Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacQuinta parteBiblioteca Virtual Antorcha

SEXTA PARTE

La duquesa de Langeais salió al fin de su retiro para asistir a una revista en que el señor de Montriveau debería encontrarse. Instalada con la familia real en el balcón de las Tullerías, la duquesa tuvo una de aquellas fiestas cuyo recuerdo dura largamente. Apareció sublime en su languidez, y todos los ojos la saludaron con admiración. Cambió algunas miradas con Montriveau, cuya presencia la hacía tan hermosa. El general desfiló casi a sus pies en todo el esplendor del aparato militar cuyo efecto en la imaginación femenina es harto conocido. Para una mujer enamorada que no había visto a su amante desde hacía dos meses, aquel breve momento ¿no debió parecerse a la fase de nuestros sueños en que, fugitivamente, nuestra vista abarca una naturaleza sin horizontes? Sólo las mujeres y los jóvenes pueden imaginar la avidez estúpida y delirante que expresaron los ojos de la duquesa; en cuanto a los hombres, si alguna vez en su juventud experimentaron en el paroxismo de sus primeras pasiones aquellos fenómenos de la potencia nerviosa, más tarde los olvidan tan completamente que hasta llegan a negar esos éxtasis lujuriantes, nombre que bien conviene a esas magníficas intuiciones. El éxtasis religioso es la locura del pensamiento despojado de sus lazos corporales, mientras que en el éxtasis amoroso se confunden, se unen y se abrazan las energías de nuestras dos naturalezas. Cuando una mujer es víctima de las tiranías furiosas bajo las cuales se doblegaba la señora de Langeais, las resoluciones definitivas se suceden tan rápidamente que muy difícil es llevar su CUenta: los pensamientos nacen entonces unos de otros y corren en el alma como esas nubes arrastradas por el viento sobre un fondo gris en que se nubla el sol. Desde entonces, sólo hablan los hechos. Y he aquí los hechos. Al día siguiente después de la revista, la señora de Langeais mandó que su coche y su librea esperasen a la puerta del marqués de Montriveau, desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. Armando vivía en la calle de Seine, a pocos pasos de la cámara de los rares en que tal día se realizaría una sesión; pero mucho antes de que los pares regresaran a sus palacios, algunas personas advirtieron el coche y la librea de la duquesa. Un joven oficial desdeñado por la señora de Langeais y acogido por la señora de Serizy, el barón de Maulincour, fue el primero en reconocer coche y blasón. Sin más ni más corrió a lo de su amante para referirle bajo secreto aquella extraña locura. Al punto, la noticia llegó telegráficamente a todos los corros del arrabal Saint-Germain, al castillo y al Eliseo Barbón; se convirtió en el rumor del día y en el tema de todas las conversaciones, desde el mediodía hasta la noche. Casi todas las mujeres negaban el hecho, pero en forma tal que se creyera en él; y los hombres lo creían, no sin testimoniar a la señora de Langeais el interés más indulgente.

- Este bárbaro de Montriveau tiene un carácter de bronce, y ha exigido sin duda tal escándalo -decían los unos echándole la culpa al general.

- ¡Y bien -decían los otros-, la señora de Langeais ha cometido la más noble de las imprudencias! Frente a todo París, renunciar por su amante a la sociedad, a su clase, a su fortuna y a la consideración general es un golpe de estado femenino, tan bello como la cuchillada de ese peluquero que tanto emocionó a Canning en la Corte de Assises. Ninguna de las mujeres que censuran a la duquesa harían esa declaración digna de los tiempos antiguos. La señora de Langeais es una mujer bien heroica al ponerse a sí misma en evidencia. En adelante sólo puede amar a Montriveau. ¿No hay cierta grandeza en una mujer que dice: No tendré más que una pasión?

- Señor -objetó la mujer del procurador general, condesa de Grandville-, ¿en qué se convertirá la sociedad si honráis al vicio sin respeto de la virtud?

Mientras el castillo, el arrabal y la Chaussée-d' Antin comentaban el naufragio de aquella aristocrática virtud, y mientras apresurados jóvenes corrían a caballo para cerciorarse, por el coche, de que la duquesa estaba realmente en lo del señor de Montriveau, Antonieta palpitaba en el fondo de su tocador. Por su parte Armando, que no había dormido esa noche en su casa, se paseaba en las Tullerías con el señor de Marsay. Los parientes de la señora de Langeais se visitaron luego los unos a los otros y se dieron cita en casa de la duquesa para sermonearla y buscar los medios de reparar el escándalo producido por su conducta. A las tres el señor duque de Navarreins, el señor de Pamiers, la vieja princesa de Blamont-Chauvry y el duque de Grandlieu se encontraban reunidos en el salón de la señora de Langeais y allí la esperaban. Tanto a ellos como a innumerables curiosos, la servidumbre les había dicho que la señora no estaba en casa, pues al dar esa consigna la duquesa no había exceptuado a nadie. Los cuatro personajes que acabamos de nombrar, ilustres en la esfera aristocrática e historiados por el almanaque Gotha en sus pretensiones hereditarias, merecen un rápido esbozo, sin el cual esta pintura social quedaría incompleta.

La princesa de Blamont-Chauvry era en el mundo femenino el más poético despojo del reinado de Luis XV, a cuyo apodo había contribuido ella durante su hermosa juventud con una buena cuota, segun se afirmaba. De sus antiguos encantos no le quedaba sino una nariz muy saliente, fina y encorvada como una hoja turca, principal adorno de una cara parecida a un viejo guante blanco; luego algunos cabellos crespos y empolvados, chapines con talón, gorro de encajes, mitones negros y perfectos contentos. Pero, para hacerle completa justicia, necesario eS agregar que conservaba tan alta idea de sus ruinas, que ss descotaba por la noche, traía guantes largos y aun se pintaba las mejillas con el clásico rouge de Martin. En sus arrugas una amabilidad temible, un fuego prodigioso en sus ojos, una dignidad profunda en toda su persona, en la lengua un ingenio de triple dardo, en su cabeza una memoria infalible, todo ello hacía de aquella vieja mujer una verdadera potencia. Tenía en el pergamino de su cerebro todos los del gabinete de títulos, y conocía las alianzas de las casas principescas, ducales y condales de Europa, hasta saber dónde estaban los últimos descendientes de Carlomagno. Era imposible, pues, que se le escapase alguna usurpación de título. Los jóvenes que deseaban ser bien vistos, los ambiciosos y las jóvenes damas le rendían constantes homenajes. Su salón daba tono y autoridad en el arrabal de Saint-Germain, y las palabras de aquel Talleyrand femenino eran como sentencias. Algunas personas iban a su casa para recibir consejos sobre la etiqueta o los usos, o bien para tomar lecciones de buen gusto. Ciertamente, ninguna anciana sabía guardar como ella su tabaquera; y al sentarse o cruzarse de piernas, exhibía movimientos de falda tan precisos y graciosos que desesperaban a las jóvenes más elegantes. Durante un tercio de su vida la voz había permanecido en su cabeza; pero no había logrado impedir que le bajara luego a las membranas de la nariz, lo cual la hacía extrañamente significativa. De su gran fortuna le quedaban ciento cincuenta mil libras en bosques devueltos generosamente por Napoleón; por lo cual todo en ella, bienes y persona, era considerable. Aquella curiosidad antigua estaba en una poltrona, junto a la chimenea, y conversaba con el señor de Pamiers, otra ruina contemporánea. El viejo señor, antiguo Comendador de la Orden de Malta, era un hombre grande, largo y endeble, que llevaba el cuello siempre apretado a fin de mantener la cabeza alta; actitud llena de suficiencia en otros, pero justificada en él por un espíritu volteriano. Sus ojos, a flor de cabeza, parecían verlo todo, y todo lo habían visto efectivamente. Metía algodón en sus orejas; toda su persona, en fin, ofrecía en conjunto el modelo perfecto de las líneas aristocráticas, líneas menudas, frágiles, ligeras y agradables, parecidas a las de la serpiente, que pueden curvarse a voluntad, enderezarse y volverse flojas o duras.

El duque de Navarreins se paseaba de ancho en largo por el salón, en compañía del señor duque de Grandlieu. Ambos eran hombres de cincuenta y cinco años de edad, verdes aún, gruesos y cortos, bien alimentados, la tez un poco roja, los ojos fatigados y los labios inferiores ya colgantes. Sin el tono exquisito de sus lenguajes, sin la afable cortesía de sus maneras y sin su aire digno que podía trocarse en impertinencia, un observador superficial los hubiera tomado por banqueros. Mas el error se habría disipado al escuchar su conversación armada de precauciones con los que temían, seca o vacía con sus iguales, pérfida con los inferiores a quienes la gente de corte o los hombres de estado subyugan con verbosas delicadezas o hieren con una palabra inesperada. Tales eran los representantes de aquella gran nobleza que quería morir o quedar entera, que merecía tanto elogio como vituperio, y que será siempre imperfectamente juzgada hasta que un poeta la muestre feliz de obedecer al rey al expirar bajo el hacha de Richelieu o despreciando la guillotina del 89 como una sucia venganza.

Los cuatro personajes se distinguían por una voz aguda, particularmente en armonía con sus ideas y su estado. Por otra parte, la más perfecta igualdad reinaba entre ellos: el hábito de ocultar sus emociones, adquirido en la corte, les impedía sin duda manifestar el desagrado que les causaba la locura de su joven parienta.

Para impedir que la crítica tache de puerilidad el comienzo de la escena siguiente, tal vez sea necesario hacer observar aquí que Locke, encontrándose en compañía de señores ingleses afamados por su ingenio y distinguidos tanto por sus maneras como por su significación política, se divirtió en estenografiar sus conversaciones mediante un procedimiento propio, y los hizo estallar de risa leyéndoles después la versión que había escrito. En efecto, las clases elevadas usan en todos los países una jerga de relumbrón que, lavada en las cenizas literarias o filosóficas, deja poquísimo oro para el crisol. En todos los estadios de la sociedad, salvo en algunos salones parisinos, el observador encuentra los mismos ridículos, que sólo se diferencian en la transparencia o espesor del barniz. Las conversaciones substanciales constituyen una excepción social, y la vulgaridad hace reír en las diversas zonas del mundo. Si en las altas esferas se habla forzosamente mucho, se piensa poco en ellas. Pensar es una fatiga, y a los ricos les gusta ver correr la vida sin gran esfuerzo. Es comparando gradualmente el fondo de los chistes, desde el chicuelo de París hasta el par de Francia, que el observador comprende las palabras del señor de Talleyrand: Las maneras son todo, traducción elegante de este axioma judiciario: La forma supera al fondo. A los ojos del poeta, la ventaja queda en las clases inferiores, que no dejan nunca de dar a sus pensamientos un rudo sello de poesía. Esta observación quizás haga comprender igualmente la esterilidad de los salones, su vacío, su falta de profundidad, y la repugnancia que las gentes superiores manifiestan por hacer en ellos ese mal negocio de cambiar ideas.

El duque se detuvo de pronto, como asaltado por una idea luminosa, y dijo a su vecino:

- ¿Habéis, pues, vendido a Tornthon?

- No. Está enfermo. Temo perderlo y me causaría mucha pena: es un caballo excelente para la caza. ¿Sabéis cómo está la duquesa de Marigny?

- No he ido a su casa esta mañana. Salía yo a visitarla cuando llegasteis para hablarme de Antonieta. Pero estaba muy mal ayer, su estado era desesperante y le administraron los sacramentos.

- Su muerte cambiará la posición de vuestro primo.

- En nada. Ella repartió sus bienes en vida y se reservó una pensión que le paga su nieta, la señora de Soulanges, a la cual dio sus tierras de Guebriant en renta vitalicia.

- Será una gran pérdida para la sociedad. Era una buena mujer. Su familia echará de menos a una persona cuyo consejo y experiencia tenían alcance. Sea dicho entre nosotros, era la que dirigía la casa. Su hijo, Marigny, es un hombre amable: tiene trato y sabe conversar. Es agradable, muy agradable, ¡oh!, como agradable no hay nada que pedirle; pero ... ninguna línea de conducta. Y bien, resulta extraordinario, es muy fino. El otro día cenaba él en el Círculo con todos esos ricachones de la Chaussée d'Antin, y vuestro tío (que va siempre a hacer su partida) lo vio. Asombrado de encontrarlo allí le preguntó si era del Círculo. -respondío él-, no voy más al gran mundo, vivo con los banqueros. ¿Sabéis por qué? -agregó el marqués dirigiéndole al duque una fina sonrisa.

- No.

- Está enamoriscado de una recién casada, esa pequeña señora de Keller, la hija de Grandville, una mujer de la cual se dice que está de moda en aquel círculo.

- Según parece, Antonieta no se fastidia -dijo el viejo señor de Pamiers.

- El afecto que tengo por esa mujercita me hace tomar ahora un singular pasatiempo -le respondió la princesa guardando su tabaquera.

- Querida tía -dijo el duque, cesando en sus paseos-, estoy desesperado. Sólo un hombre de Bonaparte sería capaz de exigir tamañas inconveniencias a una mujer distinguida. Sea dicho entre nosotros, Antonieta pudo haber elegido mejor.

- Querido -respondió la princesa-, los Montriveau son muy antiguos y bien emparentados; tienen toda la alta nobleza de Borgoña. Si desapareciesen los Rivaudoult d' Arschoot, de la rama Dulmen, los Montriveau heredarían los bienes y los títulos de Arschoot; heredan por el bisabuelo.

- ¿Estáis segura?

- Lo sé mucho mejor que su padre, al que yo veía mucho y a quien se lo enseñé. Aunque caballero de las órdenes, se burló al oírlo; era un enciclopedista. Pero su hermano lo aprovechó bastante bien en la emigración. He oído decir que sus parientes del norte se portaron con él en forma perfecta ...

- Sí, ciertamente, el conde de Montriveau murió en San Petersburgo, donde lo encontré -dijo el señor de Pamiers-. Era un hombrote que tenía una increíble pasión por las ostras.

- ¿Cuántas comía, pues? -dijo el duque de Grandlieu.

- Diez docenas por día.

- ¿Sin sentir molestias?

- Absolutamente ninguna.

- ¡Es extraordinario! ¿No le dió la piedra, la gota, ni enfermedad alguna?

- No. Se sentía muy bien y murió de un accidente.

- ¡De un accidente! La naturaleza le había ordenado comer ostras le eran probablemente necesarias; porque, hasta cierto punto, nuestros gustos predominantes son condiciones de nuestra existencia.

- Soy de vuestro parecer -dijo la princesa sonriendo.

- Señora -dijo el marqués-, siempre entendéis maliciosamente las cosas.

- Sólo quiero haceros comprender que esas cosas serían muy mal interpretadas por una mujer joven -respondió ella.

Se interrumpió para decir:

- ¡Pero mi sobrina! ¡Mi sobrina!

- Querida tía -dijo el señor de Navarreins-, no puedo creer aún que haya ido a casa del señor de Montriveau.

- ¡Bah! -dijo la princesa.

- ¿Qué pensáis de eso, señor de Pamiers? -preguntó el marqués.

- Si la duquesa fuese una ingenua, yo creería ...

- Pero mi pobre señor, una mujer que ama se vuelve ingenua. ¿Estáis envejeciendo, pues?

- ¿Qué hacer, en fin? -dijo el duque.

- Si mi cara sobrina es prudente -respondió la princesa-, irá esta noche a la Corte; por fortuna estamos a lunes, día de recepción. Tratad de rodearla bien y desmentir esos rumores ridículos. Hay mil medios de explicar las cosas; y si el marqués de Montriveau es un hombre galante, se prestará de mil amores a ello. Haremos entrar en razón a estos niños ...

- Pero es difícil hacerle frente a Montriveau, querida tía. Es un discípulo de Bonaparte y tiene una posición. ¡Cómo, pues! Es un señor de la época, tiene un mando importante en la Guardia, es muy útil en ella y carece de ambición. A la primer palabra que le disguste es capaz de decirle al rey: Aquí tenéis mi dimisión, dejadme tranquilo.

- ¿Qué ideas tiene, pues?

- Muy malas.

- Verdaderamente -dijo la princesa-, el rey sigue siendo lo que fue siempre, un jacobino flordelisado.

- ¡Oh, un poco moderado! -dijo el señor de Pamiers.

- No, lo conozco hace mucho. El hombre que decía a su mujer el día en que asistió a su primer gran cubierto: He ahí nuestra gente, mostrándole la corte, no podía ser sino un facineroso. Vuelvo a encontrar a Monsieur en el Rey. El mal hermano, que tan mal votaba en su banca de la Asamblea Constituyente, debe pactar con los liberales, dejarlos hablar y discutir. Esa filosofía santurrona será tan pebgrosa para el menor como para el primogénito; pues ignoro si su sucesor podrá librarse de los obstáculos que ese hombre de pequeño espíritu se complace en crearle; por otra parte, lo execra, y sería dichoso si pudieea decirse al morir: No reinará mucho tiempo.

- Querida tía, es el Rey, tengo el honor de pertenecerle, y ...

- Pero, querido, ¿vuestro cargo os quita el derecho de hablar? Sois de tan buena casa como los Borbones. Si los Guise hubieran tenido algo más de resolución, Su Majestad hoy sería un pobre sire. A tiempo me voy de este mundo: la nobleza ha muerto. Sí, hijos míos, todo está perdido para vosotros. ¿Acaso la conducta de mi sobrina debía ocupar la atención de la ciudad? Ha hecho mal, no lo apruebo, un escándalo inútil es una falta. También yo dudo aún de esa locura: la eduqué yo, y bien sé ...

En aquel instante la duquesa salió de su tocador: había reconocido la voz de su tía y oído pronunciar el nombre de Montriveau. Vestía un traje de mañana, y cuando se mostró a todos, el señor de Grandlieu, mirando al azar por la ventana, vió regresar el coche de su sobrina, pero sin ella.

- Querida hija -le dijo el duque, tomándole la cabeza y besándola en la frente-, ¿no sabes, pues, lo que sucede?

- ¿Qué ocurre de extraordinario, querido padre?

- Todo París te cree en casa de Montriveau.

- Mi querida Antonieta, ¿verdad que no has salido de casa? -dijo la princesa, tendiéndole una mano que la duquesa besó con respetuoso afecto.

- No, querida madre, no he salido -respondió ella volviéndose para saludar a los otros-. Pero quise que todo París me creyera en casa del señor de Montriveau.

El duque levantó las manos al cielo, se las golpeó desesperadamente y se cruzó de brazos.

- Pero, ¿no sabes lo que resultará de esa locura? -dijo al fin.

La vieja princesa se había incorporado súbitamente y contemplaba a la duquesa que se ruborizó y bajó los ojos. Atrayéndola suavemente, la señora de Chauvry le dijo:

- Deja que te bese, mi pequeño ángel.

Luego la besó en la frente con mucho afecto, le apretó la mano y añadio, sonriendo:

- Ya no estamos en tiempos de los Valois, querida hija. Has comprometido a tu marido y tu estado en la sociedad. No obstante, vamos a tratar de repararlo todo.

- Pero, querida tía, no quiero reparar nada. Deseo que todo París sepa o diga que esta mañana yo estaba en casa del señor de Montriveau. Destruir tal creencia, por falsa que sea, es perjudicarme hasta el extremo.

- Querida hija, ¿quieres perderte, pues, y afligir a tu familia?

- Padre, sacrificándome a sus intereses, mi familia, sin quererlo, me ha condenado a irreparables desdichas. Podéis censurarme porque busco alivios, pero, ciertamente, me compadeceréis.

- ¡Tomaos, pues, tanto trabajo para establecer convenientemente a las hijas! -murmuro el señor de Navarrems al señor de Pamiers.

- Querida pequeña -dijo la princesa, sacudiendo de su ropa los granos de tabaco-, sé dichosa si lo puedes. No se trata de estorbar tu dicha, sino de armonizarla con los usos. Todos sabemos aquí que el matrimonio es una defectuosa institución atemperada por el amor Pero, al tomar un amante, ¿es necesario tender la cama en el Carroussel? Vamos, sé razonable y escúchanos.

- Escucho.

- Señora duquesa -dijo el duque de Grandlieu-, si los tíos fueran obligados a guardar a sus sobrinas, tendrían una situación en el mundo; la sociedad les debería honores, recompensas y tratamientos, como se los da a las gentes del Rey. No he venido, pues, a hablaros de mi sobrino, sino de vuestros intereses. Calculemos un poco. Si os complacéis en armar un escándalo, conozco al Sire, no lo quiero mucho. Langeais es bastante avaro, y el diablo en persona: se separará de vos, se guardará vuestra fortuna y os dejará pobre y en consecuencia sin consideración. Las cien mil libras de renta que habéis heredado últimamente de vuestra tía abuela materna, pagarán los placeres de sus queridas, y estaréis atada por las leyes, obligada a decir amén a todo eso. ¿Que el señor de Montriveau puede abandonaros? ¡Gran Dios, querida sobrina, no nos apresuremos, un hombre no os abandonará joven y bella! Sin embargo, hemos visto tantas lindas mujeres abandonadas, aun entre las princesas, que me permitiréis una suposición casi imposible, quiero creerlo. Si sucediera lo peor, ¿qué haríais sin marido? Cuidad, pues, el vuestro, como cuidáis vuestra belleza que es, al fin y al cabo, el paracaídas de las mujeres, tanto como lo es un marido. Supongo ahora que sois feliz y amada, no tengo en cuenta ningún suceso desdichado: siendo así, tendréis hijos, por suerte o por desgracia. ¿Qué haréis con ellos, otros tantos Montriveau? Y bien, no heredarán toda la fortuna de su padre. Pretenderéis darles toda la vuestra y él toda la suya. Nada más natural; pero las leyes estarán en contra vuestra. ¡Cuantos procesos hemos visto entablados por los hijos legítimos contra los hijos del amor! Los oigo resonar en todos los tribunales del mundo. Aunque tengáis el recurso de algún fideicomiso, si la persona en quien ponéis vuestra confianza os engañase, la justicia humana lo ignoraría, pero vuestros hijos quedarían arruinados. ¡Elegid, pues! Mirad en que alternativa os encontráis. De cualquier manera vuestros hijos serán sacrificados a las fantasías de vuestro corazón y sustraídos a su estado. Gran Dios, mientras sean pequeños serán encantadores; pero algun día oS reprocharían el haber pensado más en vos que en ellos. Bien lo sabemos nosotros, viejos gentiles hombres. Los niños se hacen hombres, Y los hombres son ingratos. ¿No he oído yo decir al joven Horn, en Alemania, mientras comía: Si mi madre hubiera sido honesta, yo sería príncipe reinante? Nos hemos pasado la vida oyendo ese si en boca e los plebeyos, y ese si ha hecho la revolución. Cuando los hombres no pueden acusar ni a su padre ni a su madre, acusan a Dios por su mala suerte. En suma, querida niña, estamos aquí para iluminaros. Y bien, en una palabra os daré un resumen para que lo meditéis: una mujer no debe nunca dar razon a su marido.

- Tío -dijo la duquesa-, he calculado tanto que no amaba. Entonces, como vos, veía intereses donde ya no hay para mí sino sentimientos.

- Pero querida pequeña, la vida es siempre una complicación de intereses Y sentimientos -replicó el señor de Pamiers-. Y para ser felices, sobre todo en la posición en que estáis, es necesario armonizar esos intereses con esos sentimientos. Se concibe que una costurera haga el amor según su fantasía; pero vos, tenéis una linda fortuna, una familia, un lugar en la corte, y no debéis tirarlo todo por la ventana. Para conciliado todo, ¿qué venimos a pediros? Que desviéis hábilmente la ley de las conveniencias, en lugar de violarla. Dios mío, tengo casi ochenta años y no recuerdo haber encontrado, bajo ningún régimen, un amor que valga el precio que queréis pagar por el de ese joven afortunado.

Con una mirada la duquesa impuso silencio al señor de Pamiers, y si Montriveau la hubiese visto, todo lo habría perdonado ...

- Todo eso tendría un lindo efecto en el teatro -dijo el duque de Grandlieu-, pero nada significa cuando se trata de vuestros parafernales, de vuestra posición y de vuestra independencia. No sois agradecida, mi cara sobrina. No encontraréis muchas familias cuyos parientes tengan el coraje necesario para invocar las enseñanzas de la experiencia y hacer entender el lenguaje de la razón a jóvenes cabezas locas. Renunciad a vuestra salvación en dos minutos, si os place condenaros. Pero reflexionad bien cuando se trata de renunciar a vuestras rentas. No conozco a ningún confesor que nos absuelva de la miseria. Me creo en el derecho de hablaros así, porque si os perdéis sólo yo podría ofreceros un asilo. Soy casi el tío de Langeais, y sólo yo tendría razón echándole a él la culpa.

- Hija mía -dijo el duque de Navarreins, despertando de una dolorosa meditación-, puesto que hablas de sentimientos déjame hacerte observar que una mujer que lleva tu nombre se debe a sentimientos diferentes de los que usa el vulgo. ¿Deseas, pues, darles ganancias a los liberales, a esos jesuitas de Robespierre que se esfuerzan en deshonrar a la nobleza? Hay ciertas cosas que una Navarreins no haría sin faltar a toda su casa. No serías la única deshonrada.

- vamos -dijo la princesa-, he ahí el deshonor. Hijos míos, no hagáis tanto ruido por el paseo de un coche vacío, y dejadme sola con Antioneta. Vendréis a cenar los tres conmigo: yo me encargo de arreglar convenientemente las cosas. Vosotros, los hombres, nada entendéis de esto; ya ponéis acritud en vuestras palabras, y no quiero veros reñir con mi querida hija. Hacedme, pues,el favor de retiraros.

Los tres gentileshombres, adivinando sin duda las intenciones de la princesa, saludaron a sus parientes; y el señor de Navarreins besó a Su hija en la frente, no sin decirle:

- Vamos, querida niña, sé prudente. Si lo quieres, todavía es tiempo.

- ¿No podríamos encontrar en la familia a algún buen muchacho que le buscase una querella a ese Montriveau? - dijo el señor de Pamiers descendiendo las escaleras.

- Mi chiquita -dijo la princesa, indicando a su discípula una pequeña silla baja, cuando estuvieron solas-, no conozco nada tan calumniado en este bajo mundo como lo son Dios y el siglo dieciocho pues, evocando las cosas de mi juventud, no recuerdo que una duquesa haya pisoteado las conveniencias sociales como tú lo has hecho. Los novelistas y los escritorzuelos han deshonrado el reino de Luis XV: no les creas nada. La Dubarry, mi querida, valía tanto como la viuda de Scarron, y era mejor persona. En mi tiempo, una mujer sabía guardar su dignidad en medio de las galanterías. Las indiscreciones nos han perdido: de ahí viene todo el mal. Los filósofos, esas gentes de nada que admitíamos en nuestros salones, han tenido la inconveniencia y la ingratitud de hacer el inventario de nuestros corazones, de desacreditarnos en masa, en detalle, y de denigrar al siglo. Mal ubicado para juzgar sea lo que fuese, el pueblo ha visto el fondo de las cosas, sin llegar a ver su forma. Pero en aquel tiempo, corazón mío, los hombres y las mujeres fueron tan notables como en cualquier otra época de la monarquía. Ninguno de vuestros Werther, ninguna de vuestras notabilidades (como ahora se llaman), ninguno de vuestros hombres de guante amarillo y cuyos pantalones disimulan la pobreza de sus piernas, ninguno, digo, atravesaría Europa disfrazado de buhonero, para irse a encerrar, con riesgo de su vida y desafiando los puñales del duque de Modena, en el gabinete de tocador de la hija del regente. Ninguno de vuestros pequeños tísicos con anteojos de concha se escondería, como Lauzun, durante seis semanas en un armario, para dade coraje a su amiga mientras estaba de parto. ¡Había más pasión en el dedo meñique del señor Jaucourt que en toda vuestra raza de disputadores que dejan a las mujeres por conseguir mejoras! ¡Encuéntrame hoy pajes que se dejen degollar hachar y enterrar bajo un piso, para ir a besar el dedo enguantado de una Konigsmarck! Verdaderamente, parecería que los papeles hubieran cambiado hoy, y que las mujeres deben sacrificarse por los hombres. Esos señores valen menos y se estiman en más de lo que valen. Créeme, querida, todas esas aventuras que se han hecho públicas y de las cuales se arman hoy para asesinar a nuestdo buen Luis XV, eran al principio secretas. A no ser por un montón e poetastros, rimadores y moralistas que se relacionaban con nuestras camareras y escribían calumnias, nuestra época hubiera tenido literariamente costumbres. Justifico al siglo, y no a sus orillas. Tal vez hubo en él cien mujeres de calidad perdidas; pero los bribones dicen que fueron un millar, como lo hacen los gacetilleros cuando evaluan los muertos del partido derrotado. Por otra parte, no sé qué cosa nos pueda reprochar la Revolución y el Imperio: ellos sí que han sido licenciosos, sin chispa, groseros. ¡Ah, me sublevan! ¡Son los retretes de nuestra historia! Este preambulo, querida niña -prosiguió tras una pausa- tiene por objeto llegar a decirte que, si Montriveau te gusta, eres dueña de amarlo a tu voluntad, siempre que puedas. Sé por experiencia que, a menos de encerrarte (y ya no se encierra hoy), harás lo que te plazca; y es lo que yo hubiera hecho a tu edad. Con la sola diferencia, mi pequeñita, de que yo no hubiera renunciado al derecho de hacer duques de Langeais. Por lo tanto, condúcete decentemente. El señor de Pamiers tenía razón: ningún hombre vale uno solo de los sacrificios con los cuales cometemos la locura de pagar su amor. Colócate en el estado de poder llamarte siempre la mujer del señor de Langeais, por si algún día te sucediera la desgracia de tener que arrepentirte. Cuando seas vieja, te sentiras dichosa de oir misa en la Corte y no en un convento de provincia, he ahí todo el asunto. Una imprudencia significará para tí una pensión, una vida errabunda y estar a merced de tu amante; tendrás que oír las impertinencias de mujeres que valdrán menos que tú, justamente porque fueron innoblemente hábiles. Era preferible mil veces ir a lo de Montriveau por la noche, en fiacre y disfrazada, que mandarle tu coche vacío en pleno día. ¡Eres una tontita, mi pequeña! Tu coche ha halagado su vanidad, tu persona le hubiera conquistado el corazón. Te he dicho lo que es justo y verdadero, pero no te quiero mal. Con tu falsa grandeza vives un atraso de dos siglos. Vamos, deja que arreglemos tus asuntos y digamos que Montriveau emborrachó a tu servidumbre para satisfacer su amor propio y comprometerte ...

- ¡En el nombre del cielo, tía, no lo calumniéis! -exclamó la duquesa.

- ¡Oh querida niña! -dijo la princesa, cuyos ojos se animaron-. Quisiera verte con ilusiones que no fuesen funestas, pero toda ilusión debe cesar. Si no fuera por mi edad, me enternecerías. Vamos, no des pesadumbre a nadie, ni a él ni a nosotros. Yo me encargo de satisfacer a todo el mundo; pero prométeme no dar, en adelante, ni un solo paso sin consultarme. Cuéntamelo todo, tal vez sea para tu bien.

- Tía, os prometo ...

- Decírmelo todo ...

- Sí, todo; todo lo que pueda decirse.

- Pero, corazón mío, lo que quiero saber es justamente lo que no podra decirse. Entendámonos bien. Vamos, déjame apoyar mis labios secos en tu linda frente. No, déjame a mí: te prohibo besar mis huesos. Los viejos tienen una cortesía propia ... Vamos, condúceme hasta mi carroza -dijo ella, después de haber besado a su sobrina.

- Querida tía, ¿puedo, entonces, ir a su habitación disfrazada?

- ¡Pero, sí! -dijo la vieja-. Eso puede ser negado siempre.

La duquesa no había entendido claramente sino aquella idea, en el sermon que la princesa acababa de dirigirle. Cuando la señora de Chauvry estuvo sentada en un rincón de su coche, la señora de Langeais le hizo un gracioso saludo y regresó a su habitación completamente feliz.

- Mi persona le hubiera conquistado el corazón. Dijo bien mi tía un hombre no debe rechazar a una linda mujer cuando ella sabe ofrecerse.

Por la noche, en el círculo de la señora duquesa de Berry, el duque de Navarreins, el señor de Pamiers, el señor de Marsay, el señor de Grandlieu y el duque de Maufrigneuse desmintieron victoriosamente los rumores ofensivos que corrían sobre la duquesa de Langeais. Tantos oficiales y personas atestiguaron haber visto a Montriveau pasearse en las Tullerías durante la mañana, que aquella estúpida historia fue cargada en la cuenta del azar, dócil en recibirlo todo. Es así que al día siguiente la reputación de la duquesa se volvió, a pesar de su coche, tan limpia y clara como el yelmo de Mambrino después de haber sido limpiado por Sancho. Sólo el señor de Ronquerolles, a las dos de la tarde, pasando junto a Montriveau en un desierto sendero del bosque de Boulogne, le dijo sonriendo:

- ¡Va bien tu duquesa! Ahora y siempre -agregó, aplicando un significativo golpe de látigo a su yegua que salió disparada como una bala.

Dos días después de su inútil escándalo, la señora de Langeais escribió al señor de Montriveau una carta que quedó sin respuesta como las precedentes. Esta vez había tomado sus medidas y sobornado a Augusto, el camarero de Armando. Es así como, a las ocho de la noche, fue introducida en casa de Armando y en una habitación muy diferente de aquella en que se había desarrollado la escena secreta. La duquesa supo entonces que el general no regresaría esa noche: ¿tendría dos domicilios? El camarero se negó a responder: la señora de Langeais había comprado la llave de aquella habitación, pero no toda la probidad de aquel hombre. Sola ya, vio sus catorce cartas abandonadas sobre un antiguo velador; no estaban ni arrugadas ni abiertas; no habían sido leídas. Al comprobarlo, cayó en un diván y perdió el conocimiento durante un minuto. Al volver en sí advirtió que Augusto le hacía respirar vinagre.

- Un coche, rápido -dijo ella.

No bien llegó el coche la duquesa descendió con una rapideZ convulsiva, regresó a su casa, se metió en cama y ordenó no recibir a nadie. Durante veinticuatro horas permaneció acostada, no permitiendo que se le acercara sino su camarera, la cual le trajo algunas tazas de infusión de hojas de naranjo. Suzette le oyó algunos lamentos, y vió lágrimas en sus ojos brillantes pero con ojeras. Dos días despues, tras haber meditado entre lágrimas de desesperación el partido que debía tomar, la señora de Langeais tuvo una conferencia con su encargado de negocios y le encomendó sin duda ciertos preparativos. Luego envió a buscar al viejo señor de Pamiers. Mientras aguardaba al comendador, se dedicó a escribirle al señor de Montriveau. El señor de pamiers fue exacto: encontró a su joven prima de mal color, abatida pero resignada. Eran las dos de la tarde: jamás aquella divina criatura había. estado tan poética como ahora, en la laxitud de su agonía.

- Quendo primo -le dijo-, vuestros ochenta años os valen esta cita. ¡Oh, no sonriáis, os lo ruego, delante de una pobre mujer agobiada por la desdicha! Sois un hombre galante, y quiero creer que las aventuras de vuestra juventud os han inspirado alguna indulgencia con las mujeres.

- Absolutamente ninguna -dijo él.

- ¿Ninguna?

- Las mujeres son dichosas con todo -repuso él.

- ¡Ah! Bien, estáis en el corazón de mi familia. Seréis, acaso, el último pariente, el último amigo a quien estreche la mano; puedo reclamaros, pues, un buen servicio. Hacedme, querido primo, un favor que no sabría pedirle ni a mi padre, ni a mi tío Grandlieu, ni a mujer alguna. Debéis comprenderme. Os suplico que me obedezcáis y olvidéis luego que me habéis obedecido, sea cual fuere la consecuencia de vuestros pasos. Se trata de ir a lo del señor de Montriveau con esta carta, de verlo, de mostrársela y de pedirle, como sabéis hacerla de hombre a hombre (ya que guardáis entre vosotros una probidad y un sentimiento que olvidáis con nosotras), pedirle que lea esta carta no en vuestra presencia, pues bien sé que los hombres se ocultan ciertas emociones. Para decidirlo os autorizo a decirle, si lo creéis necesario, que se trata de mi vida o de mi muerte. Si se digna ...

- ¡Dignarse! -dijo el comendador.

- Si se digna leerla -prosiguió la duquesa con dignidad-, hacedle una última observación. Lo veréis a las cinco, a esa hora él cena hoy en su casa, lo sé. Y bien, por toda respuesta debe venir a verme. Si tres horas después, si a las ocho no ha salido aún, todo estará dicho entre nosotros. La duquesa de Langeais habrá desaparecido de este mundo. No estaré muerta, querido, eso no; pero ningún poder humano logrará encontrarme sobre la tierra. Venid a cenar conmigo; tendré, al menos, un amigo que me asista en mis últimas angustias. Sí, querido primo, esta noche se decidirá mi vida; y, suceda lo que suceda, no podrá ser sino cruelmente fervorosa. Vamos, silencio: no quiero oír nada que se parezca a una observación o a un consejo. Hablemos, riamos -agregó, tendiéndole una mano que besó él afectuosamente-. Seamos como dos viejos filósofos que saben gozar de la vida hasta el instante de su muerte. Me adornaré, seré coqueta para vos: tal vez seáis el último hombre que vio la duquesa de Langeais.

El señor de Pamiers no respondió nada, sáludó, tomó la carta y cumplió el encargo. Regresó a las cinco y encontró a su prima cuidadosamente arreglada, deliciosa en fin. El salón estaba ornado de flores como para una fiesta: la comida fue exquisita. Como nunca la duquesa lucio las galas de su ingenio, y se mostró al anciano tan atrayente como en el mejor de sus días. Al principio el comendador quiso ver en tales aprestos una broma de mujer joven; pero de vez en cuando aquella falsa magia de seducción palidecía. A veces la veía temblar, como sobrecogida por un terror súbito; a veces parecía escuchar en el silencio. Entonces, si él le preguntaba:

- ¿Qué tenéis?

- ¡Chist! -respondía ella.

A las siete lo abandonó un instante, y volvió luego, pero vestida como lo hubiera podido estar su camarera para un viaje. Reclamó el brazo y la compañía del viejo, tomó un coche de alquiler y ambos estuvieron a la puerta del señor de Montriveau a las ocho menos cuarto.

Entre tanto, y durante aquel tiempo, Armando meditaba la carta siguiente:

Amigo mío, sin vuestro conocimiento he pasado algunos instantes en vuestra habitación y he recogido mis cartas. ¡Oh Armando, entre nosotros no puede haber indiferencia, y el odio procede en otra forma! Si me amáis, interrumpid ese juego cruel: me mataríais. Más tarde os desesperaríais al entender cuán amado erais. Si, desgraciadamente, os he comprendido, si no sentís por mí otra cosa que aversión, la aversión comporta desprecio y disgusto; en ese caso toda esperanza me abandona, porque los hombres no vuelven de esos dos sentimientos. Por terrible que sea, este pensamiento traerá consuelos a mi largo dolor: no sentiréis remordimientos por mi causa. ¡Remordimientos! ¡Oh, Armando, que yo los ignore! Si os causara yo uno solo ... No, no quiero deciros qué estragos haría en mí. Viviré, y no podré ya nunca ser vuestra mujer. Después de haberme dado enteramente a vos en pensamiento, ¿a quién podría darme, pues? A Dios. Sí, los ojos que habéis amado un instante ya no verán ninguna cara de hombre; ¡y ojalá quiera cerrarlos la gloria de Dios! No escucharé ninguna voz humana, después de haber oído la vuestra, tan dulce al principio y tan terrible ayer; y digo ayer, porque siempre estoy en el día siguiente de vuestra venganza; ¡que la palabra de Dios pueda consumirme, pues! Entre su colera y la vuestra no habrá para mí, amigo mío, sino lágrimas y oraciones. ¿Os preguntáis, acaso, por qué os escribo? ¡Ay, no me censuréis.porque aún tenga una vislumbre de esperanza y arroje un suspiro a la vida felíz antes de abandonarla para siempre! Estoy en una horrible situación. Tengo toda la serenidad que comunica al alma una gran resolución, y siento aún los últimos rezongos de la tormenta. En esa terrible aventura que tanto me ligó a vos, Armando, vais del desierto al oasis, conducido por un buen guía, mientras que yo me arrastro del oasis al desierto, y vos me resultáis un guía sin piedad. Sin embargo, amigo mío, sólo vos podéis comprender la melancolía de las últimas miradas que arrojo a la dicha, y sois el único a quien podría quejarme sin enrojecer. Si me acogéis, seré dichosa; si sois inexorable, expiare mis culpas. En fin, ¿no es natural que una mujer quiera permanecer en la memoria de su amante revestida de todos los sentimientos nobles? ¡Oh, querido mío, dejad que vuestra criatura se sepulte con la creencia de que la encontrareis grande! Vuestras severidades me han hecho reflexionar, y, desde que os amo totalmente, me he hallado menos culpable de lo que pensáis. Escuchad, pues, mi justificación, os la debo: y vos, que lo sois todo para mí en este mundo, me debéis al menos un instante de justicia.

Por mis propios dolores sé ahora cuánto os han hecho sufrir mis coqueterías; pero yo vivía entonces en una completa ignorancia del amor. En cambio, vos estáis en el secreto de esas torturas, y me las imponéis. Durante los ocho primeros meses que me habéis acordado, no conseguisteis haceros amar. ¿Por qué, amigo mío? No sabría yo decirlo, así como no sé decir por qué os amo ahora. Ciertamente, halagada me sentía yo de verme el objeto de vuestros discursos apasionados y de recibir vuestras miradas de fuego; pero me dejabais fría y sin deseos. No, yo no era mujer, puesto que no concebía ni la abnegación ni la felicidad de vuestro sexo. ¿De quién es la culpa? ¿No me habríais despreciado, si me hubiese entregado a vos fríamente? Acaso la sublimidad de nuestro sexo consista en poder darse sin recibir ningún placer: ¿hay algún mérito en abandonarse a goces conocidos y ardientemente deseados? Ay, amigo mío, sabed que tales pensamientos venían a mí cuando era tan coqueta con vos; pero ya os encontraba tan grande que no quería darme a vos de lástima ... ¡Qué palabra acabo de escribir! ¡Ah, he recogido en vuestra habitación mis cartas, las tiré al fuego, arden! No sabrás nunca todo el amor, toda la pasión, toda la locura que revelaban ... Me callo, Armando: me detengo, nada quiero decir ya de mis sentimientos. Si mis votos no han sido escuchados de alma a alma, tampoco yo, la mujer, podré obtener vuestro amor, como no sea de lástima. Y quiero ser amada irresistiblemente, o despiadadamente abandonada. Si os negáis a leer esta carta, la quemaré. Si tres horas después de haberla leído no sois mi esposo para siempre, no tendré vergüenza de que obre en vuestras manos: el orgullo de mi desesperación garantizará mi memoria, y mi fin será digno de mi amor. Vos mismo, no encontrándome ya sobre la tierra, no pensaréis sin temblor en una mujer que durante tres horas no respiró sino para agobiaros con su ternura, en una mujer consumida por un amor sin esperanza, y fiel, no a goces compartidos, sino a sentimientos ignorados. La duquesa de Lavalliere lloraba una dicha perdida, tras un poderío eclipsado; mientras que la duquesa de Langeais será dichosa con su llanto y continuará siendo un poder para vos. Sí, me echaréis de menos. Bien sé que yo no era de este mundo, y os doy gracias por habérmelo probado. Adiós, ya no tocaréis mi hacha: la vuestra era la del verdugo, la mía es la de Dios; la vuestra mata, la mía salva. Vuestro amor era mortal, no sabía soportar el desdén y la burla; el mío todo lo puede sufrir sin desfallecer, porque es eternamente vivaz. Ah, experimento un júbilo sombrío al aplastaros, a vos, que os creéis tan grande, y al humillaros con la sonrisa calma y protectora de los ángeles débiles que asumen, al acostarse a los pies de Dios, el derecho y la fuerza de velar por los hombres. No habéis tenido sino pasajeros deseos, mientras que la pobre religiosa os iluminará con sus ardientes plegarias y os cubrirá siempre con las alas del amor divino. Presiento vuestra respuesta Armando, y os doy cita en el cielo. Amigo, la fuerza y la debilidad son allí igualmente admitidas; porque ambas hacen sufrir. Este pensamiento apacigua las agitaciones de mi última prueba. Estoy tan serena, que temería no amarte ya, si no fuera por ti que abandono el mundo.

Antonieta.

- Querido primo -dijo la duquesa no bien llegaron a lo de Montriveau-, hacedme el favor de preguntar en la puerta si está en casa.

El comendador, obedeciendo como los hombres del siglo dieciocho, descendió, fue y volvió con un sí que hizo temblar a la duquesa. Entonces ella le estrechó la mano, se dejó besar por él en las dos mejillas y le rogó que se fuese sin espiarla ni querer protegerla.

- Pero, ¿y los que pasan? -dijo él.

- Nadie puede faltarme al respeto -contestó ella.

Fueron las últimas palabras de la mujer a la moda y de la duquesa. El comendador se fue. La señora de Langeais quedó en el umbral de aquella puerta, y, envolviéndose en su abrigo, esperó que diesen las ocho. Expiró la hora. Aquella desventurada mujer se concedió aún diez minutos, un cuarto de hora, creyendo ver en aquel retardo una nueva humillación; y la fe la abandonó entonces. No pudo contener esta exclamación: Oh Dios mío. Fueron las primeras palabras de la carmelita. Después abandonó aquel umbral funesto.

Montriveau tenía una conferencia con algunos amigos: los instó a que se diesen prisa, pero su reloj atrasaba, y se dirigió al hotel de Langeais en el momento en que la duquesa, dominada por una fría rabia, huía a pie por las calles de París. Lloraba cuando alcanzó la calle de Enfer. Allá, por última vez, miró a París humeante, ruidoso y envuelto en la roja atmósfera creada por sus luces; luego tomó un coche de plaza y salió de aquella ciudad para no volver nunca. Cuando el marqués de Montriveau llegó al hotel Langeais no encontró a su amante y se creyó burlado. Corrió entonces hasta la casa del señor de Pamiers y en seguida fue recibido por el buen viejo que a la sazón se ponía su robe de chambre pensando en la felicidad de su joven prima. Montriveau le lanzó una de esas terribles miradas cuya conmoción eléctrica sacude igualmente a hombres y mujeres.

- Señor, ¿os habéis prestado a una broma cruel? -exclamó-. Vengo de casa de la señora de Langeais, y la servidumbre dice que ha salido.

- Sin duda, por vuestra culpa, ha ocurrido una gran desgracia -respondió el comendador-. Dejé a la duquesa en vuestra puerta ...

- ¿A qué hora?

- A las ocho menos cuarto.

- Os saludo -dijo Montriveau dirigiéndose precipitadamente a su casa para preguntarle al portero si había visto esa noche a una mujer en la puerta.

- Sí, señor, una bella mujer que parecía muy desgraciada. Lloraba como una Magdalena, sin hacer ruido y manteniéndose derecha como una pica. Al fin lanzó un Dios mío que, con vuestro perdón sea dicho, nos desgarró el corazón a mi esposa y a mí, que estábamos allá sin que ella lo advirtiese. Luego se fue.

Aquellas pocas palabras hicieron palidecer a ese hombre tan firme. Escribió algunas líneas al señor de Ronquerolles, se las mandó al punto y subió a su departamento.

Hacia medianoche llegó el marqués de Ronquerolles.

- ¿Qué tienes, mi buen amigo? -preguntó viendo al general.

Armando le tendió la carta de la duquesa, para que la leyese.

- ¿Y bien? -preguntó Ronquerolles.

- A las ocho estaba en mi puerta y a las ocho y cuarto ha desaparecido. ¡La perdí, y la amo! ¡Ah, si la vida me perteneciera, me habría hecho saltar ya la tapa de los sesos!

- ¡Bah, bah! -dijo Ronquerolles-. Cálmate. Las duquesas no vuelan como los pajaritos. No hará ella tres leguas por hora; mañana nosotros haremos seis.

- ¡Ah, peste! -agregó-. La señora de Langeais no es una mujer ordinaria. Mañana nos pondrémos todos a caballo. Por la policía sabremos a dónde ha ido. Necesita un coche: esos ángeles no tienen alas que yo sepa. Ya se encuentre en viaje, ya esté en París, la encontraremos de cualquier modo. ¿No tenemos el telégrafo para detenerla sin seguirla? Serás dichoso. Pero, querido hermano, has cometido una falta muy propia de los hombres de tu energía: medís las otras almas con las vuestras y tendéis las cuerdas de la humanidad sin saber en qué punto se rompen. Si me hubieras consultado te habría dicho: Sé exacto.

- Hasta mañana, pues, -concluyó, estrechando la mano de Montnveau que permanecía mudo-. Duerme, si puedes.

Pero los más grandes recursos de los cuales se hayan investido hombres de Estado, reyes, ministros, banqueros o cualquier otro poder humano, fueron derrochados inútilmente. Ni Montriveau ni sus amigos encontraron el menor rastro de la duquesa. Evidentemente se habia enclaustrado. Montriveau resolvió explorar o hacer explorar todos los conventos del mundo: necesitaba a la duquesa, aunque costase la vida de toda una ciudad. Para hacer justicia a ese hombre extraordinario, es preciso decir que su apasionado furor despertaba cada día con el mismo fuego, y que duró cinco años. Sólo en 1829 el duque de Navarreins supo, casualmente, que su hija se había ido a España como camarera de lady Julia Hopwood, y que había dejado en Cádiz a esa dama, sin que lady Julia advirtiese que la señorita Carolina era la ilustre duquesa cuya desaparición ocupaba tanto la atención de la alta sociedad parisina.

Los sentimientos que animaron a los dos amantes cuando se vieron al fin en la reja de las Carmelitas y en presencia de una madre sUperiora, serán comprendidos ya en toda su extensión; y su violencia, despertada tanto en una como en otra parte, explicara sin duda el desenlace de esta aventura.

En 1823, muerto el duque de Langeais, su mujer quedaba libre. Antonieta de Navarreins vivía consumida por el amor en una roca del Mediterráneo; mas el Papa podía anular los votos de la hermana Teresa. La felicidad comprada con tanto amor podía florecer aún para los dos amantes. Estos pensamientos hicieron volar a Montriveau de Cádiz a Marsella y de Marsella a París. Algunos meses después de su llegada a Francia, un brick de comercio, armado en guerra, partía del puerto de Marsella y tomó la ruta de España. El barco estaba fletado por numerosos hombres de distinción, casi todos franceses, que, apasionados por el Oriente, querían visitar sus comarcas. Los grandes conocimientos de Montriveau sobre las costumbres de aquellos países lo hacían un precioso compañero de viaje, y aquellos señores le rogaron que se les uniera, invitación que el general aceptó complacido. El ministro de guerra lo nombró entonces lugarteniente general y lo puso al mando de la artillería para facilitarle aquel viaje de placer.

Veinticuatro horas después de su partida, el brick se detuvo al noroeste de una isla y a la vista de las costas españolas. Se había elegido una nave lo bastante fina de carena y liviana de mástiles como para que pudiese anclar sin peligro a una media legua de los arrecifes que de aquel lado defendían seguramente la isla de cualquier abordaje. Si barcas o habitantes de la isla descubrieran el brick en aquel sitio, no concebirían al principio ninguna inquietud. Luego fue fácil justificar su estacionamiento: antes de llegar a vista de la isla, Montriveau hizo enarbolar el pabellón de los Estados Unidos. Además, los tripulantes contratados para la expedición eran americanos y sólo hablaban el inglés; uno de los compañeros del señor de Montriveau los embarco a todos en una chalupa y los alojó en un pequeño albergue de la villa, donde los mantuvo en tal estado de embriaguez que no les dejó libre la lengua. Luego hizo correr el rumor de que el barco estaba montado por buscadores de tesoros, gentes conocidas por su fanatismo en los Estados Unidos y de los cuales un escritor de aquel país ha tratado la historia. De ese modo, la presencia de la nave en los arrecifes fue suficientemente explicada. Según decía el pretendido contramaestre, los armadores y pasajeros del barco buscaban allí los restos de un galeón zozobrado en 1778, con los tesoros enviados de México. Las gentes y autoridades del país no preguntaron más.

Armando y los abnegados amigos que lo secundaban en la dificil empresa pensaron desde un principio que ni la astucia ni la fuerza podían lograr la libertad o el rapto de la hermana Teresa por el lado de la villa. Entonces, de común acuerdo, aquellos hombres audaces resolvieron tomar el toro por las astas: pensaron en abrirse un camino hasta el convento por los mismos lugares en que todo acceso parecía impracticable, y en vencer a la naturaleza como el general Lamarque la había vencido en el asalto de Caprea. En esta circunstancia, las rocas de granito talladas a pique en el extremo de la isla les ofrecían menos asidero que el que habrían ofrecido las de Caprea a Montriveau, que estuvo en aquella increíble expedición, y las monjas les parecían más temibles que lo que lo fue sir Hudson-Lowe. Raptar a la duquesa con estruendo, los cubriría de vergüenza: valía tanto como poner sitio a la villa y el convento, y no dejar con vida a ningún testigo de su victoria, a la manera de los piratas. Para ellos aquella empresa sólo tenía dos fases posibles: o algún incendio, o algún hecho de armas que espantase a Europa sin explicarIe la razón del crimen; o algún rapto aéreo, misterioso, capaz de convencer a las monjas de que el diablo les había hecho una visita. Este último recurso triunfó en el consejo secreto realizado en París antes de la partida. Luego, todo había sido previsto para el éxito de una empresa que ofrecía una verdadera diversión a esos hombres cansados de los placeres de París.

Una especie de piragua excesivamente liviana, fabricada en Marsella sobre un modelo malayo, permitió navegar por los arrecifes hasta el sitio en que dejaban de ser practicables. Dos cables de alambre tendidos paralelamente a unos cuantos pies de distancia y con inclinaciones inversas, sobre los cuales debían deslizarse los cestos igualmente de alambre, servían de puente, como en China, para ir de un peñasco a otro. Los escollos fueron unidos, pues, entre sí, mediante un sistema de cables y cestos que se asemejaban a esos hilos sobre los que viajan ciertas arañas y con los cuales envuelven a un árbol; obra de instinto que los chinos, pueblo esencialmente imitador, fueron los primeros en copiar, históricamente hablando. Ni las olas ni los caprichos del mar podían deshacer esas frágiles construcciones. Los cables tenían suficiente juego como para ofrecer a los furores del oleaje aquella curva estudiada por el difunto ingeniero Cachin, el inmortal creador del puerto de Cherburgo, aquella línea sabia en la cual cesa el poder del agua iracunda; curva establecida sobre una ley hurtada a los secretos de la naturaleza por el genio de la observación, que es casi todo el genio humano.

Los compañeros del señor de Montriveau estaban solos en el barco: no eran visibles a la mirada de los hombres. Los mejores largavistas enfocados desde lo alto de los combeses por los marinos de las naves que pasaban, no habrían descubierto ni los cables perdidos en los arrecifes ni a los hombres ocultos en los peñascos. Después de once días de trabajos preparatorios, esos trece demonios humanos llegaron al pie del promontorio, levantado unas treinta toesas sobre el nivel del mar, bloque tan difícil de ser escalado por los hombres como podría serlo para un ratón el vientre liso de un vaso de porcelana. Afortunadamente, aquella masa de granito estaba hendida: su hendidura, cuyos labios tenían la rigidez de una línea recta, permitió fijar en ella, y a un pie de distancia, gruesas cuñas de madera en las cuales aquellos audaces trabajadores hundieron ganchos de hierro. Esos ganchos, previamente preparados, terminaban en una paleta agujereada, sobre la cual fijaron un escalón de abeto extremadamente liviano que se adaptaba a las muescas de un mástil tan alto como el promontorio y fijo en la roca. Con una habilidad digna de aquellos hombres de ejecución, uno de ellos, profundo matemático, había calculado el ángulo necesario para separar gradualmente los escalones superiores e inferiores del mástil a fin de ubicar en el medio del mismo el punto a partir del cual los escalones de la parte superior alcanzaban en abanico la cima del peñasco; la misma figura era dada, pero en sentido inverso, por los escalones de abajo. Aquella escalera, de una levedad milagrosa y de una solidez perfecta, costó veintidós días de trabajo. Una noche, un fósforo y la resaca del mar bastaban para hacer desaparecer eternamente sus rastros. De tal modo, ninguna indiscreción era posible y ninguna pesquisa contra los violadores del convento podía tener éxito alguno.

En lo alto de la roca existía una plataforma rodeada enteramente por el precipicio. Los trece desconocidos, examinando el terreno con sus anteojos, habían observado que, no obstante algunas asperezas, podrían llegar fácilmente a los jardines del convento, cuyos árboles eran lo bastante frondosos como para ofrecerles un seguro refugio. Allá era donde, seguramente, deberían decidir por qué medios se consumaría el rapto de la religiosa. Después de tan grandes esfuerzos no querían comprometer el éxito de la empresa, arriesgándose a ser vistos; por lo cual decidieron aguardar a que terminara el último cuarto de la luna.

Durante dos noches Montriveau permaneció envuelto en su manto y acostado sobre la roca. Los cantos litúrgicos de la noche y de la mañana le causaron indecibles delicias. Fue hasta el muro, a fin de poder oír la música del órgano, y se esforzó por distinguir una voz entre aquella masa de voces. Pero, no obstante el silencio, el espacio no dejaba llegar a sus oídos sino los vagos efectos de la música. Eran suaves armonías cuyos defectos de ejecución no se dejaban sentir, y de las cuales se desprendía el puro pensamiento del arte para comunicarse con el alma sin exigirle ni esfuerzos de atención ni fatigas de entendimiento. ¡Recuerdos terribles para Armando, cuyo amor reverdecia entero en aquella brisa de música en la cual le parecía oír aéreas promesas de felicidad! Al día siguiente de la última noche, descendió antes que el sol asomara, después de haber permanecido muchas horas con los ojos fijos en la ventana de una celda sin reja. Las rejas no eran necesarias sobre aquellos abismos. Armando había visto luz allí, durante toda la noche; y el instinto del corazón, que unas veces miente Y otras es verdadero, le había gritado: Ahí está ella.

- Ella está, ciertamente, allá, y mañana la tendré-se dijo, mezclando sus alegres pensamientos al tintineo de una campana que tañia lentamente.

¡Rareza del corazón! Amaba él con más apasionamiento a la religiosa debilitada por los raptos de amor, consumida por las lágrimas, los ayunos, las vigilias y las oraciones, a la mujer, en fin, de veintinueve años duramente probada, que lo que había amado a la joven superficial, a la mujer de veinticuatro años, a la sílfide. Pero los hombres de alma vigorosa, ¿no sienten acaso inclinación por las sublimes expresiones que santas desdichas o impetuosos motivos del pensamiento han grabado en el semblante de la mujer? La belleza de una mujer dolorida, ¿no es la más atrayente de todas para los hombres que llevan en su corazón un tesoro inagotable de consuelos y ternuras que derramar sobre una criatura graciosa en su debilidad y fuerte por el sentimiento? La hermosura fresca, coloreada, unida, lo lindo en una palabra, es el vulgar atractivo de los mediocres. Montriveau debía amar esos rostros en que el amor despierta entre los pliegues del dolor y las ruinas de la melancolía. ¿Un amante no hace brotar entonces, con la voz de sus poderosos deseos, a un ser nuevo, joven, palpitante, que sólo para él rompe una envoltura desdeñada por el mundo? ¿No posee entonces a dos mujeres: aquella que se presenta a los otros pálida, descolorida y triste, y la otra, la del corazón, la que nadie ve, un ángel que comprende la vida por el sentimiento y que no aparece en toda su gloria sino para las solemnidades del amor? Antes de abandonar su puesto, el general oyó débiles acordes, que partían de aquella celda, dulces voces llenas de ternura. Regresando a la base de las rocas donde le aguardaban sus amigos, Armando les confesó, en pocas palabras llenas de una pasión comunicativa y a la vez discreta, que jamás había gustado en su vida tanta felicidad.

Al siguiente día por la noche, once compañeros decididos se izaron en las tinieblas hasta la cima de la roca, llevando cada uno un puñal, una provisión de chocolate y todos los instrumentos necesarios al oficio de ladrón. Llegados al muro de cintura, lo franquearon mediante algunas escalas que habían construido ex profeso, y se hallaron entonces en el cementerio del convento. Montriveau reconoció la extensa galería abovedada por la cual había sido llevado antes, y las ventanas de aquel recinto. Rápidamente trazó un plan que fue adoptado en el acto: entrar por la ventana del locutorio que iluminaba la parte del recinto reservada a las carmelitas; penetrar en los corredores, ver si los nombres de las monjas estaban escritos en cada celda, llegar a la de la hermana Teresa, sorprender a la religiosa durante su sueño, envolverla y raptarla. Todas las partes del programa eran fáciles para hombres que unian a la audacia y habilidad de los forzados los conocimientos propio de la gente de mundo, y a los cuales les era indiferente dar una puñalada como precio del silencio.

En dos horas fue cortada la reja de la ventana. Tres hombres quedadon de facción afuera y otros dos permanecieron en el locutorio. Los demás con los pies desnudos se apostaron de trecho en trecho para vigilar toda la extensión del claustro, en el cual se aventuró Montriveau, escondido detrás de un joven compañero, el más hábil entre todos, Enrique de Marsay, que por prudencia se había vestido con un hábito de carmelita exactamente igual a los del convento. El reloj daba las tres de la mañana cuando Montriveau y la falsa monja llegaron al dormitorio. Pronto reconocieron la situación de las celdas. Después no oyendo ningún rumor, leyeron a la luz de una linterna sorda los nombres afortunadamente escritos en cada puerta y acompañados de esas divisas místicas y de esos retratos de santos o de santas con que las religiosas expresan el nuevo rumbo de sus vidas. Llegado a la celda de la hermana Teresa, Montriveau leyó la siguiente inscripción: ¡Sub invocatione sanctae matris Theresiae! La divisa era: Adoremus in aeternum. De pronto su compañero le puso una mano en el hombro y le mostró una viva claridad que iluminaba las losas del corredor por la hendidura de la puerta. El señor de Ronquerolles se les unió en aquel momento:

- Todas las religiosas están en la iglesia -dijo-. Han iniciado el oficio de difuntos.

- Yo me quedo -respondió Montriveau-. Replegaos en el locutorio y cerrad la puerta de este corredor.

Entró vivamente, precedido por la falsa monja que se había levantado el velo. En la antecámara de la celda vieron entonces a la duquesa muerta, extendida en tierra sobre la tabla de su lecho e iluminada por dos cirios. Ni Montriveau ni Marsay dijeron una palabra: no lanzaron un solo grito; pero se miraron entre sí. Luego el general hizo un gesto que quería decir: Llevémosla.

- ¡Huid! -les gritó Ronquerolles-. La procesión de las religiosas ya se pone en marcha. Vais a ser sorprendidos.

Con la mágica rapidez que un deseo extremado comunica a los movimientos, la muerta fue llevada al locutorio, pasada por la ventana y transportada al pie de los muros, en el momento en que la abadesa, seguida de las monjas, llegaba para recoger el cuerpo de la hermana Teresa. La religiosa encargada de custodiar a la difunta había cometido la imprudencia de abandonarla para entrar en lo íntimo de su celda y curiosear sus secretos; tan distraída estaba en eso, que nada oyo del rapto; y al salir quedó espantada no encontrando ya el cuerpo. Antes de que aquellas mujeres estupefactas se recobrasen de su asombro, la duquesa había sido bajada con una cuerda hasta la base del promontorio, y los compañeros de Montriveau habían destruido su obra. A las nueve de la mañana ningún rastro quedaba de la escalera ni de los puentes de cables; el cuerpo de la hermana Teresa estaba a bordo; tras recoger a sus tripulantes, el brick desapareció en el día. Montriveau permaneció en su cabina con Antonieta de Navarreins, en cuyo rostro, durante algunas horas, resplandeció para él aquella hermosura sublime debida a la calma particular que la muerte presta a nuestros despojos mortales.

- ¡Ah, eso! -dijo Ronquerolles a Montriveau, cuando lo vio reaparecer en el combés-. Era una mujer, y ahora es nada. Atemosle una bala en cada pie y arrojémosla al mar. Y no pienses en ella, sino como pensamos en un libro leído durante nuestra infancia.

- -repuso Montriveau-, pues esto no es más que un poema.

- Al fin te muestras cuerdo. Ten pasiones, en adelante. En cuanto al amor, es necesario ubicarlo bien; y sólo el último amor de una mujer puede satisfacer el primer amor de un hombre.

Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacQuinta parteBiblioteca Virtual Antorcha