternura: Con todo, era un hombre excelente ... Ya no se encuentran hoy día hombres como él ... Y por otra parte, ¿quién no tiene sus debilidades?

Cuando el viejo conde murió, sus asuntos estaban de tal modo embrollados que no hubo manera de poner nada en claro. La situación en que quedaron los deudos del difunto no parecía brillante ni mucho menos. Nicolás recibió la noticia en Paris, donde se encontraba con las tropas rusas. Solicitó en seguida su baja en el ejército y, sin esperar el resultado de su demanda, salió, con permiso, de la ciudad. Su situación económica se puso en claro un mes después de la muerte del conde y todo el mundo quedó estupefacto ante la enormidad de las deudas que se habían contraído y cuya existencia se ignoraba. El pasivo sobrepasaba en mucho a la herencia. Amigos y parientes aconsejaron a Nicolás que renunciara a ella, pero éste, considerando tal manera de obrar como un ultraje a la memoria de su padre, no quiso ni oír hablar de ello y aceptó pura y simplemente la herencia con la obligación de pagar las deudas.

Los acreedores que durante tanto tiempo habian callado a causa de la influencia que el conde, con su inagotable bondad, había ejercido sobre ellos, comenzaron a hacer valer sus derechos. Mitenka y varios otros que tenían pagarés en su poder, se mostraron los más exigentes y no daban a Nicolás tregua ni reposo. Aquellos que habían tenido paciencia en vida del conde, acosaban despiadadamente al joven heredero, que había aceptado de buen grado el cumplimiento de los compromisos que había contraído su padre. Ni uno solo de los arreglos propuestos por Nicolás fue aceptado. Las tierras fueron vendidas en pública subasta y quedaron aún por pagar la mitad de las deudas. Nicolás pidió prestados a su cuñado mil rublos para saldar aquellas que consideraba como deudas de honor, y se vio obligado, para evitar la prisión con que amenazaban los otros acreedores, a buscar un empleo.

Reingresar en el ejército, en el que a la primera ocasión sería, sin duda, nombrado jefe de regimiento, era de todo punto imposible, pues su madre se aferraba a él como a la última sonrisa de la vida. Así, pues, a pesar de sus pocos deseos de permanecer en Moscú entre la gente que antes le había conocido y a pesar de la repugnancia que le inspiraban los cargos civiles, acabó por conseguir un destino en la administración, se despidió del uniforme que tanto quería y se estableció con su madre y con Sonia en un piso moderno.

Natacha y Pedro, que residian en San Petersburgo, no tenían una idea precisa de las dificultades que pasaba Nicolás y que éste procuraba ocultarles, e ignoraban asimismo que con sus mil doscientos rublos de sueldo, no solamente tenia que subvenir a sus necesidades, sino que tenía que disimular su pobreza a los ojos de su madre. La condesa no podía admitir la existencia sin las condiciones de lujo a las que se había habituado desde su infancia y exigia a cada instante la satisfacción de sus menores caprichos sin darse cuenta de lo penoso que ello era para su hijo. Ora se trataba de un coche para enviar a buscar a una amiga, ora de un plato exquisito, ora de vino de marca para su hijo o dinero para comprar regalos a Natacha a Sonia o al propio Nicolás.

Sonia cuidaba de la casa, atendía a la tía, hacíale las lecturas, soportaba sus caprichos y su secreta animosidad y ayudaba a Nicolás a disimularle las dificultades económicas. Éste se percataba de que su agradecimiento por ella era una deuda que jamás podría saldar, pero al mismo tiempo que admiraba su paciencia y su ilimitada abnegación, procuraba rehuir toda intimidad con ella. Le dolía inmensamente no encontrar defectos en ella, y que reuniendo precisamente todas las perfecciones, le faltase algo indefinible que le hubiera llevado infaliblemente a ofrecerle su corazón, por lo que, cuanto más la apreciaba, menos capaz se sentía de amarla. Había aceptado presurosamente la palabra que ella le había devuelto, y manteníase ahora a distancia, como si quisiera darle a entender que el pasado había muerto definitivamente.

Sus dificultades económicas fueron en aumento. No solamente le era imposible ahorrar nada sobre su sueldo, sino que para satisfacer las exigencias de su madre se vio muy pronto obligado a contraer pequeñas deudas. ¿Cómo salir de aquel callejón sin salida? Lo ignoraba. La idea de casarse con una rica heredera como le proponían sus viejas amistades de la familia, le causaban una repugnancia invencible. En el fondo de su alma estimaba sus elogios a la princesa María, insistía para que su hijo le devolviera la visita, y expresaba su deseo de verla más a menudo. Era visible que el silencio de Nicolás a ese respecto le irritaba sobremanera.

— Tienes que ir a verla. Es una muchacha encantadora ... Verás al menos a alguien, pues entre nosotras debes de aburrirte mucho.

— No me interesa, mamá.

— No te comprendo, amigo mío. Tan pronto quieres ver a la gente como te hastías de ella.

— ¡Pero sí jamás he dicho que me aburriera! —exclamó Nicolás.

— ¡Cómo! ¿No acabas de decir que no querías verla? Es una muchacha de grandes cualidades, por la que siempre has tenido simpatía, pero ahora, ignoro por qué motivo ..., se me oculta todo.

— No digas eso, mamá.

— Te comprendería si se tratara de algo enojoso ..., pero devolver una visita que la cortesía exige ... En fin, puesto que tienes secretos para mí, no diré nada más.

— Iré, si esto te complace.

— A mí tanto se me da. Lo decía por tí.

Nicolás dio un suspiro, se mordió los bigotes y se esforzó por distraer la atención de su madre, pero al día siguiente y los sucesivos la condesa insistió sobre el mismo tema.

La fría acogida de Nicolás había herido a la princesa María en su amor propio y se decía: Harta razón tenía en no querer esa visita ... En el fondo, no debí esperar otra cosa ... Después de todo, fui a visitar a la pobre anciana que tan buena ha sido conmigo.

Pero con estas reflexiones no lograba aquietar la pena que experimentaba al pensar en el recibimiento que le había dispensado Nicolás. A pesar de su firme resolución de no volver nunca más a casa de los Rostov y olvidar cuanto había ocurrido, se sentía involuntariamente en una falsa posición y cuando trataba de ahondar en las causas de ella, se veía obligada a confesarse a sí misma que sus relaciones con Nicolás no eran extrañas a cuanto le acontecía.

Cierto día, en pleno invierno, cuando la princesa asistía a las lecciones de su sobrino, anunciaron la visita de Rostov. Resuelta a no dejar traslucir su secreto y a no denunciar su turbación experimentaba una sombría y amarga satisfacción al soportar sin la menor queja aquel peso abrumador. Huía de toda distracción con los amigos y se ocupaba en ayudar a su madre a hacer solitarios sobre la mesa y en pasearse por su habitación fumando en silencio su pipa. Al obrar así parecía cultivar aquel sombrío y taciturno estado de ánimo, que era lo único que le permitía soportar semejante vida de privaciones.

Capítulo II

Era principios de invierno cuando la princesa Maria llegó a Moscú, y por los chismes de la ciudad se enteró de cuál era ahora la verdadera situación de los Rostov. El hijo —decíase— se sacrificaba por su madre. No esperaba otra cosa de él, se dijo la princesa María, que vio en la abnegación de Nicolás una dulce confirmación de su amor hacia él.

Sus relaciones íntimas, casi de parentesco, con la familia Rostov le imponían el deber de ir a visitar a la condesa, pero el recuerdo de la estancia de Nieolás en Voronej le hacía penosa esa visita.

Dejó pasar unas semanas antes de decidirse a presentarse en casa de los Rostov. Nicolás fue el primero en recibirla, pues para ir a ver a la condesa tenía que atravesarse forzosamente la habitación de su hijo. En un principio, el rostro de Nicolás, lejos de expresar la satisfacción que la princesa esperaba ver reflejada en él, cobró una expresión de frialdad y de orgullo. Nicolás se interesó por la salud de la princesa, la acompañó a la habitación de la condesa y se separó de ellas al cabo de unos segundos.

Terminada la visita, Nicolás, con señalada gravedad, condujo a la princesa hacia la antesala y apenas contestó a las preguntas que ésta formuló acerca de la salud de su madre. ¿Qué le importa? —parecía decir su mirada—. Dejadme en paz.

— No puedo sufrir a esas damas y sus amabilidades —dijo a Sonia cuando el coche de la princesa se hubo alejado—. ¿Por qué vienen?

— No debes hablar asi, Nicolás —repuso Sonia tratando de disimular su alegría—. ¡Es tan buena y mamá la quiere tanto!

Nicolás guardó silencio y hubiera querido olvidar aquella visita, pero la condesa se refirió a ella con frecuencia. Rogó a la señorita Bourrienne que lo acompañara al salón. A la primera mirada que dirigió a Nicolás comprendió que éste había venido simplemente a cumplir con un deber de cortesía y se prometió a sí misma no salir de la reserva más absoluta. Así, pues, al cabo de los diez minutos que las conveniencias exigían y que fueron consagrados a preguntas banales acerca de la salud de la condesa y las últimas noticias, Nicolás se levantó y se dispuso a despedirse. Gracias a la señorita Bourrienne, la princesa María había sostenido bien hasta entonces la conversación, pero en aquel momento, fatigada de hablar de lo que tan escaso interés tenia para ella y volviendo, mediante un rápido encadenamiento de ideas, a su habitual aislamiento y taciturnidad, se sumió involuntariamente en una silenciosa meditación, con los ojos fijos ante ella y sin darse cuenta del gesto que Nicolás acababa de hacer. Éste fingió no haber advertido nada y cambió una palabra con la señorita Bourrienne, pero como la princesa permanecia inmóvil y pensativa, se vio obligado a mirarle y a darse cuenta del pesar que reflejaban sus delicadas facciones.

Parecióle entrever confusamente que él era la causa de tal dolor y no acertó a dar con las frases precisas que atestiguaran el interés que se tomaba por ella.

— Adiós, princesa —le dijo.

La princesa pareció despertarse y, sonrojándose, suspiró.

— Perdón —murmuró—. ¿Se va usted ya? Entonces, adiós. Pero, espere un momento. ¿Dónde está el almohadón para la condesa? —preguntó, dirigiéndose a la señorita Bourrienne.

— Voy en seguida a buscarlo —dijo la señorita Bourrienne saliendo de la habitación.

Hubo luego un embarazoso silencio.

— Pues sí, princesa —dijo finalmente Nicolás con una sonrisa melancólica—. Parece que fue ayer cuando nos vimos por primera vez en Bogutcharovo y, sin embargo, ¡cuántas cosas han pasado desde aquel día ...! Nos creíamos entonces muy desgraciados, pero, ¡cuánto no daría yo por volver a aquellos tiempos! No obstante, lo pasado no vuelve.

La princesa María posó sobre Rostov una mirada dulce y profunda y trató de comprender el sentido que ocultaban sus palabras.

— Es verdad —repuso la princesa—; nada tiene usted que reprocharse acerca del pasado, y en cuanto a su vida actual le dejará también un buen recuerdo de abnegación y sacrificios ...

— No puedo aceptar sus elogios —interrumpió vivamente Nicolás—, porque yo mismo me reprocho el que ... pero, en fin, no creo que eso pueda interesarle —añadió, recobrando, al pronunciar esas palabras, su expresión fria y distante.

Pero la princesa María sólo veía al hombre que había conocido y amado, y reanudó la conversación.

— Había creído que me permitiría usted expresarle ... —dijo con tono inseguro—. Mis relaciones con usted y los suyos eran tales, que creí que al atestiguarles mi simpatía no sería para usted motivo de ofensa. Pero parece que me he equivocado —añadió con voz trémula—. Antes no era usted así, y yo ...

— ¡Ah, hay muchas razones para ello! —repuso Nicolás—. Gracias, princesa —añadió con voz queda—, puede usted creer que a veces es muy penoso ...

Ahora comprendo el porqué —pensó la princesa María con un estremecimiento de alegría—. No solamente amé en él su mirada leal y sincera y su apuesto continente, sino que presentía toda la nobleza que encerraba su alma ... Es porque él es pobre y yo soy rica por lo que ... No hay duda, pues de no ser así ...

Y entonces, al recordar la cariñosa simpatia que ella le habia dejado entrever, y contemplar su semblante triste y lleno de bondad, comprendió los motivos de su aparente frialdad.

— Pero, ¿por qué, conde, por qué? —exclamó de pronto la princesa, acercándose sin darse cuenta a Nicolás—. ¿Por qué? Debe usted decírmelo.

Rostov guardó silencio.

— Ignoro sus razones, conde, pero también yo sufro y se lo confieso ... ¿Por qué privarme, pues, de su buena amistad? —y las lágrimas asomaron a sus ojos—. Es tan escasa la felicidad en mi vida, que toda pérdida me apena profundamente ... ¡Perdóneme usted, adiós!

Prorrumpió en llanto y encaminó sus pasos hacia la puerta.

— ¡Princesa, por Dios, aguarde usted un momento! Nicolás la detuvo. La princesa se volvió, sus miradas se cruzaron en silencio, el hielo estaba roto, y lo que hacía un instante les parecía aún imposible, se trocó en una próxima e inevitable realidad.

Hacia el otoño de 1814, Nicolás se casó con la princesa María y se fueron a vivir a Lisia-Gori, con la madre de Nicolás y Sonia.

Durante los cuatro años que siguieron a su matrimonio, Nicolás, sin tener que vender la menor parte de los bienes de su mujer, pagó todas sus deudas, incluso la que había contraído con Pedro, y en 1820 sus asuntos marchaban ya tan favorablemente, que había adquirido unas tierras lindantes con Lisia-Gori y estaba en tratos para comprar la propiedad de Otradnoie, que era su sueño más apetecido.

Nicolás, forzado por las circunstancias, se apasionó por la agricultura e hizo de ella su principal ocupación. No le gustaban las innovaciones y sobre todo las innovaciones inglesas que comenzaban entonces a estar de moda. Mofábase de los tecnicismos agrícolas, de los productos manufacturados, de las simientes caras y, en general, no creia en las especialidades.

No se cuidaba exclusivamente de una de las ramas de la administración en detrimento de las demás, sino que abarcaba con su actividad a la propiedad entera. Para él lo importante no era el oxígeno y el ázoe que la tierra y el aire contienen, el arado y los abonos, sino el trabajador que ponia en marcha todas esas fuerzas. El campesino absorbió desde un principio su atención. Para él no era un instrumento, sino un juez. Lo estudio con afán, trató de comprender sus necesidades y darse cuenta de lo que aquél juzgaba bueno o malo. Las disposiciones que tomaba el campesino eran para Nicolás una fuente de información. Solamente cuando hubo comprendido sus gustos y sus deseos, hablado en su propio lenguaje y leido en sus pensamientos, se sintió más próximo a ellos y pudo gobernarlos con mano firme y segura, es decir, proporcionarles los servicios que tenían derecho a esperar de él.

Su administración dio muy pronto excelentes resultados. Con una señalada clarividencia, Nicolás nombró para las funciones de administrador, estarosta y delegado, a los mismos que hubieran elegido los campesinos si tales cargos hubiesen sido designados por ellos. En lugar de analizar la composición química de los abonos o de sumirse en el debe y el haber, como decía con tono de chanza, se informaba acerca del número de bestias que poseían los campesinos y se esforzaba por todos los medios en aumentarlo.

No permitía que las familias tuvieran que separarse. Era despiadado respecto a los perezosos y depravados y, si era preciso, los expulsaba de la comunidad. Durante los trabajos de la siembra y las cosechas del trigo y del heno, vigilaba con la misma atención sus campos y los de sus aparceros, y pocos propietarios podían vanagloriarse de tener a los suyos en tan buen estado y que dieran tamaño rendimiento. No le gustaba tratar con los dvorovy (siervos domésticos agregados a la casa del señor), a los que consideraba como unos parásitos. Se le acusaba, sin embargo, de no mostrarse lo bastante severo para con ellos. Cuando tenía que castigar a alguno, era tan grande su indecisión, que antes de aplicar una sanción hacía consultas con todas las personas de la casa, y estaba contento si se le deparaba la ocasión de enrolar al culpable como recluta en lugar de un campesino. En cuanto a éstos tenía la seguridad de contar con su asentimiento respecto a todas las órdenes que daba concernientes a las faenas agrícolas. No se permitía abrumarles de trabajo, castigarlos o recompensarlos para su satisfacción personal. Tal vez no hubiera sabido decir en virtud de qué regla obraba de esa suerte, pero así se lo dictaba su alma firme e inflexible.

Sin embargo, con frecuencia, a propósito de alguna cosa desordenada o de un fracaso, exclamaba despechado: ¿Qué se puede hacer con nuestro pueblo ruso? Se imaginaba entonces detestar al campesino, pero amaba de todo corazón a nuestro pueblo ruso y a su genio.

Por eso lo había comprendido bien y siguió la buena senda a cuyo término estaba seguro de hallar buenos resultados. Tales absorbentes ocupaciones inspiraban a su mujer una especie de celos y la princesa lamentaba no poder participar en ellas y no poder compartir las alegrías y pesares de aquel mundo que tan extraño le era. ¿A qué obedecía aquella jovialidad y buen humor de que Nicolás daba muestras a la hora del té, después de haberse levantado con las luces del alba y haber pasado toda la mañana en los campos? ¿A qué se debía su entusiasmo cuando hablaba de la actividad de un rico campesino que había pasado toda la noche, con su familia, transportando haces o llenando el estercolero? ¿Por qué sonreía satisfecho cuando veía caer una lluvia menuda y apretada sobre los campos de avena o cuando el viento deshilachaba unos nubarrones que amenazaban con interrumpir las operaciones de la siega? ¿Por qué, jadeante, con los cabellos perfumados de menta y de ajenjo silvestres, se frotaba gozosamente las manos y exclamaba: Un día más como el de hoy y entramos nuestra cosecha y la de los campesinos?

La princesa se extrañaba asimismo de que Nicolás, con su buen corazón y su atención en adelantarse a todos sus deseos se mostrase contrariado al recibir, por mediación de su mujer, los ruegos de los campesinos que solicitaban ser relevados de ciertos trabajos. Siempre los rehusaba y, sonrojándose, la instaba a que en adelante no se mezclase en sus asuntos.

Cuando con objeto de penetrar en su pensamiento le hablaba del bien que derramaba a sus siervos, Nicolás exclamaba: Pues debes saber que es ésta la última de mis preocupaciones. No es para su bienestar por lo que yo trabajo. La felicidad del prójimo es pura poesía e historias de mujeres. Lo que procuro es que nuestros hijos no tengan un día que mendigar y que nuestra fortuna se consolide mientras esté en vida. No aspiro a otra cosa, y para lograrla, son precisos el orden, la severidad y la justicia —añadió—, pues si el campesino anda desnudo y está hambriento, si no tiene más que un caballo, no trabajará ni para él ni para mí.

¿Era, en verdad, de una manera tan inconsciente como Nicolás procuraba el bien a los demás y todo fructificaba entre sus manos? Lo cierto era que su fortuna aumentaba a ojos vistas. Los campesinos de los contornos de Lisia-Gori acudían a cada momento a ofrecerle su colaboración y mucho tiempo después de su muerte el pueblo conservó el recuerdo de su gestión.

Sabía muy bien lo que se hacía ... Pensaba primero en el bienestar del campesino y luego en el suyo ... Con él no era posible holgazanear ... En una palabra, era un buen administrador.

Capítulo III

Su propensión a estar dispuesto siempre a levantar la mano, su carácter impulsivo, recuerdo de sus tiempos de húsar, era lo que verdaderamente atormentaba a Nicolás.

Durante los primeros meses de su matrimonio no vio en ello nada de reprensible, pero al segundo año, cierto incidente le hizo cambiar súbita y radicalmente de opinión.

Hizo llamar un día al sucesor del difunto Drone, el estarota de Bogutcharovo, acusado de malversaciones. Nicolás le recibió en la puerta de entrada y a las primeras palabras que pronunció el inculpado, respondió con una sarta de injurias y de golpes. Unos momentos después entró para comer, se acercó a su mujer atareada, con la cabeza baja, en sus labios y le refirió como de costumbre cuanto había hecho por la mañana y también la cuestión del estarosta.

La condesa María, ora sonrojándose, ora palideciendo, no levantó la cabeza y guardó silencio.

— ¡Valiente bribón! —exclamó Nicolás acalorándose al recordar la escena—. Si al menos hubiese dicho que estaba borracho, pero ... ¿Qué te pasa, María?

Esta alzó los ojos hacia su marido, trató en vano de decir algo y bajó nuevamente la cabeza ...

— ¿Qué te pasa, amiga mía?

Las lágrimas embellecían siempre a la condesa María. Su llanto no se debía nunca a la cólera o al sufrimiento físico sino al pesar o a la compasión, por lo que sus ojos cobraron entonces un encanto irresistible. Y a la pregunta de su marido no pudo contener las lágrimas.

— Lo he visto todo, Nicolás ... Ya sé que es culpable ... pero, ¿por qué le has ...?

Y ocultó el rostro entre las manos.

Nicolás no contestó, se sonrojó, se apartó de ella y se puso a pasear por la habitación.

En su irresolución echó una ojeada sobre aquel rostro amado que sufría por causa de él y comprendió que la razón estaba de parte de su mujer y se sintió culpable.

— María —le dijo dulcemente—, te juro que eso no volverá a suceder ... ¡Nunca más! —añadió con voz emocionada como un niño que implora el perdón.

Las lágrimas de la condesa se hicieron más copiosas, cogió la mano de su marido y se la llevó a los labios.

— ¿Cuándo se te rompió este camafeo, Nicolás? —dijo la condesa, para cambiar de conversación, mientras examinaba una sortija que Rostov llevaba siempre en un dedo y que representaba la cabeza de Laocoonte.

— Ha sido esta mañana, María, y esta sortija rota me recordará en lo sucesivo la palabra que acabo de darte.

A partir de aquel día, cuando se le subía la sangre a la cabeza y se cerraban sus puños, volvía rápidamente su sortija y bajaba los ojos ante quien era la causa de su arrebato. Sin embargo, de vez en cuando se dejaba llevar por la cólera y entonces, después de confesárselo a su mujer, le renovaba su promesa.

— María, seguramente debes despreciarme ... —decía.

— Pero, ¿por qué no te vas cuando no te sientes con ánimo para dominarte? —le contestaba la condesa, para consolarle.

Como durante todo el invierno estaba casi siempre en casa, observaba los menores detalles de la vida familiar y se iba compenetrando más y más con su mujer a medida que descubría las grandes virtudes de ternura y de inteligencia que atesoraba su alma.

Antes de su matrimonio, Nicolás, acusándose a sí mismo y rindiendo justicia a su conducta de Sonia, había contado a la princesa Maria cuanto había ocurrido entre ambos, rogándole se mostrara cariñosa y afable para con su prima. La princesa María comprendió la falta de su marido, se imaginó que su fortuna había influido en su decisión, se sintió incómoda en presencia de Sonia y, no podiendo reprocharle nada, hizo lo posible para quererla. Sin embargo, no pudo lograrlo y con frecuencia no disimulaba la animosidad que sentia contra ella. Finalmente, un día, reconviniéndose a sí misma, confesó a Natacha los sentimientos que le embargaban.

— ¿Te acuerdas —le preguntó Natacha— de un pasaje del Evangelio que cuadra maravillosamente con Sonia?

— ¿Cuál? —preguntó la princesa María, extrañada.

— Este: A quien es rico todo le será dado y poseerá todavía más, pero a quien nada tiene le quitarán incluso lo poco que posee. Ella es quien nada posee y quien ha sido desposeía de todo. ¿Por qué? Lo ignoro. Quizá porque carece de egoísmo ... Pero lo cierto es que todo se lo han arrebatado ... Debo confesarte que me da mucha pena. Antes deseaba que se casara con Nicolás, pero presentía al mismo tiempo que tal matrimonio no se efectuaría jamás. Es la flor estéril de la Escritura, pero a veces me parece que no tiene los mismos sentimientos que nosotros.

La condesa María objetó a Natacha que aquellas palabras del Evangelio tenían otra significación, pero viendo a Sonia, acababa por dar la razón a su cuñada. Sonia parecía, efectivamente, resignarse a su destino de flor estéril y a no darse cuenta de lo penosa que resultaba su situación. Hubiérase dicho que, como los gatos,,parecía familiarizarse más con la casa que con las personas que la habitaban. Cuidaba a la condesa, acariciaba a los niños y se mostraba siempre dispuesta a prestar todos los servicios imaginables, y todo esto era aceptado por los demás como una cosa natural y sin expresar por ello el menor agradecimiento.

Capítulo IV

Natacha, aquel año de 1820, concretamente el día 5 de diciembre, víspera de la festividad de san Nicolás, se encontraba con sus tres hijos y su marido, en la casa de su hermano, desde comienzos de otoño. Pedro se habia marchado a San Petersburgo por asuntos particulares, según decía, y aun cuando había de pasar en aquella ciudad tres semanas, hacia ya siete que estaba ausente, por lo que se le esperaba de un momento a otro.

Aquel 5 de diciembre, además de la familia Bezukhov, los Rostov hospedaban en su casa a un antiguo amigo de Nicolás, el general retirado Basilio Feodorovitch Denisov.

Estaban su madre, la anciana señora Bielova, que vivía con ella, su mujer, sus tres hijos, la institutriz, el preceptor de su sobrino. Sorda. Denisov, Natacha, los tres hijos de ésta, la niñera y el viejo arquitecto Miguel Ivanovitch, que pasaba sus días de descanso en Lisia Gori.

La condesa María estaba sentada a la cabecera de la mesa. Tan pronto como su marido hubo ocupado su sitio, en el modo de desplegar la servilleta y de apartar bruscamente el plato de sopa que tenía delante, conoció que estaba de mal humor. Solía estarlo cuando volvía del campo y se encontraba, al sentarse a la mesa, con el plato de sopa delante de él.

La condesa María, que conocía perfectamente su estado de ánimo, esperaba tranquilamente que hubiese terminado la sopa y entonces se dirigía a él con dulces palabras y le obligaba a confesar que estaba malhumorado sin motivo alguno. Pero aquel día se olvidó de su prudente costumbre. La entristecía que sin razón alguna se mostrara contrariado y su actitud le causaba mucha pena. Le preguntó a dónde había ido y Nicolás se lo dijo. Siguió preguntándole si todo marchaba bien en los campos. Rostov, visiblemente molesto por el tono artificioso de la pregunta, frunció el entrecejo y se limitó a murmurar unas palabras.

No me he equivocado. ¿Por qué estará disgustado conmigo?, pensó la condesa, que en el acento brusco de su marido adivinó su deseo de no proseguir la conversación. Sin embargo, aun cuando la princesa se daba cuenta de que sus preguntas no eran del todo adecuadas en aquel momento, no podía por menos de continuar interesándose por las actividades de su marido.

En el transcurso de la cena, gracias a Denisov, la conversación se hizo general y animada, pero la condesa María no volvió a dirigir la palabra a su marido.

Cuando los circunstantes se levantaron de la mesa fueron a cumplimentar a la vieja condesa. Entonces la condesa María tendió la mano a su marido y le preguntó por qué razón estaba enojado con ella.

— Siempre sales con extravagancias. No tengo el menor deseo de enojarme —replicó Nicolás.

Pero la palabra siempre encerraba, a juicio de la condesa Maria, este significado: Sí, estoy enfadado, pero no quiero explicarte la causa.

Nicolás vivía tan acorde con su mujer, que hasta Sonia y la vieja condesa que, por celos, deseaban que surgiera alguna desavenencia entre ambos, no podían dar con ningún motivo de reproche.

— Señoras y señores —dijo Nicolás en voz alta y con fingido buen humor que a la condesa María le pareció una ofensa dirigida expresamente a ella—, estoy levantado desde las seis de la mañana. Hoy quiero descansar un poco, porque mañana tendré un día muy ajetreado.

Y sin dirigir una sola palabra a su mujer se marchó al saloncillo y se tumbó en el diván.

¡Como siempre! Habla con todo el mundo menos conmigo bien se ve que le inspiro repugnancia, sobre todo en este estado, pensó la princesa.

Contempló su vientre abultado y vio en el espejo su rostro amarillento, afinado, y sus ojos hundidos y grandes como nunca lo habían sido. Todo le pareció desagradable: los gritos y las risas de Denisov, los dichos de Natacha y, sobre todo, la mirada furtiva que le dirigió Sonia, a la que escogía la primera para hacerla blanco de su cólera.

Permaneció unos momentos con los invitados y, no acertando a comprender nada de cuanto decían, salió despacio de la estancia y se fue a la habitación de los niños. Los pequeñuelos jugaban a hacer un viaje a Moscú, encaramados sobre unas sillas, y la invitaron a marcharse con ellos. La condesa María se sentó y les acompañó en el juego; pero el pensamiento de su marido y su inmotivado arrebato la atormentaban continuamente. Se levantó y con dificultad, caminando de puntillas, se dirigió al saloncillo.

— Tal vez no esté dormido todavía ... Hablaré con él ...

Andruchka, el mayor de los niños, andando también de puntillas, la siguió, pero la condesa María no lo advirtió.

En aquel momento la condesa María oyó la voz de Sonia que se hallaba en el saloncillo y que decía:

— Me parece que está durmiendo, querida María. Está cansado y Andruchka podría despertarlo.

La condesa se volvió y vio a Andruchka. Comprendió que Sonia tenía razón y precisamente por eso se molestó y retuvo penosamente una palabra violenta. No contestó, pero, para no obedecer a la sugerencia de Sonia, hizo señas a Andruchka de que la siguiera en silencio y se dirigió hacia la puerta.

Desde la habitación donde dormía Nicolás, llegaba a los oídos de la condesa el rumor de su respiración acompasada, cuyos matices ella conocía muy bien. Al escuchar su respiración imaginábase la frente despejada de su marido, su bigote y su rostro, que la condesa contemplaba en el silencio de la noche mientras él dormía. De pronto, Nicolás se movió y tosió, lo que dio motivo a que Andruchka gritara desde la puerta:

— ¡Papá, mamaíta está aquí!

La condesa María palideció de espanto y comenzó a hacer señas a su hijo. El pequeño calló, por unos momentos reinó un silencio que a la condesa Maria le era muy penoso, porque sabía que Nicolás se contrariaba mucho si le despertaban. De pronto, oyóse a través de la puerta otro carraspeo y la voz desabrida de Nicolás:

— No me dejáis tranquilo un momento. ¿Eres tú, María? ¿Por qué has traído al niño?

— Había venido sólo por mirar ... No vi al pequeño ... Perdóname.

Nicolás tosió ligeramente y calló. La condesa María se retiró de la puerta y acompañó a su hijo a la habitación. Al cabo de cinco minutos, la pequeña Natacha, una criatura de tres años, con ojos negros y que era la predilecta de Nicolás, al enterarse por su hermano que su padre dormía y que su madre se hallaba en el saloncillo, corrió al encuentro de aquél.

— ¡Natacha! ¡Natacha! —gritaba, conteniendo su voz, la condesa María desde la puerta—. Papá quiere dormir.

— No, mamá, no quiere dormir —repuso convencida la pequeña—. Está riendo.

Nicolás quitó las piernas del diván y cogió en brazos a su hija.

— Entra, Matcha —dijo a su mujer.

La condesa María entró en la habitación y se sentó al lado de su marido.

— No me di cuenta de que entraba —aventuró tímidamente.

Nicolás, que tenía cogida de la mano a la pequeña, miró a su mujer, y percibiendo la expresión culpable que debía reflejar su rostro, la enlazó con la otra mano y le besó los cabellos.

— ¿Damos un beso a mamá? —preguntó a Natacha.

La pequeña, presa de confusión, se echó a reír.

— ¡Otra vez! —exclamó con gesto imperioso, señalando el lugar donde Nicolás había besado a su mujer.

— No sé por qué te figuras que estoy de mal humor —dijo Nicolás en respuesta a la pregunta que sabía estaba en el ánimo de su mujer.

— No puedes imaginarte cuánto sufro cuando te veo en este estado. Siempre me parece que ...

— ¡Bah, María, no digas más tonterías! —exclamó Nicolás riendo.

— Me parece que no puedes amarme porque soy tan fea ... siempre, y, sobre todo, ahora ... en este estado.

— ¡Por Dios, María, no digas esas cosas! Sólo Malvina y otras como ella son amadas únicamente porque son hermosas. Pero, ¿es que yo amo a mi mujer? No no te amo, pero, ¿cómo decírtelo? Sin tu presencia, o cuando estamos enojados, me siento desorganizado y no puedo hacer nada. ¿Acaso amo a mi dedo? No, no lo amo, pero si me lo cortaran ...

— Mis sentimientos son distintos, pero comprendo lo que dices. ¿No estás, pues, enojado conmigo?

— ¡Terriblemente! —exclamó jovialmente Nicolás.

Y acariciándose los desgreñados cabellos se puso a pasear por la habitación.

— ¿Sabes lo que pienso, María? —preguntó de repente, reflexionando en voz alta.

No se preguntaba, porque poco le importaba, si la condesa estaba dispuesta a escucharlo.

La condesa María le escuchó, hizo algunas observaciones y comenzó asimismo a pensar en voz alta. Se refería a los pequeños.

— Fíjate cómo apunta ya la mujercita —dijo, señalando a la pequeña Natacha—. Los hombres nos echáis en cara a las mujeres la falta de lógica. Y nuestra lógica es ésta. Cuando yo le digo: Papá quiere dormir, ella contesta: No es verdad, está riendo. ¡Y tiene razón!

La condesa María sonreía beatíficamente.

— Sí, sí.

Nicolás cogió a la pequeña, la levantó, la sentó sobre sus hombros y comenzó a dar vueltas por la habitación. Padre e hija parecían igualmente felices.

— Una cosa debo decirte. Temo que muestras una excesiva parcialidad. La quieres demasiado —murmuró la condesa María.

— Sí, es verdad, pero, ¿qué quieres que haga? Ya procuro disimularlo.

En aquel momento un rumor de pasos anunció que alguien acababa de llegar al vestíbulo.

— Estoy seguro de que es Pedro. Voy a verlo.

Y la condesa María salió de la habitación.

Nicolás se puso a corretear por la habitación, y cuando comenzó a dar resoplidos, bajó a la pequeña de sus hombros y la besó fuertemente.

— ¡Nicolás, es él, es él! —exclamó la condesa María, entrando en la habitación—. Natacha no cabe en sí de gozo. ¡Tenías que oír de qué modo lo reconvenía por haber tardado tanto en venir! ¡Vamos en seguida! ¡Y basta de besos! —añadió, sonriendo, mirando a la pequeña colgada del cuello de su padre.

Nicolás salió con su hijita en brazos y la condesa se quedó sola.

Capítulo V

Pedro recibió una carta de San Petersburgo, de uno de sus amigos, cuando hacía cuatro meses que se encontraba viviendo en casa de los Rostov, miembro de una sociedad que él había fundado, y que requería su presencia en la ciudad.

Natacha, después de haber leído la carta, pues leía todas las que recibía su marido, y a pesar del dolor que la separación de Pedro había de producirle, fue la primera en aconsejarle que efectuara el viaje, pues siempre temía ser un obstáculo a las actividades intelectuales de su marido. A la mirada tímidamente interrogadora de Pedro, respondió Natacha con una aquiescencia sin reservas. Solamente le rogó que fijara la duración de su ausencia y se convino en que ésta sería de cuatro semanas.

Había transcurrido ya un mes y medio desde la marcha de Pedro, y Natacha, al ver que no regresaba su marido, pasaba con frecuencia de la irritación a la melancolía y hasta a la inquietud. Desde hacía algunos días había llegado a Lisia Gori el general retirado Denisov. Miraba a Natacha con asombro y tristeza, como se contempla un retrato cuyo vago parecido recuerda imperfectamente al ser que se amó.

Aquellos dias Natacha estaba triste, y su tristeza aumentaba todavía cuando su madre, su hermano, Sonia o la condesa María trataban, para consolarla, de excusar el retraso de Pedro.

— Todas esas reflexiones y toda esa estúpida sociedad no son más que tonterias —decia, refiriéndose a cosas de cuya importancia estaba firmemente convencida. Luego se iba a la habitación de sus hijos para dar el pecho a Petia. Sólo podía consolarla aquel pequeño ser que se aferraba a su seno y que lanzaba suavísimos resoplidos con su diminuta nariz. Y con los movimientos de su boquita parecía decirle: Tú te enfadas, eres celosa, quisieras vengarte, pero tienes miedo. Y yo, que estoy aquí, soy el mismo que él ... Era la pura verdad y nada se podía objetar.

Cuando el coche de Pedro se detuvo ante la puerta, Natacha amamantaba a su hijo. La vieja criada, que conocía el secreto de alegrar a su ama, entró rápidamente en la habítación para comunicarle la noticia.

— ¿Ha llegado? —preguntó Natacha sin hacer el menor movimiento por miedo a despertar a su hijo, que se había dormido.

— Sí, señora.

Natacha sintió que la sangre se agolpaba en sus sienes, las piernas se le doblaban y no podía dar un paso. El pequeño abrió los ojos, miró a su madre como si quisiera cerciorarse de su presencia y nuevamente movió los labios. Natacha le retiró suavemente el pecho, puso a su hijo en manos de la vieja criada y luego se dirigió hacia la puerta.

Presa de remordimiento por haber dado muestras de una desmedida alegría y por haberse desprendido demasiado fácilmente del pequeño, se detuvo en el quicio de la puerta y se volvió.

— Váyase usted tranquila, señora —murmuró la vieja, sonriendo con familiaridad a su ama y depositando al niño en la cuna.

Natacha, con paso diligente, se dirigió a la antesala. En aquel momento, Denisov, que fumando una pipa salia de su habitación y cruzaba el salón, reconoció por primera vez a la Natacha de antaño, cuyo rostro transfigurado resplandecía con una luz clara y alegre.

— ¡Ha llegado! —exclamó Natacha corriendo.

Y Denisov se alegró de la llegada de Pedro, que no era ciertamente santo de su devoción.

Al llegar a la antesala, Natacha se dio cuenta de la presencia de una persona de alta estatura, arrebujado en una pelliza y que en aquel momento se estaba quitando la bufanda.

— ¡Es él, es él! ;Sí, ya está aquí! —exclamó.

Y corriendo hacia Pedro le abrazó fuertemente. Luego retrocedió unos pasos y contempló el rostro frío, congestionado y satisfecho de su marido. Sí, es él y está contento y de buen humor, pensó.

De pronto, recordó las angustiosas horas sufridas durante las dos semanas que había estado esperándole. La alegría que iluminaba su rostro se desvaneció, frunció el entrecejo, y a los primeros transportes de gozo sucedieron los reproches y las palabras duras.

— Sí, claro, tú estás muy satisfecho y te has divertido mucho. Pero, ¿y yo? ¡Al menos te hubieses acordado de los pequeños! Me moría de angustia y se me cortó la leche ... Petia ha estado muy enfermo. Y tú, ¿estás contento? Sí, claro ...

Pedro no se consideraba culpable, porque le habia sido imposible regresar más pronto.

Aquellas palabras agresivas eran, pues, inadecuadas. Sabía muy bien que al cabo de dos minutos se habría disipado la borrasca y se daba cuenta, sobre todo, de que se sentía alegre y satisfecho. Quería sonreír, pero no se atrevía ni a pensar en ello. Optó, pues, por dar a su semblante un aspecto de culpabilidad y agachó la cabeza.

— No podía venir antes, te lo juro ... Y Petia, ¿cómo se encuentra?

— Ya está bien; no ha sido nada. Vámonos. ¡Si supieras cuanto sufro cuando tú estás ausente ...!

— ¿Te encuentras bien?

— Vamos —dijo Natacha, y sin soltarle la mano entraron en la habitación.

Cuando Nicolás y su mujer fueron en busca de Pedro, éste se hallaba en la habitación de los pequeños y sostenía con su enorme mano derecha al niño que acababa de despertarse y que sonreía gozoso con la boca abierta, en la que apuntaba un solo diente.

Hacía ya un buen rato que la tempestad había amainado y un sol radiante resplandecía en el rostro de Natacha, que miraba a su marido y a su hijo.

— ¿Se lo has contado todo al príncipe Feodor? —preguntó Natacha.

— Sí, todo.

— Ya ves que erguido se mantiene —decía Natacha, pensando en la cabecíta de su hijo—. ¡Ah, qué horas de angustia me has hecho pasar! ... ¿Has visto a la princesa? ¿Es verdad que está enamorada de ...?

— Sí, ya puedes figurártelo.

En aquel momento entraron Nicolás y la condesa María. Pedro, sin dejar al pequeño, se ladeó para besarlos y contestó a las preguntas que le hicieron.

— ¡Qué preciosidad de criatura! —dijo la condesa María haciendo mimos al pequeño—. No comprendo, Nicolás —añadió dirigiéndose a su marido—, cómo no te gustan esas preciosidades.

— Pues no lo entiendo, no puedo entenderlo —replicó Nicolás, mirando al niño con actitud indiferente—. Un pedazo de carne. Vamos, Pedro.

— Y en cambio, no hay otro padre como él —dijo la condesa María para justificar a Nicolás—, pero no le gustan hasta que han cumplido por lo menos un año ...

— Pedro es muy cariñoso —intervino Natacha—. Dice que su mano tiene la medida justa del trasero del pequeño. Fijaos ...

— Sí, pero mis manos no sólo sirven para eso —atajó Pedro.

Y con una cara muy risueña depositó su hijo en manos de la vieja criada.

Capítulo VI

Exactamente igual que en todos los hogares, en Lisia Gori vivían personas de distintas condiciones, y que no obstante se hacían mutuas concesiones y formaban un todo completamente armónico. El más ínfimo incidente era igualmente triste, alegre o grave para todos, pero los motivos que les impulsaban a alegrarse o entristecerse eran particulares de cada uno de ellos. El retorno de Pedro a Lisia Gori fue uno de los más felices e importantes acontecimientos, y dejó sentir sus efectos en toda la casa.

El pequeño Nicolás Bolkonsky, que contaba quince años, aunque de complexión enfermiza y delicada, era inteligente y avispado. Como todos los demás habitantes de la casa no cabía en sí de gozo, pues el tío Pedro, como le llamaba, era objeto de su entusiasta adoración. La condesa María, que cuidaba de su educación, no había logrado inculcarle semejantes sentimientos respecto a su Nicolás e incluso parecía que el muchacho mostraba hacia él una indiferencia ligeramente desdeñosa. Ni el uniforme de húsar ni la cruz de San Jorge de su tío Rostov excitaban sus deseos. Pedro era su dios y su único afán era llegar a ser tan bueno y tan instmido como él. Cuando le veía, su rostro se iluminaba, y si Pedro le dirigía la palabra, su corazón latía desacompasadamente y se sonrojaba de placer. Retoma todo cuanto le oía decir y lo repetía una y otra vez o lo discutía con Desalíes.

El pasado de Pedro, las desventuras que le acontecieron antes de la guerra, su cautiverio, la poética novela que a este respecto había hilvanado con palabras cogidas al vuelo, su amor por Natacha, a la que amaba con exaltación infantil, y, sobre todo, la amistad de Pedro por su padre, hacían de él a los ojos del chiquillo, un héroe y un ser sagrado. La emocionada ternura con que Pedro y Natacha hablaban del difunto había dado pie a que el muchacho, cuyos sentimientos afectivos comenzaban vagamente a despertarse, adivinara que su padre había amado a Natacha y que, al morir, la había legado a su amigo. El pequeño Nicolás sentía, pues, por su padre una verdadera veneración y, aun cuando no podía recordar sus facciones, se lo representaba constantemente en su imaginación, en medio de lágrimas de ternura.

Según la opinión de los más, Pedro tenía entre otros defectos —que él consideraba cualidades— los de vestir con negligencia y ser en extremo desidioso, pero Natacha había adquirido otro: la avaricia. Desde que vivía en familia, Pedro, cuya servidumbre era muy numerosa y sus gastos muy cuantiosos, había observado con gran admiración que gastaba menos que antes y que sus últimos negocios, a pesar de la demora de las deudas contraídas por su primera mujer, empezaban a dar excelentes resultados. Sus gastos habían menguado porque llevaba una vida regular, y el lujo más costoso, que consistía en cambiar a cada momento el tren de vida, había sido ya abandonado y nadie lo echaba de menos. Comprendía que su modo de vivir había sido definitivamente establecido hasta la hora de su muerte y que estaba en su mano el someterlo a la menor modificación.

Pedro, satisfecho, con rostro risueño, desenvolvia los paquetes de los regalos.

— ¿No está mal, verdad? —dijo, desplegando un trozo de ropa como lo haría un tendero.

Natacha, sentada ante Pedro con la mayor de las niñas en su regazo, miraba alternativamente los ojos brillantes de su marido y los objetos que éste iba mostrando.

— ¿Es para la señora Bielova? —preguntó Natacha. Luego tocó la tela y añadió—: Te ha costado por lo menos a un rublo el metro.

Pedro contestaba a las preguntas de su mujer.

— Es caro —objetó Natacha—. ¡Qué contentos estarán los niños y la mamá! Pero ... ¿por qué me has comprado esto? —agregó, sin poder contener una sonrisa, al ver un peine de oro emblanquecido de perlas, que por lo visto era la última moda en las grandes capitales.

— Fue Adela quien me aconsejó que lo comprase —dijo Pedro.

— ¿Cuándo lo podré lucir? —prosiguió Natacha aplicando el peine en una de sus trenzas—. Quizá se vuelvan a llevar cuando presentemos a Matchenka en sociedad. Y ahora, vámonos.

Cogieron los regalos y se dirigieron primero a la habitación de los niños y después a la de la condesa. Esta había rebasado ya los sesenta años. Sus cabellos, completamente blancos, aparecían cubiertos de una pequeña cofia, su rostro estaba surcado de arrugas, sus ojos, como eternamente empañados, y el labio inferior, sumido.

Capítulo VII

Cuando vieron a la condesa, al entrar en su habitación, Pedro y Natacha, comprendieron que aquélla se encontraba en aquel estado en que le era necesario el trabajo cerebral de jugar un solitario con los naipes. Por eso, aunque pronunciara las palabras con que solía saludar el regreso de su yerno: ¡Gracias a Dios que has llegado, querido! Hacía ya mucho tiempo que te esperábamos. ¡Loado sea Dios!, y aquellas otras que proferia cuando la agasajaban con algún presente: No es el obsequio lo que te agradezco, amigo mío, sino el que te hayas acordado de mí, era evidente que, en aquel momento, la presencia de Pedro la contrariaba porque la distraía del solitario inacabado. Y hasta que no lo hubo terminado no se puso a examinar los objetos.

Eran éstos un estuche para juego de naipes magníficamente trabajado, una taza de porcelana de Sévres color azul pálido, en cuya tapadera había pintadas unas pastoras, y una tabaquera de oro con el retrato del conde que la condesa hacía mucho tiempo deseaba y que Pedro había encargado a un miniaturista de San Petersburgo. En aquel momento, como no tenia muchas ganas de llorar, miró el retrato con escasa atención y se ocupó preferentemente del estuche.

— Gracias, querido, estoy muy contenta, pero lo que más me gusta es que hayas regresado. Eso no está bien. Lo que tienes que hacer es reñir a tu mujer, que sin ti parece estar como loca y no ve nada ni se acuerda de nada —sentenció, como solía hacerlo en semejantes circunstancias-. Mira, Ana Timofeievna, el estuche que me ha traído mi hijo.

La señora Bielova admiró el obsequio y se entusiasmó con la tela que le habían traído.

Aunque Pedro, Natacha, Nicolás, la condesa María o Denisov tuviesen que decir algo de lo que no podían hablar delante de la condesa, no porque se ocultasen de ella, sino porque la pobre mujer vivía tan atrasada sobre ciertas cosas, que sí comenzaban a conversar delante de ella era preciso contestar a preguntas fuera de lugar y repetir cosas que ya habían sido dichas mil veces, como por ejemplo, que fulano había muerto o que zutano se había casado, lo que la condesa olvidaba en seguida, pues bien, a pesar de ello permanecieron como de costumbre en el salón cerca del samovar. La condesa dirigió a Pedro una serie de preguntas inútiles que no interesaban a nadie, a las que Pedro tuvo que responder: El príncipe Basilio ha envejecido la condesa María Alexeievna le envía recuerdos ...

Aquella conversación, que a nadie importaba, pero que era necesaria, prosiguió mientras tomaron el té. Alrededor de la mesita redonda y cerca del samovar, que estaba al cuidado de Sonia, se hallaban reunidas todas las personas mayores de la familia. Los niños, los preceptores y las niñas habían ya tomado el té y se habían trasladado a la habitación contigua. En el salón cada cual ocupaba el lugar de costumbre. Nicolás estaba sentado junto a la estufa, ante una mesita donde le habían servido el té; a su lado, tumbada debajo de una butaca, había la vieja perra Milka, en cuyo hocico gris resplandecían sus grandes ojos negros; Denisov, con sus blancos cabellos ensortijados, su bigote, sus patillas y la guerrera de general desabrochada, estaba sentado cerca de la condesa María.

Pedro se sentaba entre su mujer y la vieja condesa. Contaba lo que a su juicio podía interesar a la anciana, cosas que había sabido por personas que en otro tiempo frecuentaban a su suegra y que habían formado un mundo real, viviente, particular. Sin embargo, los más de sus componentes, como la vieja condesa, andaban dispersos por el mundo y acababan sus días recogiendo las últimas espinas que habían sembrado durante su vida, lo que no era óbice para que a juicio de aquélla constituyeran un mundo verdaderamente serio y real. Por la animación que se reflejaba en el rostro de Pedro, comprendió Natacha que quería contar muchas cosas interesantes acerca de su viaje, pero que no se atrevía a hacerlo delante de la condesa. Ello parecía disgustar a Denisov que, por no pertenecer a la familia, no comprendía la prudencia de Pedro. El general retirado se interesaba mucho por cuanto ocurría en San Petersburgo e incitaba continuamente a Pedro a que relatara lo que acababa de suceder en el regimiento de Semionovsky y hablara de Araktcheiev o de la Sociedad Bíblica.

Pedro se olvidaba de vez en cuando de la presencia de la vieja condesa y principiaba algún relato, pero Nicolás y Natacha se apresuraban a cambiar el tema de la conversación y se interesaban por la salud del príncipe Iván o de la condesa María Antonovna.

— Y aquel revuelo que se armó entre Gosner y la señora Tatarínovna, ¿no se ha apaciguado todavía? —preguntó Denisov.

— ¿Cómo que no se ha apaciguado todavía? —exclamó Pedro—. ¡Completamente! La Sociedad Bíblica es ahora el Gobierno.

— ¿Qué pasa? —preguntó la condesa, que ya había bebido su té y parecía buscar un pretexto para enfadarse—. ¿Qué has dicho? ¿El Gobierno? No lo entiendo.

— Ya sabes, mamá —intervino Nicolás, que sabía de qué manera había de traducirse aquello en el lenguaje de su madre—, ya sabes que es el príncipe Alejandro Nicolaievitch Golitzin quien ha fundado la sociedad. Pues bien, parece que es ahora muy poderoso.

— Araktcheiev y Golitzin constituyen ahora todo el Gobierno —replicó imprudentemente Pedro—. ¡Y qué Gobierno! Todo les infunde miedo y ven conspiraciones por todas partes.

— ¡Pero, cómo! ¿De qué se culpa al príncipe Alejandro Nicolaievitch? Es un hombre muy respetable. Lo encontré en casa de María Antonovna —exclamó la condesa con tono disgustado y ofendiéndose aún más por el silencio que siguió a sus palabras—. Hoy se critica a todo el mundo, ¿qué mal puede haber en la sociedad evangélica?

La condesa se levantó, y con ella los demás, y con continente severo se dirigió al diván que estaba al lado de la mesa.

En medio del penoso silencio que se habia producido se oían las voces y las risas de los niños. Evidentemente había surgido entre la chiquilleria algún incidente jubiloso.

— ¡Ya está! ¡Ya está! —decía la voz de la pequeña Natacha dominando las de los demás.

Pedro, sin quitar casi los ojos de Natacha, dirigió una mirada de reojo a la condesa María y a Nicolás y sonrió alegremente.

— Eso sí que es una música maravillosa —dijo.

— Ana Makharovna debe de haber terminado su labor —opinó la condesa María.

— ¡Oh, voy a verlo! —dijo Pedro con transportes de gozo—. ¿Sabes por qué me gusta tanto esa música? —añadió, deteniéndose en el umbral de la puerta—. Pues porque son ellos los primeros en darme a entender que todo marcha bien. Cuando llego de fuera, a medida que me voy acercando a mi casa más se apodera de mí el miedo, pero cuando al entrar llegan a mis oidos los gritos de Andruchka ... ¡Ah, entonces me digo que todo va bien! ...

— Sí, ya sé lo que esto significa —confirmó Nicolás.

Cuando Pedro entró en la habitación de los niños arreciaron los gritos y las risas.

— Ana Makharovna —decía la voz de Pedro—, venga usted aquí, en el centro de la habitación, y cuando diga tres ... Y tú, ponte aquí ... No te muevas, ya te cogeré en brazos ... ¿Listos? Pues ¡atención! Uno ... dos ... —gritó Pedro.

Y tras un nuevo silencio, se oyó:

— ¡Tres! ...

La habitación se llenó de las voces entusiastas de los niños.

— ¡Dos! ¡Dos! —exclamaron los pequeños.

Se trataba de dos medias que Ana Makharovina, por un procedimiento que sólo ella sabía, hacía al mismo tiempo, y que cuando estaban terminadas separaba una de otra con gran solemnidad, en presencia de los niños.

Capítulo VIII

Los preceptores y las niñeras, acompañados de los niños, entraron en el salón para besar a sus padres, y Nicolás murmuró al oído de Desalíes que quería pedir permiso a su tía para quedarse allí en tanto los otros iban a acostarse.

— Tía, ¿me permite usted quedarme un poco más? —suplicó finalmente a la condesa María.

Ésta volvió los ojos hacia aquel rostro en el que se reflejaba la emoción y la esperanza.

— Cuando usted está aqui no sabe marcharse —dijo la condesa a Pedro.

Éste sonrió y repuso:

— Yo mismo cuidaré de acompañarlo, señor Desalíes. Déjele usted un poco con nosotros. Buenas noches —añadió, tendiendo la mano al preceptor—. El muchacho va pareciéndose mucho a su padre, ¿verdad, Maria?

— ¡Mi padre ...! —exclamó el joven Nicolás ruborizándose hasta el blanco de los ojos y dirigiendo a Pedro una mirada brillante y entusiasta.

Éste bajó la cabeza a modo de respuesta y reanudó la conversación que la salida de los niños había interrumpido.

La condesa María prosiguió su labor. Natacha, con los ojos fijos en su marido, escuchaba con atención las preguntas que Rostov y Denisov dirigían a Pedro acerca de su viaje, al tiempo que iban fumando sus pipas y saboreando el té que les servía Sonia, melancólicamente sentada cerca del samovar. El pequeño Nicolás, acurrucado en un rincón, con el rostro ladeado hacia Pedro, se estremecía ligeramente de vez en cuando y se hablaba a sí mismo bajo la irresistible presión de un sentimiento nuevo.

La conversación giraba en torno a lo que entonces acontecía en las altas esferas administrativas.

Denisov, descontento del Gobierno por razones personales, acogía con gran satisfacción todas las tonterías que, según él, se cometían en San Petersburgo y expresaba sus opiniones en términos mordaces y violentos.

— Antes era preciso ser alemán para llegar a ser alguien. Hoy día basta con ser contertulio de la pandilla de los Tatarinov y los Krüdner. ¡Oh, cómo hubieran sanado de su locura si yo hubiese podido lanzar contra ellos a nuestro querido Bonaparte! ¿Es por ventura de sentido común, pregunto yo, dar a ese soldado de Schwartz el mando del regimiento Semionovsky?

Natacha, siempre al corriente de las ideas de su marido, se dio cuenta de que éste, a pesar de sus deseos, no lograba cambiar el giro de la conversación y abordar el tema que constituía su íntima preocupación y que era precisamente el que le había obligado a trasladarse a San Petersburgo para aconsejarse con su nuevo amigo, el príncipe Teodoro, por lo que acudió en su ayuda y le preguntó cómo estaba su asunto.

— ¿De qué se trata? —preguntó Rostov.

— De lo mismo de siempre —repuso Pedro—. Todo el mundo se da cuenta de que las cosas marchan mal y creo que el deber de toda persona honrada es reaccionar lo más pronto posible.

— ¡Las personas honradas! —exclamó Rostov frunciendo el entrecejo—. ¿Qué es lo que pueden hacer?

— Algo pueden ...

— Vamos a mi despacho —dijo bruscamente Rostov.

Natacha se levantó y se dirigió, seguida por su cuñada, a la habitación de los niños.

Los hombres entraron en el despacho de Rostov y, entre ellos, el pequeño Nicolás, que había conseguido pasar desapercibido en el primer momento y que se sentó cerca de la mesa de trabajo de su tío, en el rincón más oscuro de la estancia.

— Explícanos ahora lo que piensas hacer —dijo Denisov sin despegar la pipa de los labios.

— ¡Quimeras, siempre quimeras! —murmuró Rostov.

— Voy a describiros cuál es, a mi parecer, la situación en San Petersburgo —comenzó diciendo Pedro, con tono algo solemne y acompañando sus palabras con gestos enérgicos—. El emperador no se preocupa de nada. Se ha entregado al misticismo y quiere tranquilidad a toda costa. Y para ello se vale de hombres sin fe y sin ley que persiguen y oprimen como les viene en gana. En los tribunales, el robo y la prevaricación están a la orden del día, el ejército cumple sus deberes sólo por la violencia, el pueblo está tiranizado, la civilización amenaza derrumbarse, la juventud honrada es sañudamente perseguida ... ¡La cuerda está tensa en extremo y tiene que romperse! Todo el mundo presiente que ello es inevitable.

Pedro hablaba con absoluta convicción, como han hablado siempre y hablan aún hoy día quienes pueden observar de cerca los actos de cualquier Gobierno.

— Todo esto lo he dicho en San Petersburgo.

— ¿A quién?

— Bien lo sabéis. Al principe Teodoro y a los demás. Nada hay mejor que ver a la civilización y a la caridad rivalizar entre ellas, pero esto no basta. Las circunstancias actuales exigen otra cosa.

Una viva irritación se apoderó de Rostov. Iba a replicar cuando sus ojos se posaron sobre su sobrino, cuya presencia había olvidado.

— ¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó encolerizado.

— Déjalo —dijo Pedro, cogiendo al muchacho de la mano. Luego prosiguió su peroración—: Pues sí, aún les dije más ... Cuando uno se da cuenta de que la cuerda está demasiado tensa y va a romperse, cuando uno observa que la catástrofe es inminente, es preciso unirse, agruparse y actuar mancomunadamente para resistir al trastorno general.

Bajo mil pretextos se atraen allí a todos los hombres jóvenes y vigorosos que no tardan en caer en la más completa abyección. Uno se pierde por las mujeres, otro por los favores recibidos, el tercero por la vanidad, el cuarto se deja corromper por dinero, y de este modo todos se pasan al otro campo. Muy pronto dejarán de existir personas independientes como nosotros ...

Ampliad el círculo, les dije: Que nuestra consigna no sea solamente la virtud, sino también la independencia y la actividad.

— ¿Y cuál será el objetivo de esa actividad? —exclamó Rostov, que retrepado en una butaca escuchaba a Pedro con creciente mal humor—. ¿En qué relación estaréis con el Gobierno?

— Actuaremos como sus ayudantes y consejeros, y no hay ninguna necesidad de que la sociedad que se constituya sobre tales bases tenga que ser secreta. Si el Gobierno consintiera en reconocerla, los conservadores que formaran parte de ella no serían en modo alguno sus enemigos, sino leales y verdaderos gentileshombres en toda la acepción de la palabra. Haríamos sentir nuestra presencia para evitar que los Pugatchev nos cortaran el cuello y que los Araktcheiev nos desterraran a colonias militares. Nos agruparíamos con el único propósito de velar por el bien general y la seguridad de cada uno de nosotros.

— Perfectamente, pero desde el momento que la sociedad es secreta es nociva y no puede engendrar sino el mal.

— ¿Por qué? ¿Podría alguien afirmar que el Tugendbund que salvó a Europa —nadie se atrevía entonces a atribuir tal honor a Rusia—, engendró el mal? ¿No es, al contrario, la alianza de la virtud, la asistencia mutua, en una palabra, las palabras de Jesucristo en la cruz?

Natacha, que había entrado en el despacho durante la discusión, resplandecía de alegría al contemplar el semblante emocionado de su marido, aunque, en realidad, no escuchaba lo que éste decía, pues su pensamiento, como todo cuanto emergia del alma de Pedro, lo conocía ella de antemano.

— Vamos, querido, el Tugendbund sólo es bueno para los comedores de salchichas. Y en cuanto a mí te digo que no lo comprendo —exclamó Denisov con acento rudo—. Estoy de acuerdo contigo en que todo va mal, pero el Tugendbund no es santo de mi devoción. ¿Estás descontento? ¡Pues venga la revolución, y en este caso cuenta conmigo!

Pedro y Natacha sonrieron, pero Rostov, visiblemente enojado, trató de demostrar que la previsión no es nunca contraproducente y peligrosa y que toda la culpa de ello debía achacarse a la imaginación de Pedro.

— He aquí lo que te digo —exclamó Rostov, levantándose y dejando bruscamente la pipa en un ángulo de la mesa—. Según tu parecer, todo se va al diablo y nos auguras una catástrofe. Aunque no pueda proporcionarte pruebas, no creo ni en lo uno ni en lo otro, pero cuando me dices que el juramento es una cosa convencional mi respuesta no ofrece dudas ... Tú eres mi mejor amigo, ¿no es verdad? Pues bien, si formaras una sociedad secreta, si intrigaras contra el Gobierno y Araktcheiev me ordenara mandar contra ti un escuadrón y cogerte vivo o muerto, no vacilaría un segundo en hacerlo ... Y ahora puedes seguir argumentando como mejor te plazca.

Hubo un silencio embarazoso. Natacha fue la primera en romperlo atacando a su hermano y hablando en defensa de su marido.

Cuando se levantaron para ir a cenar, Nikolenka se acercó a Pedro.

— Tío Pedro —balbució, pálido de emoción y con los ojos brillantes—. Usted ... no ... Si papá viviera, ¿pensaría como usted?

Pedro le miró y comprendió a qué complicado, penoso y extraño trabajo se había entregado, durante la conversación, el cerebro del muchacho.

— Me parece que sí ... —contestó indeciso, saliendo de la habitación.

El pequeño Nicolás se acercó pensativo a la mesa del despacho y sus mejillas se tiñeron de púrpura al darse cuenta de los desperfectos que había causado.

— Perdóneme, tío. Lo he hecho sin querer —dijo, mostrando los restos de las plumas y de las barras de lacre.

— ¡Está bien, está bien! —dijo Rostov conteniendo apenas su cólera—. No hubieras debido quedarte aquí. No era este sitio tu lugar.

Y tirando bruscamente los pedazos debajo de la mesa salió de la habitación.

Capítulo IX

El tema favorito de Rostov eran los sucesos ocurridos en 1812, por lo que no se sacó a colación en los primeros momentos de la conversación las sociedades secretas ni la política. Denisov y Pedro tomaron parte en ella con tanta cordialidad y animación, que cuando se separaron habían vuelto a ser los mejores amigos del mundo.

Cuando Nicolás, después de haberse puesto el batin y dado las últimas órdenes al intendente, entró de nuevo en su habitación, halló a su mujer sentada ante el escritorio y en disposición de escribir algo.

— ¿Qué estás escribiendo, María? —le preguntó. La condesa María se sonrojó. Temía que lo que escribía no fuese debidamente comprendido y apreciado por su marido.

— Es mi diario, Nicolás —le dijo, tendiéndole un cuaderno blanco, ensombrecido por su escritura de rasgos delicados y claros.

— ¿El diario? —exclamó Nicolás con tono de chanza.

Tomó el cuaderno. Estaba escrito en francés y decía:

Cuatro de diciembre. Hoy, Andruchka, mi hijo mayor, al despertarse, no ha querido vestirse, y la señorita Luisa ha venido a buscarme. Se había puesto terco y hacía tonterías. Le he reprendido y todavía se mostraba más testarudo. Entonces le he dejado, le he dicho que no le quería y con la ayuda de la doncella he comenzado a lavar a los otros pequeños. Ha permanecido un buen rato silencioso; luego ha venido corriendo a mí en camisa y se ha puesto a llorar de tal modo, que me ha sido difícil consolarle. Era evidente que lloraba, sobre todo, porque yo estaba triste. Luego, por la noche, cuando le he dado su nota, se ha puesto a lloriquear y, abrazándome, me ha besado. Con ternura se puede obtener todo de él.

— ¿Qué significa eso de la nota? —preguntó Nicolás.

— A los mayores he empezado a darles cada día una nota, según su comportamiento.

Nicolás posó los ojos en la mirada resplandeciente de su mujer y continuó hojeando y leyendo.

Con fecha 5 de noviembre estaba escrito:

Mitia se ha portado muy mal durante la comida. Papá ha ordenado que no le sirviera pastel. No se lo han dado, pero miraba con tanta tristeza y avidez a los demás cuando se lo comían, que, a mi parecer, este castigo sólo podía fomentar en ella la glotonería. Tengo que advertírselo a Nicolás.

Nicolás dejó el diario y miró a su mujer. Los ojos de ésta le interrogaban acerca de si aprobaba o no el diario. No cabía duda de que lo aprobaba, y hasta de que sentía admiración por su mujer.

— Lo apruebo, lo apruebo completamente, amiga mía —dijo con grave continente.

Y tras un breve silencio, añadió:

— Yo, en cambio, me he portado hoy muy mal. ¿No has venido al despacho? Nos hemos disputado con Pedro y me he excitado. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Es un chiquillo. No sé dónde iría a parar si Natacha no mantuviera firmes sus riendas. Ya puedes suponer el motivo de su viaje a San Petersburgo. Parece que allí han constituido ...

— Sí, ya lo sé ... —le interrumpió la condesa María—, Natacha me lo ha contado.

— En este caso —prosiguió Nicolás, acalorándose con el recuerdo de la discusión—, ya sabes que quería persuadirme de que el deber de todo hombre honrado consiste en conspirar contra el Gobierno, mientras que el juramento y el deber ... Todos se me han echado encima, y Denisov y Natacha ... Por cierto que es muy divertido lo que ocurre con ella. Tiene completamente sujeto a su marido, pero en cuanto éste se enzarza en una discusión, ella deja ya de tener ideas propias y es siempre Pedro quien habla por su boca. Cuando le he dicho que, a mi juicio, el juramento y el deber estaban por encima de todo, ha tratado de demostrarme que estaba equivocado. ¿Qué le hubieras contestado?

— La razón está de tu parte, y así lo he dicho a Natacha. Pedro sostiene que todos sufren y se depravan y que es nuestro deber auxiliar al prójimo ...

Indudablemente es verdad —replicó la condesa María—, pero olvida que tenemos otros deberes que nos han sido impuestos por Dios y que nos atañen mucho más directamente. Podemos sacrificar, si queremos, nuestras personas, pero no a nuestros hijos.

— Eso es precisamente lo que le he dicho —exclamó Rostov, persuadido de que así había ocurrido, pero Pedro seguia insistiendo acerca del amor a nuestros semejantes y del cristianismo ... y el pequeño Nicolás le escuchaba boquiabierto ...

— Ese niño me preocupa mucho —dijo la condesa María—. No es como los demás y al ocuparme de los míos siento siempre el temor de olvidarme de él. Está solo, demasiado solo con sus pensamientos.

— No creo que a este respecto tengas nada que reprocharte. Eres para él la más cariñosa de las madres y eso me satisface mucho porque es una criatura encantadora. ¡Qué sinceridad la suya! Jamás dice una mentira. ¡Es un encanto de criatura! —repetía Rostov, que no sentía para el pequeño Nicolás un afecto excesivo, pero precisamente por este motivo no desperdiciaba ninguna ocasión para hacer del muchacho un cumplido elogio.

— Digas lo que quieras, yo no puedo sustituir a una madre, y eso me atormenta —dijo la condesa María, dando un suspiro—. La soledad le es muy nociva y sería necesario que frecuentara un poco el mundo.

— Pues eso será pronto, porque el próximo verano me lo llevaré conmigo a San Petersburgo —repuso Rostov—. Pues, sí, Pedro ha sido y será siempre un soñador —prosiguió, pensando en la conversación que, evidentemente, le había dejado honda huella—. ¿Qué me importa a mí lo que Araktcheiev haga o deje de hacer? ¿Qué podía importarme todo ello cuando me casé, y tenía tantas deudas que la amenaza de la cárcel se cernía sobre mí y mí madre no veía ni comprendía nada? Y, además, tú, los pequeños, los negocios ... ¿Acaso es por gusto que trabajo desde la mañana hasta la noche? Sé que he de trabajar para mi madre y para que mis hijos no sean unos miserables como era yo.

La condesa María quería objetarle que no sólo de pan vive el hombre y que Nicolás concedía demasiada importancia a sus negocios, pero como sabía que cuanto dijese sería inútil, guardó silencio. Le cogió la mano y la besó. Nicolás interpretó este gesto de su mujer como un deseo de darle alientos y una confirmación de los pensamientos que le embargaban, y, tras unos momentos de reflexión, continuó diciendo:

— Elias Mitrofanovitch (era el intendente principal) acaba de llegar. Me ha dicho que ofrecen ochenta mil rublos por el bosque.

Y Nicolás, con semblante animado, comenzó a hablar de la posibilidad de volver a adquirir pronto la propiedad de Otradnoie.

— Sólo diez años y dejaré a mis hijos en muy buena posición.

La condesa María seguía escuchándole y comprendía todas sus palabras. Sabía que, cuando reflexionaba de este modo en voz alta, le rogaba a veces que repitiera lo que él decía y se enojaba si descubría que los pensamientos de su mujer eran distintos a los suyos. Sin embargo, la condesa no se interesaba lo más mínimo por lo que Nicolás decía y se esforzaba por disimular su falta de atención. Su amor por aquel hombre, que no comprendía nunca lo que ella comprendía, estaba lleno de ternura. Este sentimiento la embargaba por completo y le impedía hacerse cargo de los detalles de los proyectos de su marido, pues pasaban por su mente pensamientos que nada tenían de común con lo que él estaba diciendo. Pensaba en su sobrino —la preocupaban mucho las palabras de su marido respecto a la emoción que se había reflejado en el rostro del muchacho al escuchar las opiniones de Pedro y en los múltiples rasgos de su carácter dulce y extremadamente sensible—. Y al pensar en su sobrino pensaba también en sus hijos.

Nicolás miró a su mujer. -¡Dios mío!, ¿qué pasaría si ella muriese? ¿Y por qué he de preguntármelo siempre que la veo así?, pensó. Luego se prosternó ante el icono y comenzó a recitar las oraciones de la noche.

Capítulo X

Ya a solas, en sus habitaciones, Natacha y Pedro emprendieron una conversación, como suele hacerse entre marido y mujer, sin silogismos ni conclusiones, pero comunicándose con sencillez y claridad lo que pensaban.

Natacha era tan diestra en hablar de esta manera con su marido que, a su juicio, la mejor prueba de que existía un punto de confluencia entre los dos era el encadenamiento lógico de las ideas de Pedro. Cada vez que éste comenzaba a hablar con tranquilidad y lógica, y ella seguía el ejemplo de Pedro, sabía que la conversación no podia por menos de acabar en una disputa.

Así que estuvieron solos, Natacha, contenta y con los ojos resplandecientes, se acercó cautelosamente a su marido y cogiéndole la cabeza la estrechó contra su pecho y dijo: Ahora eres mío; no te escaparás. Y comenzó entonces una conversación contraria a todas las leyes de la lógica por el hecho de que ambos hablaban simultáneamente acerca de temas totalmente distintos, lo que no sólo era óbice para que llegaran a entenderse, sino que, al contrario, constituía el indicio más seguro de que uno y otro se compenetraban.

Natacha contaba a Pedro la vida que llevaba su hermano, lo que había sufrido durante su ausencia y cómo quería a María, a la que consideraba superior a sí misma en todos los aspectos. Natacha no andaba remisa en confesar la superioridad de la condesa Maria sobre ella, pero al mismo tiempo exigía que Pedro la prefiriese no solamente a aquélla, sino a todas las mujeres, y que así se lo dijera una y otra vez, sobre todo después de haber visto a tantas en San Petersburgo.

Pedro contó a Natacha lo desagradable que le habia sido tener que alternar con señoras en ocasión de las reuniones y cenas a las que tuvo que asistir en San Petersburgo.

— He perdido ya la costumbre de hablar con las mujeres. Es algo que me aburre sobremanera, sobre todo si estoy ocupado.

Natacha le miró fijamente y dijo:

— ¡Qué encantadora mujer es María! ¡Cómo sabe comprender a los pequeños! Diríase que penetra en su alma. Justamente ayer Mitenka hizo una rareza ...

— Se parece mucho a su padre —interrumpió Pedro.

Natacha comprendió el alcance de aquella interrupción. El recuerdo de la conversación mantenida con su cuñado le desazonaba y queria saber cuál era la opinión de Natacha.

— Lo que dice Nicolás tiene que ser admitido por todo el mundo. Y a ti, lo comprendo, te parece que eso sólo sirve para abrirse paso —dijo Natacha, repitiendo palabras que Pedro había pronunciado en una ocasión.

— No es eso. Lo que pasa es que para Nicolás las ideas y los razonamientos son una pura diversión, casi un pasatiempo. De ahí que, a pesar de que quiere formarse una biblioteca, se impone a sí mismo no adquirir ningún nuevo volumen antes de haber leído los que tiene: Sismondi, Rousseau, Montesquieu ... —añadió Pedro con una sonrisa.

Queria dulcificar sus palabras, pero Natacha le interrumpió dándole a entender que no tenía ninguna necesidad de ello.

— ¿Crees, pues, que las ideas son para él mero pasatiempo?

— Sí, y para mí los pasatiempos son todas las demás cosas. Durante mi estancia en San Petersburgo los vi a todos como en un sueño. Cuando una idea me preocupa, todo lo que no sea eso es insignificante.

— ¡Cuánto siento no haber visto cómo te recibían los niños! ¿Cuál se ha mostrado más contento? ¿Usa, tal vez?

— Sí —dijo Pedro. Luego, prosiguiendo sus razonamientos, dijo—: Nicolás dice que no tenemos que pensar, pero a mí me es imposible hacerlo. Cuando estuve en San Petersburgo comprendí, a tí ya puedo decírtelo, que de no haber mediado mi intervención, estaba todo perdido. Cada uno arrimaba la harina a su costal, pero al fin pude reconciliarlos. Mis ideas son claras y sencillas. No propugno por una oposición a tontas y a locas, porque de ser así podríamos engañarnos. Digo solamente que quienes persiguen el bien deben marchar unidos bajo una sola bandera: la virtud activa. El príncipe Sergio es un hombre todo bondad e inteligencia.

A Natacha no le cabía duda de que las ideas de Pedro eran sublimes, pero sólo una cosa la inquietaba: que el hombre elegido tuviera que ser su marido. Ese hombre tan importante y tan necesario a la sociedad, ¿es al mismo tiempo mi marido? ¿Cómo es eso posible? Y la asaltaba esta duda: ¿Qué clase de gente es esa que puede decidir si es él, en efecto, el más inteligente de todos? Y buscaba en su imaginación todas las personas que merecían a Pedro un gran respeto, y entre éstas no había nadie como Platón Karataiev.

— ¿Sabes en quién estoy pensando? En Platón Karataiev. ¿Hubiera secundado tus planes? —dijo Natacha.

— ¿Platón Karataiev? —murmuró Pedro.

Luego reflexionó unos instantes tratando de representar la opinión que acaso hubiese formado Karataiev acerca de aquella cuestión, y repuso:

— No lo comprendería, pero a pesar de ello, tal vez ...

— ¡Te quiero mucho! —exclamó súbitamente Natacha—. ¡Mucho, mucho ...!

— No, no lo aprobaría —dijo Pedro, después de unos instantes de reflexión—. Lo que apreciaría es nuestra vida familiar. ¡Cuánto deseaba ver en todo la felicidad, la tranquilidad, y qué contento estaría si pudiera presentarme ante él! Y cuando tú hablas de separación, no puedes figurarte qué clase de sentimientos me embargan al alejarme de ti ...

— ¡Ah! Ahora comprendo ... —dijo Natacha.

— No, no se trata de eso. Nunca he sabido quererte. No me es posible quererte más, y lo principal es que ...

No terminó la frase, porque ésta adquirió todo su alcance con la mirada que ambos cambiaron.

— ¡Qué tontería es la luna de miel! ¿Por qué razón el tiempo más feliz ha de ser el de los primeros meses de matrimonio? —dijo de pronto Natacha—. Al contrario; los mejores tiempos son los presentes. ¡Si al menos no te marcharas! ¿Te acuerdas cuando nos disputábamos? Siempre recaía la culpa sobre mí, siempre. ¿Y eso, por qué?

— Por lo mismo de siempre —repuso Pedro sonriente—, los celos ...

— No digas eso. No lo puedo soportar —clamó Natacha, en cuyos ojos brilló una mirada fria y hostil—. ¿La has visto?

— No, y aunque la viera no la reconocería.

Ambos permanecieron silenciosos.

— Cuando estabas hablando en el despacho, te miraba —dijo Natacha para aventar la tormenta—. El chico (pues así llamaba a su hijo) se parece a ti como una gota de agua a otra gota de agua. Es hora ya de que vaya a ocuparme de él. ¡Qué lástima!

Durante unos instantes guardaron silencio. Luego, inopinada y simultáneamente, se volvieron el uno hacia el otro y reanudaron la conversación. Pedro hablaba acaloradamente. Natacha, con una sonrisa dulce y feliz ...

— Habla, habla tú ...

— No, yo no tengo nada que decir —dijo Natacha.

Pedro insistió en sus argumentos sobre los éxitos que había alcanzado en San Petersburgo, En aquel momento le pareció que estaba llamado a imprimir una nueva dirección a toda la sociedad rusa y al Universo entero.

— Sólo quería decir que todas las ideas que luego son causa de grandes consecuencias son siempre muy sencillas. Mi idea consiste en que, si todos los hombres ociosos están unidos entre sí y constituyen una fuerza, los hombres honrados deben hacer lo mismo. Ya ves cuan sencillo es.

— Sí.

— Y tú, ¿qué querías decir?

— Nada, tonterías.

— Da lo mismo. Habla.

— Te repito que iba a decir una tontería —repuso Natacha con una nueva sonrisa—. Quería hablar de Petia. Hoy la doncella se ha acercado a mí para llevárselo. Petia se ha puesto a reír, ha cerrado los ojos y se ha apelotonado en mi regazo creído que la doncella no lo veía. Es una criatura deliciosa. ¿Lo oyes? Está llamando. ¡Adiós!

Y salió de la estancia.

Entretanto, en una de las habitaciones de la planta baja, el joven Nicolás dormía con un sueño agitado. Como no se había conseguido habituarle a la oscuridad, la mortecina luz de una mariposa alumbraba el cuarto. De pronto se despertó sobresaltado y, empapado todo él en un frío sudor, se incorporó en su cama, y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron fijamente delante de él. Una pesadilla horrible le perseguía. Veíase, en su imaginación, junto a su tío Pedro, tocados ambos con cascos semejantes a los de los grandes hombres de Plutarco. Les seguía un numeroso ejército integrado por una multitud de hilos blancos y tenues como esas telas de araña que revolotean en los aires de otoño y que Desalíes denominaba los hilos de la Virgen. La Gloria, cuyo cuerpo estaba formado igualmente de ese sutil tejido, aunque un poco más apretado, marchaba en primera línea.

El tío Pedro y él, raudos y felices, se iban deslizando y acercando más y más a la meta señalada, pero, de repente, los hilos que los arrastraban se distendieron y se mezclaron unos con otros ... Sentíanse horriblemente oprimidos ... y, de pronto, terrible y amenazador, surgió ante sus ojos el tío Nicolás Rostov ...

Sois vosotros quienes habéis hecho eso —les dijo, mostrándoles los pedazos de las plumas y del lacre—. Yo os apreciaba a los dos, pero Araktcheiev me ha dado la orden de matar al primero que avance un solo paso. ¡Y lo haré!

El pequeño Nicolás se volvió hacia donde estaba Pedro, pero éste había desaparecído ... En cambio, allí estaba su padre, el príncipe Andrés. No lograba ver, ciertamente, ninguna forma precisa, pero no cabía duda de que era él. Se lo indicaba el apasionamiento de un amor que le arrebataba todas sus fuerzas ... Su padre le acariciaba y se compadecía de él, pero el tío Rostov seguía avanzando ...

Un terror indescriptible se apoderó de él y se despertó con el ánimo suspenso por la horrible pesadilla. Mi padre —se dijo—, mi padre me ha acariciado. Ha sido él quien se ha presentado ante mí y nos ha animado a mi y al tio Pedro. No me importa lo que digan. Cumpliré con mi deber. Mucio Scévola se abrasó la mano. ¿Por qué yo no he de poder hacer lo mismo? Estudiaré, pero llegará un día en que pondré fin a mis estudios y entonces haré lo que tenga que hacer. Sólo una cosa pido al buen Dios: que me otorgue las mismas virtudes que a los héroes de Plutarco. Más aún, me aventajaré a ellos. Todo el mundo lo sabrá, me rendirán honores, hablarán elogiosamente de mí y ...

De pronto sintió oprimírsele el pecho y prorrumpió en llanto.

— ¿No te encuentras bien? —le preguntó Desalíes, a quien los sollozos del muchacho habían despertado.

— No —repuso bruscamente Nicolás, reclinando la cabeza en el almohadón.

También él es bueno y le quiero —murmuró, pensando en Desalíes—. ¡Qué hombre más extraordinario es tío Pedro! ... ¡Y mi padre! ¡Sí, cumpliré con mi deber y haré lo que a él le hubiera gustado hacer!
Presentación de Omar CortésDecimaquinta parteBiblioteca Virtual Antorcha