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La divina comedia
Infierno

CANTO DÉCIMO SEXTO

Encontrábame ya en un sitio donde se oía el rimbombar del agua que caía en el otro recinto, rumor semejante al zumbido que producen las abejas en sus colmenas, cuando a un tiempo y corriendo se separaron tres sombras de entre una multitud que pasaba sobre la lluvia del áspero martirio. Vinieron hacia nosotros, gritando cada cual:

- Detente, tú, que, a juzgar por tus vestidos, eres hijo de nuestra depravada tierra. ¡Ah!, ¡qué de llagas antiguas y recientes vi en sus miembros, producidas por las llamas! Su recuerdo me contrista todavía. A sus gritos se detuvo mi Maestro; volvió el rostro hacia mí, y me dijo:

- Espera aquí si quieres ser cortés con esos; aunque si no fuese por el fuego que lanza sus rayos sobre este lugar, te diría que, mejor que a ellos la prisa de venir, te estaría a ti la de correr a su encuentro.

Las sombras volvieron de nuevo a sus exclamaciones luego que nos detuvimos, y cuando llegaron adonde estábamos, empezaron las tres a dar vueltas formando un círculo. Y como solían hacer los gladiadores desnudos y untados de aceite, que antes de venir a las manos buscaba cada cual la oportunidad de lanzarse con ventaja sobre su contrario, del mismo modo cada una de aquellas sombras dirigía su rostro hacia mí, girando sin cesar, de suerte que tenían vuelto el cuello en distinta dirección de la que seguían sus pies.

- Aunque la miseria de este suelo movedizo y nuestro llagado y sucio aspecto haga que nosotros y nuestros ruegos seamos despreciables -comenzó a decir una de ellas-, nuestra fama debe incitar a tu corazón a decirnos quién eres tú, que sientas con tal seguridad los pies vivos en el Infierno. Éste que ves tan desnudo y destrozado, y cuyas huellas voy siguiendo, fue de un rango mucho más elevado de lo que te figuras. Nieto fue de la púdica Gualdrata, se llamó Guido Guerra, y durante su vida hizo tanto con su talento, como con su espada; el otro, que tras de mí oprime la arena, es Tegghiaio Aldobrandi, cuya voz debería ser agradecida en el mundo; y yo, que sufro el mismo tormento que ellos, fui Jacobo Rusticucci, y por cierto que nadie me causó más daño que mi fiera mujer.

Si hubiese podido estar al abrigo del fuego, me habría lanzado hacia los de abajo, y creo que mi Maestro lo hubiera tolerado, pero como estaba expuesto a abrasarme y cocerme, el miedo venció la buena intención que me impelía a abrazarlos. Así les dije:

- Vuestra situación no me ha inspirado desprecio, si no un dolor que tardará en desaparecer; esto es lo que he sentido desde el momento que mi Señor me dijo algunas palabras, por las cuales comprendí que era gente de vuestra calidad la que hacia nosotros venía. De vuestra tierra soy; y siempre he retenido y escuchado con gusto vuestros actos y vuestros honrados nombres. Dejo las amarguras, y voy en busca de los sabrosos frutos que me ha prometido mi sincero Guía, pero antes me es preciso bajar hasta el centro.

- Así tu alma permanezca unida a tus miembros por mucho tiempo -repuso aquél-, y así también resplandezca tu fama después de la muerte, ruégote nos digas si la gentileza y el valor habitan aún en nuestra ciudad, como solían, o si se han desterrado por completo; porque Guillermo Borsiere, que gime hace poco tiempo entre nosotros, y va alli con los demás compañeros, nos atormenta con sus relatos.

- ¡Los advenedizos y las rápidas fortunas han engendrado en ti, Florencia, tanto orgullo e inmoderación, que tú misma te lamentas ya por esa causa!

Así exclamé con el rostro levantado; y las tres sombras, oyendo esta respuesta, se miraron mutuamente, como cuando se oyen cosas que se tienen por verdaderas.

- ¡Si tan poco te cuesta en otras ocasiones satisfacer las preguntas de cualquiera -respondieron todos-, dichoso tú que dices lo que sientes! Mas, si sales de estos lugares, obscuros, y vuelves a ver las hermosas estrellas, cuando te plazca decir: Estuve allí, haz que los hombres hablen de nosotros.

En seguida rompieron el círculo, y huyeron tan de prisa, que sus piernas parecían alas. No podría decirse amén tan pronto como ellos desaparecieron: por lo cual mi Maestro determinó que nos fuésemos. Yo le seguía, y a los pocos pasos advertí que el ruido del agua estaba tan próximo, que aun hablando alto apenas nos hubieran oído. Como aquel río que sigue su propio curso desde el monte Veso hacia levante por la izquierda del Apenino, el cual se llama Acquacheta antes de precipitarse en un lecho más bajo, y perdiendo este nombre en Forli, y formando después una cascada, ruge sobre San Benedetto en los Alpes, donde un millar de hombres debiera hallar su retiro, así en la parte inferior de una roca escarpada, oímos resonar tan fuertemente aquella agua teñida de sangre, que me habría hecho ensordecer en poco tiempo. Tenía yo una cuerda ceñida al cuerpo, con la cual había esperado apoderarme de la pantera de pintada piel: cuando me la desaté, según me lo había ordenado mi Guía, se la presenté arrollada y replegada; entonces se volvió hacia la derecha, y desde una distancia considerable de la orilla, la arrojó en aquel abismo profundo. Preciso es, decía yo entre mí, que alguna novedad responda a esa nueva señal, cuyo efecto espera con tanta atención mi Maestro. ¡Oh!; ¡qué circunspectos deberían ser los hombres ante los que, no solamente ven sus actos, sino que, con la inteligencia, leen en el fondo de su pensamiento! Mi Guía me dijo:

- Pronto vendrá de arriba lo que espero, y pronto también es preciso que descubran tus ojos lo que tu pensamiento no ve con claridad.

El hombre debe, siempre que pueda, cerrar sus labios antes de decir una verdad, que tenga visos de mentira; porque se expone a avergonzarse sin tener culpa. Pero ahora no puedo callarme, y te juro, ¡oh lector!, por los versos de esta comedia, a la que deseo la mayor aceptación, que vi venir nadando por el aire denso y oscuro una figura, que causaría espanto al corazón más entero; la cual se asemejaba al buzo que vuelve del fondo adonde bajó acaso a desprender el ancla que está afianzada a un escollo, u otro cualquier objeto escondido en el mar, y que extiende hacia arriba los brazos, al mismo tiempo que encoge sus piernas.

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