Índice de La divina comedia de Dante AlighieriAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha
La divina comedia
Purgatorio

CANTO DÉCIMO SÉPTIMO

Lector, si alguna vez te ha sorprendido la niebla en los Alpes, de modo que no vieses a través de ella sino como el topo a través de la membrana que cubre sus ojos, recuerda cuán débilmente penetra el globo solar por entre los húmedos y densos vapores, cuando éstos empiezan a enrarecerse, y tu imaginación podrá fácilmente figurarse cómo volví yo a ver el Sol, que estaba ya próximo a su ocaso. Así pues, caminando al igual de mi fiel Maestro, salimos fuera de la nube de humo a los rayos luminosos, que ya se hablan extinguido en la falda de la montaña.

¡Oh fantasía, que de tal modo nos arrebatas a veces fuera de nosotros mismos, que nada siente el hombre aunque suenen mil trompetas en torno suyo! ¿Quién te anima cuando no recibes impresión alguna de los sentidos?, sin duda te anima una luz que se forma en el cielo, y que desciende por sí misma, o por la voluntad divina que nos la envía. En mi imaginación aparecieron las huellas de la impiedad de aquélla, que se transformó en el pájaro que más se deleita cantando. Entonces mi espíritu se reconcentró tanto en si mismo, que no llegaba hasta él ninguna cosa exterior. Después descendió a mi exaltada fantasia la imagen desdeñosa y fiera de un crucificado, a quien veía morir de aquel modo. Junto a él estaban el grande Asuero, Esther su esposa, y el justo Mardoqueo, que fue tan recto en sus obras y en sus palabras. Cuando se desvaneció por sí misma aquella visión, como una burbuja a la que falta el agua de que estaba formada, surgió a mi imaginación una doncella que, llorando desconsolada, decía: ¡Oh Reina!, ¿por qué tu cólera te redujo a la nada? Te has dado muerte por no perder a Lavinia: sin embargo, me has perdido; y yo soy la que lloro, madre, tu pérdida antes que la de otro.

Así como se interrumpe el sueño, cuando una nueva luz hiere de improviso nuestros ojos cerrados, y aunque interrumpido se agita antes de morir enteramente, asi terminaron mis visiones tan pronto como me dio en el rostro una claridad mucho mayor de la que estamos acostumbrados a ver. Me volví a uno y otro lado para examinar el sitio en que me encontraba, cuando oí una voz que decía: Por aquí se sube. Aquella voz hizo que me olvidase de todo y despertó en mí tan vivo deseo de mirar quién era el que hablaba, que no habría descansado hasta averiguarlo, pero me faltó allí la facultad de ver, como sucede cuando el Sol nos deslumbra y se vela a nuestros ojos con el esplendor de sus rayos.

- Este -me dijo mi Maestro- es un espíritu divino, que se oculta en su propia luz, y que nos indica la vía para ir arriba, sin que se lo roguemos. Hace con nosotros lo que el hombre consigo mismo; pues el que ve una necesidad, y aguarda que le supliquen, ya se prepara malignamente a rehusar todo socorro. Ahora nuestros pies deben aprestarse a obedecer tan cortés invitación; apresurémonos, pues, a subir antes que obscurezca, porque después no podríamos hacerlo hasta la nueva aurora.

Así dijo mi Gula, y ambos dirigimos nuestros pasos hacia una escalera; en cuanto estuve en la primera grada, sentí junto a mi como un movimiento de alas, que aventaba mi rostro, y oí decir: Beati pacifici, que carecen de pecaminosa ira. Estaban ya tan elevados sobre nosotros los últimos rayos a quienes sigue la noche, que las estrellas aparecían por muchas partes. ¡Oh valor mío!, ¿por qué así me abandonas? decía yo entre mí, sintiendo que me flaqueaban las piernas. Nos encontrábamos donde concluía la escalera, y estábamos parados, como la nave que llega a la playa; escuché un momento por si oía algo en el nuevo círculo; y después, dirigiéndome hacia mi Maestro, le dije:

- Dulce Padre mío, ¿qué ofensa se purifica en el círculo en que estamos? Ya que se detienen nuestros pies, no detengas tus palabras.

Me contestó:

- El amor del bien, que no ha cumplido su deber, aquí se reintegra; aquí se castiga al tardo remero. Para que lo entiendas más claramente, dirige tu pensamiento hacia mí, y recogerás algún buen fruto de nuestra detención. Hijo mío -empezó a decir-, ni el Creador, ni criatura alguna carecieron jamás de amor, bien sea natural o racional, según te consta. El natural no se equivocó nunca; el otro puede errar, por dirigirse a un mal objeto, por exceso o por falta de fervor. Mientras se dirige a los principales bienes, y se modera en su afecto a los secundarios, no puede ser causa de censurable deleite, pero cuando se inclina al mal, o se lanza al bien con mayor o menor solicitud de la que debe, entonces la criatura se vuelve contra su Creador. De aquí puedes deducir que el amor es en vosotros la semilla de toda virtud, y de toda acción que merezca castigo. Ahora bien, como el amor no puede nunca renunciar a la dicha del sujeto en quien reside, todas las cosas están preservadas de su propio odio; y como no se concibe que ningún ser creado pueda existir por sí solo, ni separado del Ser primero, es imposible todo sentimiento que tienda a odiar a éste. Resulta, pues, si mi deducción es lógica, que el mal que se desea es contra el prójimo; y esta amor nace de tres modos en vuestro frágil barro. Hay quien espera elevarse sobre la ruina de su vecino, y sólo por esto desea que se derrumbe desde la altura de su grandeza; hay quien teme perder mando, gracia, honor y fama ante la elevación de otro, y esto le causa tal disgusto, que anhela lo contrario; y en fin, hay quien, por haber recibido alguna injuria, se irrita de tal suerte, que arde en sed de venganza, y únicamente piensa en hacer daño a su contrario. Este triforme amor es el que hemos visto llorar en los círculos inferiores. Ahora quiero que conozcas el otro amor que corre al bien sin orden ni medida. Cada cual concibe confusamente y desea un bien en el que se recrea el alma; y por eso se esfuerzan todos para alcanzarlo. Si vuestro amor es lento en dirigirse o en adquirir aquel bien, este círculo os da el debido castigo, aun después de vuestro arrepentimiento en vida. Existe otro bien que no hace al hombre dichoso: no es la felicidad, no es la buena esencia, el fruto y la raíz de todo bien. El amor que se entrega demasiado a ese bien, se castiga en los tres círculos superiores a éste; pero no te diré el modo como está hecha esta división, a fin de que tú lo averigües.

Índice de La divina comedia de Dante AlighieriAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha