Índice de Beatriz, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoAnterior apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

BEATRIZ

Idilios y elegías

IV

Inútil es decir que esperé el domingo siguiente con una impaciencia extraordinaria. Mientras, Luisillo se encargó de entretenerme informándome confidencialmente acerca de todo lo que yo deseaba saber y no me atrevía a preguntarle. Así, supe que su papá se llamaba don Salustiano Rodríguez, que era rico, dueño de casas, viejo, de mal genio, que usaba peluca y dentadura postiza, que estaba poco en casa, adonde iba nada más a comer y a dormir ya muy tarde, que tenía numerosos amigos de todas clases, algunos de muy mala catadura, que solía ausentarse de México por bastante tiempo, que tenía muchos caballos en sus caballerizas, y varios carruajes, entre los que el más lujoso era el que usaba siempre la señora, y el más grande, uno de camino que tenía su cochera aparte; que su amigo más íntimo y a quien guardaba más consideraciones era el canónigo, quien se pasaba días enteros en la casa y solía mandar como amo en la ausencia del verdadero; que la señora era devota, muy devota, que tenía oratorio en la casa, un oratorio muy bonito, donde a veces venía un capellán a decir misa; pero que la señora prefería oírla en una iglesia, por lo cual salía todas la mañanas; que al mediodía también acostumbraba salir a rezar, bien a Catedral, bien a Santo Domingo o a otras iglesias frecuentadas por la gente decente; que en las tardes iba siempre al Paseo de Bucareli, y en las noches solía ir al Teatro Nacional, en el que tenía un palco; y cuando no había función, recibía numerosas visitas de señoras, de jóvenes, de clérigos y de personajes importantes, pero que el que iba más frecuentemente y a varias horas, era su médico, un señor muy seco, muy orgulloso y muy presumido, a quién él (Luis) no quería, a pesar de que era amable con él y solía traerle algunos regalillos; que la susodicha señora, su mamá, salía también a expedicionar por los barrios, sola o con una costurera, para socorrer a los pobres; que las Hermanas de la Caridad (entonces recién llegadas a México) no se quitaban de la casa, en la que recibían mucho dinero; y que por último, su repetida mamá tenía muy buen carácter, aunque a veces se pasaba largas horas sin querer hablar con nadie; que él había estado desde que tenía seis años en un colegio de instrucción primaria, como medio pupilo, es decir, que comía allí y sólo venía a dormir a su casa; pero que en ésta tenía toda clase de libertades; que recibía a sus amiguitos en sus departamentos o se iba a pasear con ellos los días de fiesta, y que en los ordinarios, se divertía con las niñas que estaban de visita, o se recogía temprano, después de rezar el rosario y otras devociones en unión de las criadas viejas y jóvenes, quienes no le dejaban hasta que se hallaba profundamente dormido.

Que ya más grandecito, esto es, cuando cumplió diez años y estuvo más adelantado en la escuela, le compraron su caballo, su silla plateada, su vestido charro y su reloj de oro, y le dedicaron a él solo un criado para que le sirviera y le acompañara al paseo: Desde entonces había tenido varias novias entre las niñas que visitaban su casa y otras que él se proporcionaba, pues teniendo un caballo, un vestido charro, un reloj de oro y dinero en el bolsillo, claro es que podía ir a hacer el oso por la calle que quisiera y enamorar a la muchacha que le gustara: Su camarista llevaba las cartitas a las novias mediante las propinas que le daba para él y para seducir a los criados de ellas, y en su casa, en una cómoda que tenía muy lujosa, guardaba la colección de esas cartitas, las trencitas de pelo y algunas otras cositas que les había arrancado. En la actualidad tenía dos novias, una hija de un español muy rico y amigo de su papá, otra pobretoncilla, sobrina de un fraile amigo de su mamá, y además, estaba en relaciones de muchísima confianza con una de las recamareras de su casa, muy bonita, llamada Paulina, quien los domingos, cuando le tocaba salir, se vestía de túnico y tápalo, se ponía medias y zapatos de raso verde y le daba citas en la plazuela de las Vizcaínas, donde vivía una tía suya.

Pero a quien él amaba, era a la hija del español. Concha, una niña de doce años, muy linda y muy elegante, que tenía dos coches y siempre hablaba de ellos: que ya iba a los bailes de la Lonja y sabía tocar el piano, y tenía muchos pretendientes, pero que lo había preferido a él, al grado de que una vez, mientras rezaban las mamás sus devociones en el oratorio, le había dado un beso muy largo y muy sabroso y lo había abrazado como trastornada.

En fin, el niño Luisito era un redomado pillastre.

Pero su conducta poco me interesaba, y me puse a reflexionar profundamente sobre la de Beatriz, de esa mujer encantadora y terrible cuya imagen me perseguía tenazmente desde el día en que la había visto aparecer ante mis ojos, como una maga, como la condensación de algunos de mis sueños de púber.

Porque me es preciso decir que después del desengaño que sufrí con Antonia, había yo llegado a concebir una repugnancia invencible por las ingenuas del campo o de la ciudad. Figurábanseme todas pérfidas, todas dispuestas a traicionarme por el primer calavera de más edad que yo, que se les presentase. Conocía yo, además, tal vez por instinto, que no era entre ellas donde debía buscar, yo joven, yo inexperto, yo ignorante, a la mujer que debía abrirme las puertas misteriosas de la vida, esas puertas que ocultan a la vista del niño tantas revelaciones apenas entrevistas al través de las brumas del deseo.

Por otra parte, habían pasado ya más de tres años desde que dejé mi aldea. Esa edad crítica que se llama la pubertad, en pleno desarrollo, ejercía en mí los terribles efectos de su influencia natural. Harto precoz se había mostrado ya en mi pueblo, y cuando apenas rayaba yo en los doce años, el tiempo legal, pero en el que la naturaleza no acude vigorosa al llamamiento de la ley, sino en casos excepcionales. Pero en la ciudad, habiendo saboreado ya los primeros goces del amor, sitiendo aún en los labios, por decirlo así, los amargos e irritantes dejos de una voluptuosidad rudimentaria, con tres años más, es decir, con mi sangre encendida en el calor de una triple hornaza, dentro de aquellos muros del colegio, es decir, bajo la presión de cien capas de granito, mis sentimientos se hallaban en una ebullición plutoniana ... no había término medio ... la erupción o la muerte.

Me era preciso amar.

Pero en tal situación, Pablo y Chactas, esos dos tipos poéticos creados por dos cerebros admirables, pero fríos, son dos modelos imposibles. El natural, el real, el único, es el de Dafnis.

Virginia y Atala me hubieran vuelto loco; pero Cloé me salvó, y ¡qué Cloé!

Repito que durante los tres años que acababan de transcurrir, yo había sufrido. Todo el cortejo de la pubertad me había asaltado furiosamente. Los sueños que siempre condensaban sus absurdos en una sola forma -la mujer-; las meditaciones de cuyos sombríos abismos siempre surgía una imagen luminosa y provocativa -la mujer-; las esperanzas, magas risueñas que siempre conducían entre nubes de rosa o un ángel -la mujer-; la tristeza, oscuridad y fatiga al comenzar el camino, y que hacía buscar el único apoyo y la única luz -la mujer-; la desesperación, revuelto océano en que el único cable que me parecía atar a la roca de la vida era la mujer; por último, el deseo, fiebre mortal, sed angustiosa que me hacía suspirar por un oasis de encantadas y cristalinas fuentes: ¡la mujer!

Cuando en la estación de la primavera, en esa pubertad siempre renovada de la tierra, salía yo a pasear al campo y veía en mi derredor a las flores abrir su cáliz con un estremecimiento de voluptuosidad, a los árboles agitarse con su diadema de verdes frondas, como bajo el peso de una embriaguez de juventud, a las colinas cubrirse de grama como para sonreír al cielo; cuando aspiraba un aire impregnado de aromas irritantes, cuando en fin, sentía a la tierra palpitar enamorada bajo los besos del sol, yo también sentía en el corazón todas estas ansiedades, todos estos latidos, todo este martirio, toda esta agonía indecible y sensual del amor que se despierta exigente.

Me era preciso amar, mejor dicho, amaba ya, amaba sin saber a quién, amaba como aquellos púberes que acudían impacientes de los confines del Asia, para iniciarse en los misterios de los sentidos, en los jardines sombríos de la Venus y Mylita. Era una sacerdotisa velada el objeto de mis aspiraciones. Mi fantasía se había complacido en dotarla con todos los atractivos de la belleza, de la experiencia, de la gracia y del ardor apasionado. Mi despecho no había querido revestirla con la maligna candidez de Antonia; mi inexperiencia me hacía temer la edad inconsciente de aquella aldeana, y por eso la duplicaba mi deseo. Necesitaba yo ser iniciado y no pontífice, discípulo y no maestro, y me acercaba yo al recinto del augusto templo, palpitando de curiosidad y de zozobra.

La había encontrado, a la sacerdotisa de la diosa, a la maga desconocida y ardientemente deseada.

Hacía tres años que la estaba adivinando, siempre oculta entre las sombras. Por fin, el destino me acercó a ella, levantóse, arrojó su velo y un rayo de sol iluminó su semblante.

Mi sueño se convertía en realidad y mi fantasía de mancebo, que como el cincel de Pigmalion, había estado creando durante tres años una estatua ... la vio de repente animarse y vivir.

Sí; era Beatriz, Beatriz que, como si hubiese sido la creación de mis malditos deseos de pubertad, reunía todas las dotes que yo necesitaba.

Ahora lo importante era, ¡oh terrible incertidumbre! saber si me amaría, ella, la gran señora, la aristócrata, la vigilada por esa lechuza de canónigo, a mí, un muchacho miserable, tímido, ignorante del mundo. ¡Imposible ...! ¿Imposible?

Y el insomnio, el insomnio de amor, como un demonio cuya ira se aplaca, comenzó a alejarse de mí sonriendo y guiñándome el ojo. Mis párpados comenzaban a cerrarse, pero aún oí al pícaro gnomo que saliendo por la ventana de mi cuarto, decía, con acento burlón y apagado: ¡Estúpido aldeano ...! ¡En amor no hay imposibles! ¡Las mujeres son absurdas! ¡Mañana!

Yo me dormí suspirando.

Cuando desperté, la luz de la mañana penetraba en mi cuarto, el prefecto con su grosería de costumbre, metía la enorme cabeza para despertarnos, y las campanas de la gran ciudad repicaban alegremente llamando a la misa del domingo.

¡Pobre e imbécil corazón mío! ¡Cómo te alborozaste en ese día condenado!

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