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XIX

El porvenir

Por su parte Fernando se pasó gran parte de la noche pensando en los incidentes que acababan de ocurrirle y que parecían influir definitivamente en su destino.

El nuevo amor ocupaba de una manera absoluta su corazón, y había sucedido al joven lo que siempre sucede a los que no han amado, ni han sido correspondidos nunca: que aquella mujer que se había mostrado más cariñosa con él y que casi le había confesado su predilección, era la que él prefería ahora, la que él adoraba, la que encerraba para él su esperanza y toda su felicidad. No hacía sino pocas horas que le había revelado el estado de su alma, y ya le parecía que habían transcurrido años de pasión y de ternura. Los amantes no miden la vida del alma por el tiempo. El amor a Clemencia había llegado a su plenitud en el corazón de Fernando.

Ahora, apenas acabado de salir del aturdimiento que le habían producido las emociones que había experimentado esa noche, se puso a pensar en el porvenir de ese amor tan repentino como poderoso. El amaba a Clemencia, y era correspondido, según lo daban a entender las ardientes palabras de la joven. Pero él era soldado en el ejército de la República, los franceses se dirigían a Guadalajara, y era más que probable que nuestras tropas iban a dejar esta ciudad para ocupar posiciones ventajosas del otro lado de las Barrancas. Así, pues, él tendría que salir de Guadalajara dentro de algunos días, y entonces ¿qué iba a ser de Clemencia? ¿Se quedaría en la ciudad y entre los franceses? Este pensamiento desesperaba a Fernando que, conociendo ya perfectamente el carácter de la joven, y sabiendo que era reputada como una de las mujeres más hermosas y distinguidas de Guadalajara, temía, y con razón, que a los pocos días de ocupar el ejército invasor aquella ciudad, ya Clemencia tuviese un nuevo capricho y olvidara completamente al oscuro oficial mexicano.

Y eso era tanto más seguro cuanto que él, Valle, no contaba para hacerse amar de la Sultana, como la llamaba Enrique, con ninguna ventaja, ni con las físicas de que tan pródigamente estaba adornado su amigo, ni con las que dan una intimidad de mucho tiempo, el atractivo de la fortuna o el prestigio de la victoria.

Todo lo tenía en contra. Si se sentía con alguna superioridad moral; si poseía las grandes dotes del corazón, estas dotes no se habían manifestado todavía, y permanecían desconocidas a los ojos de la mujer amada, que bien podía dudar de ellas. La situación de los oficiales de la República no era tal que pudiesen envanecerse de ella. Desde el heroico sitio de Puebla, en el que como hemos dicho había tomado parte Fernando haciendo prodigios de valor, nuestras tropas no hacían más que retroceder, y los enemigos avanzaban por dondequiera. Verdad es que la adversidad es un atractivo para las almas generosas; pero ni ella era tan grande todavía para que un soldado republicano pudiese aspirar al título de mártir, que tanto interés da al partidario desgraciado, ni era de suponerse que, puesta frente a frente la situación de Fernando con la victoriosa de cualquier oficial francés, aquélla pareciera más fascinadora para el alma de una mujer que parecía idólatra de la gloria, como la de Clemencia.

Así, pues, los pensamientos que se levantaban en tumulto en el espíritu del joven oficial; le aterraban, y un sentimiento de desesperación se apoderaba luego de él.

Ni se atrevía a suponer siquiera por un momento que Clemencia saldría de Guadalajara a la llegada de los franceses. Era demasiado rico su padre y tenía bastantes intereses en aquella ciudad para que pudiera razonablemente esperarse que los abandonara a merced de los invasores, y aunque se hallaba reputado como patriota, esa reputación no era tal que le obligase a aceptar los peligros de la campaña y las consecuencias inevitables de los reveses.

Era necesario ser muy patriota, excesivamente patriota para abandonar las comodidades de una vida opulenta y lanzarse en unión de la familia a esa vida azarosa y llena de privaciones, que era la única que se presentaba en perspectiva a los ojos de los buenos mexicanos.

Decididamente el padre de Clemencia no saldría de Guadalajara, y había que resignarse a la idea de dejarla en esta ciudad; y como en tal caso había que renunciar a la esperanza de ser amado, Fernando, aunque con una amargura indecible, se resignó a perder todo aquel mundo de felicidad que no había hecho más que entrever esa misma noche en un momento de embriaguez y de esperanza.

Y Fernando, a cada uno de estos pensamientos mortales, sentía desfallecer su corazón porque comprendía también que su amor crecía por instantes, y que lo que antes no había sido más que una ilusión pasajera, se había convertido ya en Una pasión ardiente e inmensa.

No había remedio para él. Se hallaba colocado entre sus deberes de patriota y de soldado y entre sus esperanzas de amante. ¡Primeras esperanzas que habían iluminado el oscuro cielo de su vida y que era necesario sacrificar! Porque el austero joven no vacilaba un momento en preferir la patria a su amor y en consagrarse todo entero a la defensa de su país.

Si había algo que le consolara en medio de este caos de desesperación en que sus pensamientos le arrojaban, era la remota posibilidad de que Clemencia, por un rasgo de su carácter romancesco, permaneciese fiel a su amor durante la guerra que iba a seguirse. ¡Qué encantos tendría entonces para él la terrible lucha que iba a emprenderse! Además de su gloria de soldado, la gloria del amante; la idea de que hubiese una alma que pensase en él, que sufriese en sus adversidades, que se regocijase en sus triunfos, que suspirase por su vuelta, que odiase a sus enemigos, que conservara escondido, pero ardiente, el culto de la libertad, por el que él iba a combatir.

Esto era la dicha, esto era la reproducción de aquellos amores de los tiempos caballerescos en que, mientras el guerrero luchaba por su patria y por su fe, su amada le animaba a lo lejos con sus palabras de amor, y le guardaba una fidelidad que era el premio de sus penas y de su valor. La bandera de la patria tendría entonces para él un símbolo más que idolatrar: el de su amor.

Fernando no quiso renunciar a este último y dulce pensamiento. Ya muy avanzada la noche se recostó en su cama de campaña, no sin besar primero y repetidas veces la hermosa flor que Clemencia le había dado, y que iba a ser de allí en adelante un talismán sagrado que no se apartaría jamás de SU corazón.

¡Si el pobre oficial hubiera podido escuchar las últimas palabras de Clemencia esa noche, cuánto no habría sufrido, y cuán espantosa no le habría parecido la vida, y cuán aborrecible ese mundo en que suele matarse a un hombre con una sonrisa pérfida!

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