Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO SÉPTIMO. ¡Servicio de la sûrete! CAPÍTULO NOVENO. Todo por el honorBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO OCTAVO

Terrible confusión



Mientras que con su maravillosa habilidad, Juve investigaba en París el nuevo caso que la Sûreté le había encomendado por telegrama, los acontecimientos se precipitaban en los alrededores del castillo de Langrune.

Buscaban a Charles Rambert ...

Con gran algazara, bajando la cuesta, Bouzille se paró ante la choza de la tía Chiquard. Llegaba con equipaje.

¡Extraordinario equipaje!

La tía Chiquard había identificado la causa del ruido. A pesar de sus ochenta y tres años pasados, la vieja se adelantó hacia el umbral de la puerta, armada de una escoba y, amenazante, interpeló:

- ¡Ah! ¿Eres tú? ¡Bandido! ¡Malhechor! ¡Ladrón de pobres! ¡Si no es una desgracia verte pasar el tiempo haciendo el mal! ¿Qué es lo que quieres ahora?

Bouzille, con la cabeza baja, muy avergonzado, se aproximó despacio.

- No se enfade -suplicó, cuando pudo articular una palabra-. Vengo a arreglarme con usted, tía Chiquard, si es posible alguna vez.

La vieja miró al vagabundo con desconfianza.

- Según; pero los arreglos contigo no me inspiran gran confianza.

La tía Chiquard, a quien el mal tiempo no incitaba a quedarse fuera. volvió a su casa.

Bouzille, deliberadamente, la siguió, y con todo cuidado cerró la puerta detrás de él.

- Mal tiempo, tía Chiquard -exclamó.

La tía Chiquard, obstinadamente, seguía en su idea.

- ¡Si no es desgracia robarme un conejo, el más hermoso que he tenido nunca!

- ¡Ah! ¡Cuánta historia por un gato despellejado! ... -exclamó el vagabundo-. Sobre todo, con lo que va usted a ganar con la combinación que vengo a proponerle.

Ante esta promesa, la tía Chiquard se calmó un poco, sentándose en un banco. Mientras que Bouzille se instalaba sin rodeos sobre la mesa, la vieja dijo al vagabundo:

- Explícate.

- Bien -dijo Bouzille-. Suponiendo que su conejo se venda en el mercado por una moneda de dos francos cincuenta, yo, os traigo dos gallinas que valen cuarenta sueldos cada una, y si usted comparte conmigo la sopa al mediodía, yo la desembarazaré de trabajo durante toda la mañana.

Antes de responder, la tía Chiquard quiso ver las gallinas. Estas fueron sacadas de la alforja; atadas por las patas, medio ahogadas, los pobres bichos no tenían muy buena presencia.

- ¿De dónde has sacado estas gallinas? -interrogó por pura fórmula tía Chiquard, pues ella sabía bien el origen fraudulento.

Bouzille esbozó un gesto vago, misterioso:

- Estas -murmuró- son cosas que no afectan más que a mí y a la volatería ... ¿Entonces, acepta? -prosiguió el vagabundo.

- ¡De acuerdo! Será preciso que me partas la leña en seguida y luego bajes hasta el río para ver las plantas que he puesto a remojar ...

Pero Bouzille, satisfecho de su reconciliación con la tía Chiquard, declaró, dándose importancia:

- Antes de empezar, voy a colocar mis automóviles al lado de la leñera.

- ¿Tus automóviles? -preguntó, muy intrigada la vieja-. ¿Tienes entonces muchas máquinas ahora?

- A fe mía, sí -replicó el vagabundo con énfasis-. Con ese tengo tres.

Algunos instantes después, desembocando detrás de la pared de la casucha apareció Bouzille, instalado en un carruaje tan extravagante que la tía Chiquard no pudo menos que estallar de risa.

Bouzille estaba montado en un triciclo, de forma antediluviana, compuesto por dos grandes ruedas en la parte de atrás y una muy pequeña en la de delante; la rueda directriz que ordenaba la dirección del eje, toda enmohecida, iba montada bajo un manillar de níquel intermitente.

Sin embargo, esta primera máquina no era nada; Bouzille poseía otras; el segundo vehículo, remolcado por el triciclo por medio de una gruesa cuerda, era una especie de cuna de mimbre de cuatro ruedas como las que tienen las madres de familia para pasear a sus bebés. En este vagoncito, Bouzille amontonaba, en el curso de sus peregrinaciones, todos los trapos y todos los pedazos que había podido proporcionarse Un tercer coche terminaba este inverosimil convoy: era un pequeño carromato hecho con una caja de jabón de Marsella, montado sobre cuatro ruedecitas de gruesa madera.

En esta carreta, Bouzille metía de ordinario los comestibles en reserva, las provisiones de boca: pan, grasa, botellas, legumbres y cosas parecidas.

Bouzille, que calificaba a su triciclo con el nombre de locomotora, pretendía que el segundo coche era el sleeping-car porque contenía la pequeña litera del vagabundo. La tercera máquina era, naturalmente, el vagón restaurante.

- Pero -dijo la tía Chiquard- me habían dicho, Bouzille, que estabas preso por el robo de mi conejo y también por el caso del castillo de Beaulieu.

- ¡Ah!, tía Chiquard -respondió Bouzille-. Es preciso no confundir, haga el favor; por supuesto, son dos historias diferentes; por lo que se refiere al asunto del castillo, tengo muy tranquila la conciencia, como la de un justo.

- ¿Entonces, por mi conejo?

- Bueno -dijo Bouzille, rascándose la frente-, sí y no. Pero eso ya está arreglado.

Sin dejar de hablar, Bouzille había acabado el trabajo encomendado por la tía Chiquard, quien, por su parte, había mondado algunas patatas y puesto a remojo la sopa del mediodía.

Bouzille, enjugándose la frente, hizo chasquear la lengua, y propuso:

- Voy a atizar el fuego, tía Chiquard; comienzo a tener hambre, verdaderamente.

- ¡Eh! -replicó la vieja-. Es que van a ser pronto las once y media; sí, tienes razón, vamos a preparar la comida. Tú sacarás los juncos luego.

Bouzille, mientras comía, expuso sus proyectos de primavera a la tía Chiquard.

- Sí -declaraba-. Puesto que no estoy preso este invierno, voy a emprender un gran viaje.

- ¿Piensas ir, tal vez, a Toulouse?

- Más lejos aún.

- ¿A Lyon?

- Más lejos.

- ¿Adónde? ... ¿A Avignon, a Bordeaux?

Bouzille paró Un instante de comer y de hablar. Después, para hacer más efecto, declaró solemnemente:

- ¡Voy a París, tía Chiquard!

Y como la buena mujer se quedase estupefacta:

- Y ... -le confió Bouzille poniendo los codos en la mesa- he tenido un deseo toda mi vida: ver la torre Eiffel. Esto me anda en la cabeza hace cerca de quince años ... ¡Pues bien! Voy a darme ese gusto!

- ¿Y cuánto tiempo necesitarás para ir allá? -interrogó la vieja, maravillada.

- Eso depende -reflexionó el vagabundo-. Es preciso contar con mis automóviles, una duración de tres meses. Claro está que, a veces, seré atrapado en ruta por delitos de vagabundeo, y, por tanto, no puedo saber la duración de mi viaje ...

La comida había terminado. La vieja limpiaba apaciblemente la escasa vajilla, y Bouzille habíase ido a la orilla del río a recoger los juncos, cuando su voz resonó en los oídos de la tía Chiquard.

- ¡Tía Chiquard, tía Chiquard! -gritó Bouzille-.¡Venga usted aquí! ... ¡Figúrese que he ganado veinticinco francos!

La llamada era tan apremiante, la noticia anunciada tan inverosímil, que la tía Chiquard, muy intrigada, fue a la orilla a reunirse con el vagabundo.

Vio a este con el agua hasta la cintura. Con una larga vara en la mano, Bouzille se esforzaba por atraer a la orilla un objeto que flotaba y que intentaba llevarse la corriente.

Algunos instantes después, Bouzille salió del agua chorreando. Remolcaba un gran paquete al que hizo encallar, asegurándolo cerca de la orilla.

La tía Chiquard, intrigada, se aproximó: bruscamente retrocedió, lanzando un grito de espanto.

¡Bouzille había sacado un cadáver!

Era horrible de ver. Era el cuerpo de un hombre muy joven, casi un niño; los miembros, largos, estaban llenos de picaduras; sin embargo, el rostro estaba tan horriblemente tumefacto, tan destrozado, que la cara no tenía forma ... Una pierna estaba casi enteramente separada del tronco.

Bouzille, sin inquietarse en absoluto por la atrocidad del espectáculo, comprobó que en algunas heridas se habían introducido gruesas astillas de madera carcomida, como las maderas que permanecen demasiado tiempo en el agua.

Se enderezó para hablar a la vieja Chiquard que, muy blanca, le miraba sin decir palabra.

- Ya veo lo que es esto -declaró-. Ha debido de ser aprisionado entre alguna rueda de molino. Esto es lo que le ha destrozado de esta manera ...

La tía Chiquard movió la cabeza, inquieta:

- ¡Tal vez esto sea otro crimen! ¡Sería un asunto muy feo!

- Lo he mirado bien -continuó Bouzille-. No reconozco sus señas, no es un muchacho de la comarca.

- Seguro que no -observó la vieja-. Va vestido como un señor.

El vagabundo y la tía Chiquard se miraron en silencio. Bouzille estaba menos satisfecho que antes; sin duda, el incentivo de los veinticinco francos le incitaba a ir a prevenir al punto a la gendanrmería; pero la eventualidad de un crimen, advertido por la avispada buena mujer, le contrariaba tanto más cuanto que ello le parecía bastante fundado. Si un segundo asesinato se hubiera cometido en la región, no dejaría de enervar a las autoridades y pondría de mal humor a la gendarmería.

Tomando una decisión, declaró:

- ¡Voy a tirarlo al agua!

Y cuando ya se disponía a ejecutar este plan, la tía Chiquard se lo impidió.

- No lo hagas -declará-; tal vez nos hayan visto; es un asunto que nos causaría muchas molestias.

Media hora después, convencido de su triste deber, Bouzille, cabalgando en su triciclo prehistórico, se encaminó en dirección de Saint-Jaury.

* * *

Para la gente a quien las obligaciones oficiales o las relaciones de familia no hacen del 1 de enero un día muy absorbente, el primero de año constituye, seguramente, una fecha lúgubre y penosa. Se cambia de cifra, lo cual hace pensar.

El policía Juve, confortablemente instalado en su gabinete de trabajo, desde las cuatro, reflexionaba en sus cosas mientras caía la tarde.

Juve, en este primero de enero, no había salido.

El policía estaba, desde hacía un mes, excesivamente preocupado por los siguientes misterios, cuya solución quería descubrir:

El caso Be1tham.

El caso Langrune.

¡Fantomas! ¿Qué estaba haciendo Fantomas en este momento? Y si existía realmente, como lo creía del modo más sincero el sutil inspector de la Sûreté, ¿de quién podía ocuparse, por ejemplo, en este primero de enero?

Juve estaba un poco cansado del bienestar, del embotamiento que produce la temperatura tibia, debido a un buen fuego de leña, en una habitación bien cerrada ...

Siguiendo distraídamente con la mirada el humo azul de su cigarro, Juve, medio somnoliento, soñaba sin reflexionar, cuando, de repente, un campanillazo le hizo estremecer; Juve saltó de su butaca y, sin dar tiempo a su criado para ir a abrir, recibió del telegrafista un telegrama que abrió rápidamente.

Juve, a la luz de la lámpara, leyó:

Hemos descubierto en el río Dordogne el cadáver de un joven ahogado, rostro irreconocible. Suponemos por las señas que es Charles Rambert. Examine la situación y telegrafíe la decisión que tome.

El telegrama, fechado en Brive, estaba firmado por el juez de instrucción, Presles.

- ... Cadáver irreconocible ..., un ahogado en el Dordogne. ¿Será, verdaderamente, Charles Rambert?

El policía, naturalmente, después de la desaparición extraña de monsieur Etienne Rambert y de su hijo, había llegado a formular en su interior diversas hipótesis; a veces, alguna de las conclusiones en las que provisionalmente se había detenido, no le habían parecido suficientemente sólidas para que fuera juicioso considerarlas como si fueran hechos incontestables ...

No obstante, algo nuevo había ocurrido, y el policía iba a deducir alguna cosa del telegrama de monsieur de Presles, cuando sonó un segundo campanillazo.

Juve no se descompuso; prestando oídos, escuchó cómo su criado respondía enérgicamente:

- ¡El señor no recibe!

Juve, en efecto, había tomado la decisión terminante de no recibir visitas en su domicilio particular. Si querían verle para tratar de algún asunto, podían hacerlo, sobre poco más o menos, todos los días, hacia las once de la mañana, en la Sûreté.

Sin embargo, el visitante insistía de tal manera, que el criado acabó por traer a su dueño una tarjeta, muy inquieto por las consecuencias que podía tener esta aventura, sabiendo bien que monsieur Juve no quería que le molestasen.

Con gran sorpresa, Juve ordenó al momento:

- ¡Hazlo entrar en seguida, aquí mismo!

Dos segundos después, ante Juve apareció monsieur Etienne Rambert.

Monsieur Etienne Rambert, las facciones cansadas, en el rostro grabada una profunda angustia, tenía en la mano un periódico de la tarde que, en su agitación lo había estrujado completamente ...

- Señor -murmuró con voz desolada-, dígame si es verdad ... Acabo de leer esto.

Juve, señalando una silla al visitante, se apoderó del periódico y vio un relato casi análogo al que le había traído algunos momentos antes el telegrama del juez de instrucción de Brive.

Después de haber mirado en silencio a monsieur Etienne Rambert, Juve. con su voz calmosa, cuyo maravilloso tono de indiferencia no permitío conocer nunca lo que pasaba en el fondo de su pensamiento, preguntó:

- Pero ¿por qué viene usted a verme, señor?

El anciano levantó los brazos al cielo.

- ¡Para saber, señor!

- ¿Para saber qué?

El anciano continuó, temblando de angustia:

- ... Si ese cadáver, ese ahogado, es ... mi hijo, mi pobre Charles ...

Siempre impasible, Juve le interrunmpió:

- Pero es más bien usted, señor, quien puede informarme ...

Hubo un silencio. Monsieur Etienne Rambert, a pesar de su emoción, parecía reflexionar con intensidad. De repente, el anciano, levantando la vista hacia el policía comenzó con voz lenta:

- ¡Tenga piedad, señor, de un padre desesperado! Escúcheme; tengo que hacerle una revelación atroz ...
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