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La divina comedia
Paraiso

CANTO PRIMERO

La gloria de Aquél que todo lo mueve se difunde por el universo, y resplandece en unas partes más y en otras menos. Yo estuve en el cielo que recibe mayor suma de su luz, y vi tales cosas, que ni sabe ni puede referirlas el que desciende de allá arriba; porque nuestra inteligencia, al acercarse al fin de sus deseos, profundiza tanto, que la memoria no puede volver atrás. Sin embargo, todo cuanto mi mente haya podido atesorar de lo concerniente al reino santo, será en lo sucesivo objeto de mi cántico.

¡Oh buen Apolo! Haz de mí para este último trabajo un vaso lleno de tu valor, tal como lo exiges para conceder tu laurel amado; pues si hasta aquí tuve bastante con una cima del Parnaso, ahora necesito las dos para entrar en el resto de mi carrera. Entra en mi seno, e inspírame el aliento de que estabas poseído cuando sacaste los miembros de Marsias fuera de su piel.

¡Oh divina virtud! Si te prestas a mí de modo que yo pueda poner de manifiesto la sombra del reino bienaventurado estampada en mi cabeza, me verás acudir a tu árbol querido y coronarme entonces de aquellas hojas, pues el asunto de mi canto y tu favor me harán digno de ello.

Tan pocas veces, ¡oh Padre!, se recoge el lauro del triunfo, ya como César, ya como poeta (por culpa y vergüenza de la humana Voluntad), que cuando alguno arde en deseos de alcanzarlo, el follaje penéico debería difundir la alegría en la feliz deidad délfica. A una pequeña chispa sigue una gran llama: quizá después de mí habrá quien ruegue con mejor voz para que responda Cirra.

La lámpara del mundo se presenta a los mortales por diferentes aberturas; pero cuando se deja ver por aquella en que se unen Cuatro círculos formando tres cruces, entonces sale con mejor curso y con mejor estrella, y modela y sella más a su modo la cera de nuestro mundo. Por aquella abertura se había hecho allí de día, y aquí de noche: casi todo aquel hemisferio estaba ya blanco, y la otra parte negra, cuando vi a Beatriz vuelta hacia el lado izquierdo, mirando al Sol; jamás lo ha mirado un águila con tanta fijeza. Y así como un segundo rayo sale del primero, y se remonta a lo alto semejante al peregrino que quiere volverse, así la acción de Beatriz, penetrando por mis ojos en mi imaginación, originó la mía, y fijé los ojos en el Sol contra nuestra costumbre. Muchas cosas son allí permitidas a nuestras facultades, que no lo son aquí, por ser aquel lugar creado para residencia propia de la especie humana. Me fue imposible mirar por mucho tiempo al Sol; pero no tan poco, que no le viera centellear en torno suyo, como el hierro que sale candente del fuego; y de pronto me pareció que un nuevo dia se unía al día, como si Aquél que puede hubiese adornado el Cielo con otro Sol.

Beatriz miraba fijamente las eternas esferas, y yo fijé mis ojos en ella, desviándolos de allá arriba; contemplándola, me transformé interiormente, como Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los otros Dioses. No es posible significar con palabras el acto de pasar a un grado superior la naturaleza humana; pero baste el citado ejemplo a quien la gracia divina reserve tal experiencia.

¡Oh Amor, que gobiernas el cielo! Tú, que me elevaste con tu luz, sabes si yo era entonces solamente aquella parte de mí que primero creaste. Cuando la rotación de los cielos, que eternizas por el deseo que éstos tienen de poseerte, atrajo mi atención con su armonía, que regularizas y distribuyes, me pareció que entonces se encendía con la llama del Sol tanto espacio del cielo, que ni las lluvias ni los ríos han ocasionado jamás tan extenso lago. La novedad de los sonidos y tan gran resplandor me abrasaron de tal modo en el deseo de conocer su causa, que jamás he sentido tan punzante aguijón. Así es que Ella, que veía mi interior como yo mismo, abrió su boca para calmar mi excitado ánimo, antes que yo la abriera para preguntarle, y empezó a decir:

- Tú mismo te atontas con tus falsas ideas, de tal modo que no ves lo que verías si las hubieras desechado. No estás ya en la Tierra, según te figuras; el rayo, huyendo de la región donde se forma, no corre tan velozmente como tú asciendes hacia ella.

Si vi desvanecida mi primera duda, gracias a sus palabras sonrientes y breves, me vi en cambio más envuelto en otra nueva, y dije:

- Ya me contemplo con placer libre de mi primitiva admiración; mas ahora me asombra cómo es que puedo atravesar por entre estos cuerpos leves.

Por lo cual Beatriz, lanzando un piadoso suspiro, dirigió hacia mi sus ojos con aquel aspecto de que se reviste la madre al oír un desvarío de su hijo, y repuso:

-Todas las cosas guardan un orden entre sí; y este orden es la forma, que hace al universo semejante a Dios. Aquí ven las altas criaturas el signo de la eterna sabiduría, que es el fin para que se ha creado el orden antedicho. En el de que hablo, todas las naturalezas propenden y, según su diversa esencia, se aproximan más o menos a su principio. Así es que se dirigen a diferentes puertos por el gran mar del ser, y cada una con el instinto que se le concedió para que la lleve al suyo. Este instinto es el que conduce al fuego hacia la Luna; el que promueve los primeros movimientos del corazón de los mortales, y el que concentra y hace compacta a la Tierra. Y este arco se dispara, no tan sólo contra las criaturas desprovistas de inteligencia, sino contra las que tienen inteligencia y amor. La Providencia, que todo lo ordena, hace con su luz que esté tranquilo el cielo en el que gira aquél que tiene mayor velocidad; allí es donde ahora, como a sitio designado, nos lleva la virtud de la cuerda de aquel arco que dirige todo cuanto despide hacia un objeto agradable. Bien es verdad que, así como la forma no guarda muchas veces armonía con las intenciones del arte, porque la materia es sorda para contestar, así de esta dirección se desvía tal vez la criatura, que tiene el poder de inclinarse hacia otro lado, por más que esté impulsada de aquel modo, y cae (como se puede ver caer el fuego desde una nube), si su primer impulso la tuerce hacia la Tierra por un falso placer. No debes, pues, a lo que pienso, admirarte más de tu ascensión, que de ver a un río descender desde lo alto de una montaña hasta su base. Lo maravilloso en ti sería que, libre de todo obstáculo, te hubieras sentado abajo, como lo sería el que la viva llama permaneciese quieta y apegada a la Tierra.

Dicho esto, elevó sus ojos al Cielo.

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