Índice de El decameron de Giovanni BoccaccioTercera jornada - Cuento sextoTercera jornada - Cuento octavoBiblioteca Virtual Antorcha

TERCERA JORNADA

CUENTO SÉPTIMO


Tedaldo, enojado con una amante suya, se va de Florencia; vuelve allí después de algún tiempo disfrazado de peregrino; habla con la dama y le hace reconocer su error y libra de la muerte a su marido, a quien se le había acusado de haberle dado muerte a él, y lo reconcilia con los hermanos; y luego, discretamente, con su amante goza.


Ya alabada por todos se calla Fiameta, cuando la reina, para no perder tiempo, prestamente a Emilia encomendó la narración; y ella empezó:

- A mí me place volver a nuestra ciudad, de donde a las dos anteriores les plugo apartarse, y contaros cómo un ciudadano nuestro reconquistó a su perdida señora.

Hubo, pues, en Florencia, un noble joven cuyo nombre era Tedaldo de los Elisei, que enamorado sobremanera de una señora, llamada doña Ermelina y mujer de un Aldobrandino Palermini, por sus loables costumbres mereció disfrutar de su deseo; placer al cual la Fortuna, enemiga de los dichosos, se opuso; por lo cual, fuera cual fuese la razón, la señora, habiendo complacido a Tedaldo durante un tiempo, por completo se apartó de querer complacerlo y de querer no ya escuchar ninguna embajada suya, sino tampoco verle de manera ninguna. Por lo que él se dejó ir a una tristeza fiera y aborrecible, mas tenía de tal manera celado su amor que nadie creía que éste era la razón de su melancolía; y luego de que de diversas maneras se hubo ingeniado mucho en reconquistar el amor que sin culpa suya le parecía haber perdido, y encontrando vana toda fatiga, a alejarse del mundo (para no alegrar al verlo consumirse a aquella que de su mal era ocásión) se dispuso.

Y cogiendo los dineros que pudo conseguir, secretamente, sin decir palabra a amigo ni a pariente fuera de un compañero suyo que todo sabía, se fue y llegó hasta Ancona, haciéndose llamar Filippo de San Lodeccio, y trabando allí conocimiento con un rico mercader, entró a su servicio y en un barco junto con él se fue a Chipre. Sus costumbres y sus maneras agradaron tanto al mercader que no solamente le asignó un buen salario, sino que le hizo su socio en parte y además gran parte de sus negocios le puso entre las manos, los cuales llevó tan bien y con tanta solicitud que en pocos años se hizo bueno y rico mercader y famoso. En los cuales negocios, aunque muchas veces se acordase de la cruel señora y fieramente fuese de amor traspasado y mucho desease volver a verla, fue de tanta constancia que durante siete años venció aquella batallá. Pero sucedió que, oyendo un día en Chipre cantar una canción que hacía tiempo él había compuesto, en la que el amor que tenía a su señora y ella a él y el placer que de ella gozaba se contaba, pensando que no podía ser que ella le hubiera olvidado, en tanto deseo de volver a verla se inflamó que, no pudiendo sufrirlo más, se dispuso a volver a Florencia.

Y puestos en orden todos sus asuntos, se vino tan sólo con un sirviente suyo a Ancona, adonde habiendo llegado sus cosas, las mandó a Florencia a un amigo del anconés socio suyo, y él ocultamente, como un peregrino que viniera del Santo Sepulcro, con su criado se vino detrás; y llegados a Florencia, se fue a una posadita que dos hermanos tenían cerca de la casa de su señora. Y donde primero fue no fue a otra parte sino a la puerta de su casa por verla si podía; pero vio las ventanas y las puertas y todo cerrado, por lo que mucho temió que hubiera muerto o que se hubiese mudado de allí. Por lo que, muy pensativo, se fue a la casa de sus hermanos, a quienes vio todos vestidos de negro, de lo que se maravilló mucho, y sabiéndose tan cambiado en el vestido y la persona de lo que ser solía cuando se fue de allí, que no podría ser reconocido fácilmente, confiadamente se acercó a un zapatero y le preguntó por qué aquéllos iban vestidos de negro. A lo que el zapatero respondió:

- Van vestidos de negro porque no hace quince días que un hermano suyo que hacía mucho tiempo que no estaba aquí, que tenía por nombre Tedaldo, fue muerto; y me parece entender que han probado a la justicia que uno que tiene por nombre Aldobrandino Palermini, que está preso, lo mató porque estaba enamorado de la mujer y había vuelto disfrazado para estar con ella.

Maravillóse mucho Tedaldo de que tanto se le asemejase alguno que fuese tomado por él y le dolió la desgracia de Aldobrandin, y habiendo oído que la señora estaba sana y salva, siendo ya de noche, lleno de diversos pensamientos, se volvió a la posada, y luego de que cenado hubo con su criado, en lo más alto de la casa fue puesto a dormir. Allí, tanto por los muchos pensamientos que le asaltaban como por la dureza de la cama y tal vez por la cena, que había sido escasa, ya era medianoche y todavía Tedaldo no había podido dormirse, por lo que, estando despierto, le pareció hacia la medianoche sentir que desde el tejado de la casa bajaba gente a la casa, y luego por las rendijas de la puerta de la cámara vio hacia allí venir una luz. Por lo que, calladamente acercándose a las rendijas, empezó a mirar qué significaba aquello y vio a una joven muy hermosa tener en mano esta luz y venir hacia ella tres hombres, que habían bajado del tejado, y luego de hacerse algunas fiestas unos a otros, dijo uno de ellos a la joven:

- Ya podemos, Dios sea loado, estar seguros, porque sabemos ciertamente que la muerte de Tedaldo Elisei ha sido achacada por sus hermanos a Aldobrandín Palermini, y él ha confesado y ya está escrita la sentencia, pero debemos seguir callando porque si alguna vez se sabe que hemos sido nosotros estaremos en el mismo peligro que está Aldobrandino.

Y dicho esto, con la mujer, que muy contenta se mostró con esto, bajaron y se fueron a dormir.

Tedaldo, oído esto, empezó a considerar cuántos y cuáles eran los errores en que podía caer la mente de los hombres, pensando primero en sus hermanos, que a un extraño habían llorado y sepultado en su lugar, y luego acusado a un inocente por falsas sospechas, y con testigos no verdaderos haberlo llevado a la muerte, y además de ello en la severidad ciega de las leyes y de sus rectores, los cuales muchas veces, como solícitos investigadores de la verdad, con crueldades hacen probar lo falso, y se llaman ministros de la justicia y de Dios cuando son ejecutores de la iniquidad y del diablo. Después de esto, a la salvación de Aldobrandino dirigió sus pensamientos y consideró consigo mismo lo que debía hacer. Y en cuanto se levantó por la mañana, dejando al criado, cuando le pareció oportuno se fue él solo a la casa de su señora y, encontrando por acaso abierta la puerta, entró dentro y vio a su señora sentada por tierra en una salita que allí en la planta baja había; y estaba llena de llanto y de amargura; y casi se puso a llorar de compasión; y acercándose le dijo:

- Señora, no os atribuléis; vuestra paz está cerca.

La señora, al oírle, levantó el rostro y, llorando, dijo:

- Buen hombre, me pareces un peregrino forastero; ¿qué sabes tú de la paz ni de mi aflicción?

Repuso entonces el peregrino:

- Señora, soy de Constantinopla y poco ha he llegado aquí mandado por Dios a convertir vuestras lágrimas en risa y a librar de la muerte a vuestro marido.

- ¿Cómo -dijo la señora- si eres de Constantinopla y recién llegado aquí sabes quiénes mi marido y yo somos?

El peregrino, empezando desde el principio, toda la historia de la angustia de Aldobrandino le contó y le dijo quién era ella, cuánto tiempo hacía que estaba casada y otras muchas cosas que él muy bien sabía de sus asuntos, por lo que la señora se maravilló mucho y teniéndolo por un profeta se arrodilló a sus pies, rogándole por Dios que, si había venido a salvar a Aldobrandino que se apresurase porque el tiempo era poco. El peregrino, mostrándose como un muy santo varón, dijo:

- Señora, levantaos y no lloréis, y escuchad bien lo que voy a deciros, y guardaos de decirlo nunca a nadie. Por lo que Dios me ha revelado que la tribulación en la que estáis os ha sobrevenido por un gran pecado que cometisteis hace tiempo, que Dios ha querido que purguéis en parte con esta angustia y del que quiere que os enmendéis: si no, por ello recaeréis en una aflicción mucho mayor.

Dijo entonces la señora:

- Señor, he pecado mucho y no sé de qué Dios querrá que me enmiende entre todos, y por ello, si lo sabéis, decídmelo y haré todo cuanto pueda por enmendarlo.

- Señora -dijo entonces el peregrino-, bien sé cuál es y no voy a preguntároslo para saberlo mejor, sino para que diciéndolo vos misma tengáis más remordimiento. Pero vengamos al asunto. Decidme, ¿os acordáis de haber tenido algún amante?

La señora, al oír esto, dio un gran suspiro y se maravilló mucho, no creyendo que nadie nunca lo hubiera sabido, a no ser que desde que había sido muerto aquel que fue enterrado como Tedaldo se hubiese propalado algo por algunas palabras indiscretamente dichas por un amigo de Tedaldo, que sabía de ello; y respondió:

- Bien veo qué Dios os muestra todos los secretos de los hombres, y por ello estoy dispuesta a no ocultaros los míos. Es verdad que en mi juventud amé sumamente al desventurado joven de cuya muerte se culpa a mi marido, cuya muerte tanto he llorado cuanto me duele, por lo que, por muy rigida y agreste que me mostrase con él antes de su partida, ni su partida ni su larga ausencia ni aun su desventurada muerte han podido nunca arrancármelo del corazón.

A lo que dijo el peregrino:

- Al desventurado joven que ha sido muerto no amasteis vos, sino a Tedaldo Elisei. Pero decidme, ¿cuál fue la razón por la que os enojasteis con él? ¿Os ofendió en algo?

Y la señora le respondió:

- Ciertamente que no, nunca me ofendió, pero la razón del enfado fueron las palabras de un maldito fraile con el que me confesé una vez, porque cuando le hablé del amor que a aquél tenía y de la intimidad que tenía con él, me levantó tal quebradero de cabeza que todavía me espanta, diciéndome que si no me abstenía de ello iría a dar a la boca del diablo en lo profundo de los infiernos y sería condenada al fuego eterno. De lo que me entró tal pavor que por completo me dispuse a no querer ya su intimidad; y para quitar la ocasión, ni su carta ni su embajada quise recibir; aunque creo que si hubiese perseverado más (porque por lo que presumo se fue desesperado y lo vi consumirse como hace la nieve al sol), mi dura decisión se hubiese doblegado porque un deseo mayor no tenía en el mundo.

Dijo entonces el peregrino:

- Señora, éste es el único pecado que ahora os atribula. Sé firmemente que Tedaldo no os forzó en nada; cuando os enamorasteis de él por vuestra propia voluntad lo hicisteis, agradándoos él, y cuando vos misma quisisteis vino a vos y gozó de vuestra intimidad, en la cual con palabras y con obras tanto agrado le mostrasteis que, si primero os amaba, más de mil veces hicisteis redoblar su amor. Y si así fue, como sé que fue, ¿qué razón podía moveros a apartarlo tan rígidamente? Esas cosas debían pensarse antes de hacerse y si creyeseis que debíais arrepentiros como de algo mal hecho, no hacerlas. Tal como él se hizo vuestro, vos os hicisteis suya. Si él no hubiera sido vuestro, podríais haber hecho en todo lo que quisieseis, como dueña, pero querer arrebatarle a vos que erais suya era un robo y cosa reprobable si aquélla no era la voluntad de él. Pues debéis saber que yo soy fraile y por ello conozco todas sus costumbres; y si hablo de ellas un tanto libremente para vuestro provecho no estará mal en mí como estaría en otros; y me place hablar de ellas para que de ahora en adelante mejor los conozcáis de lo que parece que habéis hecho hasta ahora. Hubo antes frailes santísimos y hombres de valor, pero los que hoy se llaman frailes, y por ello quieren ser tenidos, nada tienen de fraile, sino la capa, y ni siquiera ésta es de fraile porque si por los fundadores de los frailes fueron elegidas delgadas y míseras y de telas groseras y manifestadoras del espíritu que había despreciado las cosas temporales cuando se envolvía el cuerpo en tan vil vestido, hoy se las hacen anchas y forradasy satinadas y de telas finísimas y les han dado forma cortesana y pontifical para no avergonzarse de pavonearse con ellos en las iglesias y en las plazas como con sus vestidos hacen los seglares; y como con el esparavel el pescador se ingenia en coger en los ríos muchos peces de una vez, así éstos, con las amplísimas fimbrias envolviéndose, a muchas santurronas, muchas viudas, a muchas otras mujeres necias y hombres se ingenian en coger debajo, y de ello se ocupan con mayor solicitud que de otro ejercicio. Y por ello, para decirlo con más verdad, no las capas de los frailes llevan éstos sino solamente el color de las capas. Y mientras los antiguos deseaban la salvación de los hombres, éstos desean las mujeres y las riquezas, y todo su empeño han puesto y ponen en asustar con palabrería y con pinturas las mentes de los necios y en enseñarles que con las limosnas se purgan los pecados y con misas, para que a aquellos que por cobardía (no por devoción) se han acogido a hacerse frailes, y para no pasar trabajos, éste les mande el pan, aquélla mande el vino, aquel otro les dé la pitanza por el alma de sus muertos. Y ciertamente es verdad que las limosnas y las oraciones purgan los pecados pero si quienes las hacen viesen a quién las hacen o les conocieran, antes las guardarían para sí o mejor a otros tantos puercos las arrojarían. Y porque saben que cuanto menor es el número de los poseedores de una gran riqueza a tanto más tocan, todos con charlas y con espantos se ingenian en quitarles los demás aquello que desean para ellos solos. Reprueban a los hombres la lujuria para que, apartándose de ella los reprobados, para los reprobadores se queden las mujeres; condenan la usura y las ganancias injustas para que siéndoles restituidas a ellos, puedan hacerse las capas más amplias, comprar obispados y las otras prelaturas mayores con aquello que han enseñado que llevaría a la condenación a quien lo tuviera. Y cuando de estas cosas y otras muchas que causan escándalo se les reprende, con responder Haced lo que decimos y no lo que hacemos creen que tienen digna descarga de tanto peso grave, como si fuese más posible a las ovejas ser constantes y de hierro que a los pastores. Y cuántos son aquellos a quienes dan tal respuesta que no la entienden en el modo que la dicen, muchos lo saben. Quieren los frailes de hoy que hagáis lo que dicen, esto es que llenéis sus bolsas de dineros, les confiéis vuestros secretos, observéis castidad, perdonéis las injurias, os guardéis de hablar mal de nadie: cosas todas buenas, todas honestas, todas santas; ¿pero para qué? Para poder hacer ellos lo que, si los seglares lo hacen, no podrán hacer. ¿Quién no sabe que sin dineros la vagancia no puede durar? Si en tus gustos te gastas el dinero, el fraile no podrá haraganear en la orden; si te vas con las mujeres de alrededor les quitarás el sitio a los frailes; si no eres paciente y perdonas las injurias, el fraile no se atreverá a venir a tu casa y contaminar a tu familia. ¿Por qué sigo? Se acusan ellos mismos tantas veces como antes los oyentes se excusan de aquella manera. ¿Por qué no se quedan en casa si no creen poder ser abstinentes y santos? O si quieren dedicarse a esto, ¿por qué no siguen aquellas santas palabras del Evangelio: Empezó Cristo a hacer y a enseñar? Hagan esto primero y enseñen luego a los demás. He visto en mi vida galanteadores, amadores, visitantes no sólo de las mujeres seglares sino de las monjas y de aquellos que más escándalo arman desde sus púlpitos. ¿Y a los tales vamos a seguir? Quien así hace, hace lo que quiere pero Dios sabe si lo hace prudentemente. Pero aun si hubiéramos de conceder lo que el fraile que os reprendió dijo, esto es, que gravísimo pecado sea romper la fe matrimonial, ¿no lo es mucho mayor robar a un hombre?, ¿no lo es mucho mayor matarlo o enviarlo al exilio rodando por el mundo? Esto lo concederá cualquiera. El tener intimidad un hombre con una mujer es un pecado natural; robarlo o matarlo o expulsarlo procede de maldad del espíritu. Que robasteis a Tedaldo ya antes os lo he demostrado, arrebatándoos a él cuando os habíais hecho suya por vuestra espontánea voluntad. Además, os digo que, por lo que a vos respecta, lo matasteis por haber hecho todo lo necesario (mostrándoos cada vez más cruel) para que se matase con sus propias manos; y quiere la ley que quien es ocasión del mal tenga la misma culpa que quien lo hace. Y que vos de su exilio y de que haya andado rodando por el mundo siete años sois la ocasión, no se puede negar. Así que mucho mayor pecado habéis cometido con cualquiera de estas tres cosas dichas que cometíais con concederle vuestra intimidad. Pero veamos, ¿es que Tedaldo mereció estas cosas? Ciertamente que no; vos misma lo habéis confesado; sin contar con que sé que más que a sí mismo os ama. Nada fue tan honrado, tan exaltado, tan magnificado como erais vos sobre cualquiera otra mujer por él, si se encontraba en parte donde honestamente y sin engendrar sospechas sobre vos podía de vos hablar. Todo su bien, todo su honor, toda su libertad en vuestras manos era puesta por él. ¿No era un noble joven?, ¿no era más apuesto que todos sus conciudadanos?, ¿no era valeroso en las cosas que son propias de los jóvenes?, ¿no era amado, tenido en aprecio, visto con agrado por todos? A nada de esto diréis que no. Entonces ¿cómo, por lo que dijese un frailecillo maniático, brutal y envidioso, pudisteis tomar contra él una resolución cruel? No sé qué error debe de ser el de las mujeres que a los hombres desprecian y estiman en poco que, pensando en lo que ellas son y en cuánta y cuál sea la nobleza dada por Dios al hombre sobre todos los demás animales, deberían gloriarse cuando son amadas por alguno y tenerle sumamente en aprecio y con toda solicitud ingeniarse en complacerlo para que de amarla nunca se apartase. Y que lo hicisteis vos, movida por las palabras de un fraile, que con certeza debía de ser algún tragasopas manducador de tortas, ya lo sabéis, y tal vez lo que él deseaba era ocupar el lugar de donde se esforzaba en echar a otro. Este pecado es aquel que la divina justicia que con justa balanza lleva a efecto todas sus operaciones, no ha querido dejar sin castigo; y así como vos sin ninguna razón os ingeniasteis en quitaros vos misma a Tedaldo, así vuestro marido sin razón ha estado y todavía está en peligro, y vos en tribulación. De la cual si deseáis ser librada, lo que os conviene prometer y, sobre todo hacer, es esto: si sucede alguna vez que Tedaldo de su largo destierro vuelva, vuestra gracia, vuestro amor y vuestra benevolencia e intimidad le devolveréis y le responderéis en aquel estado en que estaba antes de que vos tontamente creyeseis al loco fraile.

Había el peregrino terminado sus palabras cuando la señora, que atentísimamente le escuchaba porque veracísimas le parecían sus razones, y se estimaba con seguridad castigada por aquel pecado, al oírselo a él decir, dijo:

- Amigo de Dios, bastante conozco que son ciertas las cosas que decís y en gran parte conozco por vuestra enseñanza quiénes son los frailes, que hasta ahora han sido tenidos por mí como santos; y sin duda conozco que mi culpa ha sido grande en lo que hice contra Tedaldo, y si pudiera con gusto la enmendaría de la manera que me habéis dicho; pero ¿cómo puede ser? Tedaldo no podrá nunca volver: está muerto, y por ello lo que no puede hacerse no sé para qué voy a prometéroslo.

El peregrino le dijo:

- Señora, Tedaldo no está muerto, según Dios me revela, sino que está vivo y sano y en buen estado si tuviese vuestra gracia.

Dijo entonces la señora.

- Mirad lo que decís; que yo lo he visto muerto delante de mi casa de muchas cuchilladas, y lo tuve en estos brazos y con muchas lágrimas bañé su muerto rostro, las cuales dieron ocasión de hacer que se dijese lo que deshonestamente se ha dicho.

Entonces dijo el peregrino:

- Señora, digáis lo que digáis os aseguro que Tedaldo está vivo; y si queréis prometer aquello con la intención de cumplirlo, espero que lo veáis pronto.

La señora dijo entonces:

- Lo hago y lo haré de buen grado; y nada podría suceder que me diese tanta alegría sino ver a mi marido libre y sin daño y a Tedaldo vivo.

Pareció entonces a Tedaldo tiempo de descubrirse y de consolar a la señora con más cierta esperanza de su marido, y dijo:

- Señora, para que pueda consolaros con relación a vuestro marido, un gran secreto necesito deciros, que cuidaréis de que nunca mientras viváis manifestéis a nadie.

Estaban en un lugar asaz alejado, y solos, habiendo tomado gran confianza la señora en la santidad que le parecía tener el peregrino; por lo que Tedaldo, sacando un anillo guardado por él con sumo cuidado, que la señora le había dado la última noche que había estado con ella, y mostrándoselo dijo:

- Señora, ¿conocéis esto?

En cuanto la señora lo vio lo reconoció y dijo:

- Señor, sí, yo se lo di a Tedaldo hace tiempo.

El peregrino, entonces, poniéndose en pie y prestamente quitándose de encima la esclavina y de la cabeza el capelo, y hablando en florentino, dijo:

- ¿Y a mí, me conocéis?

Cuando lo vio la señora, conociendo que era Tedaldo, toda se pasmó, temiéndole como a los cuerpos muertos, si se les ve andar como vivos, se teme; y no como a Tedaldo que regresaba de Chipre fue a su encuentro a recibirlo, sino como de Tedaldo que volvía desde la tumba quiso huir temerosa.

Y Tedaldo le dijo:

- Señora, no temáis, soy vuestro Tedaldo vivo y sano y nunca me he muerto ni me mataron, creáis lo que creáis mis hermanos y vos.

La señora, tranquilizada un tanto, y bajando la voz, y mirándolo más y asegurándose de que aquél era Tedaldo, llorando se le echó ai cuello y lo besó, diciendo:

- Dulce Tedaldo mío, ¡seas bien venido!

Tedaldo, besándola y abrazándola, dijo:

- Señora, no es ahora tiempo de hacernos más estrechos saludos; quiero ir a hacer que Aldobrandino os sea devuelto sano y salvo, sobre lo cual espero que antes de mañana por la noche tengáis nuevas que os agraden; que, si tengo suerte como espero, sobre su salvación quiero poder venir esta noche a dároslas con más espacio que puedo hacerlo al presente.

Y volviéndose a poner la esclavina y el sombrero, besando otra vez a la señora y confortándola con buena esperanza, se separó de ella y allá se fue donde Aldobrandino estaba en prisión, más embebido en pensamientos de temor de la inminente muerte que de esperanza de futura salud; y a guisa de consolador, con la venia de los carceleros, entró donde él estaba y sentándose junto a él, le dijo:

- Aldobrandino, soy un amigo tuyo que Dios manda para salvarte, quien por tu inocencia ha sentido piedad de ti; y por ello, si en honor suyo quieres concederme un pequeño don que voy a pedirte, sin falta antes de que mañana sea de noche, en lugar de la sentencia de muerte que esperas, oirás absolución.

Al que Aldobrandin repuso:

- Buen hombre, puesto que de mi salvación te preocupas, aunque no te conozco ni me acuerde de haberte visto nunca, debes ser amigo, como dices. Y en verdad el pecado por el cual se dice que debo ser condenado a muerte, nunca lo he cometido; muchos otros he hecho, que tal vez a esto me hayan conducido. Pero te digo por el temor de Dios esto: si él ahora tiene misericordia de mí, grandes cosas, no una pequeña, haría de buena gana, aunque no lo prometiese; así que lo que te plazca pide, que sin falta, si llego a escapar de ésta, lo cumpliré ciertamente.

El peregrino entonces dijo:

- Lo que quiero no es otra cosa sino que perdones a los cuatro hermanos de Tedaldo el haberte conducido a este punto, creyéndote culpable de la muerte de su hermano, y que los tengas por hermanos y por amigos si te piden perdón.

Al que Aldobrandín repuso:

- No sabes cuán dulce cosa es la venganza ni con cuánto ardor se desea sino quien recibe las ofensas; pero aun así, para que Dios de mi salvación se ocupe, de buen grado les perdonaré y ahora les perdono, y si de aquí salgo vivo y me salvo, para hacerlo seguiré el modo que te sea grato.

Esto le plugo al peregrino, y sin querer decirle más, encarecidamente le rogó que tuviese buen ánimo, que con seguridad antes de que terminase el siguiente día tendría noticia certísima de su salud.

Y separándose de él se fue a la señoría y en secreto a un caballero que la gobernaba dijo así.

- Señor mío, todos sabemos de buen grado empeñamos en hacer que la verdad de las cosas se conozca, y máximamente aquellos que tienen el puesto que vos tenéis, para que no sufran los castigos los que no han cometido el pecado y sean castigados los pecadores. Y para que ello suceda en honor vuestro y para mal de quien lo ha merecido, he venido a vos. Como sabéis, habéis procedido severamente contra Aldobrandín Palermini y parece que habéis tenido por cierto que él ha sido quien mató a Tedaldo Elisei, y vais a condenarlo, lo que segurísimamente es falso, como creo que antes de la medianoche, trayendo a vuestras manos al matador de aquel joven, os habré demostrado.

El valeroso hombre, que tenía lástima de Aldobrandino, prestó gustosamente oídos a las palabras del peregrino, y explicándole muchas cosas sobre esto, siendo su guía, cuando estaban en el primer sueño, a los dos hermanos posaderos y a su criado apresó a mansalva, y queriéndoles dar tortura para descubrir cómo había sido la cosa, no lo sufrieron sino que cada uno separadamente y luego todos juntos abiertamente confesaron haber sido quienes mataron a Tedaldo Elisei, sin reconocerlo.

Preguntados por la razón, dijeron que porque éste a la mujer de uno de ellos, no estando ellos en la posada, había molestado mucho y querido forzar a que hiciese su voluntad.

El peregrino, enterado de esto, con licencia del gentilhombre se fue y secretamente se vino a casa de la señora Ermelina, y a ella sola (habiéndose ido a dormir todos los demás de la casa) la encontró esperándole, igualmente deseosa de tener buenas noticias del marido y de reconciliarse plenamente con su Tedaldo; a la cual acercándose, con alegre gesto, dijo:

- Carísima señora mía, alégrate, que por cierto recuperarás mañana aquí sano y salvo a tu Aldobrandino.

Y para asegurarle de esto más, lo que había hecho le contó plenamente. La señora, de los dos accidentes tales y tan súbitos, esto es, de recuperar a Tedaldo vivo, al cual firmemente creía haber llorado muerto, y de ver libre de peligro a Aldobrandino, a quien se creía tener que llorar por muerto unos pocos días después, tan alegre como nunca lo estuvo nadie, afectuosamente abrazó y besó a su Tedaldo; y yéndose juntos a la cama de buena gana firmaron graciosas y alegres paces, tomando el uno del otro deleitable gozo. Y al acercarse el día, Tedaldo, levantándose, habiendo ya explicado a la señora lo que hacer entendía y rogándole que ocultísimo lo tuviese, de nuevo en hábito de peregrino salió de casa de la señora para poder, cuando fuese el momento, ocuparse de los asuntos de Aldobrandino.

La señoría, llegado el día y pareciéndole tener completa información del asunto, prestamente liberó a Aldobrandino y pocos días después a los malhechores hizo cortar la cabeza donde habían cometido el homicidio. Estando, pues, libre Aldobrandino con gran regocijo suyo y de su mujer y de todos sus amigos y parientes, y conociendo manifiestamente que aquello había sido obra del peregrino, le condujeron a su casa por tanto tiempo cuanto le pluguiera estar en la ciudad; y allí, de hacerle honores y fiestas que no se saciaban, y especialmente la mujer, que sabía a quién se los hacía. Pero pareciéndole, luego de algunos días, tiempo de reconciliar a sus hermanos con Aldobrandino, a quienes sabía no sólo desacreditados por su absolución, sino también armados por miedo, pidió a Aldobrandino que cumpliese su promesa. Aldobrandino espontáneamente contestó que estaba dispuesto. El peregrino le hizo preparar un hermoso convite para el día siguiente, al que dijo que quería que él con sus parientes y con sus mujeres invitase a los cuatro hermanos y a sus mujeres, añadiendo que él mismo iría incontinenti a invitarles a su perdón y a su convite de su parte. Y estando Aldobrandino contento con cuanto placía al peregrino, el peregrino enseguida se fue a casa de los cuatro hermanos, y dirigiéndoles las palabras que para tal asunto se requerían, al final, con razones irrebatibles fácilmente les condujo a querer reconquistar, solicitando el perdón, la amistad de Aldobrandino, y hecho esto, a ellos y a sus mujeres a almorzar con Aldobrandino la mañana siguiente les invitó, y ellos, de buen grado, creyendo su palabra, aceptaron el convite.

Así, pues, la mañana siguiente, a la hora de comer, primeramente los cuatro hermanos de Tedaldo, tan vestidos de negro como iban, con algunos amigos suyos vinieron a casa de Aldobrandino, que les esperaba; y allí, delante de todos aquellos que para acompañarles habían sido invitados por Aldobrandino, arrojadas las armas en tierra, se pusieron en manos de Aldobrandino, pidiéndole perdón de lo que contra él habían hecho.

Aldobrandino, llorando compasivamente, los recibió y besando a todos en la boca, gastando pocas palabras, todas las injurias recibidas perdonó. Después de ellos, sus hermanas y sus mujeres todas vestidas de luto vinieron, y por la señora Ermelina y las otras grandes señoras graciosamente recibidas fueron.

Y habiendo sido magníficamente servidos en el convite tanto los hombres como las mujeres, no había habido en él nada más que cosas dignas de encomio, a no ser la taciturnidad por el reciente dolor que estaba representado en los vestidos oscuros de los parientes de Tedaldo (por lo cual la invención y la invitación del peregrino había sido censurada por muchos, y él se había apercibido de ello); pero como lo había decidido, venido el tiempo de disiparla, se puso en pie, todavía comiendo los demás la fruta, y dijo:

- Nada ha faltado a este convite para que fuese alegre sino Tedaldo, a quien, pues habiéndole tenido continuamente con vosotros no lo habéis conocido, quiero mostrároslo.

Y quitándose de encima la esclavina y toda la ropa de peregrino se quedó en jubón de tafetán verde, y no sin grandísima maravilla fue por todos mirado y examinado largamente antes de que alguien se atreviese a creer que era él. Lo que viendo Tedaldo, mucho les habló de sus parientes, de las cosas sucedidas entre ellos, de sus accidentes; por lo que sus hermanos y los demás hombres, todos llenos de lágrimas de alegría, a abrazarle corrieron, y lo mismo después hicieron las mujeres, tanto las parientes como las no parientes, salvo doña Ermelina. Lo que viendo Aldobrandin, dijo:

- ¿Qué es esto, Ermelina? ¿Cómo no celebras tú como las otras mujeres a Tedaldo?

Y, oyéndola todos, la señora le respondió:

- Ninguna hay que con más agrado le haya hecho fiestas o se las haga que se las haré yo, como quien más que ninguna otra le está obligada, considerando que por su medio te he recu;perado; pero las deshonestas habladurías de los días en que llorábamos a quien creíamos Tedaldo, hacen que me retenga.

Aldobrandino le dijo:

- ¡Vamos, vamos!, ¿crees que yo creo a los que ladran? Procurando mi salvación bastante ha demostrado que aquello eran falsedades, sin contar con que nunca lo creí; levántate enseguida, ve a abrazarlo.

La señora, que otra cosa no deseaba, no fue lenta en obedecer en ello al marido; por lo que, levantándose como habían hecho los demás, abrazándolo ella, le hizo alegres fiestas. Esta liberalidad de Aldobrandino mucho plugo a los hermanos de Tedaldo y a todos los hombres y mujeres que allí estaban, y cualquier barrunto que hubiera nacido en algunos por las habladurías que había habido, con esto desapareció. Habiendo, pues, celebrado todos a Tedaldo, él mismo rasgó las vestiduras negras que llevaban sus hermanos y las oscuras de las hermanas y las cuñadas, y quiso que otras ropas se trajesen y después de que vestidas fueron, muchos cantos y bailes se hicieron y otros pasatiempos; por las cuales cosas, el convite, que había tenido silencioso principio, tuvo un fin sonoro. Y con grandísima alegría, así como estaban, se fueron a casa de Tedaldo y allí cenaron por la noche, y muchos días después, siguiendo del mismo modo, continuaron la fiesta. Los florentinos durante muchos días como a hombre resucitado y asombrosa cosa miraron a Tedaldo; y muchos, y aun los hermanos, tenían cierta ligera duda en el ánimo sobre si era él o no, y no lo creían todavía firmemente ni tal vez lo hubieran creído en mucho tiempo si un caso que sucedió no hubiera llegado a aclararles quién había sido el muerto; que fue esto.

Pasaban un día unos soldados de Lunigiana delante de su casa y, viendo a Tedaldo, fueron a su encuentro, diciéndole:

- ¡Buenos los tenga Faziuolo!

A quienes Tedaldo, en presencia de sus hermanos, respondió:

- Me habéis tomado por otro.

Ellos, al oírle hablar, se avergonzaron y le pidieron perdón, diciendo:

- En verdad que os parecéis, más que nunca hemos visto parecerse nadie a otro, a un camarada nuestro que se llama Faziuolo de Pontriémoli, que vino aquí hace unos quince días o poco más y nunca hemos podido saber qué fue de él. Bien es verdad que nos maravillábamos del vestido porque él era, como lo somos nosotros, mesnadero.

El hermano mayor de Tedaldo, al oír esto, fue hacia ellos y les preguntó qué vestido llevaba aquel Faziuolo. Ellos se lo dijeron y se encontró que precisamente así iba como decían ellos; por lo que, entre esto y otras señales, conocido fue que el que había sido muerto había sido Faziuolo y no Tedaldo, por lo que se desvanecieron las sospechas de sus hermanos y de cualquier otro. Tedaldo, pues, que había vuelto riquísimo, perseveró en su amor y sin que la señora se enojase más con él, discretamente obrando, largamente gozaron de su amor. Dios nos haga gozar del nuestro.

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