Índice de La divina comedia de Dante AlighieriAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha
La divina comedia
Paraiso

CANTO TRIGÉSIMO TERCERO

¡Virgen madre, hija de tu hijo, la más humilde al par que la más alta de todas las criaturas, término fijo de la voluntad eterna, tú eres la que has ennoblecido de tal suerte la humana naturaleza, que su Hacedor no se desdeñó de convertirse en su propia obra. En tu seno se inflamó el amor cuyo calor ha hecho germinar esta flor en la paz eterna. Eres aquí para nosotros meridiano Sol de caridad, y abajo para los mortales vivo manantial de esperanza. Eres tan grande, señora, y tanto vales, que todo el que desea alcanzar alguna gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas. Tu benignidad no sólo socorre al que te implora, sino que muchas veces se anticipa espontáneamente a la súplica. En ti se reúnen la misericordia, la piedad, la magnificencia, y todo cuanto bueno existe en la criatura. Éste, pues, que desde la más profunda laguna del universo hasta aquí ha visto una a una todas las existencias espirituales, te suplica le concedas la gracia de adquirir tal virtud, que pueda elevarse con los ojos hasta la salud suprema. Y yo, que nunca he deseado ver más de lo que deseo que él vea, te dirijo todos mis ruegos, y te suplico que no sean vanos, a fin de que disipes con los tuyos todas las nieblas procedentes de su condición mortal, de suerte que pueda contemplar abiertamente el sumo placer. Te ruego además, ¡Oh Reina, que puedes cuanto quieres!, que conserves puros sus afectos después de tanto ver; que tu custodia triunfe de los impulsos de las pasiones humanas: mira a Beatriz cómo junta sus manos con todos los bienaventurados para unir sus plegarias a las mías.

Los ojos que Dios ama y venera, fijos en el que por mí oraba, me demostraron cuán gratos le son los devotos ruegos. Después se elevaron hacia la Luz eterna en la cual no es creíble que la mirada de criatura alguna pueda fijarse tan abiertamente, Y yo, que me acercaba al fin de todo anhelo, puse término en mí, como debía, al ardor del deseo. Bernardo sonriéndose me indicaba que mirase hacia arriba, pero yo había hecho ya por mí mismo lo que él quería; porque mi vista, adquiriendo más y más pureza y claridad, penetraba gradualmente en la alta luz que tiene en sí misma la verdad de su existencia. Desde aquel instante, lo que vi excede a todo humano lenguaje, que es impotente para expresar tal visión, y la memoria se rinde a tanta grandeza. Como el que ve soñando, y después del sueño conserva impresa la sensación que ha recibido, sin que le quede otra cosa en la mente, así estoy yo ahora; pues casi ha cesado del todo mi visión, y aun destila en mi pecho la dulzura que nació de ella. Del mismo modo ante el Sol pierde su forma la nieve, y así también se dispersaban al viento en las ligeras hojas las sentencias de la Sibila.

¡Oh luz suprema que te elevas tanto sobre los pensamientos de los mortales! Presta a mi mente algo de lo que parecías, y haz que mi lengua sea tan potente, que pueda dejar a lo menos un destello de tu gloria a las generaciones venideras; pues si se muestra algún tanto a mi memoria y resuena lo mínimo en mis versos, se podrá concebir más tu victoria.

Por la intensidad del vivo rayo que soporté sin cegar, creo que me habría perdido, si hubiera separado de él mis ojos; y recuerdo que por esto fui tan osado para sostenerlo, que uní mi mirada con el Poder infinito. ¡Oh gracia abundante, por la cual tuve atrevimiento para fijar mis ojos en la Luz eterna hasta tanto que consumí toda mi fuerza visiva! En su profundidad vi que se contiene ligado con vínculos de amor en un volumen todo cuanto hay esparcido por el universo: substancias, accidentes y sus cualidades, unido todo de tal manera, que cuanto digo no es más que una pálida luz. Creo que vi la forma universal de este nudo, porque, recordando estas cosas, me siento poseído de mayor alegría. Un solo punto me causa mayor olvido, que el que han causado veinticinco siglos transcurridos desde la empresa que hizo a Neptuno admirarse de la sombra de Argos. Así es que mi mente en suspenso miraba fija, inmóvil y atenta, y continuaba mirando con ardor creciente. El efecto de esta luz es tal, que no es posible consentir jamás en separarse de ella para contemplar otra cosa; porque el bien, que es objeto de la voluntad, se encierra todo en ella, y fuera de ella es defectuoso lo que allí perfecto. Desde este punto, a causa de lo poco que recuerdo, mis palabras serán más breves que las de un niño cuya lengua se baña todavía en la leche materna. No porque hubiese más de un simple aspecto en la viva luz que yo miraba, pues siempre es tal como antes era, sino porque mi vista se avaloraba contemplándola, su apariencia única se me representaba en otra forma según iba alterándose mi aptitud visiva. En la profunda y clara sustancia de la alta luz se me aparecieron tres círculos de tres colores y de una sola dimensión; el uno parecía reflejado por otro como Iris por Iris, y el tercero parecía un fuego procedente de ambos por igual. ¡Ah!, ¡cuán escasa y débil es la lengua para decir mi concepto! Y éste lo es tanto, comparado a lo que vi, que la palabra poco no basta para expresar su pequeñez.

¡Oh Luz eterna, que en ti solamente resides, que sola te comprendes, y que siendo por ti a la vez inteligente y entendida, te amas y te complaces en ti misma! Aquel de tus círculos, que parecía proceder de ti como el rayo reflejado procede del rayo directo, cuando mis ojos lo contemplaron en torno, parecióme que dentro de sí con su propio color representaba nuestra efigie, por lo cual mi vista estaba fija atentamente en él. Como el geómetra que se dedica con todo empeño a medir el círculo, y por más que piensa no encuentra el principio que necesita, lo mismo estaba yo ante aquella nueva imagen. Yo quería ver cómo correspondía la efigie al círculo, y cómo a él estaba unida, pero no alcanzaban a tanto mis propias alas, si no hubiera sido iluminada mi mente por un resplandor, merced al cual fue satisfecho su deseo.

Aquí faltó la fuerza a mi elevada fantasía, pero ya eran movidos mi deseo y mi voluntad, como rueda cuyas partes giran todas igualmente, por el Amor que mueve el Sol y las demás estrellas.

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