Índice de Atenea, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

ATENEA

VI

Venecia, 21 de mayo.

Me siento dichoso; dichoso como hombre que ha soñado cinco días, que han sido siglos, y que ve su sueño convertido en realidad.

Experimento una alegría loca, mezclada con las punzantes y amargas voluptuosidades de la expectativa. ¡Una expectativa que me impacienta! ¡Qué carácter el mío! No se aviene con las lentitudes de la vida normal, con la lógica de los sucesos. Sufrir, para mí, es morir; esperar, para mí es una tortura. No tengo la noción del tiempo; mi pasión es siempre mi clepsidra.

Pero narremos.

Vino el doctor temprano y me hizo alistarme para salir.

- Ahora tengo tiempo -me dijo-, y voy a acompañaros a dar un largo paseo. Lo necesitáis. Iremos primero a los jardines de la Punta della Motta. Aspirar el aire de la mañana bajo los árboles y el gran aire del mar os hará bien. Luego reposaréis y en la tarde visitaremos la Giudecca.

Efectivamente, dimos un largo paseo en el jardín y aspiré a bocanadas aquel aire cargado de sales, que fue un banquete para mis pulmones debilitados. Regresamos después y almorzamos con excelente apetito.

El doctor me abandonó un momento para ver a algunos de sus enfermos y a las cuatro volvió a reunírseme. Nos deslizamos a lo largo del canal de la Giudecca y visitamos este lugar, uno de los más pintorescos y característicos de Venecia.

Pero al descender la tarde y como el doctor quisiera mostrarme la Dogana del mare y otros edificios, al entrar en el Gran Canal, yo rogué que fuésemos al palacio Capello, que era el objeto de mis ansias no aplacadas, sino antes bien exacerbadas por una clausura de tres días.

Pareció tal demanda extraña al doctor, pero sin oponerse a ella, me preguntó si tenía alguna mira especial en ello.

Yo dando orden a Giorgio de que tomase aquella dirección, le respondí:

- Hace tiempo, desde América me ha interesado la historia romanesca de Bianca Capello y he pensado hacerla asunto de una leyenda poética. Ahora que estoy en Venecia, deseo conocer el palacio y estudiar lo que puede llamarse el color local. ¿Qué os parece?

- Muy bien -contestó el doctor-. Perfectamente; yo os mostraré las ventanas de Bianca, la casa en que estaba situado el banco de los Salviati, tíos del pobre joven Pietro Buonaventuri. Después tendréis que ir a Florencia para conocer la casa en que sirvió de escondite a los amantes y el palacio de los Médicis, en donde se operó la transformación de la ardiente joven veneciana. Es una historia singular ésa ... y que ofrece un estudio terrible del corazón de la mujer. ¿Cultiváis la poesía?

- Algunas veces -le respondí-; como una distracción de mi tristeza.

- Es un consuelo, en efecto -repuso el doctor-, pero a veces se convierte en tósigo. Para los carácteres poéticos, cuando son desgraciados, la poesía se convierte en el buitre de Prometeo. Es la pena de los inmortales.

- Ciertamente, y ¡cuánto tiempo hace -le dije-, que he conocido esa verdad cruel! Tal vez la exaltación de mis sentimientos y de mis dolores no se deba sino a ese extraño privilegio del Destino. Pero es ineludible, como la muerte.

Así, departiendo amigablemente sobre los peligros y ventajas de nuestros respectivos carácteres, llegamos frente al palacio, un poco antes de la hora de los días anteriores. El sol no se ponía aún.

Giorgio hizo alto en el sitio en que habíamos estado la última vez, y a tiempo que el doctor me señalaba los pórticos del palacio, observé en el principal una góndola grande, decorada con lujo y montada por dos gondoleros que al descubrir a Giorgio se pusieron a hablar con él.

En ese mismo instante también, el doctor saludaba respetuosamente a alguien que estaba en las ventanas. Alcé los ojos; mi hermosa desconocida se hallaba en el balcón, inclinándose como la vez primera. No pude contener una exclamación de sorpresa y de alegría que pasó inadvertida, sin embargo, para el doctor; pero no para Giorgio, que se volvió para verme con cierta malicia.

¡Por fin había vuelto a verla; y en la plenitud de su belleza y de su gracia! Apenas pude contemplarla; me sentía bajo la impresión de un deslumbramiento, y por otra parte la palpitación de mis sienes y de mi corazón me impedía mirar y comprender. Estaba atónito.

A pesar de eso, reparé en que la joven no se hallaba sola. Acompañábala un hombre joven, pálido, de aspecto serio y arrogante, que hablaba con ella.

¿Quién sería?

Y como la hoja aguda de un cuchillo penetraron los celos en mi corazón. Decididamente; era mi suerte que aquel amor naciera en mi alma con todo el cortejo que lo hace poderoso e irresistible.

- ¡Hermosa dama! -dije al doctor que seguramente había notado los cambios sucesivos de mi semblante.

- ¡Oh!, sí -respondió-; una de las más bellas de Venecia, pero sin duda la más inteligente. Es una mujer de gran talento, de gran instrucción y de un carácter extraordinario; y ¡cosa singular!, es casi vuestra compatriota.

- ¡Cómo! -repuse, sorprendido-, ¡mi compatriota!

- No precisamente, pero casi, por su origen y por sus sentimientos. Ya os diré ... -añadió, viendo la góndola del palacio que acababa de ser ocupada.

En efecto, volví a alzar los ojos, y la joven ya no estaba en el balcón. Acababa de entrar en la góndola, acompañada de una hermosa señora de cierta edad y del joven serio y pálido que estaba con ella en la ventana.

La góndola pasó rápidamente junto a la nuestra; sentí como una corriente de fluído que me envolvía, y apenas pude ver, palpitando, el semblante risueño de las dos damas que volvían a saludar al doctor con ademán amistoso.

- Continuad, continuad doctor, -murmuré impaciente, viendo que la góndola que se llevaba el objeto de mis delirios, se perdía rápidamente a lo largo de aquel canal.

- Pues bien -continuó el doctor-; esa joven ...

- ¿Es americana?

- No; es veneciana, pero es hija de americana. Su madre es de Buenos Aires. Su padre, era veneciano también, y después de haber seguido las vicisitudes de Garibaldi, ejerció durante mucho tiempo, el comercio en el Plata. Ganó mucho dinero; allí casó con una joven distinguida y regresó a su país, retirándose de los negocios. Desde entonces residió en Venecia; aquí nació Atenea; así se llama esa joven, pero su padre, desde que era muy pequeña, la envió a educarse en Londres y en París, hasta que ya formada la hizo volver al seno de su familia, pocos años antes de que él muriese. Hace uno que murió y, como veis aún lleva luto. De modo que ahí tenéis una mujer enteramente europea por su educación; pero en quien domina, según mis observaciones, el fondo del carácter americano. Naturalmente esto debe atribuirse más que al origen, al influjo de la madre, que es una de esas adorables mujeres argentinas y uruguayas en quienes se unen en extraño conjunto, la dulzura inefable de las vírgenes indias, con cierta fiereza salvaje que les da el aire de leonas cuando las agita la pasión.

Ese tipo es único en el mundo, y era, cuando viví en América, el objeto constante de mi estudio y de mi admiración.

Yo no conocí a la madre de Atenea en Bueno Aires. Ya estaba ella en Europa cuando residí algunos años en aquella ciudad. Pero conocí a sus parientes con quienes cultivé estrecha amistad. Nos encontramos después en París y en Roma, cuando viajaba en unión de su marido y de su hija, y naturalmente, sabiendo que yo había residido largamente en su país natal, que conocía a su familia y que amaba a su patria, pronto nos hicimos amigos. Más tarde decidí fijarme en esta ciudad que es la de su residencia habitual, y llegué a ella desgraciadamente cuando el pobre viejo moría ... Desde entonces, como debéis suponer, soy uno de sus íntimos amigos, y a fe que su amistad es uno de los mayores encantos que tiene para mí la vida veneciana. Viven muy cerca de vuestro hotel ... en la rica Schiavoni; reciben con gusto a los extranjeros; con amistad y regocijo a los americanos; su círculo es pequeño, pero escogido.

- ¡Ah!, doctor -le interrumpí-; sería yo muy dichoso si quisierais presentarme.

- Iba a proponérselo; nada podría seros más grato que esta relación en la que encontraréis la hospitalidad familiar de vuestro país, juntamente con las gracias de la elegancia europea. Hablaréis español con la madre y todas las lenguas de Europa con la hija. Hablaréis de las pampas, de las montañas, de los ríos y del sol, con vuestra compatriota, y de los filósofos, de los poetas y de los novelistas con Atenea. Vos sois un poeta; ella es una extraña soñadora; un carácter irregular como mujer, pero sorprendente como pensadora.

- ¿Irregular como mujer? -pregunté, no comprendiendo bien la calificación.

- -contestó el doctor-; irregular si queréis ajustada a la norma común. Ella es excepcional. Su organización, su talento altísimo, su educación verdaderamente extraordinaria, sus viajes, el género de sus estudios, le han dado un carácter independiente, tan raro, pero tan adorable en su rareza, que si la tratáis, vais a ir caminando de sorpresa en sorpresa, como si marcharais en un país nuevo y extraño.

- ¿Pero, sabéis, doctor, que habláis de esa joven como de una maravilla?

- Maravilla, no, precisamente. No he querido deciros eso; pero novedad, sí; es una mujer digna de estudio. Su tipo peculiar la hace interesante; podrá causar extrañeza, pero siempre admiración. Es un astro que no recorre la órbita ordinaria, pero que tiene mayor luz que los otros.

- Bien, me habéis hablado de su talento y de su carácter. Pero en cuanto a su corazón, porque en fin, es una mujer, y debe dar el interés que todas al amor, al gran asunto del alma.

- Esa es la órbita común -repuso el doctor sonriendo-; en esto, como en todo, Atenea es extraordinaria. A su edad, las mujeres han consagrado su atención al amor, porque también el amor les ha hecho sentir sus leyes, su yugo incontrastable, puede decirse. Pues bien, Atenea se ha escapado de esa servidumbre ... Es realmente la severa Palas Atenea, la bella diosa de cuello blanco y erguido que nunca se ha doblegado.

- Pero es singular.

- Muy singular; prodigioso ... Ese es un profundo abismo de su carácter. ¿Quién podría asomarse con una antorcha para sentir lo que hay en él? Yo soy viejo; conozco algo el mundo, he tratado a bastantes mujeres, y algunas de ellas muy fuertes; conozco mucho a Atenea. Pues bien, os aseguro que en lo que sé de ella no hay una debilidad, quiero decir, algo que encadene sus sentimientos a la vida común. Estoy seguro de que no ha amado, de que no cree que pueda amar.

- Pero ¿es escéptica por sistema?

- Tal vez, sólo por el sistema y la convicción podría explicarse una imperturbabilidad tan olímpica, como ésta.

- Pero, ¿cómo podéis asegurar que allá en su tierna juventud, en Londres, en París, en Viena, no haya alimentado alguna vez un sentimiento que dejara hondas huellas en su corazón?

- En efecto, penetrar en tales intimidades sería aventurado; podría desmentirme el hecho, un hecho recóndito y oscuro; un hecho que viniese en el fondo del espíritu; velado como el secreto de un crimen. Pero no lo creo, secretos como esos escapan a los ojos del extraño, pero se revelan cien veces cada día ante la mirada experta del amigo, del fisiólogo y del confidente. Yo soy el amigo viejo de la casa; soy un padre para Atenea, más todavía soy un amigo íntimo, el amigo que consuela en las horas de sombra y de tristeza indefinible que suelen nublar aun a los espíritus más serenos. ¡No; esa joven no ha amado jamás ...!

- ¿Y ese caballero que la acompaña ...?

- ¡Ah! -dijo el doctor, encogiéndose de hombros-, ése es justamente una piedra de toque. Es un abejorro que se quema en la llama. Es un enamorado, un banquero ...

- ¿Un banquero?

- Sí, un banquero; pero nada más que un banquero que busca una mujer hermosa para casarse con ella y ostentarla, como su palacio, sus cuadros, sus joyas y sus riquezas ... ¡Un necio afortunado! Atenea no es capaz de amar, pero en todo caso, no amaría a un hombre que nada significa sin su caja. No es rica y aun puede llamarse pobre en Europa, donde el lujo crea necesidades diarias y donde se despiertan apetitos insaciables. La fortuna que le dejó su padre es pequeña, y con ella sólo puede obtenerse la independencia, pero Atenea es una mujer para quien el dinero es lo último en la vida, lo cree seguro siempre, porque confía en ella. Observad que las mujeres de talento que poseen conocimientos variados y extraordinarios no dan gran importancia al dinero. Eso se queda para las huérfanas del trabajo y de la inteligencia, para las ricas ociosas que vegetan en la ignorancia y que, ávidas de lujo, tiemblan sin embargo al sólo pensamiento de que pueda faltarles alguna vez la herencia del padre o la caja del marido. Atenea sabe que su tesoro es su talento y que lo salvaría en cualquier naufragio, como Simónides. Por otra parte, su vida es sencilla, como la de una anacoreta. Para su refinamiento le bastan un libro o una conversación inteligente ... De suerte que el apreciable banquero pierde sus días y agota sus miradas inútilmente.

Mi corazón se alivió de un gran peso, oyendo hablar así al doctor ... Respiré. No había por qué tener celos. Pero un océano de imposibles amenazaba sumergir mis esperanzas. ¡Ese carácter! ¡Qué hondo misterio!

Por lo demás, esta mujer no puede ser más hermosa, ni más interesante, ni más irresistible. Si hubiera de elevar nuevos altares a un nuevo dios ¿qué numen más digno de mi adoración y del sacrificio de mi vida?

Índice de Atenea, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha