Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO VIGÉSIMO. Propinas CAPÍTULO VIGËSIMO SEGUNDO. El juramentoBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO

El duelo



Don Tomás.
- ¿De modo que acepta usted la costumbre del duelo?

Don Justo.
- Acepto las costumbres de mi época porque no quiero morir lapidado. Es factible y a veces lícito atacar los dogmas, los gobiernos, las ideas, las leyes, pero ir contra una costumbre es ir verdaderamente contra Dios. Lo que ha anulado a los cuáqueros no es su credo -mil herejías disparatadas triunfan- sino su manía de no quitarse el sombrero jamás.

Don Angel.
- ¿Ni cuando se acuestan?

Don Justo.
- No se lo quitan en público, y eso es lo grave. Ensayad aquí el saludo de ciertos polinesios, que consiste en escupir a las mejillas y en frotarlas después con la palma de la mano, y veréis qué tal os va. Os suprimirían más rabiosamente que si fuerais asesinos. ¿Qué crimen hay comparable con el de no ejecutar los pequeños gestos mecánicos, idénticos ...

Don Angel.
- Simiescos ...

Don Justo.
- ... de nuestra sociedad incierta? Y debe ser así. Necesitamos estabilidad, y siendo difícil obtenerla en el pensamiento, la realizamos en la conducta. Algo es algo. El duelo es respetable, puesto que se usa. Un periodista o un político que no se bate está perdido.

Don Angel.
- Hace falta demasiado valor para no batirse.

Don Tomás.
- Hablan ustedes del duelo como de una fórmula fija, y no lo es. Se transforma, tendiendo a la mayor benignidad compatible con las armas, y hoy, en los pajses de alta civilización, se ha llegado a dosificar bastante bien el peligro. La espada francesa permite la esgrima del antebrazo, y dos tiradores regulares se encuentran seguros del codo arriba. El sable es menos preciso, y la pistola, aunque disminuya ad libitum la probabilidad de lesión, no es muy útil, pues po nos deja dueños de graduar la importancia del c!año posible. Una herida inevitable y mínima satisface a todo el mundo, unas gotitas de sangre suficientes a firmar el protocolo.

Don Angel.
- El duelo de cumplido.

Don Tomás.
- E! ideal. Las costumbres fatales y estériles se convierten así en puros cumplidos.

Don Justo.
- Que hay que cumplir.

Don Tomás.
- Felizmente sin grandes riesgos.

Don Angel.
- Para los asuntos graves el duelo no sirve, no presenta ya la seriedad requerida. Es preciso volver al homicidio normal.

Don Tomás.
- Sí, es más justo. El duelo se reduce a la etiqueta del heroísmo, la cual exige futilidad de causas. El honor se vincula con la violencia; ya dijo Scarron que tenemos vergüenza al hacer los hombres, y honor al deshacerlos. Son los militares los profesionales del honor, puesto que su oficio les familiariza con la muerte. Y el puntillo de honor, más exquisito aún, es propio de matones y de duques. Matarse por una insignificancia, porque sí, aunque sea sólo en simulacro, constituye un estimulante precioso que las gentes reclaman. Yo reservaría el duelo -atenuado, sistema del antebrazo- para estos conflictos estrictamente nobles.

Don Angel.
- Comprendo el juicio de Dios. Es cosa tan ardua, en los negocios humanos, saber quién tiene razón, que es lógico quizás renunciar de cuando en cuando a la lógica, y entregarse al azar. Pero en el juicio de Dios el vencido era culpable: el honor que recobraba un contendiente era sacado al otro. En el duelo moderno, los dos son absueltos; los dos se reivindican; los dos recobran su honor. Es curioso.

Don Justo.
- Por economía. El duelo no es un tribunal. Yo, que soy juez, no me creo obligado a batirme con los delincuentes que condeno. La colectividad se empobrecería rápidamente si descalificara a uno de sus distinguidos miembros en cada lance. Por eso el duelo es provechoso. Devuelve con facilidad el honor a quien lo extravía. Y el honor hay que cuidarlo; es el poder de circulación social.
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