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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO PRIMERO



SANTA MARIA DE LA LADRILLERA

En el mes de abril del año de 18 ... apareció en un periódico de México, el siguiente artículo:

Caso rarísimo nunca antes visto ni oído. En un rancho situado detrás de la Cuesta de Barrientos, que, según se nos ha informado, se llama Santa María de la Ladrillera, tal vez porque tiene un horno de ladrillo, vive una familia de raza indígena, pero casi son de razón.

La mujer, que se llama doña Pascuala, hará justamente trece meses, el día de San Pascual Bailón, que salió grávida, no se sabe si de un niño o de una niña, porque hasta ahora no ha podido dar a luz nada.

El marido, alarmado, ha mandado llamar al doctor Codorniú, que dicen es un prodigio en medicina, y dicen también que el doctor dijo que, en su vida había visto caso igual.

Ocho o diez días después apareció en el periódico oficial un párrafo que decía así:

Cuando un periódico que se publica en la capital ha dicho que el gobierno se ha cogido tierras y la herencia de los descendientes del emperador Moctezuma, ha faltado a la verdad. En cuanto los interesados presenten las pruebas, el gobierno está decidido a hacerles justicia.

Doña Pascuala era hija de un cura de raza española, nativo de Cuautitlán.

Su hija Pascuala servía de estorbo a un eclesiástico que no quería tener en su casa más que a la dama conciliaria. Aprovechó, pues, la primera oportunidad que se le presentó y la casó con el propietario del rancho de Santa María de la Ladrillera. El marido sí era de raza india, pero con sus puntas de caviloso y de entendido, de suerte que se calificaba bien a estos propietarios cuando se decia que casi eran gente de razón, y a este titulo se daba a Pascuala el tratamiento de doña, y de don a Espiridión, el marido.

Doña Pascuala no era fea ni bonita. Morena, de ojos y pelo negro, pies y manos chicas, como la mayor parte de los criollos. Era, pues, una criolla con cierta educación que le habia dado el cura, y por carácter, satirica y extremadamente mal pensada.

Don Espiridión, gordo, de estatura mediana, de pelo negro, grueso y lacio, color más subido de moreno, sin barba en los carrillos y un bigote cerdoso y parado, sombreando un labio grueso y amoratado como un morcón; en una palabra: un indio parecido poco más o menos a sus congéneres.

El rancho nada tenía que llamase la atención. Los ranchos y los indios todos se parecen. Una vereda angosta e intransitable, en tiempo de lluvias conducia a una casa baja de adobe, mal pintada de cal, compuesta de una sala, comedor, dos recámaras y un cuarto de raya. La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de yerbas, lo que en el campo se llama una cocina de humo, con sus dos metates, una olla grande vidriada para el nixtamal, dos o tres cedazos para colar el atole y algunos jarros y cántaros.

Se guisaba en tres piedras matatenas y el combustible lo ministraban los yerbajos y matorrales que re juntaba un peón en el cerro.

Don Espiridión, quizá por el estado de prosperidad y de orden que guardaba su rancho, se consideraba en la comarca como uno de los agricultores más inteligentes y adelantados. Y en efecto, ¿para qué necesitaba devanarse los sesos ni hacer más? Dos tablas de mulos magueyes, como la mayor parte de los del valle, le producian una carga diaria de tlachique, que vendia a un contratista por dos o tres pesos. Otras dos o tres tablas de tierras deslavadas en el declive del cerro, le producian doscientas o trescientas cargas anuales de cebada, que vendla a tres pesos; y luego el frijol, la semilla de nabo, el triguillo temporal, una entrega de leche y el horno de ladrillo, le formaban una renta que no sólo bastaba a la familia para vivir, sino que en buen año algo ahorraban.

La base de su alimentación era el maiz en sus diversas preparaciones: de atole, tortillas gordas, chalupitas, tamales, etcétera. A esto se añadia el chile, el tomate, la leche, carne, pan, bizcochos, los domingos, lunes y a veces duraba la compra hasta el martes o miércoles. Dona Pascuala se permitia el lujo de un buen chocolate con gorditas calientes con manteca, pues habia adquirido esta costumbre mientras vivió con el cura, y la imitó fácilmente el marido. Solían sacar para el chocolate, cuando había visitas, dos mancerinas de plata maciza, que habían comprado en el Montepío.

Su vida era por demás sosegada y monótona.

Doña Pascua la se ocupaba de barrer la casa, de echar ramas en el brasero formado por las tres matatenas consabidas, dar de comer a las gallinas, limpiar las jaulas de los pájaros, de regar unas cuantas macetas con chinos y espuela de caballero, de preparar la comida y de dar las lecciones al heredero de Moctezuma.

Los domingos solían tener sus visitas. La mujer y la hija del administrador de la hacienda de los Ahuehuetes, la tia del mayordomo de la hacienda de Aragón, no faltando en ocasiones las sobrinas de algún canónigo de la Colegiata de Guadalupe.

Del heredero del trono azteca diremos una palabra. Él, como principe, como nino de un porvenir real, nada sentia, estaba inconsciente de su grandeza y de su alto destino. Cuando no lo obligaba dona Pascuala a estudiar, pasaba su tiempo, o en el cerro cogiendo lagartijas, sapos y catarinas, de las que tenia una abundante colección, o en el corral montándose en los burros y mulas.

Para seguir el pleito del heredero de Moctezuma contra el gobierno se hablan valido de un licenciadillo vivaracho, acabado de recibir, que andaba a caza de negocios y pleitos y se llamaba Lamparilla.

Lamparilla alquilaba cada sábado un caballo, salla de México a las cinco de la mañana y a las siete estaba ya en el rancho de Santa María de la Ladrillera, desayunándose muy contento en companía de dona Pascuala y de don Espiridión. Acabado el desayuno, sacaba de la bolsa un escrito en papel sellado, hacia que lo firmaran marido y mujer, y a las diez estaba de vuelta en la capital.

El lunes, al tiempo de abrir las oficinas, se presentaba al Ministerio de Hacienda, y aunque tuviese que esperar horas enteras, entregaba personalmente su solicitud al mismo ministro o, cuando menos, al oficial mayor.

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