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QUINTA JORNADA

CUENTO TERCERO


Pietro Boccamazza se escapa con Agnolella; se encuentra con ladrones, la joven huye por un bosque y es conducida a un castillo, Pietro es apresado y se escapa de manos de los ladrones, y luego de algunos accidentes llega al castillo donde estaba Agnolella, y casándose con ella, juntos vuelven a Roma.


No hubo nadie entre todos que la historia de Emilia no alabase, la que viendo la reina que había terminado, volviéndose a Elisa le ordenó que continuase ella; y ella, deseosa de obedecer, comenzó:

A mí se me pone delante, encantadoras señoras, una mala noche que pasaron dos jovencillos poco prudentes; pero porque le siguieron muchos días felices, como está de acuerdo con nuestro argumento, me place contarla.

- En Roma, que como hoy es la cola antes fue la cabeza del mundo, hubo un joven hace poco tiempo, llamado Pietro Boccamazza, de familia muy honrada entre las romanas, que se enamoró de una hermosísima y atrayente joven llamada Agnolella, hija de uno que tuvo por nombre Gigliuozzo Saullo, hombre plebeyo pero muy querido a los romanos. Y amándola, tanto hizo, que la joven comenzó a amarle no menos que él la amaba. Pietro, empujado por ferviente amor, y pareciéndole que no debía sufrir más la dura pena que el deseo de ella le daba, la pidió por mujer; la cual cosa, al saberla sus parientes, fueron adonde él y le reprocharon mucho lo que quería hacer; y por otra parte hicieron decir a Gigliuozzo Saullo que de ninguna manera atendiese a las palabras de Pietro porque, si lo hacía, nunca como amigo le tendrían sus parientes.

Pietro, viéndose el vedado camino por el que sólo creía poder conseguir su deseo, quiso morirse de dolor, y si Gigliuozzo lo hubiera consentido, contra el gusto de todos los parientes que tenía hubiese tomado por mujer a su hija; pero como no fue así, se le puso en la cabeza que, si a la joven le placiere, haría que aquello tuviese lugar, y por persona interpuesta conociendo que le placía, se puso de acuerdo con ella para huir de Roma. Y planeado aquello, Pietro, una mañana, levantándose tempranísimo, junto con ella monto a caballo y se pusieron en camino hacia Anagni, donde Pietro tenia algunos amigos en los cuales confiaba mucho; y cabalgando así, no teniendo tiempo de hacer las bodas porque temían ser seguidos, hablando sobre su amor, alguna vez el uno besaba al otro.

Ahora, sucedió que, no conociendo Pietro muy bien el camino, cuando estuvieron unas ocho millas lejos de Roma, debiendo tomar a la derecha, se fueron por un camino a la izquierda; y apenas habían cabalgado más de dos millas cuando se vieron cerca de un castillo del cual, habiéndolos visto, súbitamente salieron cerca de doce hombres de armas; y estando bastante cerca, la joven los vio, por lo que gritando dijo:

- ¡Pietro, salvémonos que nos asaltan!

Y como pudo, hacia un bosque grandísimo volvió su jaco y, apretándole las espuelas, sujetándose al arzón, sintiéndose el jaco aguijar, corriendo por aquel bosque la llevaba. Pietro, que más la cara de ella iba mirando que el camino, no habiéndose percatado pronto, como ella, de los hombres que venían, fue alcanzado por ellos y preso y obligado a bajar del jaco; y preguntándole quién era, empezaron a deliberar entre ellos y a decir:

- Éste es de los amigos de nuestros enemigos; ¿qué hemos de hacer sino quitarle estas ropas y este jaco y, por desagradar a los Orsini, colgarlo de una de estas encinas?

Y estando todos de acuerdo con esta decisión, habían mandado a Pietro que se desnudase; y estando él desnudándose, ya adivinando todo su mal, sucedió que una cuadrilla de veinticinco hombres de armas que estaban en acecho súbitamente se les echaron encima a aquellos gritando:

- ¡Mueran, mueran!

Los cuales, sorprendidos por aquello, dejando a Pietro, se volvieron en su defensa, pero viéndose mucho menos que los asaltantes, comenzaron a huir, y éstos a seguirlos, la cual cosa viendo Pietro, súbitamente cogió sus cosas y saltó sobre su jaco y comenzó a huir cuanto pudo por el camino por donde había visto que la joven había huido.

Pero no viendo por el bosque ni camino ni sendero, ni distinguiendo huellas de caballo, después de que le pareció encontrarse a salvo y fuera de las manos de aquellos que le habían apresado y también de los otros por quienes ellos habían sido asaltados, no encontrando a su joven, más triste que ningún hombre, comenzó a llorar y a andarla llamando por aquí y por allí por el bosque; pero nadie le respondía, y él no se atrevía a volverse atrás, y andando por allí delante no sabía adónde iba a llegar; y, por otra parte, de las fieras que suelen habitar en los bosques tenía al mismo tiempo miedo por él y por su joven, a quien le parecía estar viendo estrangulada por un oso o un lobo.

Anduvo, pues, este desventurado Pietro todo el día por aquel bosque gritando y dando voces, a veces retrocediendo cuando creía que avanzaba; y ya entre el gritar y el llorar y por el miedo y por el largo ayuno, estaba tan rendido que más no podía. Y viendo llegada la noche, no sabiendo qué consejo tomar, encontrada una grandísima encina, bajando del jaco, lo ató a ella, y luego, para no ser por las fieras devorado por la noche, se subió a ella, y poco después, saliendo la luna y estando el tiempo clarísimo, no atreviéndose a dormir para no caer, aunque hubiera tenido la ocasión, el dolor y los pensamientos que tenía de su joven no le hubieran dejado; por lo que, suspirando y llorando y maldiciendo su desventura, velaba.

La joven, huyendo como decíamos antes, no sabiendo dónde ir sino donde su jaco mismo donde mejor le parecía la llevaba, se adentró tanto en el bosque que no podía ver el lugar por donde había entrado; por lo que no de otra manera de lo que había hecho Pietro, todo el día (ora esperando y ora andando), y llorando y dando voces, y doliéndose de su desgracia, por el selvático lugar anduvo dando vueltas. Al fin, viendo que Pietro no venía, estando ya oscuro, dio junto a un senderillo, entrando por el cual y siguiéndolo el jaco, luego de que más de dos millas hubo cabalgado, desde lejos se vio delante de una casita, a la que lo antes que pudo se llegó; y allí encontró un buen hombre de mucha edad con su mujer que también era vieja; los cuales, cuando la vieron sola, dijeron:

- Hija, ¿qué vas haciendo tú sola a esta hora por este lugar?

La joven, llorando, repuso que había perdido a su compañía en el bosque y preguntó a qué distancia estaba Anagni.

El buen hombre respondió:

- Hija mía, éste no es camino por donde ir a Anagni; hay más de doce millas desde aquí.

Dijo entonces la joven:

- ¿Y dónde hay habitaciones en qué poder albergarse?

Y el buen hombre repuso:

- Habitaciones no hay en ningún lugar tan cercano que pudieses llegar antes que fuera de día.

Dijo entonces la joven:

- ¿Os placería, puesto que a otro lugar ir no puedo, tenerme aquí por el amor de Dios esta noche?

El buen hombre repuso:

- Joven, que te quedes con nosotros esta noche nos placerá, pero sin embargo queremos recordarte que por estas comarcas de día y de noche van muchas malas brigadas de amigos y enemigos que muchas veces nos causan gran daño y gran disgusto; y si por desgracia estando tú aquí viniera alguna, y viéndote hermosa y joven como eres te causaran molestias y deshonra, nosotros no podríamos ayudarte. Queremos decírtelo para que después, si ello sucediera, no puedas quejarte de nosotros.

La joven, viendo que la hora era tardía, aunque las palabras la asustasen, dijo:

- Si place a Dios, nos guardará a vos y a mí de este dolor, que si a pesar de ello me sucediera, es mucho menos malo ser desgarrada por los hombres que despedazada en los bosques por las fieras.

Y dicho esto, bajando de su rocín, entró en la casa del pobre hombre, y allí con ellos de lo que pobremente tenían cenó y luego, toda vestida, sobre una yacija, junto con ellos, se acostó a dormir; y en toda la noche no cesó de suspirar ni de llorar su desventura y la de Pietro, de quien no sabía qué debía esperar sino mal.

Y estando ya cerca la mañana, sintió un gran ruido de pasos de gente; por la cual cosa, levantándose, se fue a un gran patio que tenía detrás la pequeña casita, y viendo en una de las partes mucho heno, se fue a esconder dentro para que, si aquella gente llegase aquí, no la encontraran tan pronto.

Y apenas acababa de esconderse del todo cuando aquéllos, que eran una gran brigada de hombres malvados, llegaron a la puerta de la casita; y haciendo abrir y entrando dentro, y encontrado el jaco de la joven todavía con la silla puesta, preguntaron quién había allí.

El buen hombre, no viendo a la joven, repuso:

- No hay nadie más que nosotros, pero este rocín, de quien se haya escapado, llegó ayer por la tarde a nosotros y lo metimos en la casa para que los lobos no lo comiesen.

- Pues -dijo el comandante de la compañía- bueno será para nosotros, puesto que otro dueño no tiene.

Esparciéndose, pues, todos estos por la pequeña casa, una parte se fue al patio, y dejando en tierra sus lanzas y sus escudos de madera, sucedió que uno de ellos, no sabiendo qué hacer, arrojó su lanza en el heno y estuvo a punto de matar a la escondida joven, y ella a descubrirse porque la lanza le dio junto a la teta izquierda, tanto que el hierro le desgarró los vestidos con lo que ella estuvo a punto de lanzar un gran grito temiendo haber sido herida; pero acordándose de dónde estaba, recobrándose, se quedó callada. La brigada, quién por aquí y quién por allá, habiéndoles cogido los cabritillos y la otra carne, y comido y bebido, se fueron a lo suyo y se llevaron el rocín de la joven. Y estando ya bastante lejos, el buen hombre comenzó a preguntar a la mujer:

- ¿Qué ha sido de la joven que ayer por la noche llegó aquí, que no la he visto desde que nos levantamos?

La buena mujer respondió que no sabía, y estuvieron buscándola. La joven, sintiendo que aquellos se habían ido, salió del heno; de lo que el buen hombre, muy contento, puesto que vio que no había dado en manos de aquellos, y haciéndose ya de día, le dijo:

- Ahora que el día viene, si te place te acompañaremos hasta un castillo que está a cinco millas de aquí, y estarás en un lugar seguro; pero tendrás que venir a pie, porque esa mala gente que ahora se va de aquí, se ha llevado tu rocín.

La joven, sin preocuparse por ello, le rogó que al castillo la llevasen; por lo que poniéndose en camino, allí llegaron hacia mitad de tercia. Era el castillo de uno de los Orsini que se llamaba Liello de Campodiflore, y por ventura estaba allí su mujer, que era señora buenísima y santa; y viendo a la joven, prestamente la reconoció y la recibió con fiestas, y ordenadamente quiso saber cómo hubiera llegado aquí. La joven le contó todo.

La señora, que conocía también a Pietro, así como amigo de su marido que era, dolorosa estuvo del caso sucedido; y oyendo dónde había sido preso, pensó que habría sido muerto. Dijo entonces a la joven.

- Puesto que es así que no sabes de Pietro, te quedarás aquí conmigo hasta que pueda mandarte a Roma con seguridad.

Pietro, estando sobre la encina lo más triste que puede estarse vio venir unos veinte lobos hacia la hora del primer sueño, los cuales todos en cuanto el jaco vieron lo rodearon. Sintiéndolos el rocín, levantando la cabeza, rompió las riendas y quiso darse a la huida, pero estando rodeado y no pudiendo, un gran rato con los dientes y con las patas se defendió; al final fue abatido y destrozado y rápidamente destripado, y apacentándose todos, no dejando sino los huesos, lo devoraron y se fueron. Con lo que Pietro, a quien parecía tener en el jaco una compañía y un sostén de sus fatigas, mucho se acoquinó y se imaginó que nunca más podría salir de aquel bosque; y siendo ya cerca del día, muriéndose de frío sobre la encina, como quien siempre miraba alrededor, vio cerca lo que parecía un grandísimo fuego; por lo que, al hacerse de día claro, bajando no sin miedo de la encina, se enderezó hacia allí y tanto anduvo que llegó a él, alrededor del cual encontró pastores que comían y se divertían, por los que por compasión fue recogido. Y luego de que hubo comido bien y se calentó, contada su desventura y cómo había llegado solo allí, les preguntó si en aquellos lugares había alguna villa o castillo adonde pudiese ir. Los pastores le dijeron que a unas tres millas de allí estaba un castillo de Liello de Campodiflore, en el cual al presente estaba su mujer; de lo que Pietro contentísimo se puso y les rogó que alguno de ellos le acompañase hasta el castillo, lo que dos de ellos hicieron de buen grado.

Llegado a él Pietro, y habiendo encontrado allí a un conocido suyo, tratando de buscar el modo de que la joven fuese buscada por el bosque, fue mandado llamar de parte de la señora; el cual, incontinenti, fue a ella, y al ver con ella a Agttolella, nunca contento hubo igual que el suyo.

Se consumía todo por ir a abrazarla, pero por vergüenza que le causaba la señora lo dejaba; y si él estuvo muy contento, la alegría de la joven al verlo no fue menor.

La noble señora, acogiéndolo y festejándolo y oyéndole lo que sucedido le había, le reprendió mucho de lo que quería hacer contra el gusto de sus parientes; pero viendo que con todo estaba determinado a ello y que agradaba a la joven, dijo:

- ¿De qué me preocupo yo? Éstos se aman, éstos se conocen; cada uno de ellos es igualmente amigo de mi marido, y su deseo es honrado, y creo que agrade a Dios; puesto que uno de la horca ha escapado y el otro de la lanza, y ambos dos de las fieras salvajes, hágase así.

Y volviéndose a ellos les dijo:

- Si esto tenéis en el ánimo, querer ser mujer y marido, yo también; hágase, y que las bodas aquí se preparen a expensas de Liello; la paz, después, entre vosotros y vuestros parientes bien sabré hacerla yo.

Contentísimo Pietro, y más Agnolella, se casaron allí, y como se puede hacer en la montaña, la noble señora preparó sus honradas bodas, y allí los primeros frutos de su amor dulcísimamente gustaron. Luego, de allí a algunos días, la señora junto con ellos montando a caballo, y bien acompañados, volvieron a Roma, donde, encontrando muy airados a los parientes de Pietro por lo que había hecho, con ellos los puso en paz; y él con mucho reposo y placer con su Agnolella hasta su vejez vivió.

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