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JULIA

IV

Le rogamos que tomara asiento, y el inglés, volviendo en sí de su éxtasis, le dijo:

- No extrañe, usted, señora, nuestro asombro; pero esta aventura no tiene nada de común y menos lo tiene la persona de usted. Es usted la hermosa heroína de una novela.

- Soy la desgraciada víctima de una trama infernal -respondió ella deshaciéndose en llanto.

Cuando llevó sus manos al rostro para enjugarse las lágrimas con su pañuelo, pudimos observar que llevaba en un dedo un soberbio anillo de brillantes que lanzaba fulgores extraordinarios. Aquélla era una riquísima joya que no podía hallarse en poder de una persona que no fuese rica.

- Ustedes son los que deben perdonarme -continuó-; estoy casi loca; la desgracia me ha puesto así, y el miedo que tengo al miserable que me persigue me hubiera hecho cometer todavía mayores cosas. Doy gracias a Dios por haberme encontrado con dos personas como ustedes, que me compadecerán y me ayudarán a salir de esta situación.

- Puede usted contar enteramente con nosotros -le dijimos-. Tranquilícese usted y crea que a nuestro lado nada puede sucederle. Pero si no es indiscreción -añadió el inglés-, desearíamos saber algo más acerca de usted para poder ayudarle en este trance.

- En efecto, necesitan ustedes saber quién soy, quién me persigue y por qué, y voy a decirlo en breves palabras, porque pronto será de día y antes es preciso que ustedes me aconsejen.

Me llamo Julia y soy hija de un rico propietario que residió aquí y murió hace ocho años. Mi madre, que es joven todavía, y bella, se enamoró a poco de haber muerto mi padre, de un hombre perverso de aquí, que fue bastante diestro para fingirle una pasión sincera a la que mi madre concluyó por corresponder frenéticamente. No bastaron las súplicas de sus amigas, que le hacían advertencias sobre el carácter sospechoso de su amante, a quien juzgaban, y con razón, más bien interesado que realmente afectuoso. Nada importaron mis lágrimas y las de un hermano más pequeño que yo. Mi pobre madre estaba enamorada perdidamente y el matrimonio se realizó, por fin.

El nuevo marido, como todos los que se hallan en su caso, se manifestó en los primeros días intachable en su cariño y en su conducta. Parecía idolatrar a mi madre, y como era natural que la halagase el amor que mostrara a sus hijos, el pérfido nos llenaba de caricias y nos fingía una adoración tanto más exagerada cuanto era más falsa y servía para esconder sus proyectos.

De esta manera no sólo consiguió subyugar el corazón de mi madre, sino apoderarse en el acto de la administración de todos sus bienes; de modo que a pocos días de matrimonio, mi madre había depositado completamente su dicha y sus intereses en manos de aquel hombre, cuyo amor la ocupaba de una manera absoluta.

Así han pasado seis años, tiempo en que el amor de mi madre lejos de disminuirse ha crecido, porque ese hombre, con una habilidad sin igual, ha sabido mostrarse cada día más amartelado. Pero yo, que desde el primer momento he sentido hacia él una repugnancia invencible, que también se ha aumentado cada día, he creído leer en su semblante la revelación de sus siniestros proyectos.

Por fortuna o por desgracia, los esposos han tenido ya dos hijos; y yo no sé, pero se me figura que esto es lo que ha dado más empeño al marido de mi madre para poner sus planes en ejecución. Ustedes comprenderán, como yo, que no teniendo él bienes ningunos, los que dejó mi padre debían pasar todos a poder de los hijos del primer matrimonio.

Entre tanto, yo había crecido, y seguramente el no encontrarme fea fue un motivo para que el miserable pensase en quitarme de en medio pronto.

Yo no había amado nunca; pero había entrado en la edad en que el alma comienza a sentir la imperiosa necesidad de buscar otro cariño que el de la familia. Muchos jóvenes comenzaron a galantearme y a dirigirme cartas. Yo preferí a uno, ¡cobarde!, ¡que nunca hubiera pensado en él!

No le amaba con pasión, francamente; pero me parecía más guapo que los demás y me lisonjeaba de que pronto llegaría a quererlo con cariño entrañable.

En las primeras entrevistas que tuvimos en los bailes o en la casa de algunas familias amigas, porque él no era recibido en la mía, me atreví a confiarle, luego que creí que podía hacerlo, mis penas y las sospechas que tenía acerca de los proyectos que parecía abrigar mi padrastro para hacerme desaparecer.

Mi novio, después de reflexionar, me confirmó en ellas y me hizo temblar con sus observaciones. Según él, el peligro que corría era inminente y era preciso evitarlo cuanto antes. Lo animé a que me pidiese en matrimonio, pero él, demasiado tímido a pesar de que era mayor que yo lo menos cinco años, no quiso resolverse. No era pobre; así es que no podía alegar su situación. Era muy querido en su familia, así es que tampoco podía pretextar el disentimiento de sus padres. Lloré sin consuelo cuando sentí la amargura de este desengaño, que me hacía más triste la permanencia en mi casa, y tal me puse, que mi amor ya no fue un secreto ni para mi madre ni para su marido.

Comencé a sufrir por esta causa; pero después, por consejo de mi novio mismo, fingí que me tranquilizaba y que olvidaba mi desencantado amor.

Repentinamente, todos los amigos de la casa, todos los viejos y viejas que llevaban relaciones con el marido de mi madre, comenzaron a hablarme de las dulzuras de la vida del convento, de la falsedad de los hombres, de la miseria de los placeres mundanos, de la dificultad de ser feliz con el amor de un marido, de las graves pesadumbres que acarrea el matrimonio. Refiriéronme los ejemplos de cien jóvenes tan bellas como ricas, y que habiéndose casado eran terriblemente desventuradas. Me encarecieron la paz santa del claustro y me aseguraron que si después de pasados algunos meses en un convento no me agradaba la existencia que se llevaba allí, podría salir otra vez al mundo. En suma: yo no oía hablar por todas partes más que de la felicidad que me aguardaba siendo monja.

Yo me arrojaba llorando en los brazos de mi madre pidiéndole consejo, porque el destino que se me estaba encareciendo me repugnaba atrozmente. Pero ella me hacía los mismos razonamientos y procuraba inclinar mi ánimo para sepultarme en el claustro.

Así pasaron algunos meses; pero hace tres que la conducta que se observa conmigo en mi casa se me ha hecho insoportable, y se me ha puesto en la dura alternativa de escoger entre el convento o casarme con un sobrino de mi padrastro, un individuo que parece una momia: enfermo, casi idiota y más repugnante para mí que el convento mismo.

Lo he pensado bien y mi resolución ha sido muy premeditada. No acepto ni el convento ni al idiota, y puesto que mi herencia es el motivo de que se me quiera condenar a prisión perpetua, dejo la casa de mi madre, abandono la tal herencia y me voy en busca de una existencia humilde, pero libre y tranquila.

Esta noche, por su lobreguez y su lluvia, ha sido muy favorable a mi evasión y no he querido perder la oportunidad, a pesar de que nada había prevenido. Salí de mi casa aprovechándome del sueño de todos, y por medio de una llave de que me apoderé momentos antes. Me dirigí luego a la casa de un antiguo criado de mi padre, en cuya honradez y afecto a mí confiaba mucho; pero, desgraciadamente, ha abandonado esa casa hace poco tiempo; y entonces, desesperada, me puse a vagar por las calles, sin saber dónde ir; pero lo repito: resuelta a no volver de ningún modo a mi casa. Yo querría antes morir que volver a la presencia de ese hombre, que además de ser mi verdugo ha acabado hasta por arrebatarme el amor de mi pobre madre.

- ¿Y el novio de usted, señorita? -me atreví a preguntarle.

- Ese tonto -contestó-, después de haberse negado a pedirme en matrimonio, fue obligado a olvidarme por mi padrastro, que lo intimidó con amenazas de que sólo un pacato puede espantarse. ¡Qué hombre! No merece hoy más que mi desprecio.

Así habló la hermosa joven, y silenciosas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Era preciso tomar una resolución pronta para salvarla.

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