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ATENEA

II

Venecia, mayo 16.

... Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.

Pasé la mañana escribiendo y arreglando papeles. Después tomé el excelente almuerzo de este hotel Bernardo, uno de los mejores de Venecia, y dormí algunos minutos arrullado por el rumor de las góndolas, por las pláticas y cantos de los gondoleros y por el cercano ruido de las olas del Adriático. Todo aquí es extraordinario; los sonidos llegan al oído, velados y suaves; el antiguo misterio de la vida veneciana parece conservarse en las conversaciones, en los rumores lejanos, y en el silencio profundo que ellos interrumpen apenas, de momento en momento.

En la tarde, una hermosa tarde, de cielo sin nubes, decidíme a salir, para echar la primera ojeada a la ciudad soñada tanto tiempo y en la que pienso vivir y morir.

Metíme en una bella y ligera góndola y dije al gondolero, inteligente y gallardo joven, que yo era un extranjero que veía por primera vez a Venecia, y que fuera mostrándome, mientras nos dirigíamos al Lido, todo lo que creyera digno de mención.

El gondolero, decidor, como todos, me respondió que en su ciudad todo era notable, todo encerraba recuerdos históricos y gloriosos, y añadió dando un suspiro:

- Señor, en Venecia, todos no son ya más que recuerdos.

- Como en mi corazón, me respondí interiormente.

Preguntóme después, si no prefería ir desde luego a conocer la plaza de San Marcos. Para los venecianos, la Plaza de San Marcos es lo primero.

- No, amigo mío, le replique; mañana visitaremos San Marcos. Hoy deseo ver el Lido.

- Como gustéis, me dijo, y apoyándose apenas en el remo, comenzamos a atravesar las calles monumentales de esta ciudad poética y grandiosa, y empezó a señalarme palacios y templos, mezclando a sus breves descripciones no pocas frases de singular dialecto veneciano poco inteligible para mí, pero que no tenía interés en comprender tampoco. Me había sumergido en una reflexión melancólica y profunda. Veía y no miraba; oía sin comprender, y no escuchaba más que la voz quejosa de mi alma atormentada por implacables recuerdos. ¡Oh, si ella estuviera aquí! Pero ella no vivía ya, y yo cruzaba, solitario y meditabundo, aquellas calles iluminadas por el sol de la tarde, pero en que las sombras de los palacios comenzaban a enlutar las aguas de las lagunas. Pensaba en ella, como siempre ... sentía mi soledad, mi hastío; y mi espíritu se enlutaba también.

Pronto llegamos al Lido. Mi objeto no era pasear en él, no era mezclarme en esa lengua de tierra pintoresca y encantadora, gracioso recuerdo de los paseos de las ciudades construidas en tierra firme, sino verlo, conocerlo, forjarme la ilusión de que veía pasar, corriendo el caballo, a Lord Byron, el enamorado de Venecia, y evocar las memorias de los antiguos días de la soberbia República, cuando aquella juventud rica y poderosa se daba allí cita, entre los jardines, y se mezclaban en las muchedumbres embajadores y consejeros, guerreros y artistas, orientales y europeos, princesas y damas enmascaradas, haciendo de aquel paseo una fiesta continua, alegre, misteriosa, dramática, con todos los atavíos del lujo y todos los encantos de la leyenda.

Así, poblando aquel lugar pintoresco y animado, con los cuadros de mi imaginación, el Lido me pareció hechicero. De otro modo habría lo encontrado pálido y triste, comparándolo con los paseos de las demás ciudades europeas. Sin embargo, su aspecto no es vulgar, no se ve en ninguna parte, aquella tierra, como surgiendo del seno de mar; limitando sus perspectivas, por un lado, la ciudad, como un bosque de palacios y de cúpulas, y por el otro, las montañas y el mar azul, extendiéndose como un espejo infinito.

Después de un rato de contemplación, regresamos a fin de aprovechar las últimas luces del crepúsculo que en Venecia, y en una tarde primaveral como aquélla, es encantador. El sol doraba apenas con sus rayos moribundos las cumbres de los Alpes Julianos, y se difundía en la atmósfera, cubriéndolo todo, un vago color de amatista, opalino y dulce.

Cien góndolas, rápidas unas, lentas y rezagadas las otras, nos precedían, nos flaqueaban o nos seguían en ese regreso, por el Canalazzo, pero mi gondolero dejó aquella corriente animada, y tomando algunas calles de través, y haciéndome pasar por varios puentes, se detuvo delante de un grande y majestuoso edificio de elegantísima arquitectura.

- Ecco il palazzo Capello -me dijo con ademán solemne.

Yo alcé los ojos. En efecto, nos hallábamos delante de aquella mansión aristocrática y célebre sobre la cual flota, como una aureola luminosa y eterna, la romanesca historia de amores de Bianca Capello, de aquella mujer hermosa y apasionada cuya vida, como la tierra, tiene la mitad bañada por la luz y la otra mitad envuelta por la sombra.

- Conocéis, supongo, la historia de Bianca Capello -me dijo el gondolero.

- -le contesté; y para impedir que me contase lo que ya sabía, y para evocar a mi sabor, aquellos poéticos recuerdos, le hice señas de que me dejase, y me puse a contemplar el palacio con religiosa atención.

La vaga claridad del crespúsculo me permitía observar todos sus detalles, admirar su belleza arquitectónica, examinar sus ventanas de forma antigua y sus balcones suntuosos, en los que me complacía en fingir la bella figura de la joven veneciana, como en actitud de expectativa.

De repente, y al pasar mis ojos de una a otra de aquellas grandes ventanas adornadas de magníficos relieves, descubrí una encantadora forma de mujer. Sí; no era ilusión, no era la alucinación hija del recuerdo, que me representaba allí la animada imagen de la virgen de la leyenda; era una mujer real, alta, enlutada y hermosa, que reclinaba su lánguida cabeza en su mano de marfil, y que sumergida en melancólica contemplación fijaba sus miradas en las aguas oscuras del canal.

Entonces, todavía sin soltar un extremo de la leyenda de Blanca, mi espíritu aleteando volvió a la vida real.

Aquella aparición era ciertamente una bella mujer, triste, joven, tal vez desgraciada como yo, que la contemplaba curioso, desde el fondo de mi góndola, sin darme cuenta de por qué súbitamente mi corazón latía con violencia.

¿Quién era, pues? A las últimas ráfagas del crepúsculo que iba cediendo su dominio a la noche, podía examinarla. Como las antiguas venecianas, medio orientales, era blanca y pálida, y sus cabellos joyantes y abundosos eran negros. El cuello, hoy inclinado, era altivo, y el talle esbelto y mejestuoso.

Pero ¿por qué guardaba esa actitud obstinada de inmovilidad y de tristeza? ¿Por qué no la distraían en su meditación ni las bromas de los gondoleros que atravesaban el canal lanzándose pullas en su dialecto agudo y pintoresco, ni el grito cercano de la muchedumbre agolpándose en los puentes, ni las dulces armonías de la música que salía en ondas de las ventanas vecinas, juntamente con las ráfagas de luz artificial que comenzaba a encenderse? La noche cerraba, y la joven no se movía de su puesto. ¿Acaso era una amante que esperaba una cita? ¿Acaso una extranjera, ausente? ¿Acaso una esposa que se aburría?

Preguntar algo a mi gondolero, era fácil. Considerándome enteramente absorto en una meditación histórica, el muchacho me había vuelto la espalda y se apoyaba en su remo, tarareando una eterna canción, una especie de berceuse del gondolero veneciano, tan conocida de los viajeros. Pero no quise cometer una impertinencia, porque después de todo, ¿qué podía saber aquel gondolero? Calléme, pues, y esperé un instante. La inmovilidad de nuestra góndola y el canto del joven, más perceptible a medida que cesaba el ruido de los paseantes, acabaron seguramente por llamar la atención de la hermosa meditabunda, que alzó la cabeza y fijó los ojos en la góndola. Entonces pude verla en toda la esbeltez de su talla. Era alta y erguida, su cuello sustentaba con altivez una cabeza llena de juventud. Pero ¡ay!, las sombras envolvían ya el palacio y no pude distinguir sus facciones. La imaginación me las representaba bellas y ¿cómo no serlo? Aquel talle, aquel cuello, aquella mano, aquellos cabellos anunciaban la belleza y la inteligencia del semblante. Yo me lo forjé encantador, y aun vislumbré en él una sonrisa tímida y triste.

La humedad de la noche obligó a entrarse a la joven, y el palacio Capello se quedó mudo para mí. Lo que me pasaba era raro. ¿La curiosidad produce a veces los fenómenos mismos del amor?

Di orden al gondolero de regresar al hotel, y un momento después entraba yo en mi cuarto. No quise bajar a la mesa y no tuve apetito. Sentía una emoción extraña, inquietante e indecible. ¿Qué me pasaba?

Me había creído lleno de dolor, de un dolor inmenso, infinito, que no dejaba lugar a otra especie de afecto, ni aun a la viva curiosidad del viajero. Nacían dentro de mi alma algunas inquietudes, algunos síntomas de pasión, algunos afanes pasajeros, pero como los frutos de un árbol sin savia, que caen luego al nacer; como los relámpagos que pasan en una noche oscura, caían y pasaban, dejándome siempre el desmayo eterno, la noche interminable.

¿Sería ahora, esta sensación extraña como aquellos afanes, y como aquellas inquietudes? Yo estaba temiendo que no. Ese violento palpitar del corazón que había experimentado, un momento hacía, al contemplar a aquella mujer, aquella sombra apenas entrevista entre las vagas claridades del crepúsculo; aquella atracción irresistible que había ejercido sobre mí, tan pronto como pude fijarme en ella, esta zozobra que ahora sentía, el goce intensamente voluptuoso y amargo que parecía saborear mi corazón despedazado y doliente, ¿no era acaso más que las corrientes galvánicas que conmovían un cadáver?

Pero de todos modos era la primera vez, después de mucho tiempo, que me sentía así; era la primera vez que una figura de mujer persistía algunas horas en mi recuerdo, y que de verla me quedaba en el corazón este dejo, en que se mezclan a la par el absintio y la miel, produciéndome la embriaguez o el desvanecimiento.

Pero sobre todo, ha envuelto mi espíritu después una nube sofocante y oscura; una especie de desengaño punzante y abrumador que me obliga a filosofar sobre los grandes afectos del alma. Pues qué ¿lo que yo creía definitivo no sería acaso más que un estado transitorio del espíritu, algo como la enfermedad que postra hasta la agonía y que sin embargo no acaba por extinguir la fuerza de la vida? ¿No es cierto que se ama sólo una vez? Pero esta pregunta es extemporánea y prematura. Pues qué ¿amo ya de nuevo? Un estremecimiento debido quizá al estado irritable de mi organización nerviosa, a la influencia mágica de un recuerdo poético, a la fascinación inconsciente, ¿puede ya calificarse como un sentimiento nuevo? Sombras pasajeras, formas del cerebro que se disipa a la luz de la realidad. Ilusiones del vacío. No: ¡todo esto es un sueño! Con el sol de mañana vendrán otra vez el hastío, el desencanto eterno, el tedio de la existencia, y la imagen crepuscular que se me apareció ayer, se disipará como se disipan los fantasmas que se complace la imaginación en forjar con las formas de la niebla.

Esperemos a mañana.

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