Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO TRIGÉSIMO SEGUNDO. La horrible traiciónBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO TRIGÉSIMO TERCERO

En el cadalso



Todavía estaba oscuro ...

En el aire vivo del amanecer, bajo el cielo centelleante de estrellas, el soplo de una brisa suave pasaba, de cuando en cuando, curvando las ramas de los árboles, agitando las hojas ...

Se preparaba un hermoso día.

En las aceras, invadiendo las calzadas, la numerosa multitud se apretujaba.

El bulevar de Montparnasse, el bulevar Saint-Michel, el bulevar de Port-Royal, el bulevar Saint-Jacques, el bulevar Arago, sobre todo, estaban negros de gente ...

Cada uno marchaba con paso vivo, dirigiéndose hacia un objetivo común.

Y la barahúnda estaba compuesta de grupos alegres ... Se cantaba. Se difundían refranes populares y, por todas partes, los restaurantes abiertos, las tabernas iluminadas; las tiendas, las tabernuchas de techo bajo y aspecto siniestro, rebosantes.

El pueblo de París, esa noche, se paseaba por allí ...

¿El pueblo?

¡No!

Los transeúntes que a esa hora avanzada no estaban en la cama pertenecían en verdad a una clase especial. Eran ricos o espantosamente miserables; representaban los dos extremos de la población parisiense. Eran, o los clientes de bares de noche, o los pobres bribones sin hogar ni casa que erraban durante todo el año, lastimosos, a través de la ciudad.

Y estaban también falsos obreros, con la cara iluminada por la excitación mala del alcohol, desocupados de todas clases, mendigos, y hasta jóvenes, gente muy joven, con el pelo engomado y botines finos, cuya mirada resplandeciente, cuya actitud, decía su profesión crapulosa.

Hacia la medianoche, ante una gran desgracia imprevista, la multitud se había desparramado un poco por todas partes, tanto la de los cuchitriles de Belleville, de Halles, de Montrouge, como la de la Abbaye de Théleme, como en Rabelais, como en Monico ...

Era cierto, definitivo; el procurador de la República había hecho las requisitorias necesarias. La guillotina iba a extender sus brazos sangrientos sobre el horizonte de la ciudad ... Gurn, el asesino de lord Beltham, sufriria. con las primeras luces del día, el castigo supremo, expiaría el horror de su crimen.

Y, desde que fue conocida la noticia, se estaban organizando para ir, como se va a una fiesta, a ver caer la cabeza del miserable.

En Montmartre, se requisaban los coches particulares y los taxis pedían primas. Las mujeres, con vestidos claros y adornadas con joyas, se metían en los coches que partían a toda velocidad hacia la cárcel de la Santé, hacia el lugar de la ejecución...

En los arrabales, los cabarets se vaciaban, igualmente, de consumidores, y estos, unos calle arriba, otros calle abajo, escoltados por muchachas a pelo, de cabareteras, con la canción en los labios, gastando bromas picarescas, subían a pie, para ver el espectáculo sangriento, hacia el bulevar Arago.

De toda esta multitud populachera se desprendía un vago olor que era el olor tan característico que se nota en las ferias de los campos, en la fiesta de Neuilly, como en el mercado de pescados, como en el mercado de jamones. Era una atmósfera de placer la que reinaba alrededor de la cárcel de la Santé, mientras que comprimidos, apretados los unos contra los otros, los paseantes descorchaban las botellas de vino, cortaban los salchichones, y cenaban al aire libre.

Una preocupación constante dominaba, por otra parte, las conversaciones.

Esta gente había venido al espectáculo. Hablaban del espectáculo.

Los miserables se preguntaban entre ellos, con su jerga característica:

- ¿Ganduleará?

Los elegantes, permanecían todavía en sus coches, bromeando entre ellos:

- ¿Tendrá usted miedo, hermosa?

- ¿Yo? ¡De ningún modo!

- ¡Vamos! Usted se hace la insensible.

- ¡Pardiez! ¡No tengo corazón! ¡Sabe que se lo he entregado a usted!

Aquí, la alegría se atemperaba a la curiosidad por el gesto que tendría el condenado; allá, se hablaba con discreción animando a cada uno.

¡Oh!, la multitud se divertía. ¡Iban a cortar la cabeza a Gurn!

Metiéndose a través de la barahúnda, Francois Bonbonne, patrón de El Cerdo de San Antonio, marchaba en cabeza de un grupo.

El tabernero, medio achispado por las circunstancias, llamaba a su gente:

- ¡Ven aquí, Billy Tom! ¡Agárrate de mi chaqueta para no perderte! ¿Ves dónde está Geoffroy la Barrique?

- Viene con Bouzille ...

- ¡Vaya! Tal Vez Bouzille haya querido pasar por allí con su tren ..., ¡no! ¿Crees tú que se habrá molestado? ... Hay tanto populacho por ahí ...

Billy Tom alzó los hombros:

- No hay igualdad -respondió-, pues, al fin, a este no le falta séquito.

Dos hombres se adelantaron en ese momento al patrón de la taberna del Mercado.

- ¡Ven! -sopló uno.

Y cuando el otro le siguió, Juve explicó:

- ¿No los has reconocido?

- No -dijo Fandor ...

Juve, rápidamente, le nombró los transeúntes con quien se acababan de cruzar. Acabó diciendo:

- Tú comprenderás que no quiero ser renocido- y como Jér6me Fandor le dirigiese una sonrisa de inteligencia, Juve prosiguió-: ¡Es gracioso, siempre lo mismo! Son siempre los futuros clientes de la guillotina, los apaches, los canallas, los que tienden a venir a ver las ejecuciones.

El policía, que atravesaba con dificultad las filas apretadas de la multitud, puso una mano en el hombro del periodista.

- ¡Espera! -dijo-. Vamos con tiempo. Aquí solo está el servicio de orden ... Si queremos pasar y evitar los empujones, es preciso que nos hagamos reconocer en seguida ... Toma tu pase ...

Jéróme Fandor cogió el pequeño cartón que Juve le tendía, y que había obtenido especialmente para él. Preguntó:

- ¿Cómo vamos a hacer?

Juve sonrió.

- Aquí están los municipales -dijo-. Veo el resplandor de los sables. Pongámonos al abrigo, detrás de los puestos de periódicos, y dejémosles rechazar a la multitud. Nosotros pasaremos después ...

Juve acababa de prever la maniobra que, en efecto, el comandante del escuadrón mandó efectuar.

Graves, imponentes, maravillosamente montados en soberbios animales, los guardias municipales acababan de aparecer en el bulevar Arago a la altura de la cárcel de la Santé, justo en el sitio donde se encontraban el policía y el periodista. Se dio una breve orden ... Los guardias, desplegándose en abanico y marchando bota con bota, rechazaron a la multitud hacia el extremo de la avenida. Se levantó un gran munnullo, y se dieron muchos empujones:

- No se va a ver nada, ¡maldita sea!

- ¡Esto es vergonzoso! ...

- ¡Hace dos horas que uno guarda un sitio, y de pronto, lo pierde! ...

- Entonces, ¿qué?, ¿es que no se puede ver la guillotina?

Juve y Fandor, provistos de un pase especial expedido por la Sûreté a muy raros privilegiados y autorizados a permanecer en el recinto donde iba a funcionar la guillotina, habían podido franquear fácilmente el triple cordón del servicio de orden. Se encontraban, ahora, en el centro de una amplia faja del bulevar Arago, enteramente limpio, enteramente vacío de curiosos, bordeado por un lado por los muros de la cárcel de la Santé y por el otro por las altas murallas de un convento.

En este espacio libre, solo una docena de individuos con levita negra y sombrero de copa, se paseaban de un lado a otro, afectando una perfecta indiferencia, pero emocionados a pesar de todo.

Juve le dijo a Fandor quiénes eran:

- Los inspectores jefes de la Sûreté, mis colegas; a continuación tus compañeros ..., ¿los reconoces? ..., ¿eh? ... Los jefes de redacción de todos los grandes diarios de la ciudad ... ¿Sabes que tienes una gran suerte, pequeño, por haber sido, tan joven, debutante en La Capitale, elegido para representar a tu periódico en esta lúgubre ceremonia?

Jéróme Fandor hizo una mueca.

- Le confieso, Juve -respondió-, que he venido aquí porque quiero ver, como usted, caer la cabeza de Gurn, de ese Gurn del que usted me ha probado que era Fantomas. Quiero estar seguro de su muerte. Pero si no se hubiera tratado de la ejecución de ese miserable, ejecución que solo puede tranquilizar a la sociedad, hubiera declinado seguramente el honor de hacer este reportaje.

- ¿Estás emocionado?

- ¡Sí!

Juve bajó la cabeza para confesar:

- ¡Pues bien! ..., ¡yo también, Fandor! ...

- ¿Usted, Juve?

- Sí, yo.

Y el policía añadió:

- Date cuenta: hace más de cinco años que lucho contra Fantomas; hace más de cinco años que creo en su existencia, a pesar de todos los sarcasmos, de todas las burlas. Hace más de cinco años que deseo la muerte de ese miserable, pues solo la muerte puede detener sus crímenes ...

Juve hizo una pausa. Como Fandor no respondía nada, prosiguió:

- Además ..., sufro también porque, si he llegado a esta certidumbre de que Gurn era Fantomas y he logrado hacer que lo comprendan todas las personas inteligentes que han tenido a bien estudiar mis informes de buena fe, no he llegado a establecer, sin embargo, que se trata de Fantomas, desde el punto de vista judicial. Para Deibler, para el procurador, para la opinión, en fin, es Gurn solamente a quien van a decapitar ...

El policía se interrumpió; del bulevar Arago, de allá abajo donde el público había sido rechazado, subían bravos, aplausos, clamores de gozo ...

Fandor se estremeció.

- ¿Qué es eso? -preguntó.

Juve explicó:

- ¡Ah! Bien se ve que no eres, como yo, un antiguo espectador de todas las ejecuciones ... Ese clamor, Fandor, es el clamor con que la multitud saluda siempre la llegada del ejecutor de la justicia: la guillotina.

¡Juve no se había equivocado!

Al trote de un viejo caballo blanco, un pesado carruaje, un furgón pintado de negro, herméticamente cerrado, avanzaba a buena velocidad, escoltado por cuatro gendarmes a caballo con el sable desenvainado.

El coche se paró a algunos metros de Juve y de Fandor; los gendarmes se alejaron ... Detrás del furgón se había adelantado una especie de cupé miserable, de donde ahora bajaban tres individuos, vestidos de negro y que Juve nombró a su compañero:

- Monsieur París y sus ayudantes; Deibler y los suyos ...

El joven no pudo contener un estremecimiento, Juve prosiguió:

- El furgón que ves, contiene los postes siniestros, la cuchilla. En media hora, Deibler y sus ayudantes habrán terminado de montarlo. Dentro de una hora, como máximo, Fantomas habrá dejado de existir.

Mientras que el policía hablaba, el verdugo había dado rápidamente algunos pasos para encontrarse con el oficial, comandante en jefe del servicio de orden. Cambió con él algunas palabras y pareció aprobar las disposiciones tomadas. Después, tras saludar a otra persona, el comisario de policía del barrio, se volvió hacia sus ayudantes y, con una voz muy tranquila, muy cerca de Fandor, ordenó:

- ¡Vamos, muchachos! ¡Manos a la obra!

Deibler, al volverse, vio a Juve y vino hacia él.

- ¡Buenos días! -dijo, estrechándole la mano ...

Después, como si se tratase de la cosa más natural:

- Excúseme, pero estamos un poco retrasados.

Uno por uno, los ayudantes retiraron del furgón grandes cofres de tela gris, que parecían muy pesados y que depositaron en el suelo con infinitas precauciones.

- ¡Mira! -dijo Juve-. Ahí están los postes de la máquina; hay que tener cuidado de no torcerlos. La guillotina es un instrumento de precisión.

Habiendo acabado de descargar el furgón, los ayudantes se despojaron de las levitas, se arremangaron y, bajo la dirección del verdugo, enderezaron la máquina.

Sobre el suelo, que acababan de barrer cuidadosamente para apartar las arenillas susceptibles de destruir el equilibrio de la carpintería, desenvolvieron los montantes rojos del cadalso. Las maderas del entarimado se encajaban unas con otras, unidas por fuertes ligaduras de cobre, que mantenía un cerrojo de seguridad. Los ayudantes sondearon las ranuras siniestras, a lo largo de las cuales debía resbalar la cuchilla, en los agujeros dispuestos en el centro del entarimado ...

La guillotina, ahora, enderezaba sus brazos espantosos hacia el cielo.

Juve hizo notar a Fandor la rapidez del montaje:

- ¿Ves? -decía-. No hace falta mucho tiempo para preparar el instrumento. Deibler no tiene más que instalar la báscula; después, la media luna, comprobar la cuchilla y todo estará dispuesto ...

Como si hubiese escuchado las explicaciones de Juve, Deibler, en efecto, se puso él mismo a hacerlo.

Comprobó por medio de un nivel de agua la horizontalidad perfecta de la guillotina, después dispuso las dos planchas en forma de escote que constituyen la media luna donde se pone el cuello del condenado, se acercó a la báscula, comprobó que corría libremente y, con una orden imperativa, pidió:

- La cuchilla ...

Deibler, apoyado familiarmente contra la guillotina, encajó la cuchilla en la ranura de los dos montantes de madera, después, haciendo jugar el mecanismo, izó el cuchillo, que relucía singularmente, miró el conjunto del instrumento y, volviéndose a los ayudantes, ordenó:

- El heno ...

Una gavilla de paja fue colocada en la media luna. Deibler se acercó al instrumento y apretó el resorte. Como un relámpago, el cuchillo cayó a lo largo de los montantes y cortó la gavilla de heno ...

La experiencia tuvo éxito. Terminado el ensayo, se podía pensar en el drama verdadero.

Juve, que durante todo el tiempo en que se había montado la guillotina, había permanecido al lado de Fandor, mordisqueando nerviosamente cigarrillos, explicó al joven:

- Todo está preparado ya. Deibler no tiene más que volver a ponerse la levita para ir a que le entreguen a Fantomas.

Los ayudantes, en efecto, acababan de disponer a lo largo de la máquina fatal, los dos cestos llenos de salvado, de los cuales uno recoge del otro lado de la media luna la cabeza lívida del decapitado, y el otro el cuerpo del condenado cuando se desprende de la báscula ...

El verdugo, cuando se puso su ropaje, tuvo el gesto instintivo de frotarse las manos. Después, a grandes pasos, se dirigió hacia un grupo de personajes que habían llegado durante el montaje de la máquina en cupés particulares, estacionados ahora ante la entrada de la cárcel.

- Señores -declaró Deibler-, dentro de un cuarto de hora será de día. Podemos proceder a despertar al reo.

Con un gesto, se consultaron los personajes.

- ¿No está aquí monsieur Germain Fuselier, juez de instrucción del caso? -preguntó un hombrecillo, monsieur Havard, jefe de la Sûreté, que debía entregar, conforme a la ley, al condenado para ponerlo en manos de Deibler.

- ¡No! Monsieur Germain se ha excusado; está enfermo ...

El verdugo, al oír la declaración, se sonrió. Sabía que monsieur Germain Fuselier, el íntegro magistrado instructor, era enemigo de la pena de muerte.

- Señor procurador -insistió-, ya es hora.

- ¡Vamos! -respondió el magistrado.

Lentamente, unos tras otros, estos personajes entraron en la cárcel.

Estaban allí el procurador general, el procurador de la República, su sustituto, el director de la Santé. Después venían detrás de esos altos funcionarios monsieur Havard, Deibler y sus ayudantes.

Por los pasillos de la cárcel, el grupo subió hasta el primer piso, hacia las celdas reservadas a los condenados a muerte.

El carcelero Nibet se adelantó con un manojo de llaves en la mano ...

Deibler, sin ninguna emoción, miró al procurador de la República:

- ¿Está dispuesto, señor? -preguntó.

Y como este, muy pálido, hiciese un gesto afirmativo con la cabeza, el director de la Santé avisó al carcelero:

- ¡Abra la celda! -ordenó.

Sin ruido, Nibet hizo girar los goznes de la cerradura, empujó la puerta ...

El procurador se adelantó. Esperaba encontrar al condenado dormido, tener un minuto de respiro, antes de anunciar la fatal nueva ...

Retrocedió ... El hombre estaba despierto, completamente vestido, sentado sobre el borde de la cama, la mirada extraviada, hosca, embrutecida ...

- ¡Gurn! -declaró el procurador- ¡Tenga valor! Su indulto ha sido denegado ...

El condenado, sin embargo, no se había movido; parecía no haber comprendido. Su actitud era la de un hombre dormido de pie ...

El procurador, sorprendido de esta impasibilidad, repetía:

- ¡Tenga valor! ... ¡Valor! ...

Un rictus crispó el rostro del condenado; sus labios se movieron, pareció hacer un violento esfuerzo para hablar:

- Yo no soy... -dijo.

Pero ya Deibler se había aproximado y, poniéndole la mano en el hombro, cortó rápidamente el horrible minuto:

- ¡Vamos! ¡Venga!

El capellán de la cárcel se adelantó a su vez.

- ¡Rece, hermano mío! -dijo-. ¡Recójase! ¿Quiere oír misa? ...

Al contacto de la mano del verdugo, el prisionero se había estremecido. Después se había levantado con gesto de autómata, con los ojos dilatados, el rostro como burlón ... Oyó la pregunta del capellán, dio dos pasos hacia él:

- Yo no ...

Havard se interpuso:

- No, señor capellán. no vale la pena. Es la hora ...

Deibler aprobó:

- ¡Vamos de prisa! Podemos empezar, ya es de día ...

El procurador de la República tartamudeó aún:

- ¡Valor! ... ¡Valor! ...

Ya Deibler había cogido al hombre por un brazo. Un carcelero le sostenía por el otro lado. Le condujeron al archivo para hacerle el último arreglo ...

En la pequeña habitación, iluminada por una lámpara vacilante, donde apenas se veía, había sido preparada una silla, cerca de una mesa. El verdugo y su ayudante hicieron sentar al condenado.

- ¡Apresurémonos! -repetía Deibler.

Acababa de coger unas largas tijeras ...

El procurador general todavía preguntaba al condenado:

- ¿Quiere usted un vaso de ron? ¿Quiere usted cigarrillos? ¿Tiene usted que hacer algún encargo?

El profesor Barberoux, que no había subido a despertar al desgraciado, lívido de emoción, se acercó a su vez:

- Gurn -dijo-. ¿Puedo hacer alguna cosa por usted? ¿Tiene usted alguna última voluntad?

El condenado intentó casi levantarse de la silla, un ronco gemido se escapó de su garganta ...

- Yo ... Yo ... -dijo ...

Y cayó hacia atrás, desfallecido. postrado ...

El médico de la cárcel, que estaba junto al cortejo, llevó aparte al sustituto del procurador:

- ¡Es abominable! -dijo-. ¿No lo ve? Este hombre no ha dicho una sola palabra desde el momento en que se ha despertado. Está de algún modo sumido en un embotamiento, en un sueño estupefacto ... Hay, por otra parte, una palabra técnica para calificar este estado ... Este individuo está en inhibición ..., ;vive ..., y sin embargo, es ya un cadáver ... Es, en todo caso, un ser completamente inconsciente, incapaz de tener un pensamiento preciso, de pronunciar una frase con sentido ... Raramente he visto un atontamiento semejante ...

Deibler, con un gesto, apartó a los que se apretaban alrededor de él:

- Firme la salida en el registro, monsieur Havard -dijo.

Y mientras que el jefe de la Sûreté ponía una firma vacilante al final del acta en la que se hacía la entrega de Gurn al verdugo, Deibler, con un amplio tijeretazo, escotó la camisa del prisionero, cortó un mechón de pelo que estaba sobre la nuca ...

Durante este tiempo, un ayudante ató con una cuerda las muñecas del que iba a morir.

- ¡Vamos! ¡Vamos! Es la hora legal ...

Dos ayudantes cogieron al miserable por los hombros y le enderezaron ...

Tuvo un estertor profundo, ininteligible, abominable:

- Yo no ...

Nadie le escuchaba. Le arrastraron.

Fuera, las primeras luces rosadas de la aurora despertaron a los pájaros, que revoloteaban delicadamente sobre la cuchilla centelleante ...

Eran las cinco y diez.

La multitud, cada vez más numerosa, se aplastaba detrás del cordón de las tropas que la mantenía, no sin gran dificultad, a gran distancia de la trágica máquina.

El equipo de El Cerdo de San Antón era particularmente agresivo, alborotador.

Bouzille, encaramado sobre los hombros de Geoffroy la Barrique, arengaba a los vecinos. En cuanto al tío Francois Bonbonne, sugería a los soldados:

- ¡Dejadnos pasar, guardias! No os hagáis los valientes ... y esta tarde podréis venir a tomar un vaso a la taberna ...

Pero los soldados, impasibles, ejecutaban las consignas, no dejando estacionar en los accesos de la guillotina más que a los raros privilegiados, provistos de un pase especial ...

De repente subió un rumor.

Los gendarmes de a caballo, que estaban estacionados frente a la guillotina, acababan de sacar, obedeciendo una orden, los sables. Con movimiento nervioso, Fandor cogió el brazo de Juve ...

El policía estaba muy pálido.

- ¡Metámonos allí! -dijo, y condujo a Fandor justo detrás de la guillotina, al lado donde la cabeza cortada debía rodar al cesto-. Veremos a ese miserable bajar del coche, veremos cómo lo atan a la báscula, ponerle sobre la media luna ...

Y Juve, como si tuviera necesidad de hablar para aturdirse, añadió aún:

- Es el mejor sitio para ver todo; ahí estaba yo cuando se guillotinó a Peugnez, hace ya mucho tiempo; ahí estaba cuando se ejecutó al parricida Duchemin, el quince de agosto de mil novecientos nueve ...

Pero el policía se calló. Por la puerta principal de la prisión de la Santé, un coche, el coche siniestro, salía.

Las cabezas se descubrieron. Los ojos miraron fijamente ... De repente un gran silencio invadió el bulevar ...

Al galope de los caballos, el coche acababa de pasar al periodista y al policía. Un frenazo lo inmovilizó justo enfrente de ellos, al otro lado de la guillotina, al pie mismo del cadalso ...

Rápidamente, monsieur Deibler saltó del pescante. Abrió el tablero posterior del furgón que, al bajarse, formaba escalera ...

Lívido, descompuesto, el capellán salía de espaldas, ocultando la visión del cadalso al condenado, a quien los ayudantes bajaban del coche ...

Fandor, temblando, exclamó sordamente:

- ¡Dios mío! ... ¡Dios mío! ...

Pero todo se hizo rápidamente ...

Los ayudantes cogieron al condenado y lo colocaron en la báscula.

Juve, al ver al miserable, dijo:

- Este hombre es valiente, ni siquiera ha palidecido. Habitualmente, los condenados están lívidos ...

En un periquete, los ayudantes del Verdugo ataron al hombre a la plancha ... Después, esta basculó ... Con las dos manos, Deibler cogió la cabeza por las orejas y con fuerza la colocó en la media luna ...

El resorte que se aprieta ...

El resplandor de la cuchilla que cae ...

Un chorro de sangre ...

Un rumor sordo escapado de miles de pechos.

La cabeza del condenádo acababa de caer en el cesto de heno.

Pero Juve, de repente, rechazando a Fandor, se había lanzado hacia el cadalso ..., empujó a los ayudantes, metió la mano en el heno que chorreaba sangre, cogió por los cabellos la cabeza cortada ... y la miró un segundo ...

Asustados de este escándalo, los ayudantes se precipitaron hacia el policía ...

- ¡Está usted loco!

- ¡Váyase de ahí!

Fandor veía que Juve titubeaba, parecía pronto a desfallecer ...

Corrió hacia él ...

- ¡Dios mío! -dijo con voz angustiada.

Juve, con palabras entrecortadas, jadeante, explicó:

- No es Gurn el que acaba de morir ... ¡La cabeza del condenado no ha palidecido porque estaba pintada! ..., ¡maquillada! ... ¡como la de un actor! ... ¡Ah!, maldición! ... ¡Fantomas se ha escapado! ¡Fantomas está libre! ¡Ha hecho guillotinar a un inocente en su lugar! ¡Fantomas! ¡Te digo que Fantomas está vivo! ...
Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO TRIGÉSIMO SEGUNDO. La horrible traiciónBiblioteca Virtual Antorcha