Índice de El decameron de Giovanni BoccaccioDécima jornada - Cuento quintoDécima jornada - Cuento séptimoBiblioteca Virtual Antorcha

DÉCIMA JORNADA

CUENTO SEXTO


El rey Carlos, ya viejo, victorioso, enamorado de una jovencita, avergonzándose de su loco amor, a ésta y a una hermana suya casa honrosamente.


¿Quién podría contar cabalmente los varios razonamientos que hubo entre las señoras sobre quién había usado de mayor liberalidad, Gilberto o micer Ansaldo o el nigromante, en torno a los casos de doña Dianora? Demasiado largo sería. Pero luego de que el rey hubo concedido que se disputasen un tanto, mirando a Fiameta, le mandó que novelando los sacase de su discusión; la cual, sin esperar un momento, comenzó:

- Magníficas señoras, yo he sido siempre de la opinión de que, en las compañías como la nuestra, se debería hablar tan por extenso que la demasiada oscuridad en el sentido de las cosas dichas no fuese para los demás materia de discusión; lo que mucho más es propio de las escuelas, entre los estudiosos, que entre nosotras, que sólo con la rueca y el huso trabajamos. Y por ello yo, que tal vez pensaba en alguna cosa dudosa, viendo que por las ya dichas estáis riñendo, dejaré aquélla y contaré una no de un hombre de poco pelo sino de un valeroso rey, contando lo que caballerosamente hizo sin en nada faltar a su honor.

Todas vosotras podéis haber oído recordar muchas veces al rey Carlos el Viejo, o bien el Primero, por cuya magnífica acción y luego por la gloriosa victoria lograda sobre el rey Manfredi, fueron de Florencia los gibelinos arrojados y volvieron allí los güelfos; por la cual cosa, un caballero llamado micer Neri de los Uberti, con toda su familia y con muchos dineros saliendo de allí, no quiso humillarse sino bajo la protección del rey Carlos. Y para estar en un lugar solitario y terminar allí en reposo su vida, a Castellarnmare de Stabia se fue; y allí, como a un tiro de ballesta alejado de las demás habitaciones de la ciudad, entre olivos y avellanos y castaños, en los que la comarca es abundante, compró una posesión; sobre la cual hizo una gran casa hermosa y espaciosa y junto a ella un deleitable jardín, en medio del cual, a la manera nuestra, teniendo abundancia de agua corriente, hizo un claro y buen vivero y lo llenó fácilmente con muchos peces. Y de nada cuidando sino de hacer cada día más hermoso su jardín, sucedió que el rey Carlos, en época calurosa, fue algún tiempo a descansar a Castellammare, donde, oyendo la belleza del jardín de micer Neri, quiso verlo. Y habiendo oído de quién era, pensó que, porque a un partido contrario al suyo pertenecía el caballero, más familiarmente con él quería comportarse; y le mandó a decir que con cuatro acompañantes, privadamente, la noche siguiente quería cenar con él en su jardín. Lo que fue muy del agrado de micer Neri, y habiendo preparado magníficamente las mesas y habiendo arreglado con sus criados lo que debía hacerse, lo más alegremente que pudo y supo recibió al rey en su hermoso jardín; el cual, después de que todo el jardín y la casa de micer Neri hubo visto y alabado, estando las mesas puestas junto al vivero, a una de ellas, después de haberse lavado, se sentó, y al conde Guido de Monforte, que uno de sus acompañantes era, mandó que se sentase a un lado suyo y a micer Neri al otro, y a los otros tres que con él habían venido mandó que sirviesen la mesa según el orden establecido por micer Neri. Vinieron allí las bebidas delicadas y allí estuvieron los vinos óptimos y preciosos, y la manera de servir muy bella y digna de alabanza, sin ningún ruido ni ningún error, lo que el rey alabó mucho.

Y estando comiendo él alegremente y disfrutando del lugar solitario, en el jardín entraron dos jovencitas de edad de unos quince años cada una, rubias como las hebras del oro y con los cabellos todos ensortijados y sobre ellos, sueltos, una fina guirnalda de vincapervinca, y en los rostros antes parecían corderos que otra cosa, tan delicados y hermosos los tenían; y estaban vestidas con un vestido de lino sutilísimo y blanco como la nieve sobre sus carnes, el cual de la cintura para arriba era estrechísimo y de allí para abajo ancho, a guisa de un pabellón y largo hasta los pies. Y la que venía delante llevaba sobre los hombros un par de carriegos que mantenía con la siniestra mano, y en la diestra llevaba un bastón largo y bajo aquel mismo brazo una brazada de leña y en la mano unas trébedes y en la otra mano una orza de aceite y un fuego encendido; las cuales, al verlas el rey, se maravilló y, suspenso, esperó a ver qué quería decir esto.

Las jovencitas, llegadas más adelante, honestamente y tímidas hicieron una reverencia al rey; y después, yendo a donde se entraba en el vivero, la que llevaba la sartén, dejándola en el suelo y las demás cosas junto a ella, cogió el bastón que la otra llevaba, y las dos en el vivero, cuya agua les llegaba al pecho, entraron.

Uno de los servidores de micer Neri, prestamente allí encendió el fuego, y puesta la sartén sobre las trébedes y echando en ella el aceite, comenzó a esperar a que las jóvenes le echasen los peces. De las cuales, una, buscando en los lugares donde sabía que se escondían los peces, y la otra preparando los carriegos, con grandísimo placer del rey que aquello atentamente miraba, en poco espacio de tiempo cogieron un montón de peces; y arrojándoselos al criado, que casi vivos los echaba en la sartén, tal como se les había enseñado, comenzaron a coger los más hermosos y a echarlos encima de la mesa delante del rey, y del conde Guido y su padre. Estos peces se escurrían por la mesa, con lo que el rey recibía maravilloso placer; e igualmente cogiéndolos él, a las jóvenes cortésmente se los devolvía arrojándoselos, y así un rato estuvieron jugando, hasta que el criado hubo frito aquellos que le habían dado; los cuales, más como entremés que como comida muy preciosa o deleitable habiéndolo ordenado micer Neri, fueron puestos delante del rey.

Las jóvenes, al ver los peces fritos y habiendo bastante pescado, habiéndoseles completamente el blanco vestido pegado a las carnes y no ocultando casi nada de sus delicados cuerpos, salieron del vivero; y habiendo cada una recogido las cosas que habían llevado, pasando vergonzosas delante del rey, a casa se volvieron. El rey y el conde y los demás que servían habían mucho observado a estas jovencitas, y mucho dentro de sí mismos las había estimado cada uno bellas y bien hechas, y además de ello, amables y corteses; pero sobre todos los demás habían agradado al rey; el cual, tan atentamente todas las partes de su cuerpo había considerado cuando salían del agua que a quien entonces lo hubiese pinchado no lo hubiera sentido. Y mucho acordándose de ellas, sin saber quiénes eran ni cómo, sintió en el corazón despertarse un ardentísimo deseo de agradarles, por lo cual muy bien conoció que iba a enamorarse si no tenía cuidado; y no sabía él mismo cuál de las dos era la que más le agradaba, tan semejante en todas las cosas era una a la otra.

Pero luego de que un tanto hubo dado vueltas a este pensamiento, volviéndose a micer Neri le preguntó quiénes eran las dos damiselas; a quien micer Neri repuso:

- Monseñor, son mis hijas. y nacidas de un mismo parto, de las cuales una tiene por nombre Ginebra la bella y la otra Isotta la rubia.

El rey se las alabó mucho, exhortándole a casarlas; de lo que micer Neri, por no estar ya en posición de hacerlo, se excusó. Y en esto, no quedando sino las frutas por servir a la mesa, vinieron las dos jóvenes con dos corpiños de tafetán bellísimos, con dos grandísimas bandejas de plata en la mano llenas. de frutos variados, según los daba la estación, y los llevaron ante el rey sobre la mesa. Y hecho esto, retirándose un poco, comenzaron a cantar una tonada cuya letra comenzaba:

Adónde,he llegado, Amor,
contarse no podría largamente ...

Con tanta dulzura y tan agradablemente que al rey, que con deleite miraba y escuchaba, le parecía que todas las jerarquías de los ángeles habían descendido allí a cantar; y terminado aquélla, arrodillándose, reverentemente pidieron licencia al rey, el cual, aunque su partida le doliese, aparentemente con alegría se las dio.

Terminada, pues, la cena, y habiendo vuelto el rey a montar a caballo con sus compañeros y separándose de micer Neri, hablando de una cosa y de la otra, al real palacio volvieron.

Allí, teniendo el rey su pasión escondida y no pudiendo olvidar la hermosura y el agrado de Ginebra la bella por muchas cosas que sucediesen, por cuyo amor también amaba a su hermana, tan semejante a ella, tanto se dejó prender en la amorosa trampa que casi no podía pensar en otra cosa; y fingiendo otros motivos, con micer Neri tenía una estrecha familiaridad y muy frecuentemente visitaba su hermoso jardín para ver a Ginebra. Y no pudiendo ya más soportarlo, y habiéndosele (no sabiendo ver otra manera) venido al pensamiento no solamente una, sino las dos jovencitas quitarle a su padre, manifestó su intención y su amor al conde Guido. El cual, que era valeroso hombre, le dijo:

- Monseñor, me maravilla mucho lo que me decís, y tanto más de lo que se maravillaría otro cuanto me parece que desde vuestra infancia hasta estos días he conocido mejor que nadie vuestras costumbres; y no habiéndome parecido en vuestra juventud (en la cual Amor más fácilmente debía hincar sus garras) haberos conocido tal pasión, oyéndoos ahora, que ya estáis cercano a la vejez, me resulta tan raro y tan extraño que améis vos de amor que casi me parece un milagro. Y si a mí me correspondiese reprenderos, sé bien lo que os diría, considerando que estáis todavía en armas en el reino recientemente conquistado, entre gentes no conocidas y llenas de engaños y de traición, y todo ocupado con grandísimos cuidados y de alto gobierno, y aún no habéis podido sentaros cuando entre tantas cosas habéis hecho lugar al lisonjero amor. Esto no es propio de rey magnánimo, sino de un pusilánime jovencito. Y además de esto, lo que es mucho peor, decís que habéis deliberado quitarle las dos hijas al pobre caballero que en su casa os ha honrado más allá de lo que podía, y por honraros más os las ha mostrado casi desnudas, testimoniando con ello cuánta sea la fe que tiene en vos, y que firmemente cree que vos sois un rey y no un lobo rapaz. Pues ¿se os ha ido tan pronto de la memoria que la violencia hecha a las mujeres por Manfredi os ha abierto las puertas de este reino? ¿Qué traición se ha cometido nunca más digna del eterno suplicio que sería ésta: que a aquel que os honra le quitéis su honor, su bien, su esperanza y su consuelo? ¿Qué se diría si lo hicieseis? Tal vez juzgáis que suficiente excusa sería decir: Lo hice porque es gibelino. Pues ¿es esto propio de la justicia de un rey, que a quienes en sus brazos se echan de esta forma los trate de tal guisa, sean quienes fueren? Os recuerdo, rey, que grandísima gloria os ha sido vencer a Manfredi y derrotar a Curradino, pero mucho mayor es vencerse a sí mismo; y por ello vos, que debéis corregir a los otros, venceos a vos mismo y refrenad ese apetito, y no queráis con tal mancha destruir lo que gloriosamente habéis conquistado.

Estas palabras hirieron amargamente el ánimo del rey, y tanto más le afligieron cuanto más verdaderas las sabía; por lo que, después de algún cálido suspiro, dijo:

- Conde, por cierto que a cualquiera otro enemigo, por muy fuerte que sea, juzgo que le sea al bien enseñado guerrero débil y fácil de vencer con relación a su mismo apetito; pero por muy grande que sea el deseo y necesite fuerzas inestimables, tanto me han espoleado vuestras palabras que conviene que, antes de que pasen demasiados días, os haga ver con obras que, como sé vencer a otros, sé someterme a mí mismo igualmente.

Y no muchos días después de que tuvieron lugar estas palabras, vuelve el rey a Nápoles, tanto por quitarse a sí mismo la ocasión de hacer alguna cosa vil como por premiar al caballero del honor recibido de él, por muy duro que le fuese hacer a otro poseedor de lo que sumamente deseaba para él mismo, no se dispuso menos a casar a las dos jóvenes, y no como a hijas de micer Neci, sino como a suyas. Y con placer de micer Neci, dotándolas magníficamente, a Ginebra la bella dio a micer Maffeo de Palizzi, y a Isotta la rubia a micer Guiglielmo de la Magna, nobles caballeros y grandes barones ambos; y asignándoselas a ellos, con dolor inestimable se fue a Apulia, y con fatigas continuas tanto maceró a su ciego apetito que, despedazadas y rotas las amorosas cadenas, por todo lo que vivir debía libre quedó de tal pasión.

Habrá tal vez quienes digan que pequeña cosa es para un rey haber casado a dos jovencitas, y lo concederé; pero que muy grande y grandísima es diré, si decimos que un rey enamorado lo haya hecho, casando a aquella a quien amaba sin haber tomado o cogido de su amor fronda, o flor, o fruto. Así pues, obró el magnífico rey premiando altamente al noble caballero, honrando loablemente a las amadas jovencitas y venciéndose a sí mismo duramente.

Índice de El decameron de Giovanni BoccaccioDécima jornada - Cuento quintoDécima jornada - Cuento séptimoBiblioteca Virtual Antorcha