Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOSEPTIMO



LA RED

Don Pedro Martín de Olañeta era un verdadero sabio de su profesión, ilustrado a la moderna y hasta cierto punto amigo del progreso.

En esta vez creyó necesario cumplir con el sacramento para pedir a Dios le diese imparcialidad y acierto para administrar recta justicia, y la fortaleza necesaria para no cometer una debilidad por salvar a las personas hasta cierto punto de su familia que estuviesen complicadas en la tenebrosa trama. Hízolo así, y antes de abrir públicamente la causa, pidió audiencia al Primer Magistrado de la República.

A la hora señalada, don Pedro Martín se presentó en Palacio; las puertas se le abrieron inmediatamente, y un ayudante le introdujo al salón de audiencias, donde no tardó en presentarse el presidente.

- Asuntos desagradables, pero muy graves, me traen aquí, señor presidente -le dijo don Pedro con mucha calma y respeto-, y tengo necesidad de pedirle a usted permiso y perdón por las preguntas que le voy a hacer.

- Nada de lo que viene de usted me parece mal, y el perdón anticipado es inútil, pues usted no es capaz de cometer la más leve falta.

- Gracias, señor presidente, gracias. Necesito para un suceso, el más raro de cuantos se registran en los anales del crimen, que me preste usted su autoridad y su poder por veinticuatro horas. Eso bastará.

- No sé el asunto y ni me lo diga usted si no conviene; pero mi influencia personal y mi poder como presidente lo tiene usted por cuantas horas lo necesite.

Don Pedro se inclinó; en una mirada que dirigió al presidente le expresó su profundo agradecimiento por tan grande confianza, y comenzó a referirle en extracto las revelaciones de Juliana y de Cecilia y la confirmación plena que había tenido en su conciencia cuando practicando las diligencias en la casa de la calle de Don Juan Manuel encontró en la caja de dinero la cartera que, sin duda en el afán de sacar los pesos cayó del bolsillo de Relumbrón. El juez refirió también con todos sus pormenores lo que pasó en casa del conde, y la manera como fueron encontrados el cadáver de la pobre Consuelo y los de las dos viejas sirvientas.

El presidente se agarraba la cabeza y no podía creer lo que el magistrado le estaba refiriendo.

- Aquí tiene usted la cartera, señor presidente, con las tarjetas del coronel y una carta de una de sus queridas.

El presidente examinó una y dos veces la cartera y la devolvió al juez.

- De su pobre hija -le dijo-, no cabe duda. ¡EI malvado! Lo tenía yo por calavera, pero habría metido las manos en la lumbre por él ... Me ha servido más de una vez en asuntos importantes con fidelidad y honradez ... lo protegía yo, ganaba en varios negocios y me daba yo razón de su lujo. ¿Qué quiere que se haga, señor licenciado?

- Es necesario echar la red y coger a un mismo tiempo a todos los culpables, y antes que todo al coronel.

- Ahora recuerdo -dijo el presidente-, ese hombre ha de haberse marchado ya para Europa. Le di una licencia por seis meses y hace ocho días que se despidió de mí ... Espere usted. Si se fue lo buscaremos en Veracruz, en todo el mundo ... No se me escapará.

El presidente tocó la campanilla y un ayudante entró.

- Se va usted ahora mismo a la casa del coronel. Y si no está en ella lo busca usted donde quiera que esté y me lo trae sin separarse un momento de él, y si intenta fugarse, le mete usted la espada. Mucho secreto y no se presente sin el coronel, porque le mandaré a usted a un castillo.

El ayudante prometió cumplir con su comisión y salió del salón. Don Pedro siguió hablando y le expuso el plan que había formado para la captura de los reos, el que fue aprobado.

- Voy a poner a disposición de usted dos personas que lo secundarán y que no admitirán nada, aunque les cueste la vida por cumplir con lo que usted les ordene; son los coroneles Franco Y Moctezuma.

- Perfectamente -le contestó don Pedro-, con eso me basta, al primero lo conozco de vista, al otro, más íntimamente; con eso me basta ...

El ayudante, entre tanto, más bien voló que no corrió a la casa de Relumbrón, y como compañero y amigo que era, se coló hasta su recámara y lo encontró en pechos de camisas muy afanado en componer su baúl. Tenía sus letras para Londres y París, sus buenas cartas de recomendación, su billete tomado en el paquete inglés, todo arreglado para la marcha, que debía verificarse al día siguiente del casamiento de Amparo. El ayudante disimuló y le dijo simplemente:

- Vístase usted, compañero, que el presidente lo llama para un asunto urgente y ya sabe que no le gusta esperar.

Relumbrón, sin sospechar nada y acostumbrado a recibir órdenes cuando menos lo pensaba, cerró el baúl, se vistió con su uniforme y sus cruces, pues el presidente no consentía que sus ayudantes se le presentasen en traje civil, y siguió a su compañero a Palacio.

No acababan don Pedro y el presidente de combinar todas las medidas que había que tomar en el caso, cuando la puerta se abrió y se presentó Relumbrón. En el acto que vio allí a don Pedro y echó una mirada al rostro airado del presidente se puso pálido como un muerto, pero trató de reponerse, y con la sonrisa en los labios, saludó al licenciado y dijo:

- Aquí me tiene usted, mi general, dispuesto a recibir sus órdenes.

- ¿Conoce usted esta prenda? -le dijo el presidente con un tono severo presentándole la cartera.

Relumbrón, que ni remotamente pensaba haberla perdido y que creía guardada en algún cajón de su mesa, contestó con mucha seguridad:

- Sí, señor presidente, es mía, y me la regaló mi hija el día de mi santo.

- ¿Y sabe dónde se ha encontrado esta cartera?

- Lo ignoro ... la habré dejado en alguna parte ...

- ¿La habrá usted dejado por casualidad en el fondo de la caja de dinero del conde del Sauz, en la calle de Don Juan Manuel?

Fue tal el terror de Relumbrón al oír estas palabras, dichas con un tono terrible, que no teniendo cerca silla ni pared en qué apoyarse, se le aflojaron las rodillas y sin poderlo evitar cayó al suelo.

La cólera del presidente no tuvo entonces limites.

- ¡Levántese usted, miserable! -le dijo-. ¡Al crimen de un salvaje añade usted la cobardía de una mujer! ¡Levántese usted o le mando dar aquí mismo cincuenta palos! ¡Levántese, usted!

Relumbrón hizo un supremo esfuerzo, se levantó, buscó la pared para apoyarse, y su vista descarriada se dirigía al techo y a las puertas por no encontrarse con las miradas del presidente y del juez.

El presidente se le acercó lentamente, y a medida que se le acercaba, corrían por la frente de Relumbrón gotas de sudor frío y temblaban todos sus miembros.

- ¡Cobarde, cobarde, miserable! -repitió el presidente-. Ha deshonrado usted al ejército, y no merece que lo maten las balas de los soldados. Va usted a ser entregado a la justicia ordinaria. Fue usted indigno de llevar esas presillas y esas cruces.

Y al decir esto le arrancó las presillas de los hombros y las cruces del pecho, y las tiró al suelo; tocó después la campanilla y entró el ayudante.

- Lleve usted a este hombre al Cuartel de Órdenes, lo encierra usted en un calabozo seguro, le pone dos centinelas de vista y dice usted al jefe que manda el cuerpo, que él me responde del preso. Que le pongan a pan y agua, y quedará rigurosamente incomunicado. Nadie entrará ni lo verá más que el señor juez, y mucho secreto; nadie tiene por ahora que saber esto.

El ayudante tomó del brazo a Relumbrón que apenas podía andar, se lo llevó al cuartel, y como lo había mandado el presidente, quedó encerrado en un calabozo.

- Siéntese usted un momento, señor don Pedro -le dijo después de un rato el presidente-, y dispénseme, quizá no debí ... pero no me pude contener.

El presidente se dejó caer en un sillón y más de diez minutos estuvo respirando con trabajo. La cólera le sofocaba. Ya más calmado, dijo al juez:

- Señor don Pedro, yo mismo daré las órdenes y todo quedará por ahora en el mayor secreto. Usted tiene mi poder, es el presidente de la República en este asunto. Esta noche, o mañana muy temprano, se presentarán en la casa de usted los coroneles Moctezuma y Franco, con orden de obedecerlo como si yo lo mandara. Estoy seguro que quedarán bien.

- Es que tengo que prender al capitán de rurales y a toda su gente -dijo don Pedro.

- A todo México si es necesario, señor don Pedro; le repito que usted es el presidente y que los que vengan a quejárseme o a suplicarme no encontrarán apoyo ninguno.

Don Pedro Martín salió de Palacio enteramente satisfecho y fuerte para administrar justicia, con la decidida protección del presidente.

A la mañana siguiente, antes de que se levantara, ya estaban en la antesala Moctezuma III y el cabo Franco. El plan de don Pedro Martín era coger en un mismo día, y si era posible en una misma hora, a todos los culpables, para que ninguno se escapara, y los dos militares, que no se andaban con chicas y abundaban en expedientes, le facilitaron el trabajo.

- Aunque hagamos el oficio de policías -le dijeron-, cuente usted, señor juez, con que será servido. Lo manda el presidente y no tenemos más que obedecerlo y cumplir.

Moctezuma mandaría un escuadrón, con un oficial de confianza, para que cayese al molino de Perote y se trajese amarrados, codo con codo, al licenciado Chupita y a los monederos falsos con toda su maquinaria. En Perote había carros, mulas y cuanto era necesario, perteneciente a la misma negociación. Él marcharía a Río Frío con el resto de la caballería, para prender a Evaristo. El cabo Franco, con piquetes de tropa de infantería, sorprendería a los ladrones que se reunían en la tienda de Santa Clarita, y a doña Viviana, en su casa o en el almacén de Vestuario. El gobernador, por disposición del juez, se encargaría de la partida de juego de don Moisés.

Don Pedro Martín se encargó de ir personalmente a la casa del platero.

Combinado así el plan, veamos cómo se desarrolló.

A la casa de Relumbrón se mandó decir con un ayudante del presidente que no tuviesen cuidado, pues estaba ocupado en una comisión del servicio. Así, cuando el marido estaba ya a buen recaudo, en la casa había la mayor tranquilidad y se disponían de antemano guisados, dulces, flores, luces y adornos para el día de la boda.

El oficial comisionado por Moctezuma hizo sus jornadas sin fatigar a la caballería y al sexto día entró de rondón en el molino de Perote. La gente, ocupada en el trabajo de fabricar la moneda, no hizo resistencia alguna; el licenciado Chupita al verse descubierto y preso, se desmayó; pero el oficial no se anduvo con consideraciones; amarró codo con codo a cuantos encontró allí, a Chupita desmayado como estaba, lo mandó amarrar también, envolver en una sábana y cargarlo por dos de los monederos, y así bajaron todos a la casa de Perote.

Al día siguiente se recogió el dinero, lo principal de la maquinaria y, cargado todo en unos carros, con Chupita, que volvió en sí, dieron la vuelta para México, habiendo mandado antes un extraordinario a su coronel informándole que había cumplido con su comisión.

Seguro ya de esto, Moctezuma hizo montar el resto de su caballería y se dirigió directamente a Río Frío resuelto a matar personalmente al capitán de rurales si no lo podía coger vivo; pero la fortuna le ayudó. Llegó como a las siete de la noche y encontró en la taberna alemana reunidos a todos los bandidos, que habían llevado a sus mujeres, y estaban bebiendo, cantando y bailando. Cuando acordaron y volvieron en sí, con el susto de la borrachera ya estaba el edificio rodeado de caballería y, en la única puerta de salida, Moctezuma con pistola en mano y diez hombres con carabinas preparadas.

- ¡Que se presente aquí el capitán! -gritó con energía.

- No está aquí -respondió el mismo Evaristo, que no veía otro medio de salvación.

- Ya veremos si está aquí. Afuera la familia del alemán, y pronto.

El alemán y sus hijas salieron y se fueron a refugiar al monte.

Los soldados les dejaron pasar.

Moctezuma llamó al resto de su fuerza y volvió a gritar:

- Si no se presenta el capitán, fuego, hasta que no quede uno.

Evaristo tuvo que vencer su cobardía y se presentó. Dos dragones se apearon, le quitaron una sola pistola que tenía en la cintura y le amarraron. Así fueron haciendo con todos los demás y colocándoles entre filas, advirtiéndoles que al menor movimiento que hicieran para escapar serían muertos a balazos. A Evaristo lo tenían lazado del cuello y de la cintura y llevadas por dos soldados las reatas, de modo que, teniendo las manos amarradas por detrás, al menor movimiento que hiciera para escaparse se ahorcaba él mismo. Así, de grado o a cintarazos, hizo entrar en filas a treinta bandidos, tomando inmediatamente el camino para México y adelantando un soldado para que avisase al juez.

Siguió entonces la prisión de los de la tienda, que no tuvo dificultad. Juliana había señalado hasta las horas en que se reunían allí para repartirse los robos. Una patrulla llegó al mismo tiempo que iban a cerrar. El primero que cayó y quiso hacerse el valiente, fue el tuerto Cirilo; pero el cabo Franco le quitó los bríos con una soberbia bofetada, y amarrado, como a todos, se los llevó al cuartel de los Gallos, que a la sazón estaba vacío, y fue puesto a las órdenes de don Pedro Martín.

Doña Viviana fue capturada al salir de su casa para dirigirse al taller. Se cerró su habitación, que quedó al cuidado de un agente del juzgado.

Hechas todas estas prisiones, tocó su vez a don Pedro Martín. Quiso personalmente hacer la captura, porque con mucho fundamento supuso que el platero tenía gran cantidad de piedras preciosas robadas, dinero y papeles de importancia.

Dirigióse a la calle de la Alcaicería, acompañado solamente del escribano de diligencia y un agente del juzgado, y los dejó un poco atrás antes de llegar, para que ni las gentes fijaran su atención, ni se alarmase el platero. Entró al taller y encontró la fragua encendida, los sopletes en actividad y seis u ocho oficiales trabajando muy afanados bajo la dirección del compadre de Relumbrón.

- Aquí están todos los estuches y las alhajas ya listas: se las voy a enseñar a usted.

- Si le parece a usted -le dijo el juez con calma-, mejor las veremos en su casa.

En esto llegaron el escribano y el agente; don Pedro se separó un poco, y dijo a éste en voz baja que no se apartase del taller ni permitiese que saliese ni entrase ninguna persona. El platero, sin desconfianza y tomando la delantera para servir de guía, subió a su casa, seguido del juez y del escribano.

- Las funciones de un juez son penosas -le dijo don Pedro luego que estuvieron en la sala-, pero es preciso cumplirlas, y vengo yo mismo a intimarle que me siga.

- Pero, señor licenciado, ¿qué es esto? -le dijo el platero tartamudeando y turbándose- Yo soy un hombre honrado; usted mismo me ha visto trabajando; alguna calumnia, algún chisme ... Es una arbitrariedad ...

- Usted no es más que un ladrón, y la mitad, si no todas las alhajas y valores que tiene usted, son procedentes de robos y de maldades. Queda usted preso y ya vendrá la fuerza armada para llevarlo a usted donde están su compadre y los demás cómplices. Me obliga usted a decirle esto para probarle que todo lo sabe la justicia y que no hay arbitrariedad ninguna. Entretanto, nada de escándalo; si es usted inocente, lo probará en el curso de la causa el abogado a quien elija usted para que lo defienda; vamos a formar el inventario de cuanto tenga usted aqul en el taller, propio y ajeno.

Mientras el juez, con una voz seca y dura decía esto, el platero se fue levantando lentamente de la silla en que estaba sentado, y fueron presentándose en su fisonomfa fenómenos nerviosos, los más extraños y horribles.

Todo esto duró apenas cinco o seis minutos, y don Santitos, sin haber podido proferir una palabra, cayó muerto, dando contra el mismo mueble que había lastimado a la cocinera Juliana.

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