Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Segundo Capítulo VLibro Segundo Capítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO VI

EN QUE PROSIGUE LO MISMO, CON OTROS VARIOS SUCESOS




No cerré los ojos en toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado, sino en las fieras y crueles manos del escribano y cuando me acordaba de lo de las ganzúas que me habían hallado en la faldriquera y las hojas que había escrito en la causa, eché de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano. Pasé la noche en revolver trazas; unas veces me determinaba rogárselo por Jesucristo, y considerando lo que él pasó con ellos vivo, no me atrevía. Mil veces me quise desatar, pero sentíame luego, y levantábase a visitarme los ñudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste que yo en mi provecho.

Madrugó al amanecer, y vistió se a tal hora que en toda su casa no había otros levantados sino él y los testimonios.

Agarró la correa, y volvióme a repasar muy bien las costillas; reprehendióme el mal vicio de hurtar, como quien tan bien lo sabía.

En esto estábamos, él dándome, y yo casi determinado de darle a él dineros -que es la sangre con que se labran semejantes diamantes- cuando, incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer y apalear, desengañada de que no era encanto, sino desdicha, entraron el portugués y el catalán, y en viendo el escriba no que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso espetar por cómplices en el proceso.

El portugués no lo pudo sufrir y tratóle algo mal de palabras, diciéndole que él era caballero fidalgo de casa del rey, y que yo era un home muito fidalgo, y, que era bellaquería tenerme atado.

Comenzóme a desatar y al punto el escribano clamó: ¡Resistencia!, y dos criados suyos -entre corchetes y ganapanes- pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como lo suelen hacer para representar las puñadas que no habían recibido, y pedían favor al rey.

Los dos al fin me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo: Voto a N., que esto no se puede hacer conmigo, y que a no ser vs. ms. quienes son, les podría costar caro; manden contentar estos testigos, y echen de ver que les sirvo sin interés.

Yo vi luego la letra, saqué ocho reales y díselos, y aun estuve por volverle los palos que me había dado; pero por no confesar que los había recibido, lo dejé, y me fui con ellos, dándoles las gracias por mi libertad y rescate, con la cara rosada de puros mojicones y las espaldas algo mohinas de los varapalos. Reíase el catalán mucho, y decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo.

Tratábame de resuelto y sacudido por los palos. Traíme afrentado con éstos equívocos. Si entraba a visitarlos, trataba luego de varear, otras veces de leña y madera.

Yo, que me vi corrido y afrentado, y que ya me iban dando en flor de lo rico, comencé a tratar de salirme de casa; y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba algunos reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas, natural de Hornillos y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche aprender.

Llegaron la señalada y requirieron a la huéspeda que venían de parte del Santo Oficio y que convenía secreto.

Temblaron todos por lo que yo me había hecho nigromántico con ellas. Al sacarme a mí, callaron; pero al ver sacar el hato, pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición. Con esto no chistó alma terrena.

Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar; decían entrambos que eran demonios, y que yo tenía familiar; y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero, pero que no lo era de ninguna suerte. Persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida. horra.

Di traza con los que me ayudaron, de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido de uso, cuellos grandes, y un lacayo en menudos dos lacayos, que entonces era uno. Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiria de casarme con la ostentación a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la corte, y aun añadieron que ellos me encaminarían a parte conveniente y que me estuviese bien y con algún arcaduz por donde se siguiese. Yo, negro, codicioso de pescar mujer, determinéme. Visité no sé cuántas almonedas, y compré mi aderezo de casar; supe dónde se alquilaban caballos, y espetéme en uno el primer día, y no hallé lacayo. Salíme a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda de jaeces, como que concertaba alguno.

Llegáronse dos caballeros, cada cual con su caballo; preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos. Yo solté la presa, y con mil cortesías los detuve un rato. En fin, dijeron que se querían ir al Prado a bureo, y yo, que, si no lo tenían a enfado que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si venían allí mis pajes y un lacayo que los encaminase al Prado; di señas de la librea, y metíme entre los dos y caminamos.

Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el determinar y juzgar cúyos eran los pajes y lacayos, ni cuál era el que no les llevaba. Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de un caballo que tenía porcelana; encarecíles mucho el roldaneso que esperaba que me habían de traer de Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo les hacía parar, les preguntaba cúyo era, y también decía de las señales y si le querían vender. Hacíale dar dos vueltas en la calle, y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno, y decía lo que había de hacer para remediarlo, y quiso mi ventura. que topé muchas ocasiones de hacer eso. Y porque los otros iban embelesados, y a mi parecer diciendo: ¿Quién será ese tagarote escuderón? -porque el uno llevaba un hábito en los pechos y el otro una cadena de diamantes, que era hábito Y encomienda todo junto-, dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y a otro primo mío que entrábamos en unas fiestas.

Llegamos al Prado, y en entrando saqué el pie del estribo, y puse el talón por defuera, y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: Éste yo le visto a pie; otro: Lindo va el buscón. Yo hacía como que no oía nada, y paseaba.

Llegáronse a un coche. de damas los dos, y pidiéronme que picardease un rato. Dejéles la parte de las mozas, y tomé el estribo de madre y tía. Eran las vejezuelas alegres; la una de cincuenta y la otra punto menos. Díjelas mil ternezas, y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga tantos años como presunción. Prometílas regalos, y preguntélas del estado de aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían, y agradóles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me entretenía en la corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el mucho dote. Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros que una judía poderosa; que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de cuarenta mil ducados de renta. Y si salgo con un pleito que traigo en buenos puntos, no habré menester nada.

Saltó tan presto la tía: ¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con su gusto y mujer de casta; que le prometo que, con ser yo no muy rica, no he querido casar mi sobrina, con salirle ricos casamientos, por no ser de calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote; pero no debe nada a nadie en sangre.

Eso creo muy bien, dije yo.

En esto las doncellitas remataron la conversación con pedir algo de merendar a mis amigos.

Mirábase el uno al otro, y a todos tiembla la barba.

Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes, por no tener oon quién enviar a casa por unas cajas que tenia. Agradeciéronmelo, y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las enviaría algo fiambre. Aceptaron luego; dijéronme su casa, y preguntaron la mía, y con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a casa.

Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda, aficionáronseme, y, por obligarme, me suplicaron cenase con ellos aquella noche. Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar a mis criados, y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo de cierto martelo, y que así me diesen licencia. Fuíme, quedando concertado de vernos a la tarde en la Casa del Campo.

Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi casa, donde hallé a los compañeros jugando quinolillas. Contéles el caso y el concierto hecho, y determinamos enviar la merienda sin falta y gastar doscientos reales en ella. Acostámonos con estas determinaciones.

Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el dote. Y lo que más me tenía en duda era el hacer de él una casa o darlo a censo, que no sabia yo qué sería mejor y de más provecho para mí.

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