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La divina comedia
Paraiso

CANTO TERCERO

Aquel Sol que primeramente abrasó de amor mi corazón me había descubierto, con sus pruebas y refutaciones, el dulce aspecto de una hermosa verdad; y yo, para confesarme desengañado y persuadido, levanté la cabeza, tanto como era necesario a fin de declararlo resueltamente.

Pero apareció una visión, la cual haciéndose perceptible me atrajo de tal modo hacia sí, que ya no me acordé de mi confesión. Así como a través de cristales tersos y transparentes o de aguas nítidas y tranquilas, aunque no tan profundas que se obscurezca el fondo, llegan a nuestra vista las imágenes tan debilitadas, que una perla en una frente blanca no la distinguirían más débilmente nuestros ojos, así vi yo muchos rostros prontos a hablarme; por lo cual caí en el error contrario a aquel que inflamó el amor entre un hombre y una fuente. En cuanto las distinguí, creyendo que fuesen imágenes reflejadas en un espejo, volví los ojos para ver los cuerpos a que correspondían; y como nada vi, los dirigí de nuevo hacia delante, fijándolos en mi dulce Guía, que sonriéndose despedía vividos destellos de sus santos ojos.

- No te asombres porque me sonría de tu pueril pensamiento -me dijo-, pues no se apoya todavía tu pie sobre la verdad, y como de costumbre, te inclina a las ilusiones. Esas que ves son verdaderas substancias, relegadas aquí por haber faltado a sus votos. Por consiguiente, habla con ellas, y oye y cree lo que te digan; pues la verdadera luz que las regocija no permite que se tuerzan sus pasos.

Y yo me dirigí a la sombra que parecía más dispuesta a hablar, y empecé a decirle, como hombre a quien su mismo deseo le quita el valor.

- ¡Oh espíritu bien creado, que bajo los rayos de la vida eterna sientes la dulzura que no se comprende nunca si no se ha gustado! Me será muy grato que te dignes decirme tu nombre y cuál es vuestra suerte.

A lo que contestó pronta y con risueños ojos:

- Nuestra caridad nunca cierra sus puertas a un deseo justo, siendo como aquella que quiere que se le asemeje toda su corte. Yo fui en el mundo una virgen religiosa; y si tu mente me contempla bien, no me ocultará a tus recuerdos el ser hoy la más bella, sino que reconocerás que yo soy Piccarda; colocada aquí con estos otros bienaventurados, soy como ellos bienaventurada en la esfera más lenta. Nuestros afectos a quienes sólo inflama el amor del Espíritu Santo, se regocijan en el orden designado por él, y nos ha cabido en suerte este sitio que parece tan bajo, porque descuidamos nuestros votos, y en parte no fueron observados.

A lo que le contesté:

- En vuestros admirables rostros resplandece no sé qué de divino, que cambia el primer aspecto que de vosotras se ha conservado. Por eso no fui más presto en recordar; pero ahora viene en mi ayuda lo que tú me dices, de suerte que me es más fácil reconocerte. Mas dime: vosotras que sois aquí felices ¿deseáis estar en otro lugar más elevado para ver más o para haceros más amigas?

Sonrióse un poco mirando a las otras sombras, y en seguida me respondió tan placentera, que parecía arder en el primer fuego del amor:

- Hermano, la virtud de la caridad calma nuestra voluntad, y esa virtud nos hace querer solamente lo que tenemos, y no apetecer nada más. Si deseáramos estar más elevadas, nuestro anhelo estaría en desacuerdo con la voluntad de Aquél que nos reúne aquí; desacuerdo que no admiten las esferas celestiales, como verás si consideras bien que aquí es condición necesaria estar unidas a Dios por medio de la caridad, y la naturaleza de esta misma caridad. También es esencial a nuestra existencia bienaventurada uniformar la propia voluntad a la de Dios, de modo que nuestras mismas voluntades se refundan en una. Así es que al estar como estamos distribuidas de grado en grado por este reino, place a todo él, porque place al Rey cuya voluntad forma la nuestra. En su voluntad está nuestra paz; ella es el mar adonde va a parar todo lo que ha creado, o lo que hace la naturaleza.

Entonces comprendí claramente por qué en el Cielo todo es Paraíso, por más que la gracia del Supremo Bien no llueva en todas partes por igual. Pero, así como suele suceder que un manjar nos sacie, y que sintamos aún apetito por otro, de suerte que pedimos éste y rechazamos aquél, así hice yo con el gesto y la palabra para saber por ella cuál fue el tejido cuya lanzadera no continuó manejando hasta el fin.

- Una virtud perfecta, un mérito eminente colocan en un cielo más alto a una mujer -me dijo-, según cuya regla se lleva allá abajo en vuestro mundo el hábito y el velo monacal, a fin de que hasta la muerte se viva noche y día con aquel esposo, a quien es grato todo voto que la caridad hace conforme a su deseo. Por seguirla, hui del mundo jovencita aún, y me encerré en su hábito, y prometí observar la regla de su orden. Posteriormente, algunos hombres, más habituados al mal que al bien, me arrebataron de la dulce clausura. ¡Dios sabe cuál fue después mi vida! ... Lo que digo de mí, entiende que lo digo asimismo de esta otra alma esplendente que se te muestra a mi derecha, y en quien brilla toda la luz de nuestra esfera; monja fue, y también le arrebataron de la cabeza la sombra de las sagradas tocas, pero cuando volvió al mundo, contra su gusto y contra ley, no se despojó jamás del velo de su corazón. Esa es la luz de la gran Constanza, que del segundo príncipe poderoso de la casa de Suabia engendró al tercero, última potencia de esta raza.

Así me habló y empezó después a cantar Ave María, y cantando desapareció, como una cosa pesada a través del agua profunda. Mi vista, que la siguió tanto cuanto le fue posible, después que la perdió, se volvió hacia el objeto de su mayor deseo, y se fijó enteramente en Beatriz, pero ésta lanzó tales fulgores sobre mi mirada, que no los pude sufrir en el primer momento, por cuya causa tardé más en preguntarle.

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