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SEGUNDA JORNADA

CUENTO TERCERO


Tres jóvenes, malgastando sus bienes, se empobrecen; y un sobrino suyo, que al volver a casa desesperado tiene como compañero de camino a un abad, encuentra que éste es la hija del rey de Inglaterra, la cual le toma por marido y repara los descalabros de sus tíos restituyéndoles en su buen estado.


Fueron oídas con admiración las aventuras de Rinaldo de Asti por las señoras y los jóvenes y alabada su devoción, y dadas gracias a Dios y a San Julián que le habían prestado socorro en su mayor necesidad, y no fue por ello (aunque esto se dijese medio a escondidas) reputada por necia la señora que había sabido coger el bien que Dios le había mandado a casa. Y mientras que sobre la buena noche que aquél había pasado se razonaba entre sonrisas maliciosas, Pampínea, que se veía al lado de Filostrato, apercibiéndose, así como sucedió, que a ella le tocaba la vez, recogiéndose en sí misma, empezó a pensar en lo que debía contar; y luego del mandato de la reina, no menos atrevida que alegre empezó a hablar así:

- Valerosas señoras, cuanto más se habla de los hechos de la fortuna, tanto mas, a quien quiere bien mirar sus casos, queda por contar; y de ello nadie debe maravillarse si discretamente piensa que todas las cosas que nosotros neciamente nuestras llamamos están en sus manos y por consiguiente, por ella, según su oculto juicio, sin ninguna pausa, de uno en otro y de otro en uno sucesivamente sin ningún orden conocido por nosotros son cambiadas. Lo que, aunque con plena fidelidad, en todas las cosas y todo el día se muestre, y además haya sido antes mostrado en algunas historias, no dejaré (ya que place a nuestra reina que de ello se hable), tal vez no sin utilidad de los oyentes, de añadir a las contadas una historia más, que pienso que deberá agradaros.

Hubo en nuestra ciudad un caballero cuyo nombre era micer Tebaldo, el cual, según quieren algunos, fue de los Lamberti y otros afirman haber sido de los Agolanti, fundándose tal vez, más que en otra cosa, en el oficio que sus hijos después de él han hecho, conforme al que siempre los Agolanti han hecho y hacen. Pero dejando a un lado a cuál de las dos casas perteneciese, digo que fue éste en sus tiempos riquísimo caballero y tuvo tres hijos, el primero de los cuales tuvo por nombre Lamberto, el segundo Tebaldo y el tercero Agolante, ya hermosos y corteses jóvenes, aunque el mayor no llegase a dieciocho años, cuando este riquísimo micer Tebaldo vino a morir, y a ellos, como a sus herederos legítimos, todos sus bienes muebles e inmuebles dejó.

Los cuales, viéndose quedar riquísimos en campesinos y en posesiones, sin ningún otro gobierno sino su propio placer, sin ningún freno ni contención empezaron a gastar teniendo numerosísimos criados y muchos y buenos caballos y perros y aves y continuamente huéspedes, dando y justando y haciendo no solamente lo que a gentileshombres corresponde, sino también aquello que en su apetito juvenil les venía en gana hacer. Y no habían llevado mucho tiempo tal vida cuando el tesoro dejado por el padre disminuyó y no bastándoles para los comenzados gastos sus rentas, comenzaron a empeñar y a vender las posesiones; y hoy una, mañana otra vendiendo, apenas se dieron cuenta cuando se vieron venidos a la nada y se abrieron a la pobreza sus ojos, que la riqueza había tenido cerrados. Por lo cual Lamberto, llamando un día a los otros dos, les dijo cuán grande había sido la honorabilidad del padre y cuánta la suya, y cuánta su riqueza y cuál la pobreza a la que por su desordenado gastar habían venido; y lo mejor que supo, antes de que más aparente fuese su miseria, les animó a vender con él mismo lo poco que les quedaba y a irse; y así lo hicieron.

Y sin despedirse ni hacer ninguna pompa, salidos de Florencia, no se detuvieron hasta que estuvieron en Inglaterra, y allí, tomando una casita en Londres, haciendo pequeñísimos gastos, duramente comenzaron a prestar a usura; y tan favorable les fue la fortuna en este lugar que en pocos años una grandísima cantidad de dinero ganaron. Por lo cual, con ellos, sucesivamente uno u otro volviendo a Florencia, gran parte de sus posesiones volvieron a comprar y muchas otras compraron además de aquéllas, y tomaron mujer; y, para continuar prestando en Inglaterra, a atender sus negocios mandaron a un joven sobrino suyo que tenía por nombre Alessandro, y ellos tres en Florencia, habiendo olvidado a qué partido les había llevado el desmedido gasto otras veces, a pesar de que con familia todos habían venido, más que nunca excesivamente gastaban y tenían sumo crédito con todos los mercaderes y por cualquier cantidad grande de dinero.

Los cuales gastos unos cuantos años ayudó a sostener la moneda que les mandaba Alessandro, que se había puesto a prestar a barones sobre sus castillos y otras rentas suyas, los cuales con grandes rendimientos bien le respondían. Y mientras así los tres hermanos abundantemente gastaban y cuando les faltaba dinero lo tomaban en préstamo, teniendo siempre su esperanza en Inglaterra, sucedió que, contra la opinión de todos, comenzó en Inglaterra una guerra entre el rey y un hijo suyo por la cual se dividió toda la isla, y quién apoyaba a uno y quién al otro: por la cual cosa fueron todos los castillos de los barones quitados a Alessandro y no había ninguna otra renta que de algo le respondiese. Y esperándose que cualquier día entre el hijo y el padre debía hacerse la paz y por consiguiente todas las cosas restituidas a Alessandro, rendimientos y capital, Alessandro de la isla no se iba, y los tres hermanos, que en Florencia estaban, en nada sus gastos grandísimos limitaban, tomando prestado más cada día. Pero luego de que en muchos años ningún efecto se vio seguir a la esperanza tenida, los tres hermanos no sólo el crédito perdieron sino que, queriendo aquellos a quienes debían ser pagados, fueron súbitamente presos; y no bastando sus posesiones para pagar, por lo que faltaba quedaron en prisión, y de sus mujeres y los hijos pequeños quién se fue al campo y quién aquí y quién allá con bastante pobres avíos, no sabiendo ya qué debiesen esperar sino mísera vida siempre.

Alessandro, que en Inglaterra la paz muchos años esperado había, viendo que no llegaba y pareciéndole que se quedaba allí no menos con peligro de su vida que en vano, habiendo deliberado volver a Italia solo, se puso en camino. Y por acaso, al salir de Brujas, vio que salía igualmente un abad blanco acompañado de muchos monjes y con muchos criados y precedido de gran equipaje; junto al cual venían dos caballeros viejos y parientes del rey, a los cuales; como a conocidos, acercándose Alessandro, por ellos en su compañía fue de buena gana recibido. Caminando, pues, Alessandro con ellos, graciosamente les preguntó quiénes fuesen los monjes que con tanto séquito cabalgaban delante y a dónde iban. A lo que uno de los caballeros repuso:

- Este que cabalga delante es un joven pariente nuestro, recientemente elegido abad de una de las mayores abadías de Inglaterra; y porque es más joven de lo que las leyes mandan para tal dignidad, vamos nosotros con él a Roma a impetrar del santo padre que, a pesar de su tierna edad, lo dispense y luego en la dignidad lo confirme: porque esto no se puede tratar con nadie más.

Caminando, pues, el novel abad ora delante de sus criados ora junto a ellos, así como vemos que hacen todos los días por los caminos los señores, le sucedió ver a Alessandro junto a él al caminar, el cual era asaz joven, en la persona y en el rostro hermosísimo y, cuanto cualquiera podía serio, cortés y agradable y de buenas maneras; el cual maravillosamente le gustó a primera vista, más que nada le había gustado nunca, y llamándolo junto a sí, con él empezó a conversar placenteramente y a preguntarle quién era, de dónde venía y adónde iba. A lo cual Alessandro todo sobre su condición francamente dijo y satisfizo sus preguntas, y él mismo a su servicio, aunque poco pudiese, se ofreció. El abad, oyendo su conversar bello y ordenado y más detalladamente considerando sus maneras, y pensando para sí que a pesar de que su oficio había sido servil, era gentilhombre, más en su agrado se encendió; y ya lleno de compasión por sus desgracias, asaz familiarmente le confortó y le dijo que tuviera buena esperanza porque, si hombre de pro era, aún Dios le repondría en donde la fortuna le había arrojado y aún más arriba; y le rogó que, puesto que hacia Toscana iba, quisiera quedarse en su compañía, como fuese que él también allí iba. Alessandro le dio gracias por el consuelo y le dijo que estaba pronto a todos sus mandatos. Caminando, pues, el abad, en cuyo pecho se revolvían extrañas cosas sobre el visto Alessandro, sucedió que después de algunos días llegaron a una villa que no estaba demasiado ricamente provista de albergues, y queriendo allí albergar al abad, Alessandro en casa de un posadero que le era muy conocido le hizo desmontar y le hizo preparar una alcoba en el lugar menos incómodo de la casa. y, convertido ya casi en mayordomo del abad, como quien estaba muy avezado a ello, como mejor pudo alojando por la villa a todo el séquito, quién aquí y quién allí, habiendo ya cenado el abad y ya siendo noche cerrada, y todos los hombres idos a dormir, Alessandro preguntó al posadero dónde podría dormir él. A lo que el posadero le respondió:

- En verdad que no lo sé; ves que todo está lleno, y puedes ver a mis criados dormir en los bancos, pero en la alcoba del abad hay unos arcones a los que te puedo llevar y poner encima algún colchón y allí, si te parece bien, como mejor puedas acuéstate esta noche.

A lo que Alessandro dijo:

- ¿Cómo voy a ir a la alcoba del abad, que sabes que es pequeña y por su estrechez no ha podido acostarse allí ninguno de sus monjes? Si yo me hubiera dado cuenta de ello cuando se corrieron las cortinas habría hecho dormir sobre los arcones a sus monjes y yo me habría quedado donde los monjes duermen.

A lo que el posadero dijo:

- Pero así está el asunto, y puedes, si quieres, estar allí lo mejor del mundo; el abad duerme y las cortinas están corridas, yo te traeré sin hacer ruido una manta, ve a dormir.

Alessandro viendo que esto podía hacerse sin ninguna molestia para el abad, dio su acuerdo, y lo más calladamente que pudo se acomodó allí.

El abad, que no dormía, sino que pensaba vehementemente en sus extraños deseos, oía lo que el posadero y Alessandro hablaban, y también había oído dónde se había acostado Alessandro; por lo que entre sí, muy contento, empezó a decir:

- Dios ha mandado ocasión a mis deseos; si no la aprovecho, por acaso no volverá en mucho tiempo.

Y decidiéndose del todo a aprovecharla, pareciéndole todo reposado en el albergue, con baja voz llamó a Alessandro y le dijo que se acostase junto a él; el cual, luego de muchas negativas, desnudándose se acostó allí.

El abad, poniéndole la mano en el pecho le empezó a tocar no de otra manera que suelen hacer las deseosas jóvenes a sus amantes; de lo que Alessandro se maravilló mucho, y dudó si el abad, impulsado por deshonesto amor, se movía a tocarlo de aquella manera. La cual duda, o por presumirla o por algún gesto que Alessandro hiciese, súbitamente conoció el abad, y sonrió; y prontamente quitándose una camisa que llevaba encima tomó la mano de Alessandro y se la puso sobre el pecho diciéndole:

- Alessandro, arroja fuera tus pensamientos necios, y buscando aquí, conoce lo que escondo.

Alessandro, puesta la mano sobre el pecho del abad, encontró dos teticas redondas y firmes y delicadas, no de otro modo que si hubieran sido de marfil; encontradas las cuales y conocido en seguida que éste era mujer, sin esperar otra invitación, abrazándola prontamente la quería besar, cuando ella le dijo:

- Antes de que te acerques, escucha lo que quiero decirte. Como puedes conocer, soy mujer y no hombre; y, doncella, me partí de mi casa y al Papa iba a que me diera marido: o por tu ventura o por mi desdicha, al verte el otro día, así me hizo arder por ti Amor como mujer no hubo nunca que tanto amase a un hombre; y por ello he deliberado quererte por marido antes que a ningún otro. Si no me quieres por mujer, salte de aquí en seguida y vuelve a tu sitio.

Alessandro, aunque no la conocía, considerando la compañía que llevaba, estimó que debía ser noble y rica, y hermosísima la veía; por lo que, sin demasiado largo pensamiento, repuso que si le placía aquello, a él mucho le agradaba. Ella entonces, levantándose y sentándose sobre la cama, delante de una tablilla donde estaba la efigie de Nuestro Señor, poniéndole en la mano un anillo, se hizo desposar por él y después, abrazados juntos, con gran placer de cada una de las partes, cuanto quedaba de aquella noche se solazaron.

Y conviniendo entre ellos el modo y la manera para los hechos futuros, al venir el día, Alessandro por el mismo lugar de la alcoba saliendo que había entrado, sin saber ninguno dónde hubiese dormido durante la noche, alegre sobremanera, con el abad y con su compañía se puso en camino, y luego de muchas jornadas llegaron a Roma. Y allí, después de que algunos días se hubieron quedado, el abad con los dos caballeros y con Alessandro, sin nadie más, entraron a ver al Papa; y hecha la debida reverencia, así comenzó a hablar el abad:

- Santo padre, así como vos mejor que nadie debéis saber, todos los que iban y honestamente quieren vivir deben, en cuanto pueden, huir toda ocasión que a obrar de otro modo pudiese conducirles; lo cual para que yo, que honestamente vivir deseo, pudiese hacer cumplidamente, en el hábito en que me veis escapada secretamente con grandísima parte de los tesoros del rey de Inglaterra, mi padre, el cual al rey de Escocia, señor viejísimo, siendo yo joven como me veis, me quería dar por mujer, para venir aquí, a fin de que vuestra santidad me diese marido, me puse en camino. Y no me hizo e tanto huir la vejez del rey de Escocia cuanto el temor de hacer, por la fragilidad de mi juventud, si con él fuese casada, algo que fuese contra las divinas leyes y contra el honor de la sangre real de mi padre. Y así dispuesta viniendo, Dios, el cual sólo óptimamente conoce lo que cada uno ha menester, creo que por su misericordia, a aquél a quien a Él placía que fuese mi marido me puso delante de los ojos: y aquél fue este joven -y mostró a Alessandro- que vos veis junto a mí, cuyas costumbres y mérito son dignos de cualquier gran señora, aunque quizá la nobleza de su sangre no sea tan clara como es la real. A él, pues, he tomado y a él quiero, y no tendré nunca a nadie más, parézcale lo que le parezca de ello a mi padre o a los demás, por lo que la principal razón que me movió ha desaparecido; pero me complació completar el camino, tanto por visitar los santos lugares y dignos de reverencia, de los cuales está llena esta ciudad, como a vuestra santidad, y también para que por vos el matrimonio contraído entre Alessandro y yo solamente en la presencia de Dios, hiciera yo público ante la vuestra y consiguientemente ante la presencia de los demás hombres. Por lo que humildemente os ruego que aquello que a Dios y a mí ha placido os sea grato y que me deis vuestra bendición, para que con ella, como con mayor certidumbre del placer de Aquél del cual sois vicario, podamos juntos, a honor de Dios y vuestro, vivir y finalmente morir.

Maravillóse Alessandro oyendo que su mujer era hija del rey de Inglaterra, y se llenó de extraordinaria alegría oculta; pero más se maravillaron los dos caballeros y tanto se enojaron que si en otra parte y no delante del Papa hubieran estado, habrían a Alessandro y tal vez a la mujer hecho alguna villanía. Por otra parte, el Papa se maravilló mucho tanto del hábito de la mujer como de su elección; pero sabiendo que no se podía dar vuelta atrás, quiso satisfacer su ruego y primeramente consolando a los caballeros, a quienes sabía airados, y poniéndolos en buena paz con la señora y con Alessandro, dio órdenes para hacer lo que hubiera menester. Y el día fijado por él siendo llegado, ante todos los cardenales y otros muchos grandes hombres de pro, los cuales invitados a una grandísima fiesta preparada por él habían venido, hizo venir a la señora regiamente vestida, la cual tan hermosa y atrayente parecía que merecidamente era por todos alabada, y del mismo modo Alessandro espléndidamente vestido, en apariencia y en modales nada parecía un joven que a usura hubiese prestado sino más bien de sangre real, y por los dos caballeros muy honrado; y aquí de nuevo hizo celebrar solemnemente los esponsales, y luego, hechas bien y magníficamente las bodas, con su bendición los despidió. Plugo a Alessandro, y también a la señora, al partir de Roma venir a Florencia donde ya había llegado la fama de la noticia; y allí, recibidos por los ciudadanos con sumo honor, hizo la señora liberar a los tres hermanos, habiendo hecho primero pagar a todo el mundo y devolverles sus posesiones a ellos y sus mujeres. Por lo cual, con buenos deseos de todos, Alessandro con su mujer, llevándose consigo a Agolante, se fue de Florencia y llegados a París, honorablemente fueron recibidos por el rey. De allí se fueron los dos caballeros a Inglaterra, y tanto se afanaron con el rey que les devolvió su gracia y con grandísima fiesta recibió a ella ya su yerno; al cual poco después hizo caballero y le dio el condado de Comualles. Y él fue tan capaz, y tanto supo hacer que reconcilió al hijo con el padre, de lo que se siguió gran bien a la isla y se ganó el amor y la gracia de todos los del país y Agolante recobró todo lo que le debían enteramente, y rico sobremanera se volvió a Florencia, habiéndolo primero armado caballero el conde Alessandro. El conde, luego, con su mujer gloriosamente vivió, y según lo que algunos dicen, con su juicio y valor y la ayuda del suegro conquistó luego Escocia de la que fue coronado rey.

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