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OCTAVA JORNADA

CUENTO CUARTO


El preboste de Fiésole ama a una mujer viuda; no es amado por ella y, creyendo acostarse con ella, se acuesta con una criada suya, y los hermanos de la señora hacen que su obispo lo descubra.


Había llegado Elisa al fin de su historia, no sin gran placer de toda la compañía habiéndola contado, cuando la reina, volviéndose a Emilia, le mostró que quería que ella, después de Elisa, la suya contase; la cual, prestamente, comenzó así:

- Valerosas señoras, cuán solicitadores de nuestros pensamientos son los curas y los frailes y todo clérigo, en muchas historias de las contadas recuerdo que se ha demostrado; pero porque nunca podría hablarse de ello tanto que no quedase mucho más por decir, yo, además, entiendo contaros una sobre un preboste el cual, a pesar de todo el mundo, quería que una noble señora viuda le amase, quisiera ella o no; la cual, como muy sabia, le trató tal como se merecía.

Como todas vosotras sabéis, Fiésole, cuya colina podemos desde aquí ver, fue una ciudad antiquísima y grande, aunque hoy esté toda derruida, y no por ello ha dejado de tener obispo propio y todavía lo tiene. Allí, cerca de la iglesia mayor, tenía una noble señora viuda, llamada doña Piccarda, una posesión con una casa muy grande; y porque no era la mujer más acomodada del mundo, allí vivía la mayor parte del año, y con ella dos hermanos suyos, jóvenes muy de bien y corteses. Ahora, sucedió que frecuentando esta señora la iglesia mayor y siendo todavía asaz joven, y hermosa y agradable, se enamoró de ella tan ardientemente el preboste de la iglesia, que nada más veía aquí ni allí, y luego de algún tiempo fue tan atrevido que él mismo dijo a esta señora su deseo, y le rogó que estuviese contenta de su amor y de amado como él la amaba. Era este preboste ya viejo de años pero jovencísimo de juicio, petulante y altanero, y de sí mismo pensaba todo lo mejor, con modos y costumbres llenos de afectación y desagradó, y tan cargante y fastidioso que nadie había que le quisiera bien; y si alguien le quería poco era esta señora misma, que no solamente no le quería nada sino que lo odiaba más que a un dolor de cabeza. Por lo que, como prudente, le repuso:

- Señor, que vos me améis debe serme muy grato, y yo debo amaros y os amaré de buen grado; pero entre vuestro amor y el mío ninguna cosa deshonesta debe suceder jamás. Sois mi padre espiritual y sois sacerdote, y ya os aproximáis mucho a la vejez, las cuales cosas os deben hacer honesto y casto; y por otra parte yo no soy una niña a quien estos enamoramientos sienten ya bien, y soy viuda, que sabéis cuánta honestidad se espera de las viudas; y por ello, tenedme por excusada, que del modo en que me requerís no os amaré nunca ni así quiero ser amada por vos.

El preboste, no pudiendo aquella vez sacar de ella otra cosa, no se dio por desmayado y vencido al primer golpe, sino que usando de su arrogante osadía la solicitó muchas veces con cartas y con embajadas, y aun por sí mismo cuando a la iglesia la veía venir; por lo que, pareciéndole este tábano demasiado pesado y demasiado enojoso a la señora, pensó en quitárselo de encima del modo que merecía, puesto que de otro no podía; pero no quiso hacer cosa alguna que primero no razonase con sus hermanos. Y habiéndoles dicho lo que el preboste hacía con ella y también lo que ella entendía hacer, y recibiendo de ellos plena autorización, de allí a pocos días volvió a la iglesia como acostumbraba; y en cuanto la vio el preboste; vino a ella, y como solía hacer, de modo confianzudo entró con ella en conversación. La señora, viéndole venir y mirando hacia él, le puso alegre gesto, y retirándose a un lado, habiéndole el preboste dicho muchas palabras del modo acostumbrado, la señora luego de un gran suspiro dijo:

- Señor, yo he oído muchas veces que no hay ningún castillo tan fuerte que, siendo combatido todos los días, no llegue a ser tomado alguna vez; lo que veo muy bien que me ha sucedido a mí. Tanto unas veces con dulces palabras y otras con bromas y otras con otras cosas me habéis cercado, que me habéis hecho romper mi propósito; y estoy dispuesta, puesto que tanto os agrado, a ser vuestra.

El preboste, todo contento, dijo:

- Señora, mucho os lo agradezco y a decir verdad, me he maravillado mucho de cómo os habéis resistido tanto, pensando que nunca me ha sucedido esto con ninguna; así he dicho yo algunas veces que, si las mujeres fuesen de plata no valdrían ningún dinero porque ninguna resistiría el martirio. Pero dejemos esto: ¿cuándo y dónde podremos estar nosotros juntos?

A lo que la señora repuso:

- Dulce señor mío, cuándo podría ser la hora que más os agradase porque yo no tengo marido a quien tenga que dar cuenta de mis noches; pero dónde no sé pensarlo.

Dijo el cura:

- ¿Cómo no? ¿Y vuestra casa?

Repuso la dama:

- Señor, sabéis que tengo dos hermanos jóvenes, los cuales de día y de noche vienen a casa con sus amistades, y mi casa no es muy grande, y por ello no podría ser, salvo que quisieseis estar allí como si fuerais mudo sin decir palabra ni resollar, y en la oscuridad, a modo de ciego; si quisierais hacerlo así se podría, porque ellos no entran en mi alcoba; pero está la suya tan al lado de la mía que no se puede decir ni una palabrita tan bajo que no se oiga.

Dijo entonces el preboste:

- Señora, que no quede por ello por una noche o dos, en tanto yo piense dónde podemos estar en otra parte con más comodidad.

La señora dijo:

- Señor, esto es cosa vuestra, pero una cosa os ruego, que esto quede tan secreto que no se sepa nunca una palabra.

El preboste dijo entonces:

- Señora, no temáis por ello, y si puede ser, haced que esta noche estemos juntos.

- Me place -y dándole indicaciones de cómo y cuándo venir debía, se fue y se volvió a su casa.

Tenía esta señora una criada, que no era demasiado joven y que tenía el rostro más feo y más contrahecho que nunca se vio; que tenía la nariz muy aplastada y la boca torcida y los labios gruesos y los dientes mal compuestos y grandes, y tiraba a bizca, y nunca estaba sin los ojos malos, y de un color verde y amarillo que parecía que no en Fiésole sino en Sinagalia había pasado el verano; y además de todo esto, era coja y un tanto manca del lado derecho.

Y se llamaba Ciuta, y porque tan lívida cara tenía, por todos era llamada Ciutazza; y aunque fuese contrahecha en la figura, era, sin embargo, bastante maliciosa. A la cual, la señora llamó, y le dijo:

- Ciutazza, si quieres hacerme un servicio esta noche, te daré una buena camisa nueva.

Ciutazza, oyendo mentar la camisa, dijo:

- Señora, si me dais una camisa, me arrojaré al fuego, no ya otra cosa.

- Pues bien -dijo la señora-, quiero que esta noche te acuestes con un hombre en mi cama y que lo acaricies, y guárdate de decir palabra, que no te sientan mis hermanos, que sabes que duermen al lado; y luego te daré la camisa.

Ciutazza dijo:

- Así dormiría yo con seis, no con uno, si hiciese falta.

Venida pues la noche, el señor preboste vino, como le había sido fijado; y los dos jóvenes, como la señora había combinado, estaban en su alcoba y hacían mucho ruido; por lo que el preboste, silenciosamente y a oscuras entrando en la alcoba de la señora, se fue a la cama como ella le había dicho, y del otro lado Ciutazza, bien informada por la señora de lo que tenía que hacer. El señor preboste, creyendo tener a su señora al lado, se echó en los brazos de Ciutazza y comenzó a besarla sin decir palabra, y Ciutazza a él; y comenzó el preboste a solazarse con ella, tomando posesión de los bienes largamente deseados.

Cuando la señora hubo hecho esto, ordenó a los hermanos que hiciesen el resto de lo que habían planeado; los cuales, calladamente saliendo de su alcoba, se fueron a la plaza, y fue su fortuna para lo que querían hacer más favorable de lo que ellos mismos pedían porque, siendo el calor grande, el obispo había mandado a buscar a los dos jóvenes para ir hasta su casa paseando y beber en su compañía. Pero al verlos venir, diciéndoles su deseo, con ellos se puso en camino; y entrando en un patiecillo fresco que ellos tenían donde había muchas luces encendidas, con gran placer estuvo bebiendo un buen vino de los suyos. Y habiendo bebido dijeron los jóvenes:

- Señor, pues que tanto favor nos habéis hecho, que os habéis dignado visitar esta nuestra pequeña choza a la que veníamos a invitaros, queremos que os plazca ver una cosita que os querríamos mostrar.

El obispo repuso que de buena gana; por lo que uno de los jóvenes, tomando en la mano una pequeña antorcha encendida y yendo por delante, siguiéndole el obispo y todos los demás, se enderezó hacia la alcoba donde el señor preboste yacía con Ciutazza, el cual para llegar pronto se había apresurado a cabalgar y había, antes de que éstos llegasen allí, cabalgado ya más de tres millas; por lo que cansado y teniendo a Ciutazza en brazos a pesar del calor, dormía.

Entrando, pues, con luz en la mano el joven en la alcoba, y el obispo detrás de él y todos los otros, les fue mostrado el preboste con Ciutazza en brazos.

En esto, despertándose el señor preboste, y viendo la luz y esta gente a su alrededor, avergonzándose mucho y amedrentado metió la cabeza debajo de las sábanas; al cual el obispo injurió grandemente y le hizo sacar la cabeza y ver con quién estaba acostado. El preboste, al ver el engaño de la señora, tanto por él como por el vituperio que le parecía ser, súbitamente se sintió el más dolorido hombre que jamás había existido: y por mandato del obispo, vistiéndose, a sufrir un gran castigo por el pecado cometido, bien custodiado, tuvo que irse a su casa.

Quiso luego saber el obispo cómo había sucedido aquello de que aquél hubiese ido a acostarse allí con Ciutazza. Los jóvenes le contaron ordenadamente todas las cosas; lo que oyendo el obispo, mucho alabó a la señora, y también a los jóvenes que, sin querer mancharse las manos con la sangre de un sacerdote, le habían tratado como merecía. Este pecado se lo hizo el obispo llorar cuarenta días, pero el amor y la vergüenza le hicieron llorar más de cuarenta y nueve; sin contar con que, por mucho tiempo después no podía andar por la calle sin ser señalado con el dedo por los muchachitos, los cuales decían:

- ¡Mira al que se acuesta con Ciutazza!

Lo que le dolía tanto que estuvo a punto de enloquecer; y de tal manera la valerosa señora se quitó de encima el fastidio del importuno preboste y Ciutazza ganó una camisa.

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