Índice de Julia, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoApartado anteriorSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha

JULIA

XIII

No quise escucharla, y casi loco me lancé a la calle. Seguía lloviendo a cántaros; pero apenas pude advertirlo y llegué a mi alojamiento sin hablar a nadie.

Una vez que estuve en mi cuarto, caí a los pies de mi cama acometido de un acceso de desesperación. Hubiera deseado derramar lágrimas a torrentes para aliviar mi corazón, que sentía estallar; pero no pude, y creí morir por el violento dolor que sufría.

Era yo joven, amaba por primera vez, y así se explica la vehemencia de mis sentimientos. Si eso me hubiese acontecido ahora, habría yo parecido risible, aun a mis propios ojos.

En un estado próximo a la insensibilidad, debí de haber permanecido mucho tiempo, porque hasta llegada la noche, cuando mi criado vino a mi cuarto a encender luz, y notó con sorpresa que me hallaba tendido a los pies de mi cama, recuerdo haber cambiado de situación. El pobre criado me creyó enfermo; me levantó del suelo, me hizo meter en la cama y llamó al médico.

Este declaró que era yo presa de una fiebre violenta, cuya causa se atribuyó al aguacero que había yo recibido.

La enfermedad fue tan terrible, que no volví a recobrar el sentido sino hasta cuatro o cinco días después, y eso con tal debilidad, que apenas podía darme cuenta de lo que pasaba.

En vano preguntaba yo con voz moribunda qué era lo que tenía y por qué me hallaba así. Nadie quería responderme sino para recomendarme silencio, del que no salía yo, por fin, sino para ser acometido de un delirio penosísimo para los que me escuchaban y para mí mismo, porque me fatigaba.

Por último, merced a los esfuerzos y a la inteligencia del médico que me asistía, pude salvarme, y a los doce días estaba convaleciente, aunque incapaz de hablar ni de pensar. El aniquilamiento de mis fuerzas era sumo, y mi horror a toda clase de alimentos lo prolongaba.

Al fin comencé a recordar y a ver con lucidez las cosas: pero aún no me atreví a preguntar nada particularmente acerca de Julia, de miedo de revelar el estado de mi alma; estado que, sin embargo, era conocido de todos, a causa de las palabras que se me habían escapado durante mis delirios.

A los veinte días me creyeron capaz de leer mi correspondencia de México, y me la entregaron. Abrí varias cartas y las dejé porque eran largas y hablaban de negocios; pero al tomar una en mis manos no sé por qué me estremecí. La letra del sobrescrito era de mujer, y desconocida para mí. Abrila temblando. Era de Julia y estaba fechada en México. No pude reprimir un grito y caí desfallecido en las almohadas. ¡Julia en México! ¿Qué había pasado, pues, durante mi enfermedad?

Recobrado a pocos momentos, volví a tomar la carta y la devoré en un segundo. Julia me decía que el señor Bell me diría todo lo que había pasado; que se había visto obligada a partir con la pena de dejarme enfermo gravemente, y tal vez por causa suya; que sabía que estaba yo fuera de peligro, pero que deseaba que la perdonase y que no conservara de ella un recuerdo doloroso.

Quise saberlo todo, y llamé.

El inglés se presentó y vino a abrazarme.

- Tal vez hice mal en creer -me dijo- que estaba usted ya capaz de leer esta carta; pero consulté con el médico y él me aseguró que no había peligro en enseñársela. Sé cual ha sido la causa de la enfermedad de usted porque en su delirio nos la ha hecho conocer. Ahora bien: era preciso que supiera usted de una vez lo que ha pasado con Julia; esa carta debía dar la ocasión para referírselo.

- Diga usted, diga usted -contesté yo con viva ansiedad.

- Pues bien: cosa de ocho días después de que usted cayó enfermo, dos parientes respetables de Julia se presentaron aquí con cartas que traían para mí y para otras personas de Taxco. Ya sabía usted que yo había procurado con empeño que se arreglaran las dificultades que había entre esta joven y su familia. La cosa no fue difícil, pues la madre de Julia había llegado a México en seguimiento de ella, sabiendo que se había venido acompañada de nosotros. Por fortuna, no se pensó mal de esta compañía; no se creía que habíamos cometido un rapto, como me lo temí, sino que se dio a la fuga de Julia su verdadero carácter, de lo que debemos felicitarnos. La señora fue a mi casa; habló a mis amigos, que justamente tenían ya encargo de explicar a la familia de Julia todo, y de procurar con ella un arreglo; la señora supo que su hija, cuyo carácter conoce perfectamente, no creyéndose segura en México, había continuado bajo nuestra protección hasta aquí; al mismo tiempo recibió una carta de la joven, bastante explícita, y como debe usted suponer, el arreglo no fue difícil. La señora se adelantó hasta proponer a mi abogado condiciones muy favorables para Julia, en vista de su repugnancia para permanecer con su familia y de su resolución manifestada tan enérgicamente. Así es que la joven vivirá en México con una familia de parientes suyos; se le nombrará un curador que administre los bienes, que le pertenecen por su herencia paterna, y de este modo no habrá ya disgustos ni dificultades. Vea usted, Julián, qué ventajas ha obtenido nuestra hermosa heroína con su conducta, que mucho temí la hubiera perdido para siempre. Su padrastro bien hubiera querido aprovecharse de la inconsiderada fuga de la joven para arruinarla, y aún procuró trabajar en ese sentido; pero debemos hacer justicia a la madre; ella no lo consintió, y aquel amor maternal, un tiempo apagado, volvió a encenderse de nuevo, con la ausencia, haciendo que la señora comprendiese cuál era su deber. Entonces fue cuando la señora, en compañía de dos parientes suyos, uno de los cuales es ahora el curador de Julia, se dirigieron a Cuernavaca; allí la señora aguardó a su hija y ellos vinieron a llevarla. Como debe usted comprender, Julia se sorprendió de este arreglo; no lo podía esperar tan ventajoso. Así es que, aunque triste por separarse de sus amigos y más triste aún porque lo dejaba a usted enfermo, partió sin poder despedirse de usted, que justamente en esos días se hallaba usted más grave. Ahora, amigo mío, acabe de aliviarse, trabaje, y yo creo que los proyectos de usted respecto de ella se arreglarán a pedir de boca; porque usted la ama, Julián, ¿no es así?

- Es verdad -le respondí, todavía distraído por los pensamientos que me había sugerido la narración del inglés.

- Pues bien: valor y que la esperanza termine pronto esa convalecencia que aún me admira. Sepa usted que hubo momentos en que no contamos para nada con su vida. Fue una fiebre tremenda de que no lo ha salvado a usted más que su juventud.

- Y es una lástima -repuse-, porque no valía la pena vivir; ella no me ama.

- ¿Cómo es eso? ¿Julia no lo ama a usted?

- Amigo mío, demasiado la conoce usted, ¡y aún me lo pregunta ...! Julia no ama sino a usted con toda su alma.

- ¿A mí?, ¿es posible?

- ¿No lo ha visto usted claramente en todas sus acciones, en todas sus palabras? Pero, hombre ...; entonces, ¿usted no sabe leer en el corazón?

- Confieso a usted, Julián, que he tenido mis sospechas acerca de ello; pero que luego las he desechado, reflexionando sobre el carácter original de Julia, y más que todo en la intimidad de usted con ella, intimidad que yo había creído establecida por el amor. Ustedes eran jóvenes de la misma edad; usted ha hecho por ella lo que sólo un amante o un hermano habrían podido; usted había arrostrado todos los peligros para salvarla, y además la había acompañado solo de México a Taxco; ¿cómo dudar de que sus corazones hubieran permanecido tranquilos? Así es que las manifestaciones, a veces demasiado extrañas, que advertí en Julia, si bien me dieron en qué pensar, no me decidieron a darles otro origen que el de una amistad entusiasta y juvenil. Cuando un hombre ha salido de los primeros años de la juventud, como yo, no puede tener ya esa tan consoladora como fértil presunción que hace al adolescente creerse idolatrado porque se le concede una sonrisa común, o porque se contempla con atención la corbata que se lleva, o el chaleco que estrenó. Además, yo siempre fui, por carácter y por educación, frío y desconfiado. Natural era que por todo lo que he dicho a usted no me fijara largo tiempo en las acciones de Julia ni adivinara su origen. Pero, ciertamente, ¿usted lo sabe?

- Ella es quien me lo ha confesado.

Entonces referí en pocas palabras al inglés todo lo que había pasado aquella tarde fatal en que caí enfermo. Mi amigo se sorprendió grandemente y concluyó diciéndome:

- Más vale que yo haya ignorado la pasión de esta pobre niña. Habría yo sufrido sin poder hacerla feliz. Yo amo a otra, usted lo sabe, y mi próximo matrimonio formado por el afecto, por los intereses y por compromisos sagrados, habría fracasado, lo cual hubiera sido un golpe espantoso para mí, Julia es hermosa: diez veces más hermosa que mi novia; es Inteligente y amable; pero ¿qué quiere usted, amigo mío? En mi corazón y en mi pensamiento ya no hay lugar más que para la mujer a quien estoy unido por promesas inviolables desde hace tres años. Todavía más: usted no puede comprender cuál fue mi temor al ver llegar a Julia a Taxco. Me creí perdido, y ha sido necesaria toda mi inteligencia, ayudada de la intimidad de usted con Julia, para hacer entender a mi maligno cuñado que la bella Elena no era para mí. Con todo, su venida provocó explicaciones serias por parte de mi novia, indagaciones por parte de mi suegro y hablillas entre los parientes, aspirantes y toda esa corte que rodea siempre a las familias como la de mi futura. Pero han quedado satisfechos todos, y la ida de Julia a México ha puesto punto a la historia.

Todavía seguimos hablando el inglés y yo por espacio de una hora, y cuando me dejó, animándome siempre con reflexiones consoladoras, me sentí aliviado de un gran peso.

Julia había partido; pero era feliz. Yo procuraría olvidarla; lo creía difícil, pero iba a hacer esfuerzos y me lisonjeaba de antemano de poder triunfar de aquella pasión tan dominadora como funesta.

A los pocos días estaba yo en pie y en el trabajo procuraba olvidar mis penas.

Índice de Julia, novela incluida en Cuentos Invierno de Ignacio Manuel AltamiranoApartado anteriorSiguiente apartadoBiblioteca Virtual Antorcha