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TERCERA JORNADA

CUENTO CUARTO


Don Felice enseña al hermano Puccio cómo ganar la bienaventuranza haciendo una penitencia que él conoce; la que el hermano Puccio hace, y don Felice, mientras tanto, con la mujer del hermano se divierte.


Luego de que Filomena, terminada su historia, se calló, habiendo Dioneo con dulces palabras mucho alabado el ingenio de la señora y también la plegaria hecha por Filomena al terminar, la reina miró hacia Pánfilo sonriéndose y dijo:

- Pues ahora, Pánfilo, alarga con alguna cosilla placentera nuestro entretenimiento.

Pánfilo prontamente repuso que de buen grado, y comenzó:

Señora, bastantes personas hay que, mientras se esfuerzan en ir al paraíso, sin darse cuenta a quien mandan allí es a otro; lo que a una vecina nuestra, no hace todavía mucho tiempo, tal como podréis oír; le sucedió.

Según he oído decir, vecino de San Brancazio vivía un hombre bueno y rico que era llamado Puccio de Rinieri, que luego, habiéndose entregado por completo a las cosas espirituales, se hizo beato de esos de San Francisco y tomó el nombre de hermano Puccio; y siguiendo su vida espiritual, como otra familia no tenía sino su mujer y una criada, y no necesitaba ocuparse en ningún oficio, iba mucho a la iglesia. Y porque era hombre simple y de ruda índole, decía sus padrenuestros, iba a los sermones, iba a las misas y nunca faltaba a las laúdes que cantaban los seglares; y ayunaba y se disciplinaba, y se había corrido la voz de que era de los flagelantes.

La mujer, a quien llamaban señora Isabetta, joven de sólo veintiocho o treinta años, fresca y hermosa y redondita que parecía una manzana casolana, por la santidad del marido y tal vez por la vejez estaba con mucha frecuencia a dietas mucho más largas de lo que hubiera querido; y cuando hubiera querido dormirse, o tal vez juguetear con él, él le contaba la vida de Cristo o los sermones de fray Anastasio o el llanto de la Magdalena u otras cosas semejantes.

Volvió en estos tiempos de París un monje llamado don Felice, del convento de San Brancazio, el cual bastante joven y hermoso en su persona era, y de agudo ingenio y de profunda ciencia, con el cual fray Puccio se ligó con estrecha amistad. Y porque él todas sus dudas se las resolvía, y además, habiendo conocido su condición, se le mostraba santísimo, empezó el hermano Puccio a llevárselo algunas veces a casa y a darle de almorzar y cenar, según venía al caso; y la mujer también, por amor de fray Puccio, se había hecho a su compañía y de buen grado le hacía los honores. Continuando, pues, el monje las visitas a casa de fray Puccio y viendo a la mujer tan fresca y redondita, se dio cuenta de cuál era la cosa de que más carecía; y pensó si no podría, por quitarle trabajos a fray Puccio, suplírsela él. Y echándole miradas una y otra vez, bien astutamente, tanto hizo que encendió en su mente aquel mismo deseo que él tenía; de lo que habiéndose apercibido el monje, lo antes que pudo habló con ella de sus deseos.

Pero aunque bien la encontrase dispuesta a rematar el asunto, no se podía encontrar el modo, porque ella de ningún lugar del mundo se fiaba para estar con el monje sino de su casa; y en su casa no se podía porque el hermano Puccio no salía nunca de la ciudad. Por lo que el monje tenía gran pesar; y luego de mucho se le ocurrió un modo de poder estar con la mujer en su casa sin sospechas, aunque el hermano Puccio allí estuviera. Y habiendo un día ido a estar con él el hermano Puccio, le dijo así.

- Ya me he dado cuenta muchas veces, hermano Puccio, de que tu mayor deseo es llegar a ser santo, a lo que me parece que vas por un camino demasiado largo cuando hay uno que es muy corto, que el Papa y sus otros prelados mayores, que lo saben y lo ponen en práctica, no quieren que se divulgue porque el orden clerical, que la mayoría vive de limosna, incontinenti sería deshecho, como que los seglares dejarían de atenderle con limosnas y otras cosas. Pero como eres amigo mío y me has honrado mucho, si yo creyera que no vas a decírselo a nadie en el mundo, y quisieras seguirlo, te lo enseñaría.

El hermano Puccio, deseando aquella cosa, primero empezó a rogarle con grandísimas instancias que se la enseñase y luego a jurarle que jamás, sino cuando él quisiera, a nadie lo diría, afirmando que si tal cosa era que pudiera seguirla, se pondría a ello.

- Puesto que así me lo prometes -dijo el monje- te la explicaré. Debes saber que los santos Doctores sostienen que quien quiere llegar a bienaventurado debe hacer la penitencia que vas a oír; pero entiéndelo bien: no digo que después de la penitencia no seas tan pecador como eres, pero sucederá que los pecados que has hecho hasta la hora de la penitencia estarán purgados y mediante ella perdonados y los que hagas después no se escribirán para tu condenación sino que se irán con el agua bendita como ahora hacen los veniales. Debe, pues, el hombre con gran diligencia confesarse de sus pecados cuando va a comenzar la penitencia, y luego de ello debe comenzar un ayuno y una abstinencia grandísima, que conviene que dure cuarenta días, en los que no ya de otra mujer sino de tocar la suya propia debe abstenerse. Y además de esto, tienes que tener en tu propia casa algún sitio donde por la noche puedas ver el cielo, y hacia la hora de completas irte a este lugar; y tener allí una tabla muy ancha colocada de guisa que, estando en pie, puedas apoyar los riñones en ella y, con los pies en tierra, extender los brazos a guisa de crucifijo; y si los quieres apoyar en alguna clavija puedes hacerlo; y de esta manera mirando el cielo, estar sin moverte un punto hasta maitines. Y si fueses letrado te convendría en este tiempo decir ciertas oraciones que voy a darte; pero como no lo eres debes rezar trescientos padrenuestros con trescientas avemarías y alabanzas a la Trinidad, y mirando al cielo tener siempre en la memoria que Dios ha sido el creador del cielo y de la tierra, y la pasión de Cristo estando de la misma manera en que estuvo él en la cruz. Luego, al tocar maitines, puedes si quieres irte, y así vestido echarte en la cama y dormir; y a la mañana siguiente debes ir a la iglesia y oír allí por lo menos tres misas y decir cincuenta padrenuestros con otras tantas avemarías y, después de esto, con sencillez hacer algunos de tus negocios si tienes alguno que hacer, y luego almorzar e ir después de vísperas a la iglesia y decir ciertas oraciones que te daré escritas, sin las que no se puede pasar, y luego a completas volver a lo antes dicho. Y haciendo esto, como yo he hecho, espero que al terminar la penitencia sentirás la maravillosa sensación de la beatitud eterna, si la has hecho con devoción.

El hermano Puccio dijo entonces:

- Esto no es cosa demasiado pesada ni demasiado larga, y debe poderse hacer bastante bien; y por ello quiero empezar el domingo en nombre de Dios.

Y separándose de él y yéndose a casa, ordenadamente, con su licencia para hacerlo, a su mujer contó todo. La mujer entendió demasiado bien, por aquello de estarse quieto hasta la mañana sin moverse, lo que quería decir el monje, por lo que, pareciéndole buen invento, le dijo que de esto y de cualquiera otro bien que hiciese a su alma, estaba ella contenta; y que, para que Dios hiciera su penitencia provechosa, quería con él ayunar, pero hacer lo demás no.

Habiendo quedado, pues, de acuerdo, llegado el domingo, el hermano Puccio empezó su penitencia, y el señor fraile, habiéndose puesto de acuerdo con la mujer, a una hora en que ser visto no podía, la mayoría de las noches venía a cenar con ella, trayendo siempre con él buenos manjares y bebidas; luego, se acostaba con ella hasta la hora de maitines, a la cual, levantándose, se iba, y el hermano Puccio volvía a la cama. Estaba el lugar que el hermano Puccio había elegido para cumplir su penitencia junto a la alcoba donde se acostaba la mujer, y nada más estaba separado de ella por una pared delgadísima; por lo que, retozando el señor monje demasiado desbocadamente con la mujer y ella con él, le pareció al hermano Puccio sentir un temblor del suelo de la casa; por lo que, habiendo ya dicho cien de sus padrenuestros, haciendo una pausa, llamó a la mujer sin moverse, y le preguntó qué hacía. La mujer, que era ingeniosa, tal vez cabalgando entonces en la bestia de San Benito o la de San Juan Gualberto, respondió:

-¡A fe, marido, que me meneo todo lo que puedo!

Dijo entonces el hermano Puccio:

- ¿Cómo que te meneas? ¿Qué quiere decir eso de menearte?

La mujer, riéndose, porque aguda y valerosa era, y porque tal vez tenía motivo de reírse, respondió:

- ¿Cómo no sabéis lo que quiero decir? Pues yo lo he oído decir mil veces: Quien por la noche no cena, toda la noche se menea.

Se creyó el hermano Puccio que el ayuno, que con él fingía hacer, fuese la razón de no poder dormir, y que por ello se meneaba en la cama; por lo que, de buena fe, dijo:

- Mujer, ya te lo he dicho: No ayunes; pero puesto que lo has querido hacer no pienses en ello; piensa en descansar; que das tales vueltas en la cama que haces moverse todo.

Dijo entonces la mujer:

- No os preocupéis, no; bien sé lo que me hago; haced bien lo vuestro que yo haré bien lo mío si puedo.

Se calló entonces, pues, el hermano Puccio y volvió a sus padrenuestros, y la mujer y el señor monje desde aquella noche en adelante, haciendo colocar una cama en otra parte de la casa, allí mientras duraba el tiempo de la penitencia del hermano Puccio con grandísima fiesta se estaban; y a un tiempo se iba el monje y la mujer volvía a su cama, y a los pocos instantes de su penitencia venía a ella el hermano Puecio.

Continuando, pues, en tal manera el hermano la penitencia y la mujer con el monje su deleite, muchas veces bromeando le dijo:

- Tú haces hacer una penitencia al hermano Puccio que nos ha ganado a nosotros el paraíso.

Y pareciéndole a la mujer que le iba bien, tanto se aficionó a las comidas del monje, que habiendo sido por el marido largamente tenida a dieta, aunque se terminase la penitencia del hermano Puccio, encontró el modo de alimentarse con él en otra parte, y con discreción mucho tiempo en él tomó su placer. Por lo que, para que las últimas palabras no sean discordantes de las primeras, sucedió que, con lo que el hermano Puccio creyó que ganaba el paraíso haciendo penitencia, mandó allí al monje (que antes le había enseñado el camino de ir) y a la mujer que vivía con él en gran penuria de lo que el señor monje, como misericordioso, le dio abundantemente.

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