Indice de Fantomas de Pierre Souvestre y Marcel Allain CAPITULO DËCIMOCUARTO. Mademoiselle Jeanne CAPÍTULO DÉCIMOSEXTO. Entre los mozos de carga del mercadoBiblioteca Virtual Antorcha

Fantomas

Pierre Souvestre y Marcel Allain

CAPÍTULO DÉCIMOQUINTO

El complot de una loca



Georges Sembadel sacudió negligentemente las cenizas de su pipa contra el mármol de la chimenea, y, satisfecho del comienzo de aculotamiento que él notaba por la blancura de las escorias, concluyó:

- Mi querido Perret, esto es muy bonito, pero cuando yo hacía mis prácticas en la Pitié, y lo mismo cuando estaba en Beaujon, la comida de la sala de guardia era mejor y, sin embargo, no había demasiada gente. Solamente el director se permitía algunos extraordinarios.

Perret no estaba nada convencido.

- ¡Pardiez! Es natural. La comida es superior en los hospitales, justamente por lo que acabas de decir: ¡Se puede beber siempre el champaña de los enfermos!

Cuando el doctor Biron construyó en Passy su casa de salud destinada, decían los prospectos, a ofrecer un lugar de reposo a los enfermos nerviosos, a los cansados, a los sobreexcitados y hospitalizar adecuadamente a los locos, había tenido la sabia precaución de dar a su establemiciento una apariencia casi oficial, de proclamar urbi et orbi que emplearía a antiguos internos de los hospitales.

Y eso le había proporcionado un gran éxito. Su establecimiento prosperaba ...

Volviéndose hacia Sembadel, Perret continuó:

- Yo aguantaría aún -decía- la roñosería de la direcclón si no nos metiese en todas las faenas. Mi sueño es trabajar en las salas horas fijas, mientras que ahora trabajamos a destajo. ¡Qué diablos! Los dos somos doctores en medicina, y si aceptamos este trabajo es para poder continuar nuestros trabajos personales.

- ¿Qué te lo impide?

- ¿Y cómo quieres que encuentre tiempo, puesto que, fuera de las horas en que estamos obligados los dos a vigilar a los enfermos, a cuidarles, a platicar con ellos, hay tarea que cumplir?

- ¡Pchs! -replicó Perret-. Hacer esto o morirse de hambre ...

- A propósito, quisiera señalarte para tu folleto sobre los maniáticos, el caso muy especial del número veinticinco. Rambert, cuarenta años, manía persecutoria ... sin que se manifiesten actos de terror ...

- Eso mismo.

- Tratamiento seguido: reposo, sobrealimentación.

- Veo que te acuerdas exactamente del caso de la Rambert ...

- Sí, me había interesado. ¿Cómo está ahora?

- Pues bien, amigo, cuando la cambiaron de pabellón, es decir, cuando tu servicio me la traspasó, el diagnóstico era grave, el pronóstico terrible ..., una incurable. La encontrarás con muy buen aspecto ...

- ¿Cómo reacciona?

- Nada mal. Reminiscencias de persecuciones, pero no imaginación delirante. Recuerdos de crisis, pero no crisis. Es un cerebro que se recupera, una mujer que renace ...

Perret se aproximó a su vez a la mesa y, cogiendo papel de cartas con el membrete de la casa de salud, añadió para su camarada:

- Es divertido, ¿eh? ¿No hay muchos maniáticos con manía persecutoria que se vuelven normales? Mira, esta misma mañana voy a escribir a la familia, a su marido, monsieur Rambert, para recordarle mi carta anterior, que no ha debido de llegar, puesto que no he recibido respuesta ... Le daba a conocer el estado de su mujer y daba por descontado una próxima curación; tengo la intención, ahora, de pedirle autorización para enviarla a nuestra casa de convalecencia ... Esta mujer está curada. Puede ser que el diablo quiera que Etienne Rambert se la lleve a casa con él. En ese caso habrá una pensionista menos en el sanatorio y nuestro querido director estará de pésimo humor durante ocho días ...

Sembadel continuó:

- ¡Este bribón cuida a los locos, los cura; pero se desespera! Después de esta humorada, el interno se sumergió en la expedición de la correspondencia y el silencio de la sala de guardia solo era turbado por el deslizamiento de la pluma, que corría sobre el papel.

Un enfermero, sin embargo, entró aún en el cuarto y dejó sobre la mesa un voluminoso paquete de cartas.

- El correo de esta mañana -dijo.

Perret dejó la hoja de papel en la que ponía en limpio las observaciones tomadas la víspera y clasificó la correspondencia.

Después se volvió hacia Sembadel:

- Ninguna carta personal -dijo, respondiendo a la interrogación muda de su compañero-. Querido, te acompaño en el sentimiento. Hoy no tienes el sobre malva que esperas cada día y que influye tanto en tu carácter. Hoy no tendrás ocasión de estar de mal humor. Tenemos la visita de Swelding ...

- ¿El profesor danés? ¿Es esta mañana cuando llega?

- Así parece.

- ¿Quién es ese tipo?

- ¡Pchs! Uno de esos sabios extranjeros que no han logrado ser ilustres en su país.

- Creía que había publicado alguna cosa, el año último.

- En su carta hacía alusión a uno de sus libros: Casos cllnicos sobre la ideontología de los imaginativos sobreexcitados. Son tal vez veinte páginas y nada más.

- ¡Vamos, mademoiselle Luciel -exclamó Perret-. Haga desaparecer ese montón de ropa. ¡Maldita sea! Hay visita oficial.

- ¡Bien podía quedarse en su casa ese! -dijo la enfermera.

- ¡Caramba, mademoiselle Berthe! Ya se ocupará otro día de componerse.

Más lejos, Perret reprendía a otro enfermero:

- ¿Qué está usted clavando, Jean? Tire ese cigarrillo ... ¡Vaya un perezoso!

Mientras que el activo médico echaba la mirada de experto, el doctor Biron acababa de introducir al profesor Swelding.

- Soy muy dichoso, mi querido maestro -decía el director de la casa de salud-, por el honor que supone su visita ...

El doctor Biron, de unos cuarenta años de edad, el rostro colorado, la estatura vigorosa, activo, inquieto, haciendo grandes gestos, había recitado su pequeña retahíla, dirigida al profesor Swélding, con un tono suave, cumplimentador e insípido.

El profesor Swelding era un tipo extraño de viejo sabio.

Frisaba la sesentena, pero llevaba gallardamente el peso de los años, que habían cubierto de nieve su cabellera, larga y rizada.

- Crea, señor e ilustre colega -le decía-, que es una suerte poder aprovechar la experiencia de un sabio de su mérito.

- ¿Quiere usted que recorramos los diferentes servicios?

Y como el profesor Swelding asintiera, el doctor Biron le condujo fuera del salón, al parque de la casa de salud.

El doctor Biron señalaba la disposición de los sitios:

- Vea usted, señor profesor, cómo yo me he decidido, francamente. por la teoría del aislamiento: en lugar de construir un edificio único, he hecho edificar esta serie de pequeños pabellones que me permiten alojar a mis pensionistas lejos unos de otros; los maníacos, separados de los embrutecidos; los monoideístas, de los delirantes; los tranquilos, de los furiosos ...

El profesor Swelding aprobaba:

- Nosotros aplicamos también, en Dinamarca, el método del aislamiento; pero no hemos llegado nunca tan lejos. Veo que cada uno de los pabellones tiene su jardín particular.

- Es indispensable -afirmó el doctor Biron.

Y, conduciendo a su visitante, lo llevó hacia uno de los jardincillos, donde un hombre de unos cincuenta años se paseaba entre dos enfermeras.

- Mire -declaró el doctor-: he aquí, señor profesor, un maníaco atacado de locura de grandezas ...

Después, cuando el enfermo fue conducido ante el profesor, el doctor Biron le preguntó:

- Bueno, mi querido amigo, ¿cómo está usted hoy? ¿No ha tenido discusión con San Pedro?

El loco miró al director con aire asombrado:

- ¿Qué discusión quiere usted que tenga con mi portero? -respondió.

- ¿Qué tratamiento hace usted en un caso como este? -preguntó el doctor Swelding-. El aislamiento no es suficiente.

- Aplico otro método -respondió el doctor Biron-. Cuido el cerebro, cuidando al cuerpo ... Remonto al enfermo por medio de la higiene, de la sobrealimentación, del reposo, de la calma; después, lejos de contradecir su manía, lejos de alentársela también, la ignoro, no la tomo en cuenta. Este hombre se cree Dios. Yo no le digo que tiene razón ni que no la tiene ... Hay siempre, señor profesor, un grano de buen sentido en un cerebro enfermo ... Este hombre se cree Dios, pero cuando tiene hambre, se ve obligado a reclamar su comida. Yo le pregunto entonces por qué tiene necesidad de comer puesto que es Dios. Llego a forzarle a que invente una mentira. Poco a poco voy rehaciendo la educación de su juicio.

- ¿Hace usted muchas curas?

- Difícil de responder. La estadística no es la misma para las diferentes categorías de enfermedades mentales.

- Evidentemente; pero tomemos, por ejemplo, la manía persecutoria. ¿Qué proporción de éxitos?

- Veinte por ciento de curaciones definitivas, y cuarenta por ciento de mejorías ciertas.

El profesor Swelding estaba visiblemente maravillado por estos resultados. El director le arrastraba de allí.

- Si le parece, no entramos en los cuartos de los furiosos, a quienes usted oye gritar ... Le voy a enseftar una enferma que, precisamente. va a ser devuelta a su familia dentro de unos días. La creo completamente curada o a punto de estarlo.

En un jardincillo se veía a una mujer de unos cuarenta años que estaba bordando.

- Vea esa señora ... allá abajo -precisaba el doctor Biron-. Es madame Alice Rambert. Hace diez meses que es mi pensionista. Ve asesinos por todas partes. Yo la he cuidado, sobrealimentado y puesto en perfecto estado de defensa física. Después la he curado la moral. Esta mujer ahora no está loca.

- ¿No puede tener algún retroceso al estado morboso anterior?

- Ninguno.

- ¿Aun en el caso de una emoción violenta?

- No lo creo.

- ¿Puedo hablarla?

El doctor Biron condujo al visitante hacia el banco.

- Madame Rambert -dijo-, ¿me permite que le presente al profesor Swelding, que desea ofrecerle sus respetos?

Madame Rambert se levantó.

- Encantada de conocerle, señor -dijo-. Pero me gustaría saber de qué me conoce mi querido director.

- Dios mío, seftora -dijo el profesor, cortando la palabra a Biron-. A decir verdad no la conozco, pero sé que al dirigirme a usted hablaré a una de las pensionistas que, seguramente, me hablará con mayor entusiasmo del doctor Blron.

- En todo caso, él lleva su amabilidad de no querer que sus enfermos se aburran, puesto que les trae visitas inesperadas ...

- Comprendo el reproche, señora -respondió con extrema urbanidad el profesor Swelding-. Le desagrada la visita de un inoportuno ...

Madame Rambert había vuelto a coger su bordado, cosía ... De repente, se levantó bruscamente, mientras que el profesor Swelding retrocedía algunos pasos. Ella gritó:

- ¿Quién me llama? ..., ¿quién? ..., ¿quién? ...

- ¡Pero! ... -empezó el profesor.

- ¡Ah! -replicó ella-. Han dicho: ¡Alice! ¡Alice! ¡Su voz! ¡Su ... voz!... ¡Váyase!... ¡Váyase! ... Me da miedo ... ¡Socorro!, ¡socorro!

Sin dejar de gritar, huyó hacia el otro extremo del jardincillo. La enfermera y el doctor Biron se precipitaron hacia ella.

Dotada de la agilidad de los locos, la enferma se les escapaba, gritando constantemente:

- ¡Oh, le he reconocido! ¡Márchese! ... ¡Al asesino!

No obstante, la enfermera tranquilizó al director:

- ¡No tenga miedo! ... Es la visita de este señor la que le ha impresionado probablemente ...

La loca, en efecto, habiéndose refugiado detrás de un macizo de arbustos, apuntaba con el índice al profesor Swelding y, mirándole fijamente con los ojos dilatados por la angustia, repetía con un temblor de todos sus miembros:

- ¡Fantomas! ¡Fantomas! ... ¡Está allí! ¡Lo sé! ¡Ah! ¡Me persigue siempre! ¡El monstruo! ¡El bandido! ...

El doctor Biron ordenó:

- ¡Berthe! Lleve a madame Rambert a su habitación; enciérrela y que descanse ... Llame inmediatamente al doctor Perret.

Después, volviéndose hacia el profesor Swelding, añadió:

- Estoy desolado, señor profesor, por este incidente, que prueba que la curación de esta desgraciada no es tan segura como yo, desde luego, creía.

El profesor Swelding consoló al director:

- Qué triste cosa es la fragilidad del cerebro -decía-. He aquí bien claro el sorprendente ejemplo: esta desgraciada, a quien usted creía curada, acaba de tener una verdadera crisis de manía persecutoria, provocada ¿por qué? ¡Gran Dios! Ni usted ni yo tenemos, me imagino, cara de asesino ...

* * *

- ¿Va eso mejor, señora? -preguntó la enfermera Berthe, dirigiéndose a madame Rambert-. ¿Va a ser juiciosa?

La enferma alzó los hombros con gesto descorazonado.

- Mi pobre Berthe -dijo-, ¡si usted supiese lo desgraciada que soy, y cómo siento haberme dejado llevar de mi temperamento hace un instante!

- ¡Bah! El señor director no le dará importancia.

La enferma sonrió con lasitud.

- Sí -dijo-. Creo que sí.

- No, señora. Usted sabe que ha escrito a su casa diciendo que estaba curada ...

- Dígame, querida Berthe, ¿qué es lo que usted entiende por estas palabras: Yo estoy curada ....?

- Pues -respondió la enfermera, desconcertada-. Lo que quiero decir es que está usted mejor ...

La loca sonrió amargamente.

- Sí -confesó-. Es verdad que he mejorado actualmente. Pero no es de eso de lo que yo quiero hablar. ¿Qué piensa usted de mi locura?

La enfermera respondió con tono alto:

- No hace falta pensar en eso ... Usted está tan loca como yo.

- ¡Oh!, ya sé -prosiguió madame Rambert con tristeza- que el mayor signo de locura es pretender que no se está loco ... Desde que estoy confiada a su cuidado, ¿me ha visto jamás hacer alguna cosa, decir alguna frase, claramente desatinada?

- ¡No! En fin ..., es decir ...

- Es decir -concluyó madame Rambert- que yo le he afirmado a veces que era víctima de una abominable persecución. ¿Y si le dijese la verdad?

- ¡Vamos, vamos!, no se atormente más. El doctor Biron admite que está usted restablecida. Va a dejar la casa y emprender su vida ordinaria ...

Madame Rambert se retorcía las manos.

- ¡Ah!, mi pobre Berthe -le dijo-, ¡si usted supiese!

- ¿Qué?

- Pues que si yo dejo este sanatorio; es decir, si el director me manda con mi familia, seguro que dos días después me llevarán a otra casa de salud ...

La enfermera protestó:

- Es una idea que usted se ha hecho.

- ¡No! -dijo la enferma.

Y cogiendo la mano de su guardiana:

- Escuche, Berthe, hace diez meses que estoy aquí, y durante diez meses no he protestado una sola vez de que no estuviera loca. Era feliz, después de todo, en esta casa. Me creía segura. Pero, en adelante, esto ya no será así. Es necesario que me marche, pero no para volver a casa, a casa de mi marido.

- ¿Entonces? ...

- Usted no ignora, Berthe, que yo soy rica -replicó madame Rambert-. ¿Quiere usted asegurar fácilmente su suerte para siempre? Yo sé, le he oído hablar con otras enfermeras, que desea usted casarse. ¿Quiere que la dote? Aunque pierda su plaza aquí, tenga confianza en mí, yo la indemnizaré al céntuplo, pero ayúdeme a escapar ..., sáqueme de esta casa.

La enfermera Berthe quiso retirarse, escapar de la enferma; pero esta la sujetaba casi a la fuerza.

- ¿Cuánto quiere? Dígame el precio. ¿Treinta mil francos? ¿Cuarenta mil? ...

Y como la enfermera, deslumbrada por estas sumas, que le parecían fabulosas, se callase, madame Rambert se quitó de uno de sus dedos un brillante que tendió a la joven.

- Tome eso -dijo- como prueba de mi sinceridad ... Si me preguntan, diré que lo he perdido ..., y, desde ahora, Berthe, prepare mi evasión.

Berthe se levantó, titubeando, no sabiendo si soñaba o estaba despierta.

- ¡Ser rica! -decía-. ¡Ser rica!
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