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IV

Era un día muy caluroso de agosto. La vieja había encargado a Sacha de la custodia de la huerta. Las ocas del mesonero podían realizar uno de sus asaltos, mientras ellas, junto al mesón, cogían avena. y charlaban tranquilamente dejando ojo avizor al macho, para que viese si ella acudía con el garrote, podían irse acercando, cautelosas ... Pero las ocas se paseaban por la otra ribera, en larga procesión blanca. Sacha, que empezaba a aburrirse, viendo que no intentaban ninguna invasión, echó a andar hacia el río ...

La hija mayor de María, Motka, en pie sobre una enorme piedra, contemplaba, inmóvil, la iglesia. María había tenido trece hijos, pero sólo le quedaban siete, todos hembras, la mayor de ocho años. Motka, descalza, sin más ropa que un camisón, estaba como petrificada; ni siquiera advertía que el sol, que le daba de lleno, le había puesto la coronilla punto menos que al rojo. Sacha se detuvo a su lado y le dijo, mirando a la iglesia:

- En la iglesia vive el Señor. La gente se alumbra con lámparas y velas; el Señor, con lamparillas rojas, azules, verdes, como ojos. El Señor se pasea de noche por la iglesia, y la Virgen y San Nicolás van detrás de él ..., tup ..., tup ..., tup ..., ¡Y el sacristán tiene un miedo ...!

Sacha calló unos instantes.

- Sí, paloma -añadió, imitando a su madre-; y cuando venga el fin del mundo, todas las iglesias volarán al cielo.

- ¿Con las cam-pa-nas? -preguntó Motka, con voz opaca.

- Con las campanas. Y cuando se acabe el mundo, los buenos irán al Paraíso y los malos al fuego eterno. Sí, paloma. A mamá y a María les dirá el Señor: Como no le habéis hecho daño a nadie, id a la derecha, al Paraíso. Y a Kiriak y a la vieja les dirá: Id a la izquierda, al fuego. Y los que no ayunan irán también al fuego.

Miró al cielo, con ojos muy abiertos, y prosiguió:

- Mira al cielo sin pestañear y verás a los ángeles.

Motka obedeció y hubo una pausa.

- ¿Los ves? -preguntó Sacha.

- No veo nada -contestó con su opaca voz Motka.

- Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.

Motka se quedó meditabunda unos instantes, y preguntó:

- ¿La vieja irá al infierno?

- Irá, paloma.

La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta de una hierba tan verde y tan suave, que daban ganas de tocarla y tenderse sobre ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo. Motka imitó a su prima y rodó también hasta abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.

- ¡Bravo, bravo! -gritó Sacha, encantada.

Tornaron a subirse a la piedra para rodar de nuevo, pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror...!

La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera al viento, echaba de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:

- ¡Han puesto las coles hechas una lástima las sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!

Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto ... El macho de las ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras, que le hicieron objeto de una calurosa ovación. La vieja, después de pegarle a Sacha, la emprendió con Motka, cuya camisa tornó a subirse. Desesperada, llorando a moco tendido y chillando, Sacha se dirigió a la casa, seguida de Motka, que también plañía y llevaba tan mojado el rostro -pues no se secaba las lágrimas- como si acabase de sacarlo de una palangana.

- ¡Dios mío! -exclamó Olga, estupefacta, cuando entraron-. ¡Virgen Santísima!

Sacha comenzó a contar lo ocurrido, y en aquel momento irrumpió la vieja en la estancia vociferando y renegando.

Fekla se enfadó y se disgustó toda la familia.

- Eso no es nada, no es nada -decía Olga, muy pálida, acariciando la cabeza de Sacha-. Es un pecado enfadarse con la abuelita.

Nicolás, que no podía ya soportar los gritos constantes, el hambre, el humo, la suciedad; que odiaba y despreciaba aquella miseria; que se avergonzaba de su familia ante su mujer y su hija, bajó las piernas de la chimenea y le dijo a su madre, con voz llena de enojo:

- ¡No tiene usted derecho a pegarle!

- ¡Revienta de una vez, carroña! -gritó Fekla, furiosa-. ¡OS ha enviado aquí el diablo!

Sacha, Motka y las demás chiquillas se agazaparon todas en un rincón de la chimenea, detrás de Nicolás, atemorizadas y mudas. En el silencio trágico se oían latir sus corazones. Cuando en una familia hay un enfermo incurable, cuya enfermedad dura mucho tiempo, y en ciertos momentos se desea de un modo tímido su muerte, sólo los niños piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar y de decirle algo cariñoso al pensar que moriría pronto.

El enfermo se apretó contra Olga, como buscando protección, y habló así con voz queda y trémula:

- Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me falta valor. Escríbele, por Dios, una carta a tu hermana Klavdia Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos. ¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera soñando o por un agujero, nuestro Moscú!

Al oscurecer, en medio del casi absoluto silencio de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente. María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y le colocó sobre el banco. La vieja fue vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra, muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia de la Asunción. Luego de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a la cueva, ayudada por Fekla y María. Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado la vieja la taza de madera con las cortezas y derramó en el agua un poco de la leche destinada a su primo.

La vieja no tardó en volver, y siguió chupando las cortezas. Sacha y Motka, sentadas en la chimenea, la miraban, congratulándose de su segura condenación al fuego eterno por quebrantamiento del ayuno. Acostáronse, muy consoladas, y Sacha soñó que en un enorme horno, como los de los alfareros, un diablo, todo negro y con cuernos de vaca; perseguía a la vieja, blandiendo un palo semejante al que usaba ella para espantar a las ocas.

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