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BEATRIZ

Idilios y elegías

I

In Venice do let heaven see the oranks. They dare
not show their husbands; their best conscience.
Is, not to leave undone, buy keep unknown
.
Shakespeare Othello

... Other women cloy. The appetites they feed,
but she makes hungry.
Where most she satisfies: for viles things.
Become themselves in her; that the holy priest.
Bless her when she is riggish
.

Un destino singular, semejante a un guía burlón, iba a iniciarme desde muy temprano en todos los misterios de la vida, y lo que es más extraño aún, por una serie maravillosa de contrastes, que hacían para mí doble el tiempo y más rápido el aprendizaje. Mi primer amor fue Un lampo de aurora; mi segundo amor fue un incendio. Todavía atónito por las volubilidades de la cervatilla, me encontré, cuando menos lo pensaba, en las garras de la tigre. Mi corazón, excitado apenas con el aroma de la margarita silvestre, se atosigó bien pronto con el perfume letal de la rosa, reina de los jardines.

He dicho que Antonia, en su calidad de niña, necesitaba un mentor que fuese niño. A mi vez, yo no sé si la necesitaba; pero el hecho es que, como Juan Jacobo Rousseau, me encontré con una mamá; ya sabéis que así llamaba él a la buena Madame de Varens.

Mi maestra era una mujer cuyo tipo existe todavía, como un resto edificante de la antigua educación que recibió esta sociedad cuando era colonia, y que se encargó de modificar la vida moderna.

Pero no anticipemos, y hagamos la historia desde el principio.

Estudiaba yo; ya recordaréis que mi buen padre me trajo a México con la intención de meterme en un colegio. Así lo hizo, y por dos años me estuve inocentemente estudiando, confesando y comulgando, como lo acostumbraban los jóvenes que en aquel tiempo tenían la dicha de ilustrarse en esa especie de redil que se llamaba, pomposamente, un colegio.

¡Un colegio! ¡qué mundo de recuerdos evoca este nombre para mí! Tristes y alegres, gratos y fastidiosos, todos pasan en tropel por el campo de mi fantasía en las horas silenciosas de la noche en que escribo esto. Yo en el colegio fui alternativamente feliz o desdichado. Allí dejé el pelo de la dehesa, allí comencé a deletrear en el gran libro del mundo, allí contraje numerosas amistades de las que he perdido muy pocas, y allí por último se me apareció entre las sombras de la meditación, la encantadora imagen de Beatriz, como una realización inesperada de mis deseos juveniles.

Es preciso decir lo que era entonces un colegio, para hacerla conocer bien a los muchachos que hoy disfrutan el beneficio de educarse a la moderna, y más todavía a los que mañana no encontrarán en las escuelas ni un solo espectro de los que espantaban a los jóvenes de mi época, ni una sola ranciedad de las que nos fastidiaron a nosotros sin lograr por eso hacemos amar a las antiguallas.

Un colegio era una gran casa parecida a un convento, y en la que bajo la advocación de un santo cualquiera, se enseñaban las ciencias a la juventud. Esta gran casa tenía un aspecto amable, y el más propio para cautivar el espíritu de los muchachos y hacerles gustar del estudio.

Figuraos tres o cuatro patios generalmente sombríos, más bien a causa de la altura del edificio y del color de las paredes y de los corredores, que de la falta de luz. El hermoso sol de nuestra tierra no penetraba allí sino velado; los hombres de aquella época juzgaban a propósito pintar de negro los nidos, para no hacer peligrosa la alegría de los gorriones que en ellos se educaban.

En estos tres o cuatro patios, circuidos todos por oscuros corredores, se alojaba aquel mundo que se llamaba un colegio. Arriba vivían los estudiantes; abajo estaban las cátedras, el refectorio, la capilla, el general, la cocina, la despensa, los cuartos de criados, etc.

Las habitaciones de los estudiantes eran magníficas, pues se hallaban modeladas según las que se destinaban a los criminales en las cárceles de aquel tiempo. Consistían en una pieza pequeña que comunicaba con el corredor por una puerta, y que además solía tener una ventanilla con una reja de hierro.

En esa pieza vivían generalmente cuatro o cinco estudiantes. A veces el número era mayor, aunque el de puertas y ventanas era el mismo, de manera que la ventilación era excelente.

La higiene preocupaba muchísimo a los directores de semejantes establecimientos, y no pocos de los antiguos educandos deben la robusta salud de que disfrutan hoy, a los solícitos cuidados de que fueron objeto, y a la sana alimentación que recibieron en la época feliz de su juventud.

Por lo demás la vida de colegio era encantadora, como que estaba enteramente calcada sobre la vida monástica, la de los tiempos de la Tebaida, se entiende, porque ni por todo el oro del mundo se nos hubiera permitido imitar la edificante conducta de los virtuosos anacoretas que en ese tiempo honraban nuestra santa religión con sus evangélicas virtudes.

Así pues, nuestra vida giraba en el eterno círculo del ayuno, del rezo, del estudio, de la contemplación y de la taciturnidad. A las cinco de la mañana, en el verano como en el invierno, el toque de una campana nos despertaba del sabroso y pesado sueño de la juventud. Una mano poco ceremoniosa abría la puerta de nuestro cuarto, y la cabeza de Medusa del padre maestro o prefecto de estudios, abrigada bajo un birrete negro y grasiento, se introducía para gritamos con voz cascada, el sacramental ¡arriba!

A esta palabra nos levantábamos sobresaltados, nos poníamos de prisa los desgarrados vestidos del colegial, y nos lanzábamos al corredor a recibir al agradable fresquecillo de la mañana. En algunos de esos colegios donde los estudiantes dormían en un largo salón, el susodicho padre maestro o prefecto obligaba a todo el mundo a saltar del lecho a medio vestir, persignándose y rezando en voz alta el himno aquel:

Jam lucis orto sidere
Deum precemur supplices
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus, etc.
,

después de lo cual salíamos a los corredores a murmurar con voz soñolienta y tiritando de frío, nuestra lección del día. A las siete, poco más o menos, otro campanazo nos mandaba ir a misa. Bajábamos a la capilla de dos en dos, en silencio, y con una compunción que nos habría envidiado un claustro de capuchinos. En la capilla nos aguardaba ya el capellán, revestido y acompañado de sus acólitos, muchachuelos escogidos entre los más decentes del colegio. Nos poníamos de rodillas bajo la mirada paternal y tierna del prefecto, y presenciábamos el santo sacrificio, sin que nos fuera dado sentarnos una vez siquiera en las bancas, que para mortificar nuestro miserable cuerpo se colocaban a nuestro lado. Algunas pelotillas de pan lanzadas por alguna mano irreverente sobre el augusto altar, y que por acaso solían pegar en el cerviguillo del venerable ministro, eran un pretexto suficiente para castigar al colegio privándolo del desayuno. Estos castigos eran las gangas de la mayordomía.

De misa, cuando no había castigo, pasábamos al refectorio. El padre maestro decía el benedicete, y luego nos sentábamos; circulaban entonces los portaviandas con las jícaras de chocolate, de un chocolate suculento de pepita de calabaza, capaz de nutrir el estómago más rebelde; un panecillo sabroso e invariable, era el compañero del fingido soconusco, y después de devorar todo eso, salíamos a hacer nuestra toilette que consistía, como es de suponerse, en arreglarnos pasablemente los cabellos, y en anudamos lo más graciosamente posible el descolorido arambel que nos servía de corbata.

Después, la campana otra vez nos prescribía el estudio. ¡El estudio! ¡Ah! entonces sí que se estudiaba; entonces sí que se conocían los buenos libros, y no se era, como ahora, erudito a la violeta. Los estudios preparatorios debían ser, y eran, en todos los colegios, los siguientes: gramática latina, por Nebrija o por Iriarte; este estudio estaba dividido en cuatro clases, a saber: mínimos, menores, medianos y mayores. Todo hombre que deseara tener una carrera científica, debía comenzar entonces por saber latín. El latín era indispensable, y aun los ricos, los viejos ricos que pretendían hacer de sus herederos alguna cosa grande en el mundo, opinaban como el Mr. de la Jeannotiére de Voltaire, que debían éstos saber su poco de latín. Por supuesto que el tal latín no era el conocimiento de la literatura latina, ¡ca! no; reducíase a algunas traduccioncilIas que se aprendían automáticamente, a algunos retruécanos que venían repitiéndose desde el tiempo de Luis Vives, y algunos diálogos que hubieran hecho exclamar a Pedro Gringoire, con más razón que en los tribunales del viejo París: ¡Eheu! ibassa latinitas! Del latín se pasaba al estudio de la lógica.

Stuart MilI no había aún publicado su método, y si hubiera sido conocido, habría quedado quemado por la mano del portero, entre la rechifla de aquellos grandes sabios. Se estudiaba entonces Lógica por Jacquier; por Bouvin; y los más ilustrados profesores escogían por texto la Lógica de Heineccius. Aquello sí que enseñaba a discurrir. Meses enteros se consagraba uno a la gravísima cuestión de las ideas innatas, resolviéndola lindamente por medio de los silogismos en Bárbara o en Celarent, Darii, Feriioque, Baralipton. El ergotismo enfrentaba los indiscretos ímpetus del espíritu, y entonces sí que no se conocía la palabrería de la actualidad; la charla estaba proscrita, y al concluir el estudio de la lógica podía uno muy bien vanagloriarse de no haber fatigado en vano ni su lengua ni su gargüero.

Ya que estaba uno convertido en cocuyo con la luz de la lógica, se lanzaba atrevidamente en los tenebrosos abismos de la metafísica. ¡Oh, la metafísica! ¡Qué ciencia tan positiva y tan útil! ¡Cómo siento que nuestros legisladores inficionados por el veneno de los principios modernos, hayan suprimido en las escuelas nacionales el estudio de la metafísica que por tantos años había sido la antorcha del género humano! ¡Qué discusiones aquéllas sobre los entes! ¡Qué argumentos en favor de la existencia de Dios, como que sin ellos era imposible decir una palabra razonable sobre el asunto! ¿Y la Psicología? Si después de aquellas lecciones sentía uno de veras el alma del cuerpo ... ¿y el tratado de los ángeles? ¿y el otro sobre el alma de las bestias? Todo era admirable. Medio año se empleaba en adquirir tan bellos conocimientos, y aún parecía poco; así lo decían los profesores, así lo repiten aún hoy los espíritus ilustrados que han emprendido la buena obra de querer volvernos a aquellos tiempos, y así lo creo yo también, que me hallo muy satisfecho de haber consagrado los mejores días de mi juventud a esas graves materias, de que saqué un indisputable provecho.

Por este orden seguían los demás estudios: la Moral, la Ideología, un poquillo de Matemáticas, como que era lo que menos se necesitaba para ser ilustrado en aquel tiempo, y aún hoy, según he oído decir recientemente a algunos diputados en el Congreso de la Unión. Así opinaba el excelente ayo de Jeannot, hijo. Después venían la Física en dosis homeopática y sin necesidad de tener un gabinete; la Geografía en diez lecciones, y no más. Tales eran los estudios preparatorios, de los cuales he querido hablar porque la historia que va a seguir tuvo su curso durante ellos; de modo que los recuerdos del colegio en esa época, están inevitablemente ligados con los recuerdos de una mujer y de una serie de sucesos íntimos inolvidables.

Pero aún no está concluida la descripción de la vida de colegio.

Quedamos en el estudio de la mañana. Una vez concluido éste, entrábamos a cátedra. Allí un profesor lleno de sabiduría nos explicaba el texto bostezando, y nos ponía de rodillas de cuando en cuando, si no sabíamos la clase, o bien nos hacía encerrar en una cárcel, o nos ponía a pan y agua. En algunos Colegios, como en San Gregario, el castigo era todavía más enérgico. Se aplicaban al alumno, cualquiera que fuese su edad, sendos latigazos, correctivo de que, sea dicho en verdad, no tuvimos el gusto de ser partícipes.

De cátedra salíamos a tener un rato de solaz. Se conversaba entonces, se reía, se jugaba. Algunos muchachos que amaban la lectura sacaban entonces librillos sabrosos para devorarlos; novelillas francesas, y algunos poetas españoles hacían el gasto. En casi todos los colegios había una biblioteca más o menos grande y buena, pero en ninguna de ellas se permitía leer a los estudiantes un solo libro. ¡Feliz aquél que a hurtadillas podía recrearse con un clásico, griego o latino! Los estudiantes no debían saber más que lo que se les quería enseñar. Recuerdo que una vez, durante nuestro estudio de latinidad, un amigo mío fue encontrado leyendo un bello ejemplar de Tibulo. ¡Horror! El libro le fue arrebatado de las manos, y el pequeño criminal fue encerrado, ni más ni menos que como un conspirador contra el orden público. El rector creía muy peligrosas para la imaginación de un joven, las ardientes elegías consagradas por el más sensible de los poetas del tiempo de Augusto a la hermosa Delia. En cambio, nada encontraba el severo pedagogo de reprensible en la famosa bucólica de Virgilio, que comienza:

Formosus pastor Corydon ardebat Alexim
Delicias domini, ne quid speraret habebat.

Y tenía razón, puesto que una mano venerable y consagrada había colocado expresamente este bello modelo en la colección de los autores latinos, que se había escogido, como el mejor texto, para la juventud.

Al mediodía, otra vez la campana invitaba al colegio a pasar al refectorio, donde una comida suculenta esperaba al alumno para restaurar sus fuerzas. La bondad de este banquete diario es todavía un motivo de recuerdo delicioso y grato para los que se educaron en otro tiempo. En la cuaresma se comía rigurosamente de vigilia, como era debido.

Después de comer se estudiaba, porque precisamente a esa hora el espíritu, sobre el cual para nada influye la materia, se hallaba en la mayor aptitud para pensar y retener. Las cátedras vespertinas eran iguales a las de la mañana. En la noche se escuchaba devotamente en la capilla la vida del santo del día, después de la cual se rezaba el rosario con su correspondiente letanía, antífonas, etc., etc. Con esta devoción se cerraban los trabajos del día y se acostaba uno a las nueve o diez de la noche en medio del mayor recogimento.

Los domingos se salía a la calle después de misa, y se entraba al colegio a las oraciones de la noche. Afortunadamente los días de fiesta eran frecuentísimos, de modo que en todos ellos se encontraba el apetecido descanso. Cada mes se comulgaba, consagrándose dos días antes a preparar la conciencia, a cuyo efecto se ponía en manos de los jóvenes el piadoso libro del padre Jaen, cuyas lecciones acababan de aclarar prontamente las dudas que hubieran podido abrigar los muchachos sobre ciertas materias. Los ejemplos del padre Jaen completaban en castellano las lecciones latinas de Virgilio, y aun ilustraban la conciencia juvenil sobre nuevos y más complicados asuntos.

De esta manera se iba ascendiendo en la escala de los conocimientos humanos, y pasando de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la pubertad. Cuando solía uno entrar en los círculos mundanos, ya iba armado con un arsenal de teorías. La imaginación podía descarriarse antes de la salida al mundo, pero la devoción había sido enseñada como un antídoto infalible, de modo que entonces la inmoralidad no hacía estragos, y si los hacía, quedaban conjurados con las poderosas armas de la fe.

No debe olvidarse que estoy hablando de un colegio tal como era antes de 1857, época en que, sin embargo, ya los principios modernos habían inficionado la enseñanza. Allá, al comenzar el siglo, el régimen escolar era todavía más agradable, y sobre todo, más ajustado a las santas reglas de la honestidad.

Como unos diez años antes de ese famoso en que se proclamó la Constitución, y como lo he dicho en otra parte, poco después de la invasión norteamericana, yo hacía mis estudios preparatorios en el colegio de ... en la manera y forma que dejo apuntadas.

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