Chantal lópez y Omar Cortés

(Compiladores)


Cuentos, puros cuentos

Antología del cuento mexicano


Cuarta edición cibernética, enero del 2003


Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice

Presentación.

Alberto y Teresa, Manuel Payno.

La máquina de coser, Vicente Riva Palacio.

El traje para leer versos, Juan de Dios Peza.

Justicia popular, Rafael Delgado.

Guitarras y fusiles, Carlos Díaz Dufoo.

La nodriza, Victor Salado Álvarez.

La muerte de Abelardo, Angel del Campo.

El sillón, Mariano Silva y Aceves.






Presentación

Desde hacia algún tiempo abrigabamos el interés para elaborar y publicar una pequeña selección de cuentos cortos mexicanos. Hoy, por fin, vemos coronados nuestros esfuerzos, con la publicación de esta breve antología de ocho cuentos cortos de renombrados escritores mexicanos.

Los autores que hemos escogido, pensamos, presentan un panorama general de los cuentistas mexicanos, teniéndose en cuenta nuestra limitación de tan sólo incluir cuentos que pertenecen al dominio público.

Manuel Payno, quien nació el 21 de junio de 1810 y falleció el 4 de noviembre de 1894, es el autor del primer cuento aquí publicado. Payno es un afamado escritor mexicano, muy conocido por su novela Los bandidos de Río Frío. En su desarrollo personal, Payno desempeñó varios cargos públicos, entre los que podemos destacar el haber sido Ministro de Haciendo en los gobiernos de los señores José Joaquín de Herrera e Ignacio Comonfort.

El cuento que aquí publicamos, Alberto y Teresa, se encuentra inmerso en la corriente literaria del romanticismo.

Vicente Riva Palacio, el segundo cuentista que aquí publicamos, nació el 16 de octubre de 1832 y murió el 22 de noviembre de 1896. Su carrera pública abarcó desde ser diputado suplente en el Congreso Constituyente que elaboraría la Constitución política mexicana expedida el 5 de febrero de 1857, hasta gobernador del Estado de México y del Estado de Michoacán. Fue también magistrado de la Suprema Corte de Justicia y ministro ante la Corte española. Su actividad en el campo militar fue bastante destacada en la resistencia contra la intervención francesa. participó, como articulista, en los periódicos La Orquesta y El Ahuizote. De su obra literaria, es muy conocida su novela Monja y casada, vírgen y mártir.

El cuento que aquí publicamos, La máquina de coser, forma parte del estilo literario anecdótico.

Juan de Dios Peza, otro de los cuentistas aquí publicados, nació el 29 de junio de 1852 muriendo el 16 de marzo de 1910. de su obra literaria destaca su famosísimo Cantos del hogar, escrito en 1844.

El cuento que aquí publicamos. El traje para leer versos, claramente se ubica en el terreno literario autobiográfico.

Rafael Delgado, otro cuentista por nosotros escogido en esta breve selección, nació el 20 de agosto de 1853, muriendo el 20 de mayo de 1914. Su labor profesional la desarrollaría en el campo de la docencia impartiendo diversas materias. Ocupó el cargo de Director general de Educación Pública en el Estado de Jalisco durante el gobierno del señor José López Portillo y Rojas.

El escrito que aquí publicamos, Justicia popular, describe claramente un momento de la cotidianidad campirana en un rancho tropical.

Carlos Díaz Dufoo, uno más de los cuentistas aquí publicados, nació el 4 de dciembre de 1861, muriendo el 5 de septiembre de 1941. Miembro fundador y director tanto del influyente diario porfirista El Imparcial, así como de la famosa Revista Azul, su obra literaria abarcó, además del cuento, el teatro, siendo su obra Padre mercader, drama en tres actos que fue representado en el Teatro ideal, durante agosto de 1929, la más conocida.

El cuento que aquí publicamos, Guitarras y fusiles, se inserta claramente en el género del cuento modernista.

Victor Salgado Álvarez, otro de los cuentistas que hemos escogido, nació el 30 de septiembre de 1867 y murió el 13 de octubre de 1931. Abogado de profesión, fue igualmente periodista. Ocupó varios cargos públicos. Fue diputado, senador y secretario de la Embajada mexicana en Washington. Su obra más importante, directamente relacionada con la historia política de México, no es otra que Episodios nacionales.

El cuento que aquí publicamos, La nodriza, se caracteriza, además de por el tema, por los giros de lenguaje utilizados y el propio desarrollo de la narración.

Angel del Campo, uno más de los cuentistas aquí publicados, nació el 9 de julio de 1868, muriendo el 8 de febrero de 1908. Su obra literaria es bastante extensa, destacando de entre ella, su novela La Rumba escrita en 1891, y publicada en veinte entregas en el periódico El Nacional.

El cuento que aquí publicamos, La muerte de Abelardo, describe de manera viva el cotidiano conivivr de los habitantes de las barriadas de la ciudad de México con el llamada mejor amigo del hombre. En este cuento se destaca una narración viva en los detalles.

Mariano Silva y Aceves, el último de los cuentistas que aquí incluimos, nació el 20 de julio de 1887, muriendo el 24 de noviembre de 1937. Estudió la carrera de derecho y formó parte del famoso Ateneo de la Juventud. Fue maestro de la escuela Nacional de Altos Estudios, hoy Facultad de Filosofía y Letras. Igualmente, se desempeñó como secretario del Departamento universitario y de bellas Artes, y también como Director del instituto de Investigaciones Linguisticas de la Universidad.

El cuento que aquí publicamos, El sillón, aborda un tema que se desarrolla en la época de la colonia, presuponiendo un trabajo de investigación previo, realizado por el autor, para empaparse del conocimiento de los usus y costumbres de la época virreinal.

Esperamos que quien lea esta breve antología ampliamente la disfrute de principio a fin.

Chantal López y Omar Cortés

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Alberto y Teresa

Manuel Payno

I

Agosto 14 de 184 ...

Eran las diez cuando te ví por la última vez. La mañana estaba hermosa. El sol, disipando unas ligeras nieblas que se extendían sobre las praderas como un crespón flotante, se levantaba majestuoso y espléndido por encima de las montañas. Los pájaros cantaban y revolaban gozosos, las flores abrían sus cálices, y las gotas de rocio fulguraban como diamantes en las hojas de los naranjos. El cielo azul radiaba con el oro de los rayos del sol; las flores despedían aromas, y el viento traía a su paso los cánticos de los labradores, el balar de las ovejas, el bramar de los toros, y todos esos mil sonidos halagüeños de la anturaleza, cuando bulliciosa y festiva se aparta de los brazos de la noche para bendecir con su voz sublime a los genios de la luz. Y tú estabas allí, Teresa; tú, que con tu cabello entrelazado con anémona y madreselva, con tus mejillas teñidas por el carmín de la juventud y tu vestido blanco como la nieve, parecías el ángel de la mañana, que con su aliento da perfume a los campos, y con sus pequeños dedor rosados abre las azucenas y los jazmines. Tu aliento, Teresa mía, es más suave que el aroma de las flores; tu voz más melodiosa que el canto de los ruiseñores, y tus ojos más bellos que el cielo azul de mi patria. ¿Tú me has oído decir quién era Rafael? Pues bien, si Rafael te hubiera conocido, habría pintado sus vírgenes copiándote a tí. La mañana estaba espléndida; ¿te acuerdas, Teresa? Me tomaste de la mano y ambos bendijimos a la naturaleza; ambos respiramos el soplo que Dios envía al mundo todas las mañanas; ambos vimos a los colibries, esas flores con alas, chupar la miel de las rosas; ambos ... Cuando el hombre es desgraciado, Teresa mía, vienen como genios maléficos a atormentar su mente los recuerdos de los instantes de ventura.

Me fue forzoso separarme de tí sin decirte adios, sin recibir tu última mirada, sin estrecharte contra mi corazón, sin encargarte a ti, ángel de la pureza y de candor, que rogaras a Dios mitigara las amarguras de mi alma; porque, créelo, desde el momento en que ví desaparecer ante mis ojos las torres de la ciudad que te vió nacer, toda idea de felicidad y de sosiego ha huido de mí. He atravesado maquinalmente muchas llanuras, muchos bosques, muchas montañas; estoy nada más que a sesenta leguas de ti, y sin embargo parece que una eternidad entera nos separa, que el horizonte que tu ves no lo miraría yo en un siglo de camino. Esta idea me oprimía el corazón, el pecho me dolía, y un manantial de lágrimas comprimidas me ahogaba. lloré como llora un niño, como lora una mujer, o más bien dicho, Teresa mía, como se llora cuando se ama. Las lágrimas me han quitado un poco la horrible opresión del corazón; pero después me he puesto a pensar: ¿qué haré yo con los días, con las horas, con los instantes de mi vida? Esta idea me vuelve loco. Decididamente en todas partes voy a encontrar fastidio, y este deseo continuo, irresistible, de asir una felicidad que huye como una sombra delante de nosotros, va a consumir lentamente mi vida. No obstante, Teresa, la esperanza es el final de nuestra vida, y cuya luz nos acompaña hasta la tumba. La esperanza me dice que te volveré a ver pronto, que otra vez vibrará tu voz musical en mis oídos, y aque aún podré dar un casto beso en tu frente de ángel.

Por lo que más quieras en la Tierra, escríbeme. Me parece que te has muerto; otra vez creo que te alegrarás de mi ausencia, o que el amor de otro te hará olvidarme. Esta idea es atroz. Perdóname, ángel mío, pero que quieres, el amor es desconfiado y algunas veces hasta ridículo.

Adios, bien mío. Sé felíz y recibe el corazón de tu

Alberto


II


Agosto de 184 ...

Teresa adorada: Ocho días he estado devorado de una fiebre ardiente y delirando con tu memoria, recordando en mis agonías aquellas pequeñeces de que los amantes hacemos tanto caudal. Los cuidados y atenciones de unas pobres gentes que me ofrecieron su choza, sus vigilias, sus cuidados y sus oraciones, a mí, hombre desconocido, desesperado moribundo, me han reconciliado con la vida; he bendecido la misericordia de Dios, de quien quizá había blasfemado. Perdón, Teresa mía. Esto te asustará a tí, tan religiosa y tan pura. Mil veces perdón.

Habrás recibido probablemente mi primera carta. Qué sé yo qué cosas te decía en ella. Te hablaba de la luz, de las flores, de los ángeles, de todo, porque mi cerebro estaba en un estado de agitación indefinible. ¡Qué disparates decimos los amantes en esos momentos! Tú los disimularás.

Ahora han pasado los instantes de delirio; pero me agobia una tristeza letal, una desazón continua, un presentimiento vago de desgracia que hace a cada momento saltar a mi corazón. ¿Qué será esto, Teresa? Decididamente conozco que no podré vivir si no es a tu lado, respirando el aire que tú respiras, mirando lo que tú veas, sintiendo lo que tú sientas. Mi mundo estaba reducido al pequeño recinto de limones y naranjos donde nos paseábamos; mi soledad a tu compañía, y mis placeres en agradarte. ¿Qué haré yo, Teresa, en este tumulto, en esta vorágine que se llama sociedad, donde es menester estudiar una sonrisa y una caravana, poner una cara festiva cuando el corazón está devorado de pesar; hablar, reír, murmurar, cuando no quiere el alma otra cosa más que el silencio y la meditación? ¿Creeré los elogios que me tributen? ¿Juzgaré amigos a todos los que me estrechen la mano? ¿Miraré como protectores a los que se sienten conmigo en la mesa a tomar café? ¡Oh! ¡Qué terrible es esta sociedad, donde hay un continuo cambio de sarcasmos e injurias! ¡Qué atroz es lo que se llama política, cuando no enseña más que a cubrir con un falso velo los sentimientos del corazón! Me he convencido de que en esta vida sólo tres personas son capaces de amar desinteresadamente: la madre, el padre, la esposa. A mí, hombre combatido por la suerte, no me ha quedado en quién creer más que en tí. El día que tú no me amaras, no creeria ni en el amor, ni en la amistad, ni en la patria, ni en nada. Tú romperías la ilusión más benéfica, la esperanza más halagüeña, el consuelo más dulce que tiene el hombre: la religión. No lo harás, Teresa; estoy seguro de ello.

Ya más restablecido, me juzgo con fuerzas para continuar mañana mi camino. Un camino lóbrego, desiero, solitario, en que la tristeza me devora. Cada día de camino, nueva atmósfera, nuevo horizonte, nuevas montañas nos separan. Esto es terrible.

Sé felíz, teresa, y consuela con una carta al que te idolatra.

Alberto


III


Agosto de 184 ...

Alberto mío: Te has separado de mí sin decirme ¡adios! Sin estrecharme la mano, sin que siquiera nuestras miradas, quizá por la última vez, se cruzaran y se comprendieran. ¡Oh! Una separación es horrible; mucho más cuando había pensado que sólo la muerte podría dividir nuestra existencia, y ... ¿qué digo? La muerte ... la muerte nos habría abierto las puertas del cielo para no separarnos allí nunca, para amarnos en el seno de Dios. ¿Sabes, Alberto, que cuando supe que te habías marchado estuve a punto de volverme loca? ¿Sabes que ese día no tuvo para mí ni el sol luz, ni las flores aroma, ni los gorjeos de las aves melodía? ¡Ah, Alberto! Porque tu eres mi sol, mi amor, mi ídolo, y todo me ha faltado desde el momento en que me abandonaste. Si vieras cómo pesa la soledad en el corazón de la mujer; si contemplaras cuán amargas son nuestras horas; si te persuadieras de lo horrible que son esas noches en que las lágrimas de nuestros ojos empapan las almohadas y la fiebre y el delirio se apoderan de nuestros sentidos; si reflexionaras cuánto es el sufrimiento de esas vigilias, en que ni se vela ni se duerme, y un fantasma inmóvil, fijo, terrible, reposa en nuestra cabecera. Todo esto lo sufrimos; pero no lo podemos explicar. ¿Lo comprenderás tú, Alberto? ¿Participarás de mis sufrimientos? Sí, amor mío, sí, dime que entiendes mis quejas, porque de lo contrario me moriría de pesar ... Aquí llegaba yo, el llanto caía de mis ojos, algunas lágrimas borraron las líneas ya escritas y necesité reposar un momento para poder continuar. En esto, el señor B, entró a mi cuarto y pusu en mis manos tu amabilísima carta. La abrí, recorrí ansiosa todas sus líneas, y cerciorada de que nngún mal te había acontecido, volví a leerla de nuevo y ... Alberto, la sé de memoria, pues hace tres días que no hago otra cosa más que leer tu carta, mojarla con mi llanto y secarla con el fuego que devora mi corazón. Me he visto tentada a ponerme en camino y seguirte hasta el fin del mundo si fuera necesario; pero, ¿dónde va una pobre mujer sola que no sabe los caminos, que nunca ha pisado más que el umbral de su casa y el de la iglesia? ... ¡Oh, Alberto!, vuelve pronto, muy pronto; si no, hallarás mi frente pálida, mis mejillas hundidas, mis labios secos, mi corazón sin fuerzas para latir ... Hallarás tal vez un cadáver. Vergüenza me da decírtelo, porque vas a creer que soy una mujer de novela; pero un vértigo no me deja continuar esta carta, y aun temo que no comprendas estas últimas líneas.

Alberto, no abandones a tu amiga, a tu hermana, a la que tú has llamado en tiempos más felices tu amada y linda Teresa, Dios te dé felicidades, y a mí el consuelo de que tanto necesita mi alma.

Teresa


IV


Septiembre de 184 ...

Gracias, ángel mío, gracias por tu amable cartita que he besado una y mil veces; gracias porque me enviaste en ella las lágrimas de tu amor; gracias porque me amas, mucho más de lo que yo merezco.

Todas las desgracias, niña mía, tienen su compensación en este mundo. Separarse cientos de leguas de una querida, es atroz; pero recibir una carta suya llena de ternura y entusiasmo, es lo más dulce que pueda imaginarse. Vuelva el consuelo a tu corazón, Teresa; reanime la esperanza a tu abatido espíritu, pues mi vuelta debe ser pronto, muy pronto; acaso cuando menos lo pienses te tendré entre mis brazos y entonces nos uniremos para no separarnos jamás. En la vida tendremos un mismo lecho, en la muerte una misma tumba, en el cielo un mismo asiento ... qué sé yo; estas ideas tienen algo de lúgubre, y como no quiero que te entristezcas, te voy a hablar de otra cosa. ¿De qué te hablaré? ... A propósito, ¡si viéras qué espectáculo tan magnífico, tan sorprendente, en el que se goza a la entrada de México! Una vasta llanura verde se desarrolla a la manera de un lienzo en el panorama. En esta llanura hay esparcidas, ya las casas de magníficas haciendas, ya las chozas humildes y pintorescas de los labradores. Por donde quiera que se dirija la vista, se encuentra a una graciosa y delgada torre que se dibuja en las montañas azules, o un pueblito que, como una isla flotante, parece que reposa en la niebla; o un grupo pintoresco donde hay árboles, corderos que pacen la grama, bueyes que surcan la tierra con el arado, flores silvestres que crecen a las orillas de los arroyos ... ¡Oh!, todo es lindo, muy lindo. Acercándose más se percibe la reverberación de los lagos que como inmensos espejos están tendidos a los pies de la coqueta ciudad. Después se ve el grupo de montañas del santuario de Guadalupe; después las sombrías y colosales torres de la catedral; después, cúpulas de azulejos, y torres encarnadas, y miradores, y casas y almenas que parece brotan de una canasta de flores. ¿Sabes, lo único que falta para animar este cuadro? ... ¡Ah!, todo me parecía triste, solitario, desierto, porque mi Teresa no estaba a mi lado, porque el ángel de mi amor no soplaba su aliento vivificador en esta escena. Si tú hubierás estado conmigo, me habrías estrechado la mano, habría tu corazón palpitado de júbilo ... pero yo estaba solo, enteramente solo. ¡Qué suerte tan fatal!

Aún hay tiempo para que antes que me ponga en camino me contestes esta carta. Hazlo, Teresa, porque de lo contrario no tiene momento de tranquilidad tu infortunado

Alberto


V


Septiembre de 184 ...

Esposo idolatrado: uando recibí tu segunda carta, me hallaba en una hacienda distante cinco leguas de esta población. Mi excelente madre ha comprendido los martirios que sufre mi corazón, y trata mitigarlos haciéndome variar de objetos. ¡Vano esfuerzo! ¿Qué me importa que haya en la hacienda un hermoso y cristalino estanque de agua? ¿Qué me importa que la huerta esté llena de flores y de árboles frutales? ... Tanto valdría habitar un desierto lleno de espinas y malezas. Para mí todo es igual hoy; todo lo veo con indiferencia; sólo el recuerdo de Alberto vive eterno, fijo, inmutable en mi corazón. Volverte a ver y estrecharte en mis brazos es lo único que deseo.

¡Cuánto has padecido, mi pobre Alberto! Enfermo, solo, sin más auxilio que el de Dios, has debido pasar terribles momentos, parecidos a los que yo he tenido que soportar; al fin, la vista de tu patria, de tu familia y de tus amigos, ha debido consolarte algún tanto, pero yo, Alberto, nada tengo que me consuele. Instantes de desesperación; un deseo de dejar de existir; largos días que no tengo más ocupación que llorar. Creo que ya te he dicho esto mismo en otra carta; pero te lo repito, porque es la historia única de las mujeres: suspirar, llorar, sufrir en silencio.

Me he atrevido a darte el título de esposo, y no sé si habré hecho mal en esto. Recordé los juramentos que me has hecho mil veces y como están de acuerdo con los sentimientos de mi corazón, no he vacilado en llamarte esposo mío, y en considerarte ya con todos los derechos de tal. ¿Qué falta, Alberto, para que legítimamente nos unamos para siempre? Nada más que la bendición de un sacerdote ... Yo estoy loca, Alberto ... Falta todo, todo, puesto que no somos felices, y estamos a tan inmensa distancia uno de otro. Todos los días paso largas horas en la iglesia, arrodillada en las gradas del altar pidiéndole a Dios que seas felíz, y que me dé valor para soportar los contratiempos que temo nos sobrevengan.

Recibe el tierno corazón de tu querida, de tu amiga, de tu esposa que te idolatra.

Teresa


Omitimos las demás cartas que por espacio de seis meses continuaron escribiéndose los amantes, porque sería demasiado alargar esta historia. Todas ellas estaban concebidas en el lenguaje melancólico y apasionado de amantes separados a gran distancia y cuyo único consuelo es la dulce esperanza de reunirse otra vez para no separarse nunca.

Pasaron después como tres meses, sin que Teresa recibiera una sola letra de Alberto. Mil dudas asaltaron a la pobre niña; mil tempestades levantaron los celos en su inocente corazón, mil tormentos incomprensibles sufría en las horas de cavilaciones y ilencio en que se consideraba abandonada por su amante y a éste gozando de las delicias del amor, en brazos de otra mujer. ¡Qué infelices son los que se aman!

Un día que ocurrió como de costumbre en busca de cartas, recibió una con el sobre de una letra desconocida. la abrió, leyó:

Señorita, el que iba a ser su esposo de usted ha muerto traspasado de una bala; me encargó en su agonía que noticiara a usted esta catástrofe. Su nombre de usted fue el último que vago en sus labios. Era un excelente muchacho y amaba a usted mucho. Llórelo usted con las lágrimas de una querida, Yo he derramado sobre su tumba el llanto de la amistad.

Sea usted felíz, si puede serlo después de una pérdida tan dolorosa, y disponga de su servidor que le B. L. P.

Teresa sonrió tristemente al acabar de leer esta carta y dijo a media voz: Todo se acabó para mí en el mundo.

El dolor de Teresa era de esos dolores profundos que matan el alma y el cuerpo al mismo tiempo. esa sonrisa triste y helada era como el último pétalo que el viento arranca de la flor marchita. Todo se había acabado efectivamente para la pobre niña, hasta las lágrimas de sus ojos y los gemidos de su corazón. Teresa, desde ese día resignada y conforme, aguardó la muerte con tranquilidad; la alegría no apareciá en sus ojos; las rosas de la juventud pintadas en sus mejillas emblanquesieron poco a poco; los contornos airosos de su cuerpo perdieron su morbidez; su frente siempre estaba bañada de un sudor helado, y sus pulsos agitados y calenturientos; por último Teresa se consumía lentamente como si un veneno de esos que matan por grados, destruyera sus entrañas. Teresa era de esas almas sencillas, virtuosas y ardientes, que nacen para el amor; educada lejos de la corrupción de las ciudades populosas, desconocía los artificios de la falsa política, y no sabía más que amar; porque le parecía que era el único sentimiento digno de alimentar la existencia de una mujer. Cuando muere la esperanza, es preciso que muera también el cuerpo. Teresa iba a morir de amor.

Un día Teresa se sentó al piano y moduló uno de esos preludios melancólicos como las çultimas vibraciones del arpa del poeta, con los últimos gorjeos del ruiseñor de Julieta. la pobre criatura sonreía tristemente, y las armonías de la música hicieron correr dos lágrimas por sus mejillas: las primeras que había derramado después de la muerte de Alberto, y las últimas que tenía su corazón. Se escuchó el galope de un caballo, y a poco momento Alberto tenía a Teresa entre sus brazos; pero no era un cuerpo virgen torneado y bello que estrechaba en su seno; era una imagen pálida de la muerte; una sombra de esa hermosura celestial; una flor sin aroma, sin color, que lentamente había marchitado el viento de la desgracia.

- Teresa, teresa mía, estoy aquí para hacerte dichosa, para volverte la salud, la felicidad, la vida.

Teresa entreabrió sus ojos, tomó una mano de Alberto, la llevó a sus labios y dijo con una voz apagada: - Haz llegado muy tarde. Alberto mío; mi alma va a volar al seno de Dios, y sólo allá nos reuniremos.

- Teresa, bien mío, deja esas ideas melancólicas que me desesperan; alienta, reposa en mi seno, vive para que seas felíz.

- Estoy más tranquila, Alberto; tu presencia es para mí como la del ángel invisible que guía nuestros pasos.

Teresa se puso al piano y aún hizo resonar algunas notas tiernas y sonoras, como la voz del cenzontle; pianas y dulces como el tímido canto del canario. Después Teresa inclinó en el respaldo del sillón su hermoso busto pálido, y todo quedó en silencio. Teresa no existía ya: su alma voló en brazos del ángel con las últimas vibraciones de la música ...

He aquí la historia de un amor malogrado; historia dolorosa de esas que en el silencio del hogar doméstico se repiten diariamente sin que nadie lo advierta. ¡Cuántas mujeres se enferman, se marchitan, y se acaban lentamente devoradas por una pasión oculta, que concluye por llevarlas a la tumba! ¡Cuántas existencias pomposas y alegres acaban de repente, sin saber la causa de su mal! Pero esas muertes súbitas sólo tienen lugar en esas mujeres cándidas, con una alma de niño, y un corazón de paloma, que no conocen ni la sociedad, ni la corrupción del mundo, para las cuales el amor es un sentimiento puro y santo; que forman una religión en su alma, y que quieren anticipar en este mar de miserias y crímenes que se llama mundo, uno de los goces de los ángeles. La pobre Teresa era del corto número de estas criaturas que van a la tumba con el cendal de la inocencia; y era preciso que cuando vio malogrado su amor, que era el sol de su corazón y la luz de su alma, muriera, y muriera de amor.

Réstanos ahora tratar la rápida pero también terrible y dolorosa historia del hombre solo.

El que sea huérfano, el que no tenga una familia; el que tenga que llorar en silencio en su humilde retiro los dolores de su corazón; el que tenga una alma sensible y vea a la mujer no como un ser caprichoso y voluble, sino como un ángel enviado por Dios al mundo para dulcificar nuestra miserable existencia, comprenderá lo que es un hombre solo. Un hombre solo es un árbol sin hojas, una flor sin aroma, un arroyo sin agua, un campo sin verdura. ¿Qué son las diversiones y las orgías de la sociedad para el hombre que tiene su corazón seco, su alma enferma, su pensamiento sin objeto? ¿Qué es en fin el hombre, cuando le falta una mujer a quien amar? ¿Qué es la vida, cuando se extingue el fuego que mantiene el alma? ¿De qué sirve la existencia cuando no hay unos ojos que nos hablen el mudo pero sublime idioma del amor; ni una mano a quien estrechar en la desgracia, ni un corazón que comprenda el nuestro? Así, cuando se han apagado estas dulces ilusiones de la vida, cuando se han disipado esas imágenes de felicidad que un tiempo velaban en nuestro lecho y nos adormecían con sus mentirosas promesas, vemos el mundo descarnado, horrible; la traición, el vil interés, la ambición, la mala fe, la falsedad, dominan e imperan en la sociedad, los más santos lazos, las más sagradas promesas se rompen, se violan a cada instante, y en vano se busca un destello de virtud que alumbre este caos de vicios. Esto es lo que sucede al hombre solo que pierde a la mujer a quien amaba, y esto es lo que sucedió a Alberto.

Cuando se depositó en su postrera y funeral habitación el cuerpo de Teresa, Alberto rezó sibre su tumba, la regó con lágrimas, y se separó de aquel lugar; dejando en el sepulcro de la mujer que amaba, todas las ilusiones, todas las esperanzas de su vida. El sepulcro, pues, recibió los restos de la querida y la dicha del amante.

Era para él lo mismo un lugar que otro; en todas partes la indiferencia y el fastidio lo seguían. Se resolvió, pues, a viajar; y efectivamente se embarcó con dirección a Nueva York. El mar, ese gran espejo de Dios, apenas le causó admiración. Llegó a los Estados Unidos y vió a un pueblo egoísta, ocupado enteramente del mercantilismo y la ambición. Esto no podía consolarle. Se resolvió a embarcarse para Europa; quizá esa nación francesa, grande, inteligente, pensadora, le proporcionaría algún alivio.

Se dió a la vela en el vapor Presidente. A los seis días un banco de hielo chocó con el vapor, y la mayor parte de los pasajeros y tripulación perecieron. Alberto fue uno de los que encontraron su tumba en medio del océano.

¡Felicidad grande, porque hombre solo no debe vivir en el mundo!

Septiembre de 1843.

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La máquina de coser

Vicente Riva Palacio

Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí, una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el armade combate de las dos pobres mujeres en la lucha terrible por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla en un naufragio, de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía, y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás; pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oirse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a la casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta, veía siempre luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro de Apolo, y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía en el trabajo.

Pero al fin llegó un día en que fue preciso desprenderse de aquella fiel amiga: el casero cobraba tres meses; doña Juana no tenía ni para pagar uno; era el verano, y las señoras que podían protegerla no se hallaban en madrid; estaban unas en Biarritz, otras en San Sebastián, otras en el Sardinero de Santander; y el administrador se mostraba inflexible.

No había medio; empeñar la máquina o salir con ella a pedir limosna en mitad de la calle.

Cuando Marta vió que don Pablo el portero cargaba con aquel mueble, esperanza y compañía de su juventud, sintió como si fuera a ver expirar una persona de su familia.

Salió el portero; Marta volvió los ojos al lugar que había ocupado la máquina, miró el polvo en el piso, dibujando la base de la pequeña cómoda, y le pareció como si se hubiera quedado huérfana en ese momento. Todo lo por venir apareció ante sus ojos.

Pan y habitación para un mes, ¿y luego? ... Se cubrió la cabeza, se arrojó sobre su cama y comenzó a llorar silenciosamente, y como les pasa a los niños, se quedó dormida.

Muchos meses después, una mañana, al sentarse a la mesa para almorzar, el General Cáceres, recibió una carta, que en una preciosa bandeja de plata le presentó su camarista.

El General la abrió, y a medida que iba leyéndola se acentuaba una sonrisa en sus labios que vino a terminar casi en una carcajada.

- Son ocurrencias preciosas las de mi hermana -dijo a sus invitados-, ni al demonio se le ocurre encargar a un soldado viejo y solterón la compra de una máquina de coser.

- ¿La Marquesa va a dedicarse a la costura? -preguntó sonriendo uno de los amigos.

- Buena está ella para eso, que ya no ve -dijo el General-, pero quiere regalar una máquina a una chica muy trabajadora de Segovia, y quiere que yo se la busque. Esta Susana un día inventa un nuevo toque de ordenanza: ¡llamada de pobres y rancho! ... Zapata, ¡dí a Pedrosa que venga en seguida!

Zapata era el camarista, y Pedrosa el mayordomo, y los dos sabían que el General tenía el genio más dulce de la tierra con tal de que no le contradijeran y que le sirviesen al pensamiento.

Los otros criados comenzaron a servir el almuerzo, y pocos momentos después se presentó Pedrosa.

- Oiga usted -dijo el General al verle- vea usted esta carta de mi hermana; que se le compre de los lotes del Monte de Piedad una máquina de coser; va usted a comprarla en seguida.

- Mi General, no sé si habrá hoy un lote de máquina.

- Yo no entiendo de eso. Va usted por ese chisme para enviarlo a la Marquesa. Que esté listo para todo servicio, ¿entiende usted de máquinas?

- Sí, mi General.

- Pues en marcha.

Aún tomaban café cuando regresó Pedrosa sudando y rojo de fatiga.

- Ahí está ya la máquina.

- Bien; arreglela usted para que pueda ir esta tarde por el tren; pero no, tráigala usted aquí, quiero ver cómo es una de esas máquinas, que no las conozco.

- Pero, mi General -dijo uno de los convidados- ¿querrá usted hacernos ver que nunca ha tenido que ver con una modista?

- Si que he tenido, y con varias; pero doy a ustedes mi palabra de honor, como militar, que si han tenido máquina de coser, era el aparato que menos funcionaba durante mi visita.

Entraron la máquina al comedor; rodeáronla todos, y cada uno de ellos daba su opinión siobre ruedas y palancas, y querían moverla de un modo y de otro, todo con la más perfecta ignorancia.

- Está bien cuidada -dijo el General-, se conoce que trabajaba la muchacha que la mandó empeñar ... ¡pobre mujer! Quizá le costó un sacrificio el desprenderse de este mueble, obligada por la necesidad.

- Quizá le sopló la fortuna y no quiso trabajar más -replicó uno de los comensales.

- Doctor -dijo el General-, nadie empeña cuando sopla la fortuna. Algo daría yo por saber de quién era esta máquina.

- ¿Y para qué?

- Toma, ¿y para qué? Para devolvérsela; que si no la ha desempeñado y ha dejado venderla, será porque no tiene todavía; yo compraría otra para mi hermana, si ella regala una máquina, ¡por qué no he de regalar yo otra?

Pedrosa, que ya sabía que cuando el General inventaba algo lo había de llevar adelante, se apresuró a decir:

- Sí mi General quiere, por los papeles que dan en el Monte de Piedad puedo yo saber quién era la dueña.

- Pues en seguida tome usted un mozo de cuerda, y va usted con la máquina hasta entregarla a la pobre mujer que la empeñó.

- Mi General, ¿y si me preguntan de parte de quien voy?

- Bueno, diga usted que de parte de un caballero, de parte de una señora; invente usted un cuento; en fin, lo que a usted se le antoje; no más que no suene mi nombre para nada.

Pedrosa salió presuradamente, y todos volvieron a tomar sus respectivas tazas de café.

En un alegre piso de la calle del Varquillo había habido un almuerzo animadísimo: era la casa de Celeste, que era el nombre de guerra de la hermosa propietaria de aquel nido de amores. Dos o tres amigas suyas estaban allí, y con ellas otros tantos amigos del joven Marqués que cubría los gastos de aquella casa.

La sobremesa se había prolongado; sonaban carcajadas y ruidos de copas, y la madre de Celeste entraba y salía disponiéndolo todo, que aunque nunca había tenido grandeza, había servido en casas en donde la grandeza era el estado normal.

Repentinamente sonó la campanilla: alguien llamaba en la escalera, cruzó la puerta, y pocos momentos después entró la doncella, que era una francesita con humos de gitana, y dirigiéndose a celeste le dijo;

- Señora, un hombre que trae una máquina de coser para la señora.

- ¿Para mí? -dijo con gran admiración celeste-. Se habrán equivocado de cuarto.

- Ya se lo dije, pero insiste en que es para la señora.

- ¡Vaya una cosa curiosa! A ver esa máquina; que la traigan aquí.

La doncella salió, y los chistes más picantes se cruzaron entre los convidados a propósito de aquel regalo. La madre de Celeste, al lado de la puerta, esperaba también con curiosidad.

El mozo de cuerda entró con la máquina, la colocó en medio del comedor y se retiró inmediatamente.

Celeste se levantó sonriendo, se acercó al mueble y repentinamente una nube de tristeza cubrió su rostro; abrió con mano trémula las puertecillas, y exclamó como una especie de gemido, dirigiéndose a la mujer que estaba en la puerta.

- ¡Madre, nuestra máquina!

Y se inclinó sobre el mueble silenciosamente.

Todos callaban, respetando aquel misterio; algunas lágrimas desprendidas de los ojos de Celeste caían sobre los acerados resortes del aparato.

- ¿Quién ha traído esto? -dijo de repente- Que entre, que me diga quién manda esto.

Pedrosa, penetró en la habitación, comprendió lo que pasaba, y subyugado por el sentimiento de aquella mujer, conto todo, todo, sin ocultar el nombre del General.

Celeste escuchó hasta el final, y después, irguiéndose, le dijo a Pedrosa:

- Dígale usted al General que con toda mi alma le agradezco este regalo; pero que no lo acepto porque ya es tarde, muy tarde, por desgracia; llévese usted esa máquina, que no la quiero en mi casa, que no la quiero ver, porque sería para mí como un remordimiento. Que se la regalen a esa mujer honrada; que se la regalen, que muchas veces la falta de una máquina de coser precipita a una joven en el camino del vicio ... pero no, espere usted un momento.

Celeste, como si estuviera sola, salió precipitadamente del comedor, llegó a su gabinete, abrió una pequeña gaveta, y sacó de allí un carrete de hilo, ya comenzado, volvió al comedor, hizo mover los resortes de la máquina, colocó allí el carrete como si ya fuera a trabajar, y dirigiéndose a Pedrosa le dijo:

- Dígale que yo misma he colocado ese carrete, el último que tuvo la máquina, y que lo guardaba como un recuerdo: ese es el regalo de la muchacha honrada para la joven de Segovia.

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El traje para leer versos

Juan de Dios Peza


A principios del año de 1967 saliá de Veracruz, rumbo a Europa, un vapor francés conduciendo a varios personajes que culminaron en el ya vacilante Imperio de maximiliano.

Iba entre ellos mi inolvidable padre que, fiel a sus principios políticos, creyó de buena fe que la monarquía y la inmigración europea salvarían al pais de muchos desastres en lo futuro.

Y no sé si desengañado o sin voluntad para continuar en el gobierno, pues yo aún no cumplía quince años y nada entendía de política, optó por irse al extranjero.

De lo que no tengo duda es de que, tanto sus amigos como sus más encarnizados enemigos, aplaudieron su honradez sin tacha, única herencia que legó a sus hijos.

Estaba en los comienzos de aquel destierro, que duró más de ocho años, cuando se efectuó el drama de Querétaro, y mi madre y nosotros, tres hermanos, quedamos en la mayor pobreza.

Para vivir se fueron vendiendo todos los objetos de la casa, que desde que nací miré siempre, si no opulenta, dorada de cuanto exige el buen parecer a una familia bien relacionada y de limpia cuna.

Yo, que fuí liberal desde que tuve uso de razón y que admiraba y quería a Juárez, obtuve de ese grande hombre una beca, entré a la Escuela Preparatoria, comencé a escribir versos y llegó un 15 de septiembre en que, elegido por mis camaradas del colegio, tenía que ir a leer al Teatro Nacional una poesía, que a la postre resultó disparatada y llena de figurones imposibles.

Desde que me nombraron para leerla, me preocupé, como todos los pobres, con la adquisición de un traje para presentarme en la tribuna.

Hablé con mi madre, y ella, triste pero ansiosa de complacerme, me ofreció que realizaría mi deseo; y en efecto, la víspera de la gran fiesta nacional, ya estaba en mi poder un traje de buen paño de color azul oscuro.

No disimulé mi alegría; pero al mismo tiempo dije a mi madre:

- Habría preferido que me lo hubieran hecho negro.

- No era posible -me respondió-, ya te contaré a tiempo esa historia.

El 16 de septiembre desperté satisfecho de los primeros aplausos que había recibido en el teatro la noche anterior; y hablé de todas las peripecias ocurridas en el desempeño de mi comisión poética, delante de mis hermanos, a la hora de la comida.

Mi madre lloraba.

- ¿No estás contenta? -le pregunté.

- Sí, muy contenta; pero lloro porque veo lo que es la vida. la víspera de que tu padre saliera de México, me dijo: lo primero que hay que vender son los caballos y el coche. Encontré quien me los comprara, y dos semanas después recibía de la sastrería de Mivielle las dos libreas, la del cochero y la del lacayo, que ya habían sido pagadas anteriormente. Eran inútiles y estaban flamantes, y me conformé con guardarlas. ¿Quién había de comprarlas? Era levita, chaleco y pantalón, de color azul oscuro, con botones dorados.

De una de ellas, achicándola el sastre, he mandado hacer el traje con que has ido anoche a ller tus versos, por eso es azul oscuro, y por eso lloro, porque de una librea del cochero ha salido tu traje de ceremonia.

- ¿Y qué importa, madre mía?

- Es verdad, ¿qué importa?; muchos años tus trajes usados, pero en buen estado, vistieron a varios niños pobres, y hoy has tenido que vestirte de lo que se destinaba a la servidumbre.

¡Así es la vida!, no te envanezcas nunca por lo que tengas, ni te entristezcas cuando lo pierdas; sólo las virtudes constituyen el tesoro que se debe conservar siempre, y el libro de Job enseña mucho; léelo, hijo mio.

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Justicia popular

Rafael Delgado

A Erasmo Castellanos


Son las diez de la mañana y el sol quema, abrasa en el valle. Llueve en la rambla del cercano río y la neblina principia a extender sus velos en la llanura y envuelve en gasas las montañas. Ni el vientecillo más leve mueve las frondas. Zumba la chicharra en las espesuras, y el carpintero golpea el duro tronco de las ceibas. En las arenas diamantinas de la ribera centellea el sol, y en pintoresca ronda un enjambre de mariposas de mil colores, busca en los charcos humedad y frescura.

El bosque de huarumbos de higueras bravías, de sonantes bananeros y de floridos jonotes, convida al reposo, y las orquideas de aroma matinal embalsaman el ambiente.

En el cafetal sombrío, húmedo y fresco, todo es bullicio y algazara, ruido de follaje, risas juveniles, canciones dichas entre dientes, carcajadas festivas.

Temprano empezó el corte, y buena parte del plantío quedó despojado de sus frutos purpúreos.

Limite del cafetal es un riachuelo de pocas y límpidas aguas, protegido por un toldo de pasionarias silvestres que de un lado al otro extienden sus guías y forman tupidísima red florida, entre la cual cuelgan sus maduros globos las nectáreas campesinas. En las pozas, bajo los cacaos, media docena de chicos, caña en mano, y el rostro ardiente de alegría, pescan regocijados. Cada pececillo que cae en el anzuelo merece un saludo. En tanto, en el cafetal sigue el trabajo, se enreda la conversación entre mozas y mozos, y en los cestos sube hasta desbordarse la roja cereza.

Cuando calla la gente en la espesura, y los granujas, atentos a la pesca, se están quedos, resuena allá a lo lejos sordo ruido, el golpe acompasado de los majadores: ¡tan! ¡tan! ¡tan!

¡Buena cosecha! Antonio, el dueño del rancho, está contento. El año ha sido próvido; los cafetos se rinden al peso de los frutos, y ya están listos, en bodega, quince quintales completos que darán a su dueño, vendidos en Pluviosilla o en Villaverde, cuatrocientos veinticinco duros ... ¡Y lo que falta por levantar!

En el rancho, todo es alegría. Trabaja mucha gente. delante de la casa, en grandes petates, se tuesta al sol buena cantidad del preciadísimo grano; los majadores trabajan tan bien, que es una gloria el verlos, y en el portalón, en varios grupos, las limpiadoras separan el caracolillo de la planchuela.

Antonio vigila celoso las labores; Merced, su esposa, trajina adentro. El humo sube en espiral del pajiso techo de la casa, y el palmear de las tortilleras anuncia que ha llegado, o no tardará en llegar, la hora del almuerzo. El humo de la la leña húmeda que arde con el tecuitle, inunda la casa y portalón, sale por entre los muros de caña, y asciende lento y azulado hacia las regiones despejadas del cielo. Delante de la casa, en el espacio libre, bajo los naranjos cargados de fruto, cerca del vallado de carrizos que circunda el huertecillo, cacarean las ponedoras, cloquean las cluecas, pían tímidamente los polluelos de la última nidada invernal, y el gallo, un gallo giro, de espolones recios y cresta amoratada, orgulloso y envanecido de sus odaliscas, se pasea con aire triunfador, hace la rueda a la más linda, y, de tiempo en tiempo lanza a los vientos su imperiosa voz: ¡quiquiriqui!

Charlan de muchas cosas los del portalón. Pancho, el más garrido mozo, habla de cacerías con los menores; tía Chepa de sus achaques y dolamas; tío Juan, de su vida de soldado, de sus hazañas contra los yanquis; y las mozas, todas de ojos negros y vivarachos, mientras sus dedos apartan los granos, no dan paz a la lengua, y hablan de cierto mancebo charreador, gala y orgullo de la comarca, ganacioso en las últimas carreras de Cuichapan, cosechero pesudo, y un tipo de lo más reguapo cuando pasa en el Tordo, terciado el zarape multicolor, al desgaire el galoneado sombrero, y firme y apuesto en la encarcedora caballería. Sonrién maliciosas, y bromean, y lanzan amables indirectas a Nieves, la hija de Antonio, que según dice, es la preferida del doncel.

- Oye, Clara -dice una riendo y mostrando la blanca dentadura- ¡dice Nieves que no! ¡Figúrate! Si yo la ví embobada, con la boca abierta, contemplando a Daniel. Y el otro, tan descaradote, que no le quitaba los ojos ...

- Los ojos aquellos, que parecen bracitas -murmuró otra.

Nieves baja la vista avergonzada y finge que no oye lo que sus amigas están diciendo.

Salta tía Chepa, y dice en tono dejoso:

- ¡Ah muchachas! ¡Ustedes sólo piensan en que se han de casar!

Y volviéndose a sus compañeras:

- ¡Pa las ruinas, nadita como la tripa de Judas! ... En injusión de aguardiente, tibiecita por la noche, y donde duele, talla y talla, y frota que frota, hasta que se embeba! Y de veras: ¡como con la mano! Las ruinas vienen del aire, y por eso se quitan con yerbas de olor!

Pancho muy seriote y grave, satisfecho de su auditorio, sigue contando sus aventuras de caza:

- Los perros comenzaron a latir y yo dije: ¡allá voy! Y pa allá me jui. Le metí espuelas al cuaco ... ¡y arriba! De que yo ví la cuernamenta, cargué la escopeta, y me aguardé por entre los acahuales. El venado que pasa y yo que le tiendo el fusil, y que le aflojo un tiro, ¡y otro! Saltó el animal, cayó, volvió a saltar, se alzó, siguió corriendo y yo tras él. Ya le iba yo a apuntar de nuevo, cuando lo ví que tambaleaba. Se arrastró entre los huizaches y fue a caer entre las yerbas del arroyo. Los perros venían latiendo. Yo llegué antes que ellos, agaré al cachicuerno, y ¡zas! ¡lo degollé! ¡De verás que mi escopeta es buena! ¡Los dos tiros juntos! ¡Mira si es buena!

Todos charlan y trabajan alegremente, cuando de pronto una exclamación de Marcelino, el majador que está más cerca del portalón, interrumpe la charla.

- ¡El chitero!

- ¡El chitero! -contestan a una, corriendo hacia afuera, para ver el gavilán que anda cerca.

Ciérnese en el espacio, o en rapidísimo giro va y viene, buscando con mirada fascinadora, al través del follaje, a los tímidos polluelos.

El gallo dió la voz de alerta; huyeron las gallinas hacia lo más espeso del cafetal, en busca de refugio, y los polluelos se agrupan en torno de la clueca y se esconden medrosos bajo las alas maternales. Sólo una, la más bella, una de copete rizado, y nivea pluma, madre joven e inexperta, parece indiferente y cloquea tranquila mientras los hijos, asustados, la buscan presurosos.

El gavilán va y viene. Ya la vió, ya la acecha. En rápido descendo cae como saeta, y rozando el suelo con la punta de las alas, recorre el corral, y se va, llevándose mísero polluelo, el más lindo, el más blanco, el más vivo. En vano ha querido defenderle la madre. De nada le sirvieron a la infelíz el afilado pico las alas robustas. El chitero se remontó con su presa, y huye, para devorarla en un picacho de la serranía.

El gallo tiembla; las odaliscas han desaparecido, y sólo se oye, allá en la espesura, un grito débil, con el cual avisan que el enemigo está cerca, que es preciso huir y esconderse en lo más tupido de los matorrales.

De pronto exclama Pancho:

- ¡Ya volverá!

Y corre apresurado haci la casa. No tarda en salir. Trae la escopeta. Al cargarla, murmura entre dientes unterno amenazador. nadie habla. El mancebo sale al llano. Los chicos que pescaban en el arroyuelo le siguen, mmientras la tía Chepa corre hasta lo más recóndito del bosque.

De allí vuelve a poco persiguiendo a las gallinas. estas, azoradas, corren hacia el portalón. Tranquilas y descuidadas, al abrigo del viejo techo, se creen seguras, y el gallo torna a sus requiebros y paliques y las gallinas a su cacareo, y las cluecas al cloquear y los polluelos vagan alegres y descuidados del peligro que les amenaza. Sólo la copetona blanca está triste y apenada. ¡Ha perdido un hijo!

- Ahí viene! -gritan de pronto las mujeres- ¡Silencio!

El gavilán torna en busca de otra presa. Seguro de arrebatarla vuelve victorioso. Se aproxima lentamente como si fuera a ranchos lejanos ... Pero repentinamente acelera el vuelo, duplica la fuerza de sus remos, sube y baja, trazando en el espacio curvas caprichosas, y de pronto cae en el corral. Suena un tiro, y el rapaz carnívoro, herido en una ala, viene a tierra, voltejeando y vencido. El tiro del mozo fue certero. Resuena en el portalón un grito de júbilo. La chiquillería corre en tropel y se agrupa en torno del ave moribunda.

Pancho, con la escopeta al hombro, muy orgulloso de su puntería, acude también.

Las mujeres comentan y celebran calurosamente la muerte del chitero. Los chicos quisieran hacerle pedazos.El ave, moribunda, casi exangüe, aletea y se agita con las últimas convulsiones de la agonía.

El mozo mira un rato a su víctima y llama la atención de los niños acerca de las pujantes garras del animal.

- ¡Ahora, muchachos, a colgarlo! ¡En el jobo del camino!

Momentos después entre los gritos de los muchachos y saludado por mil silbidos, el gavilán queda pendiente de la rama más vigorosa del copado jobo. Aún está vivo el rapaz; pasea en torno suyo los feroces e inyectados ojos, aletea de cuando en cuando, y por fin expira en uno u otro balanceo. Las poderosas y anchas alas quedan laxas; las corvas garras quedan crispadas, y del abierto y amarillento pico se desprenden, lentas y pausadas, gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante.

- ¡Viva Pancho! ¡Viva! -gritan los chicos y se retiran del patíbulo tarareando un toque militar ... ¡tan, tan, tarrán, tan ... tan tarrán tan! ¡Rataplán!

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Guitarras y fusiles

Carlos Díaz Dufoo


Sobre la cubierta del fatigado steamer, una oleada de juventud, una alegre oleada de vida, se arremolina en tumulto, mecida rítmicamente por el vaivén de las aguas. La inquieta caravana ha partido, en un vuelo heroico, dejando tras de sí, en las tenues lejanías del océano, sus buenos días felices, la gallarda cruz de la parroquia, las paraderas color de esmeralda, los montes azules, los blancos cabellos de la madre y las morenas guedejas de la enamorada. Todo quedó atrás, todo se lo tragó aquel monstruo: rubias tardes serenas, pálidas noches estivales, acres alientos de los bosques, vivas impresiones de la tierruca, enlazadas como lianas al espíritu, eco de bandurrias y, y besos voraces estallando a través de las rejas. ¡Ay , madrecita mía! ¡Cómo devoró el mar aquella presa! Allá va la estela del navío, disolviéndose en la movible superficie, allá va su alma mientras la enorme bocaza arroja borbotones de humo negro que culebrean en el aire, para desvanecerse en el ala diáfana de los cielos. Y el quinto, asomado a la barandilla del buque ve pasar sus recuerdos con las olas; aquella grande, inmensa,, se le representa su montaña, la altiva, la osada, la que le quitaba un pedazo de horizonte; la otra, coronada de copos de espuma, los almendros en flor de la huerta; ésta, lenta, ondulada, remeda un campo de trigales, cuando todavía el sol no ha dorado las espigas. ¡Y cuántas lágrimas! ¡Cuántos sollozos en el cortejo! ¡Adios! ¡Adios!, gritan a los que se quedan. ¡Adios! ¡Adios! a los que el buque deja detrás de sí. Y el pobre mozo siente que se le cierra la garganta y su mano convulsa oprime el único amor que le resta de sus amores perdidos, la sola compañera de sus tristezas, la que le habla de la gallarda veleta de su parroquia, e sus praderas color de esmeralda, de sus montes azules, de los blancos cabellos de su madre, y de las morenas guedejas de la enamorada: la guitarra.

Y el mísero hace vibrar las cuerdas del instrumento y su copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- parece que le une por invisible reguero a los amados ausentes, a los que tal vez ya no volverá a ver en el mundo, a los que abandonó una tarde de primavera, cuando su novia le pedía rosas frescas para su cabello y las huertas se las brindaban a millares. Y el mozo canta alegremente, deja ir su alma en la sonora estrofa que la hélice acompaña con sus chirridos siniestros.

Una vez allá, en la tierra enemiga, en donde el suelo vomita fuego, y el sol introduce en las carnes sus rayos bermejos, le arrancarán la guitarra de las manos y le pondrán en ellas un fusil. le dirán cómo se esgrime el arma, le enseñarán a matar, le harán que ame la sangre y herirá y matará, sin saber si estos a quien hiera y mate tienen como él una madre, y un monte azul y una enamorada que los espera. ¿Qué sabe él? Le dijeron un día que hay un girón lejano de patria, separada por aquel monstruo de movibles escamas; que era preciso defender aquel pedazo de tierra, y allá va el buen mozo, dispuesto a hacer el sacrificio de su vida, alegremente, valerosamente, mientras el mar lo devora todo y la negra bocaza arroja negros borbotones de humo.

¿Y por qué no? Acaso vuelva un día, como él ha visto que han vuelto otros. ¡Ay!, la tez amarillenta, las piernas vacilantes, las manos descarnadas, los ojos fríos y como sin mirada, los pómulos hundidos, el cuerpo encorvado; acaso lisiado ... llegará, sí, arrastrándose con su licencia terciada a la cintura, en una bella tarde de primavera, en que los almendros estén en flor en las huertas y los prados brinden sus rosas ... Y así, paso a paso, verá destacarse la gallarda velera de su parroquia y sus montes azules ... pero al preguntar por la cabeza de cabellos blancos, lo llevarán a una cruz que extiende sus brazos en el cementerio, y al buscar aquellas morenas guedejas para las que hizo una diadema de flores frescas, se encontrará con un buen hogar en el que resplandecen unas cabecitas rubias que un hombre fuerte y joven oprime con sus nervudos brazos, y una mujer que contempla en éxtasis aquel cuadro.

Y entonces, en el silencio de la tarde, surgirá una copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- y el pespunteo de una guitarra -que parecerá decir: ¡adios ¡adios!- ¡Adios!, ¡únicos amores de mi vida! ¡Ay, madrecita de mi alma! ... ¡Adios!, ¡adios! ...

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La nodriza

Victor Salado Álvarez


Fue largo y famoso el noviazgo de Julio Díaz y Amparo Cota. Desde que ella iba al colegio, todavía con el vestido a media pierna, y é frecuentaba en el liceo las clases de cuarto años, ya se corresponían y ya se habían jurado amor eterno. Mientras los otros muchachos mariposeaban por los cafés y solían beber en ellos un ron con goma o un bitter-curazao jugando de paso algún partidillo de carambola o de piña, Julio invertía el producto de sus trabajos en el bufete del Licenciado López Retana, en comprar flores para la chiquilla, por cierto ya muy espigada, juntando de paso los quince o veinte duros que anualmente gastaba en la cuelga de Amparo. Quizás de eso haya provenido la esquivez y el retraimiento que acompañaron de por vida al pobre Julio, que tuvo siempre horror invencible por las juerguitas más o menos ordenadas y por la sociedad en todas sus formas. A él que no lo sacaran de su Laurent, de su Baudry la Cantinerie o de su Démangeat, porque era hombre perdido y sin recurso.

En todo el barrio era famosa la parejita, que por cierto tuvo la suerte de gustar al público que frecuentaba la calle al grado que los vecinos, los trasnochadores, y hasta los borrachos ya contaban en la acera con el obstáculo de Julio, y gustosos se apartaban para no tropezarlo en las noches de tempestad, en que las tinieblas se vuelven palpables como en las épocas genesiácas. Luego vinieron los días malos; Julio, deseoso de labrarse una posición, anduvo de acá para allá probando fortuna en el ejercicio libre de la abogacía, en el desempeño de empleos y en la gestión de bienes de testamentarías y concursos; pero la fortuna no llegaba y el anhelado matrimonio con Amparo se iba demorando para las calendas griegas.

Había otra razón para que las justas nupcias no vinieran tan pronto como los muchachos querían: don Carlos Cota, el padre de Amparo, estaba para liar el petate, y no era cosa de separar bruscamente del lado del pobre paralítico a su hija única, su compañera de sus últimos años; semejante cosa habría equivalido a una peligrosa amputación moral y no la habría sufrido el trabajado organismo de don Carlos.

Al fin murió el anciano, Julio arreglo un modesto modus vivendi y se pudo pensar en el matrimonio. Pero el novio no era ya el mocito barbiponiente que había asombrado por su constancia al barrio de la parroquia; en cabello y barba ostentaba la característica sal - pimienta que demostraba que no habían pasado sin dejarle huella las meditaciones, los estudios y los cuidados. Ella tampoco era la chica arrogante de otros tiempos; cerca de las sienes y en las comisuras de los labios, mostraba las arrugas que denuncian las noches pasadas en vela, junto al sillón paterno, los días transcurridos en espera del médico o del efecto de una droga y sobre todo los de la prolongada, la inmensa, la terrible ausencia del ser a quien amaba con alma y vida.

Cuando a los tres años de unión, Álvarez Moreno anunció oficialmente el embarazo de Amparo, aquellos bienaventurados creyeron volverse locos.

Se juntaría una mediana biblioteca si se tuviera la curiosidad de coleccionar cuanto los autores han escrito describiendo las sensaciones de los padres que aguardan el primer hijo; pero con ser tanto ese material y haber entre ellotanto tan bueno, no serviría para reseñar lo que pensaron, dijeron y obraron los señores Díaz.

Ni el hijo de Vanderbilt con su lecho de oro macizo, ni el príncipe Felipe Próspero a quien la sola ciudad de México daba cien mil pesos para mantillas, tuvieron nunca los primores que el futuro contingente que había de venir a ver la luz del mundo en aquel hogar burgués. Camisas, pañales, mantillas, gorros, fallas, zapatos, ropones y los mil artículos de la indumentaria mamonil, por docenas y destinados a todos los usos; bautizo, estancia en la casa, salida a la calle, tiempos de fríos y época de calor; cama de mimbre con su colchioncito de plumas; sonajero de plata y por todas partes un deroche de cintas, listones y moños que marcaba y concluía por cansar.

El parto no fue cosa llana; tres días duró la pobre Amparo entre la vida y la muerte, y sólo la intervención oportuna de Álvarez Moreno evitó complicaciones y quizá una muerte probable.

El chiquillo que vino al mundo no parecía hijo de aquellos melancólicos, que lo veían con el espanto con que deben haber visto a Micromegas los moradores de la tierra. había traído el príncipe de Asturias un apetito tan excelente, que había probabilidades de verlo convertido en un rollo de manteca en menos tiempo del que emplea cualquier niño en esa tarea constitutiva.

Ya los padres se lo figuraban riendo con un diente aislado y tierno como maiz acabado de brotar, ya creían verlo echar el paso, ya creían oirle los primeros papá y mamá, que vuelven chochos hasta a los más formales.

Amparo no se daba punto de reposo zarandeando al bebé, bañándolo, pesándolo y ocupándose hasta de las cosas más insignificantes que le concernieran. Julio solía interrumpir una cita de Parladorio o de Salgado para ir a ver qué pasaba con Carlitos (por su abuelo materno) y enterarse de si dormía, si holgaba tendido en la cama matrimonial o había tomado la purguita de mamá.

En el tribunal, en la calle, en todas partes interrumpía a los amigos:

¿Sabe que por casa tenemos un czarewitch? Y no puede usted figurarse lo vivo que es: nos distingue a la madre y a mi tn sólo por la voz,. El otro día me cogió por los anteojos y no era posible conseguir que me soltara. Es de lo más pillo y creo que a su edad no hay otro mas sano y más fuerte.

Pero a los tres o cuatro meses aquellas ilusiones cesaron: el manoncillo desmerecía a ojos vistos y se iba poniendo cacoquimio y flacucho que daba compasión verle.

Pensar en empacho de estómago o en cualquier accidente causado por descuido, era pensar en lo excusado. Creer en la presencia de algún enemigo que estuviera pendiente del organismo y nutriéndose de la misma sangre, no parecía inverosimil.

El médico vió, tanteó, palpó y auscultó al infante, examinó la leche de la madre y concluyó por declarar que el niño se moría de hambre.

Ese día entró la desolación en la casa. Amparo se horripilaba de pensar en que su hijo sería criado por alguna perdida y se propuso todo antes que consentir esa abominación. Pero todo inútil; el bendito infante se resistía lo mismo a los atoles de todas las férulas que a la leche esterilizada, a la fosfatina y a la harina láctea.

Cuando la madre lo cogía en los brazos y le arrimaba el biberón a la boca, el pícaro czarewitch gritaba, se debatía y con resolución que demostraba un gran carácter en ciernes, escupía en menudas gotitas las que de líquido le quedaban entre los labios.

Pensaron Amparo y Julio en cabras y burras; pero con el mismo resultado. El pobre jurisconsulto salía en medio de lluvia y granizo, a ordeñar a las bestias a fin de dar su colación nocturna al infante; y dice quien lo sabe que valía la pena de dar cualquier cosa por haber visto ataviado con gorro de dormir, zapatillas e impermeable, con una palmatoria en la mano derecha y el ronzal del asna en la izquierda, al Licenciado don Julio Díaz, que a los estrados se presentaba flamante e impecable, luciendo la levita más bien tallada que cortó sastre alguno.

Pero aquello no podía durar, y los buenos deseos de los cónyuges eran impotentes para vencer la resistencia del trragoncillo. Amparo lloraba, se consumía y al fin pensó formalmente en la maldita nodriza.

Una tarde, la pobre madre contemplaba la calle desde su ventana, cuando vió pasar una mujer acompañada de cuatro chiquillos astrosos y desarrapados, como si por capricho los hubiera vestido con arambeles a cuál de más corto y más sucio.

Amparo le dirigió la pregunta que dirigía a todas las gentes que pasaban: Señora, ¿no sabe de alguna buena nodriza?

- Pos quizá yo le sirva, niña, contestó la tarasca.

Más tardó en decirlo que en encontrarse dentro de la casa.

Llevaron a Carlitos y sacó la prójima a relucir un pellejo negro y flácido rematado por un botón de ébano puro que colocó en la boca del niño. Al ver la teta el crío agitó las manos y al sentirla comenzó a succionar con los bezos chiquitines con fuerza tal, que se le desparramaba por la carilla y corría por la camisola de moños rosas un líquido espeso, azucarado, sabroso que primero hacía poner al niño los ojos en blanco, luego lo obligaba a detenerse y por último lo dormía con sueño blando y reposado.

Amparo creyó que la fortuna se le había metido por las puertas. Dejó al niño en la cuna y luego salió para ajustar a la nana. No se necesitaba ser un Metternich para comprender que en el debate que se entabló para saber el precio de los servicios de Gabina (así se llamaba el ama) debía la balanza inclinarse de lado suyo. Doce pesos mensuales, tres vestidos de percal con su ropa blanca al canto, dos pares de zapatos y unas arracadas fueron el precio de su alquiler. Los poblres izcuintles tuvieron cada uno su vestidillo, un sombrero galoneado el marido y tres pesos la suegra.

El mismo día que la Gabina entró en la modesta vivienda, entró por ella la plaga más terrible.

No había capricho costoso, antojillo dificil de cumplirse, cosa rara o extravagante que la Gabina no codiciara y obtuviera. Caminar con el niño hasta el pueblo en que vivía la familia de la hembra, hacerlo probar las cosas más raras y de más laboriosa digestión -a él, criado con un mimo y un regalo de que apenas habrá ejemplo-, traerlo desnudo, sucio y hecho una compasión, eran cosas frecuentísimas. Pero ocasiones había en que le llamaban la atención la falda de la señora o alguna alhajilla, y ya estaba pidiéndolas mediante figuras directas u oblicuas que daba terror oirla: Niña, sus naguas de seda lila ya no sirven ¿cuando me las da? o ¿cuándo tendré yo para comprarme un anillito como el de la señora? o, ¡cuánto me gusta el rebozo chino de la niña Amparo!; si yo tuviera mercaba uno. Y la maldita estaba segura de que rebozo, falda y anillo pararían en su poder a más andar, como en realidad sucedía.

Cerveza cara, oatmeal, vino y comida sustanciosa eran su diario mantenimiento; y así al par que el niño renacía rápidamente y ostentaba colores de vida, la ranchera iba ensanchando los mofletes, engordando el talle y adquiriendo esa beatitud que da la vida holgada y sin cuidados.

Una mañana la pobre Amparo pensó que se le caía encima la casa: del rancho de Buenavista habían llegado nuevas de una inundación que había barrido todas las chozas de la cuadrila y que se habían ahogado a la hora del suceso o habían sido arrastrados por la corriente, el marido, la madre y los hijos de Gabina.

En procurarse tila, éter y azahar pasó Amparo toda la mañana; al fin se decidió a dar la noticia con reticencias, con vaguedades y con distingos, apuntando los consuelos, alimentando las esperanzas y haciendo comprender a la prójima que allí tenía una familia que la abrigara. Gabina derramó alguna lagrimilla que se limpió con la punta del delantal randado, dijo que a quien sentía era a su mamá y al chiquito; pero que si Dios se los llevaba, su Divina Majestad sabía lo que hacía; y cuando la señora, con voz de espanto le dijo: Pero, por Dios, Gabina, no hay que darle el pecho a mi hijo, contestó la descastada: Ah que niña, ¿pos que cree que no se me ha pasado el susto? Pos la mera verdad, ¿quiere que le diga?, me alegro, porque así no tendré que darle a naiden nada de mi sueldo.

El mismo día Amparo y Julio determinaron empezar a enseñar al niño a comer solo; no fuera a sacar las perras entrañas y el corazón pedernalino de su nana -y más querían verlo muerto que celebrando la muerte de un ser humano.

21 de agosto de 1900

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La muerte de Abelardo

Angel del Campo


Todavía en la mañana lo ví platicando con varios amigos suyos; merodeó, como de costumbre, las fondas del vecindario y echóse a eso de las ocho de la mañana precisamente frente al zaguán, en una hermosa mancha dorada de sol.

Cuando Jesusa, la portera, dueña suya, entró volviendo de la compra, entregóse Abelardo a locas carreras por la calle; bien sabía que era hora del almuerzo y seguía con la mirada atenta y la cola expresiva a la respetable señora. Hubo risas de manteca hirviendo en el sartén, escapóse el aroma de la salsa; en el sótano, que fungía de portería, y en torno de la estera, mueble de innúmeros usos, se agrupó la familia, y Abelardo, sentado sobre las patas traseras, ocupó un lugar entre el albañil y el niño que gateaba empuñando una tortilla hecha del comal.

Jamás -una experienca adquirida a fuerza de contusiones se lo había enseñado-, jamás Abelardo se permitió avanzar el hocico, ladrar gruñir o externar manifestación alguna de apetito; él miraba con ojos vivarachos de perro bohemio cómo, de la cazuela central, pasaba a las otras el guiso, seguía el ascenso de las manos del plato a la boca y esperaba su turno; alcanzaba un hueso que a veces, para hacerlo desesperar, ponían a una altura exagerada o lo lanzaban a muchas varas de distancia; aprendió a hacer solos, a pescar un frijol en el aire y a dar la pata antes de recibir el mendrugo como premio de sus habilidades.

Aquella mañana comió con apetito y lo perdí de vista. Quizá el presentimiento hizo que recordase, en el trayecto de algunas calles, escenas de las que él había sido actor. Por ejemplo, discutí el amor de la gente humilde por un animal que paga con creces una mala pitanza y un peor trato. Abelardo no hubiera salido de la casa en todo el día, si no fuera porque estorbaba al barrido y al regado del patio; la escoba lanzada intencionalmente sobre sus espaldas, le señalaba el rumbo de la calle; los vecinos ni le agradecían ni toleraban que anunciara con ladridos a cuantos entraban o salían de la finca, y por eso el vagabundeo constituía su principal ocupación.

A la hora del rancho jamás faltó, y dadas las nueve de la noche se le arrojaba vergonzosamente al arroyo. Muchas veces llegué tarde y soñoliento, y muchas veces ví proyectarse junto a la mía su sombra; me seguía desconfiado y trotanto a veces sobre mis pasos, a veces desde la acera de enfrente; pero al tocar, pegábase a la puerta, se escurría y sólo así conseguía dormir en cualquier rincón más abrigado que en la calle batida por los vientos.

Era feo, vulgar, de color amarillo ocre manchado de diena quemada, hijo de padres viciosos; su constitución raquítica hacía pensar en las consecuencias de la vida plebeya de los azotacalles. llamóme de él la atención, su indiferencia para con los gatos y su odio reconcentrado, implacable, patológico, contra las gallinas, que le producían crísis de cólera rayanas en la hidrofobia. Oir cantar a un gallo, lo ponía fuera de sí; ver a un plumífero de la especie, lo sacudía hasta la convulsión. ¿Qué oculto drama, qué antcedentes misteriorosos originaron ese modo de ser? Lo ignoro. Odiaba la música, un piano lo ponía en fuga. Era dócil, cariñoso, chancista con los niños, se captaba fácilmente la simpatía de los terranovas y parecía afectuoso; noté en él tendencias a la sociedad de los animales de collar o raza fina. había un aristócrata bajo su zalea de escuintle vulgar y callejero.

Primero acercóse al lebrillo que había en el zaguán y bebió con avidez, como si lo devorase la sed; la emprendió contra una palangana de agua jabonosa donde vacían tres sábanas retorcidas y comenzó a tambalearse, arañó la tierra, lo sacudió un calosfrío primero; el estremecimiento fue creciendo y los ojos fijos como los de un hipnotizado, las fauces abiertas, sin un gruñido, rigidas las patas, cayó al suelo sacudido por las convulsiones. Al verlo las criadas en ese estado, se asustaron; la dueña no estaba ahí; en un momento circuló la noticia.

- Está envenenado el Abelardo.

Quedóse en medio del patio, inmóvil; más al querer incorporarse, lo sacudía un nuevo acceso.

Temiendo que fuese rabia, todo el mundo cerró sus puertas, y desde los corredores, o tras de los vidrios, o por una puerta entornada, lo contemplaron.

- ¿Qué sucede?

- Que quién sabe qué tiene el perro de doña Jesusita.

- Le han de haber dado yerba.

- Estricnina -dijo el estudiante de la principal, asomándose al corredor en pechos de camisa, con la izquierda dentro de un zapato y la diestra armada del cepillo de bolear-. Estrictina -repitió-, convulsiones tetánicas. Sáquenlo a la calle.

Nadie se atrevió a hacerlo. Un muchachillo acudió por fin y lo tomó de las patas traceras, lo meció dos o tres veces y lo arrojó al empedrado. Al golpe, el animal volvió en sí, pudo incorporarse un poco, se arrastró con el flanco dejando un reguero de babas, y el ojo quemado por el sol del mediodía, el estómago con expansiones y contracciones de fuelle, con ansias de jadeo, las narices abiertas, los blancos colmillos al aire y la lengua caída, así estuvo breve rato. No había perdido el conocimiento; el ruido de los vehículos le sobresaltaba y el amor a la vida, el temor de perecer triturado, lo espoleaban para arrastrarse hasta la acera.

Entretanto, el vecindario estaba conmovido, en los balcones y en los zaguanas se asomaban caras curiosas, los mandaderos interrumpían su marcha para formar círculo a la víctima, y los niños, movidos por malsana curiosidad, o lo lapidaban o lo punzaban con palos y bastones.

Se llamó al gendarme para que le diera un tiro; si era rabia, matarlo; si estaba envenenado, ¿por qué no acortarle la vida? El joven guardián se negó; los balazos tronaban fuerte y se hacía escándalo.

El animal, en tanto, volvía los ojos a la calle de la Granja, como si por ella esperara ver llegar a doña Jesús; pero doña Jesús no aparecía. El licenciado del 6, que se había bajado del tren, se detuvo en la esquina y no entró en su casa; precisamente frente al zaguán de ella expiraba Abelardo. Acercóse para retroceder, no podía evitarlo, tenía un miedo mortal a los perros y hubo de tomar un coche que lo dejó precisamente a cinco varas del intoxicado, trepando escaleras con prisa de perseguido. después, risueño y valeroso, se asomó al balcón; era una de los que gritaban al gendarme.

- Mátelo, gendarme, ¿no ve que tiene rabia? Babea y eso es malo.

Tres o cuatro perros lo olieron y los mismos se pasaron de largo sin parecer inquietados en lo más mínimo por aquella bárbara y lenta agonía.

Por fin apareció doña jesús; ya lo sabía todo, hacía cinco calles que se lo habían dicho. No sólo, ya le azuzaba la sospecha de que la autora del canicidio fuera la portera de enfrente, enemiga suya. Era muy sospechoso que todos menos ella contemplaran el fin del animal, y más sospechoso todavía que tuviera amarrado a su Confite del barandal de la escalera. Doña Jesusa no pareció conmoverse mucho.

- La ve a usted, doña jesusita. Pobrecito perro, ¡hasta se diría que llora! No le falta más que hablar. ¡Ánimas, qué saltos! ¿Qué sentirá? Es una inhumanidad que los martiricen así. ¿Qué hacen los pobres? A ver tú, Jazmín, ven acá, cuidado y te vas y te pasa lo mismo.

- Por eso el mío tiene collar.

- Y el mío no come nada que yo no le dé; está muy bien enseñado.

- Seis centavos dan por cada uno que matan ...

- Ahora si creo que se murió.

En efecto, un largo sacudimiento volteó boca arriba el Abelardo; las cuatro patas, rígidas, hacia el cielo; el hocico abierto, como si aspirase una ancha bocanada de aire. Después cayó de lado, aflojáronse los miembros, la cabeza doblose sobre el pecho y una oreja, una hermosa oreja lanuda, cubrió el ojo que veía fíjamente las lejanías. Lo sacudieron, lo alzaron de la patas y la cola ... Había muerto.

Todos se dispersaron, quedóse en medio de la calle. Doña Jesusa comió sin aquel huésped de su mesa, y a las dos horas un perro que pasaba olfateólo por última vez. El licenciado, tranquilo y sin recelo, encendió un cigaro esperando el tren junto a los rieles, y se entretuvo en picotear al cadáver con la punta de su paraguas.

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El sillón

Mariano Silva y Aceves


Ce fut une de ces cruelles

petites choses qu´on sent si vivement

a la cour.

Gaston Boisser, Madame de Sévigné.


No todo ha de vivir y vivir sin jamás contar. Esto que cuento es cuento viejo, como viejos son los tiempos del excelentísimo virrey marqués de las amarillas.

La colonia gozaba de paz, y los habitantes de la Nueva España partían su vida entre sus quietos oficios, sus piadosas prácticas y su obediencia fácil y diligente a las templadas órdenes del brazo secular, no menos que a las morigeradas del brazo secular de la Santa Iglesia. Tiempo era el más a propósito para que la colmena del estudio alzara su rumor sobre todos los que salían de la noble ciudad; se vivía en una de esas épocas en que, apartada toda violencia del trato de las gentes, ganaban uso los ademanes corteses y las discretas galanterías. Se afinaban los espíritus; los hombres gustaban mucho de su aseo y compustura, y las mujeres se volvían más bellas y ponían muy buena miel en sus conversaciones.

De aquella gente cortesana era el conde de Santiago; un hermoso mancebo y bien nacido, venido a la Nueva España a recoger los cuantiosos bienes que de su padre había heredado. Encontró que la colonia era próspera y la vida de la ciudad lo suficiente culta para no apagar sus luces adquiridas y también lo relativamente modesta y sencilla para poder desarrollar él sus pensamientos y tendencias con mayores facilidades que en la metrópoli. Pero más que todo eso encontró, a poco de llegado a la ciudad, una hermosa mujer y un excelente amigo; doña Isabel de Ocoz y el malicioso abate don Julio Montemayor. Los haberes del conde le permitían vivir con liberalidad y hasta con lujo, de que mucho se preciaba entonces la gente. Y como había sido el único heredero, ya tenía para no ceder en nada a los mayores refinamientos de la vida que hacían los más exquisitos indianos.

Entre éstos debe contarse al coronel Caballero de Barros, secretario de su Excelencia el señor virrey, que con su alba peluca ondulante y perfumada, sus dulces ojos que se animaban hasta fulgurar cuando disertaba de historia o de política, enclavados en el gesto desdeñoso de su cara, se le verá pasar lentamente en su litera, de elegante factura,, servida por cuatro criados de roja librea. Consigo llevaba el coronel de ordinario un libro y, un fino bastón en el que brillaba con limpieza el puño de oro, que rara vez por cierto se ocultaba en el hueco de la mano.

Por inocente afición quizá o por cómodo descanso, era costumbre del virrey visitar diariamente la casa del coronel, mientras éste se entendía con los asuntos del gobierno. La casa era cercana del palacio de su excelencia, y no faltaba a recibir al noble personaje, ya compuesta y presumida, la esposa del coronel, mujer que aunque hermosa no tan recatada que las gentes la libraran de su impuro y negro diente. Su descanso hacía el virrey en la espaciosa biblioteca del coronel, muy rica en libros de historia y navegación, y en cuyo centro, por todo mueble, había una gran mesa labrada y un cómodo sillón.

Allí iba el virrey y sentábase largas horas a hojear libros de estampas. Roída y mermada traían las gentecillas la honra del coronel que, si bien sospechoso, no convencido, no encontró medio más sutíl para acabar con las visitas de su excelencia que vender el vasto y cómodo sillón poniendo en su lugar una fea y pequeña silla. El virrey, que era indolente y grande amigo de su holgura, apenas notó el cambio,, prescindió de la dama y la visita y dejó en quietud la honra del coronel. El sillón vino a dar en poder del inquieto conde de Santiago.

Por amor de doña Isabel de Ocoz metióse el conde a reclamar unos dineros que le debía el tribunal de la Santa Cruzada. El coronel secretario que era tan celoso de la Real Hacienda como de su propia casa y honra, muy mal recibió y trató la reclamación presentada, y en las discusiones que tuvo con el conde (que también era doctor en ambos derechos) se agriaron bastante los ánimos sin resultado alguno. El conde, herido en su amor, pensó en la venganza y la meditó con ayuda de su dama, que era mujer de tono y muy dueña de su regalo y hecha para soplar la malicia de los hombres.

Llamó ésta a un indio criado suyo que conocía muchas propiedades de las hierbas y curaba de ordinario con ellas. Pidiéronle un veneno que fuera el más disimulado, y él presentó un polvo rojizo de flores, que a través de un paño de seda y con algún calor, según explicó, se convertóa en fuertes y sutiles vapores que a poco de absorvidos causaban la muerte. Inventaron atraer al secretario a la biblioteca del conde, donde había buen número de manuscritos y crónicas de los conquistadores, que siempre habían tentado la codicia del coronel, y un archivo numeroso de todos los autos acordados y leyes expedidas por aquel Consejo de Indias; no menos que preciosas cartas de varones ilustres, con pretexto de discutir una última vez sobre tan variados textos el pleito consabido.

El secretario aviso al virrey de la tenacidad de la reclamación, y le demandó su venia para concurrir, aunque estaba seguro de que no había de covencerle la entrevista. El virrey, que era indolente, tuvo el capricho de ir en su lugar, pensando que su presencia obligaría a los reclamantes en beneficio de las arcas reales, y que su secretario no le obligaba en los ayudaba del gobierno. Fuese su excelencia, pasada la siesta, a la casa del conde de Santiago, y sintiéndose con fatiga no quiso subir a los salones que le hubieran convenido, y llamado también de la noble arquitectura y extremado aseo del corredor que tenía enfrente, prefirió pasar allí, curioso de las comodidades del conde. Así entró en la rica biblioteca que daba a un bello jardín cuya frescura aliviaba el calor de aquella tarde.

Doña Isabel y el conde todo lo habían preparado en espera del coronel, disponiendo en el centro del gran salón, que decoraban lucidas estanterías y alfombraba un rojo tapete de oriente, una mesa de nogal de fina labor y tres sillones: uno en el puesto de honor, que era cómodo y tanto invitaba al cansado a la plática o al sueño, como al descansado a la lectura o al estudio; y los otros de mejor estilo aunque menos cualidades, en sendas cabeceras. El virrey fue recibido en vez de su secretario, y pudo ver con el placer de encontrar un familiar amigo que se nos había perdido, al viejo sillón que de biblioteca en biblioteca le traía el resabio de sus buenas horas de placer y de aventura. Tomó desde luego por suyo aquel asiento y se arrealanó muellamente en él, como quien ya conoce los secretos de su comodidad, mientras el conde y doña Isabel se veían desde las cabeceras con temor.

Su excelencia conversó muy largo rato con animación y agrado, y estornudó después. Se hizo de noche, y al tomar su litera, su excelencia sintió frío. Al día siguiente, sin esperar la luz del sol, su excelencia expiró sin alcanzar a saber como había sidot an rápida su muerte.

Justo será decir que al día siguiente, cuando la noticia circuló por toda la noble ciudad, la gente ni se alarmó ni se entristeció; y por ahí se oía sonar el retintin de las viejas murmuradoras diciendo a hurtadillas que Dios manejaba bien a su Providencia, cuando tan poco tiempo había dejado gobernar a su excelencia y muerte tan oscura le había dado; que en sus altos juicios para más diligente gobernante tendría reservado el puesto. El secretario tampoco lo sintió, pues desde que supo la muerte de su excelencia, no soltó la esperanza de encontrarse nombrado sucesor en el pliego de mortaja, que el difunto alcanzó a dejar. La mujer del secretario tampoco lloró la muerte del virrey, recordando quizá cómo sobre las buenas prendas de amor que ella le tenía ofrecidas y aún con las mil molestias del recato dadas, había puesto aquel su comodidad y disciplencia.

El conde y doña Isabel deploraron la inexplicable muerte del virrey mientras temieron que fuera notada; pero después que vieron que nadie paraba mientes, acataron también los altos designios de la Providencia. Los médicos, como de costumbre, no supieron de la enfermedad, y por decir algo dijeron que un ataque de apoplejia había dado cuenta de su excelencia. Pero yo que con mi biblioteca he heredado un sillón antiguo de ancho respaldo todo labrado y torcidos brazos y blando asiento de cuero sujetado por dorados clavos, lo diré tal y como lo encontré registrando el asiento de mi sillón en busca de algún tesoro que aquellos señores solían dejar a los afortunados, ya en el suelo, ya en un muro, ya en un mueble, según la agudezade su espirítu. Lo que encontré fue un tenue lienzo de la China con estas terribles palabras, escritas de muy buena escritura: Este sillón tan cómodo, causó la muerte a un virrey indolente, por equivocación.

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