Índice de Antonia, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoAnterior apartadoSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

ANTONIA

Idilios y elegías

XII

A los primeros albores de la mañana siguiente, desperté, y pude darme cuenta de mi situación. No era, en verdad, muy favorable. En mi casa ignoraban el rumbo que había yo tomado; no tenía provisiones, y me hubiera sido difícil dar con un camino que me condujera a alguna ranchería. Pero mi carácter enérgico y el peligro que estaba corriendo, sostuvieron mi ánimo, y no desesperé.

Vagando entre las selvas pasé dos días, manteniéndome como el Bautista, con frutas y miel silvestre, que se convertía en rejalgar cuando pensaba yo que Antonia, a esa hora, pertenecía ya al coronel.

En la mañana del tercer día logré encontrar un sendero que iba a parar hasta lugares conocidos, y respiré cuando distinguí la torre de la iglesia, el caserío del pueblo y los jardines que lo rodean.

Contemplaba yo con una emoción gratísima este espectáculo, del que me parecía haber estado ausente por muchos años, cuando al mirar abajo de la colina montuosa en que estaba yo situado, distinguí primero una polvareda y luego una columna de tropa que serpenteaba subiendo por un camino ancho y cercano al lugar en que yo estaba.

Era la brigada; vi brillar las armas, conocí los uniformes, aunque no pude, por la lejanía, distinguir a las personas. Mi primer deseo fue el de correr para salvarme de mis enemigos; pero después, comprendiendo que nada podían hacerme en aquel terreno, me atreví a acercarme hasta llegar a un flanco del camino para examinarlo bien todo. Poco a poco, y aprovechándome de los accidentes de la montaña, me acerqué tanto, que pude ponerme a algunos pasos de la columna.

El general marchaba por delante con algunos oficiales y precedido de una pequeña guerrilla. Luego seguían los croquis de batallones, y a retaguardia, venía mi coronel; pero, ¡oh rabia! no venía solo, sino con Antonia, que ya vestida con una túnica mal forjada y cubierta la cabeza con un sombrero gris y un paño de sol, montaba un gran caballo flaco y amarillento de su ilustre raptor.

No me habían engañado mis celos. El pícaro militar había acabado por robarse a la muchacha, que firme en sus principios, no había prometido entregarse sino a condición de ser sacada de la casa paterna y del pueblo.

Así pues, al desventurado viejo de la mula, el estúpido anfitrión que había tenido a mucha honra el ofrecer un banquete a aquellos soldados cobardes, había él mismo preparado su deshonra, y a aquella hora lamentaba la desenvoltura de su hija y la ingratitud infame del coronel.

Pero sobre todo, yo estaba furioso. Jamás había sentido el dolor punzante que sentí al ver a mi primera amada huir con su raptor.

¿Conque así se cumplían las promesas? ¿Así se guardaba la fe jurada? ¿Esto ocultaban aquellas palabras tranquilizadoras de la última noche?

¡Pérfida! ¡Infame!

Y pasaba junto a mí, platicando con su aborrecido amante, que aún traía envuelta en un pañuelo la mano herida por mí. Yo no pude contenerme, y asomé el cuerpo de tal manera, que lo dos me reconocieron. Antonia palideció. El coronel, enfurecido, sacó una pistola, me apuntó y disparó; pero no era un buen tirador, y la bala pasó lejos de mí.

Entonces gritó a sus asistentes:

- ¡Ea, pronto, a coger a ese bribón! Ahora verás si te escapas de llevar el tambor o de que te cuelgue de un árbol ...

Yo quise responder algo terrible que tradujese mi odio y mi cólera; pero no encontré más que esta frase, muy de mi edad y de mi inexperiencia:

- ¿Yo tambor? grité ... ¿Sí? ¡Su madre!

El coronel se torció de ira, los asistentes quisieron lanzarse en mi persecución, pero el flanco del camino era montuoso, muy escarpado y lleno de cortaduras. A caballo era imposible seguirme; a pie, tenía yo ventaja. Así es que me alejé lentamente y con toda seguridad, aun cuando oí algunos tiros sonar a mis espaldas. La columna entera había hecho alto, comunicóse la novedad al general en jefe, pero después de haber reconocido este ilustre veterano la imposibilidad de perseguirme con buen éxito, y de haberme contemplado con su anteojo suficientemente, mandó continuar la marcha con gran despecho de su valeroso hijo, que dos veces se había visto burlado por un chico delante de su joven dama.

Sin embargo, de este triunfillo, que me envaneció por algunos momentos y calmó algo mi dolor, cuando desde una nueva altura miré perderse a lo lejos la columna, me sentí desfallecer; me senté sobre una piedra, incliné la cabeza y lloré.

Todo el mundo, en mi caso, al conocer que está consumada la primera perfidia de la mujer que se ama, se pregunta con voz sorda y ahogada por una convulsión dolorosa: ¿Es posible? Yo también me pregunté ¿Es posible?

¡Ay! Largos años de perfidias y decepciones iban a responderme en seguida, que para las mujeres todo es posible.

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