Índice de La duquesa de Langeais de Honoré de BalzacSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

TERCERA PARTE

Una noche se hallaba en lo de una de sus amigas íntimas, la señora vizcondesa de Fontaine, rival humilde que la odiaba cordialmente y no dejaba de acompañarla nunca: especie de amistad armada, de la cual desconfía cada una, y cuyos confidentes son hábilmente discretos, aunque pérfidos algunas veces. Después de haber distribuido pequeños saludos protectores o desdeñosos con el aire natural de la mujer que conoce todo el valor de sus sonrisas, sus ojos se detuvieron en un hombre que le era completamente desconocido, pero cuya fisonomía ancha y grave le sorprendió. Al verlo, sintió ella una emoción muy parecida al miedo.

- Querida -le preguntó a la señora de Maufrigneuse- ¿quién es ese recién venido?

- Un hombre del cual habéis oído hablar sin duda, el marqués de Montriveau.

- ¡Ah, es él!

Tomó sus lentes y lo examinó muy impertinentemente, tal como lo haría con un retrato que recibe y no devuelve las miradas.

- Presentádmelo, pues. Debe ser divertido.

- Querida, nadie es tan fastidioso y sombrío como él. Pero está de moda.

Sin saberlo, el señor Armando de Montriveau era, en ese instante, objeto de una curiosidad general, y la merecía más que todos esos ídolos pasajeros de los cuales París tiene necesidad y se enamora por algunos días, a fin de satisfacer aquella pasión de entusiasmo ficticio que lo trabaja periódicamente. Armando de Montriveau era el hijo único del general de Montriveau, uno de esos presentes que sirvieron a la República con nobleza y que fue muerto cerca de Joubert, en Novi. Por atención de Bonaparte, el huérfano había ingresado en la escuela de Chálons, y, lo mismo que otros hijos de generales muertos en el campo de batalla, gozaba de la protección de la República francesa. Habiendo salido de la escuela sin ninguna especie de fortuna, entró en la artillería, y no era más que jefe de batallón cuando el desastre de Fontainebleau. El arma a la cual pertenecía Armando de Montriveau le había ofrecido pocas ocasiones de ascenso. En primer lugar, el número de los oficiales es en ella más limitado que en los otros cuerpos; además, las opiniones liberales y casi republicanas que profesaba la artillería y los temores que inspiraban al Emperador aquellos hombres sabios y acostumbrados a reflexionar, se oponían a la fortuna militar de la mayor parte de ellos. Es así que, contrariando las leyes ordinarias, los oficiales llegados al generalato no fueron siempre los más notables en el arma, sino mediocres a los cuales no se temía. La artillería formaba cuerpo aparte en el ejército, y no pertenecía a Napoleón sino en el campo de batalla. A tales causas generales, que pueden explicar los retardos sufridos en su carrera por Armando de MOntriveau, se unían otras inherentes a su persona y su carácter. Solo en el mundo, arrojado desde los veinte años a la tempestad de hombres en cuyo seno vivió Napoleón, y no teniendo interés alguno fuera de sí mismo, pronto a morir cada día, se había acostumbrado él a no vivir sino por una estima interior y por el sentimiento del deber cumplido. Era habitualmente silencioso, como lo son todos los hombres tímidos; pero su timidez no provenía de una falta de coraje, sino de cierto pudor que le prohibía toda demostración vanidosa. Su intrepidez en los campos de batalla no era fanfarrona: todo lo veía en ellos, podía dar tranquilamente un buen consejo a sus camaradas, e iba delante de las balas, pero agachándose para evitarlas. Era bueno, pero su reserva lo hacía pasar por altivo y severo. De un rigor matemático en todo, no admitía ninguna componenda hipócrita ni con los deberes de una posición ni con las consecuencias de un hecho. No se prestaba a nada vergonzoso ni pedía jamás nada para él; era, en fin, uno de esos grandes hombres desconocidos, lo bastante filósofos como para despreciar la gloria, que viven sin atarse a la vida porque no encuentran en ella ocasión de desarrollar su fuerza o sus sentimientos en toda su extensión. Se le temía, se le estimaba y se le quería poco. Los hombres nos permiten que nos elevemos por encima de ellos, pero no nos perdonan jamás que no descendamos hasta sus niveles. El sentimiento que acuerdan a los grandes caracteres va siempre acompañado de un poco de odio y temor. Para ellos el demasiado honor es una censura tácita que no perdonan ni a los vivos ni a los muertos. Después de los adioses de Fontainebleau, Montriveau, aunque noble y con títulos, fue puesto a media paga. Su probidad antigua escandalizó al MinisterIo de Guerra, donde bien conocían su fidelidad a los juramentos hechos al águila imperial. Durante los Cien Días fue nombrado coronel de la guardia, y quedó sobre el campo de batalla de Waterloo. Retenido en Bélgica por sus heridas, no se encontró en el ejército del Loira; pero el gobierno real no quiso reconocer los grados instituidos en los Cien Días, y Armando de Montriveau abandonó Francia. Llevado por su genio emprendedor, por aquella altura de pensamiento que hasta entonces habíase satisfecho en los azares de la guerra, y apasionado en su rectitud instintiva por los proyectos de una gran utilidad, el genera Montriveau se embarcó a fin de explorar al Alto Egipto y las partes desconocidas de Africa, las regiones centrales sobre todo, que provocan hoy tanto interés entre los sabios. Su expedición cientifica fue larga y desdichada: había recogido ya notas preciosas, destinadas a resolver los problemas geográficos e industriales tan ardientemente debatidos, y había llegado al corazón del Africa, no sin vencer muchos obstáculos, cuando por traición cayó en poder de una tribu salvaje. Fue despojado de todo, puesto en esclavitud y paseado durante dos años a través de los desiertos, amenazado de muerte y tan maltratado como un animal que sirve de juego a niños implacables. Su fuerza corporal y su constancia de ánimo le hicieron soportar todos los horrores del cautiverio; pero agotó casi toda su energía en su evasión, que fue milagrosa. Alcanzó la colonia francesa del Senegal, medio muerto, en harapos y sólo con recuerdos informes. Los inmensos sacrificios de su viaje, el estudio de los dialectos africanos, sus descubrimientos y observaciones, todo fue perdido. Un solo hecho bastará para dar una idea de sus torturas: durante algunos días, los hijos del scheik de la tribu que lo tenía prisionero usaron su cabeza como blanco, en un juego que consistía en arrojarle huesos de caballo. Montriveau regresó a París a mediados del año 1818, y se encontró arruinado, sin protectores y sin quererlos.

Se hubiera dejado morir cien veces antes de solicitar cualquier cosa, aun el reconocimiento de sus derechos adquiridos. La adversidad y sus dolores habían desarrollado su energía hasta en las pequeñas cosas, y el hábito de conservar su dignidad de hombre frente a ese otro ser moral que llamamos conciencia, daba precio a sus actos al parecer más indiferentes. Sin embargo, sus relaciones con los principales sabios de París y con algunos militares instruidos no tardaron en hacer conocer sus méritos y sus aventuras. Los detalles de su evasión y de su cautiverio, como asimismo los de su viaje, revelaban tanta sangre fría, espíritu y bravura, que muy pronto, sin saberlo, adquirió aquella celebridad pasajera de que los salones de París son tan pródigos, y que exige a los artistas esfuerzos inauditos cuando quieren perpetuarla. Hacia el final del año su posición cambió súbitamente: de pobre se hizo rico, o tuvo al menos exteriormente las ventajas de la riqueza; el gobierno real, queriendo atraerse algunos hombres de mérito a fin de fortalecer el ejército, hizo entonces concesiones a los antiguos oficiales cuya lealtad y carácter conocidos ofrecían garantías de fidelidad. El señor de Montriveau fue restablecido en su jerarquía, cobró sus sueldos atrasados y fue admitido en la guardia real; y tales favores le llegaron sin que hubiera hecho él la menor demanda, ya que sus amigos le ahorraron los trámites de rigor. Luego, contra sus hábitos que se modificaban de pronto, llegó al gran mundo que le acogió favorablemente y en el que recibió testimonios generales de alta estima. Al parecer, había encontrado algún desenlace a su vida; pero en él todo era íntimo y nada tenía de exterior. Mostraba en sociedad una figura grave y recogida, silenciosa y fría; y tuvo éxito justamente porque contrastaba con la masa de fisonomías convencionales que amueblan los salones de París, en los cuales apareció él como algo novedoso. Su palabra tenía la concisión de los grandes solitarios y de los salvajes: su timidez fue tomada por altura y agradó mucho. Tenía un no sé qué de extraño y de grande, y las mujeres se sintieron atraídas por ese caracter original tanto más cuanto escapaba a sus hábiles adulaciones y al manejo con que saben ellas enredar a los hombres más poderosos y corroer los espíritus más inflexibles. El señor de Montriveau no entendía nada de aquellas monerías parisienses, y su alma no podía responder sino a las sonoras vibraciones de los bellos sentimientos. Hubiera sido prontamente olvidado, a no ser por la poesía que resultaba de sus aventuras por los comentadores que lo elogiaban y por el triunfo de amor propio que alcanzaría la mujer de quien él se ocupase. También la curiosidad de la duquesa de Langeais era tan viva como natural. Por obra de la casualidad aquel hombre le había interesado la víspera, cuando oyó referir una de las escenas que, entre todas las del viaje de Montriveau, producían mayor impresión en las móviles imaginaciones de la mujer. En una excursión a las fuentes del Nilo, el señor de Montriveau sostuvo con uno de sus guías el debate más extraordinario que se conozca en los anales de viaje. Había que atravesar un desierto, y sólo a pie podía llegarse al sitio de la exploración; además, sólo un guía era capaz de llevarlo a ese sitio. Hasta entonces nadie había logrado penetrar en aquella región donde el intrépido oficial creía encontrar la solución de numerosos problemas científicos. A pesar de las advertencias que le hicieron los ancianos del país y el mismo guía, inició aquel temible viaje: armándose de todo su valor aguzado ya por el anuncio de las terribles dificultades que debería vencer, partió una mañana; y, después de haber marchado todo el día, se acostó por la noche en la arena, gustando la fatiga desconocida que le procuraba la movilidad del suelo, el cual parecía huir debajo suyo. Sin embargo, sabía que al amanecer del día siguiente le sería preciso continuar la marcha; pero el guía le había prometido que al promediar la nueva jornada terminarían el viaje. Tal promesa le dio coraje, multiplicó sus fuerzas; y, a pesar de sus padecimientos, retomó la ruta no sin maldecir un poco a la ciencia; con todo, guardó el secreto de sus penas, deseoso de no exteriorizarlas delante de su guía. Había ya caminado una tercera parte del día cuando, sintiéndose desfallecer y con los pies ensangrentados, le pregunto al guía si faltaba poco para llegar. Una hora respondió el otro. Armando encontró en su alma fuerzas como para una hora, y prosiguió la marcha; pero la hora transcurrió sin que viera, ni aun en el horizonte de arenas tan vasto como el del mar, las palmeras y las montañas cuyas cumbres debían anunciarle el término de la expedición. Se detuvo entonces, amenazó al guía, se le negó a marchar y le reprocho el haberle engañado; luego, lágrimas de cólera y de fatiga corrieron sobre sus mejillas inflamadas; estaba encorvado por el dolor creciente del camino y su garganta le parecía coagulada por la sed del desierto. El guía, inmóvil, escuchaba sus quejas con aire irónico, sin dejar de estudiar, con la aparente indiferencia de los orientales, los imperceptibles accidentes de aquella arena casi tan negruzca como el oro oscurecido.

Me he equivocado -anunció fríamente-; hace mucho tiempo que no hago este camino y no logro reconocer los rastros; vamos bien, pero debemos andar todavía dos horas.

Este hombre tiene razón -pensó entonces el señor de Montriveau-. Luego echóse a andar, siguiendo al africano implacable al cual le parecía estar ligado con un hilo, como el condenado lo está invisiblemente a su verdugo. Pero las dos horas pasan, el francés ha gastado las últimas gotas de su energía y el horizonte puro no deja ver ni palmeras ni montañas. Ya no encuentra gritos ni lamentos: ahora se acuesta en la arena para morir, pero sus miradas habrían espantado al hombre mas intrépido: parecían anunciar que no deseaba morir solo. Su guía, como un verdadero demonio, le respondía con una ojeada calmosa, señal de poderío, y lo dejaba en el suelo, no sin mantenerse a una distancia que le permitiera escapar a la desesperación de su víctima. El señor de Montriveau halló al fin algunas fuerzas con que lanzar su imprecación última. Pero el guía se le acercó, lo miró fijamente, le impuso silencio y le dijo:

¿No habías querido, contra nuestros consejos, ir al sitio adonde te conduzco? Me reprochas haberte engañado; si no lo hubiera hecho, no estarías aquí. Quieres la verdad, y te la digo: tenemos aún cinco horas de marcha y no podemos volver sobre nuestros pasos. Sondea tu corazón: si no tienes bastante coraje aquí tienes mi puñal.

Sorprendido ante aquella terrible alianza entre el dolor y la fuerza humana, el señor de Montriveau no quiso mostrarse inferior a un bárbaro; y extrayendo de su orgullo europeo una nueva dosis de coraje se levantó para seguir a su guía. Las cinco horas habían expirado, el señor de Montriveau no divisaba nada todavía y dirigió a su hombre un ojo moribundo; pero entonces el nubio lo cargó sobre sus espaldas, lo levantó algunos pies y le hizo ver a una centena de pasos un lago circunscripto de verdura y de una admirable floresta, iluminado por los fuegos del sol poniente. Habían llegado a cierta distancia de una especie de inmenso banco de granito, bajo el cual aquel paisaje se hallaba como sepultado. Armando creyó renacer; y su guía, ese gigante de inteligencia y de bravura., acabó su obra de fidelidad llevándolo por los senderos cálidos y pulidos apenas trazados en la piedra. Veía de un lado el infierno de las arenas, y del otro el paraíso terrestre del más hermoso oasis.

La duquesa, ya impresionada por el aspecto de aquel poético personaje, lo fue mucho más aún al saber que veía en él al marqués de Montriveau con el cual había soñado esa noche. Haberse encontrado con él en las ardientes arenas del desierto, haberlo tenido como compañero de pesadilla, ¿no era en una mujer de su carácter un delicioso presagio de diversión? Jamás hombre alguno tuvo mejor que Armando la fisonomía de su carácter y el don de intrigar las miradas: su cabeza grande y cuadrada tenía como trazo característico una enorme y abunante cabellera negra que le rodeaba el rostro hasta darle un gran parecido con el general Kleber, al cual se asemejaba en el vigor de su frente, en el corte de su cara, en la audacia tranquila de sus ojos y en la especie de fogosidad que expresaban sus trazos salientes. Era pequeño, ancho de busto y musculoso como un león. Cuando caminaba, su apostura, su andar, su menor gesto traicionaban no sé qué seguridad en la fuerza que imponía, y algo también de despotismo: parecía saber que nada podía oponerse a su voluntad, acaso porque no quería él nada que no fuera justo. Sin embargo, como todas las personas realmente fuertes, era suave al hablar, simple en sus maneras y naturalmente bueno. Sólo que todas aquellas hermosas cualidades debían desaparecer en las circunstancias graves en que el hombre se vuelve implacable en sus sentimientos, fijo en sus resoluciones y terrible en sus actos. El observador habría podido ver en la comisura de sus labios un repliegue habitual que anunciaba inclinaciones a la ironía.

La duquesa de Langeais, sabiendo qué valor pasajero tendría la conquista de aquel hombre, mientras la duquesa de Maufrigneuse iba a buscarlo para presentárselo resolvió convertirlo en uno de sus amantes, darle ventaja sobre los otros, sujetarlo a ella y extremar con él todas sus coqueterías. Fue una fantasía, un puro capricho de duquesa con el cual Lope de Vega o Calderón han escrito El perro del hortelano. Quiso que aquel hombre no fuera de ninguna mujer, y no imaginó pertenecerle ella.

La duquesa de Langeais había recibido de la naturaleza todas las cualidades necesarias para representar el papel de coqueta, y su educación las había perfeccionado aún. Razón tenían las mujeres al envidiarla y los hombres al amarla. Nada le faltaba de aquello que puede inspirar amor, justificado y perpetuado. Su género de belleza, sus modos, su hablar y su apostura, se armonizaban para dotarla de una coquetería natural que en la mujer parecería ser la conciencia de su poderío. Era bien formada, y descomponía sus movimientos quizás con demasiada complacencia, sola afectación que se le pudo reprochar. Todo se armonizaba en ella, desde el más pequeño gesto hasta la intención particular de sus frases y la manera hipócrita con que dejaba caer su mirada. El carácter predominante de su fisonomía era una nobleza elegante que no destruía la movilidad muy francesa de su persona. Aquella actitud, siempre cambiante, tenía un prodigioso atractivo sobre los hombres: debía de ser, acaso, la más deliciosa de las amantes cuando deponía su corset y los arreos de su representación. En efecto, todas las alegrías del amor estaban latentes en la libertad de sus miradas expresivas, en los mimos de su voz y en la gracia de sus palabras: quería dejar entrever que había en ella una noble cortesana mal oculta en las religiones de la duquesa. Los que se sentaban junto a ella durante una velada la veían a ratos alegre y a ratos melancólica, sin que tuviera el aire de fingir la melancolía o el júbilo: según sus intenciones, sabía ser afable, despreciativa, impertinente o confidente. Parecía buena y lo era en efecto: dada su situación, nada le obligaba a descender hasta la maldad. Por momentos se mostraba confiada o astuta, conmovedoramente tierna o dura y seca hasta romper el corazón. Pero no es necesario acumular todas las antítesis femeninas para pintarla, sino decir que era lo que quería ser o parecer. Su rostro, un tanto alargado, tenía una gracia y una finura que evocaba los de la Edad Media: pálida y ligeramente rosada era su tez; todo en ella, diríamos, pecaba por exceso de delicadeza.

El señor de Montriveau se dejó presentar complacientemente a la duquesa de Langeais, la cual, siguiendo el hábito de las personas a quienes un gusto exquisito salva de las vulgaridades, lo acogió sin agobiarlo de preguntas ni de cumpliementos, pero con una especie de gracia respetuosa que debía halagar a un hombre superior, pues la superioridad supone en un hombre un poco de aquel tacto que hace adivinar a las mujeres todo cuanto es sentimiento. Si manifestó ella cierta curiosidad, fue con la mirada; si lo cumplimentó, fue con sus maneras; y desplegó ante él aquel fino juego de palabras y aquel ansia de agradar que sabía traducir ella como ninguna. Pero toda su conversación no fue, en cierto modo, sino el cuerpo de la carta: tenía que haber allí un post-scriptum en que el pensamiento principal sería dicho. Cuando el señor de Montriveau pareció querer retirarse discretamente, después de media hora de conversaciones insignificantes en las que sólo el acento y las sonrisas daban valor a las palabras, la duquesa lo retuvo con un gesto expresivo:

- Señor -le dijo-, ignoro si los breves instantes en que tuve el placer de conversar con vos os han ofrecido el agrado suficiente como para permitirme invitaros a mi casa; temo que haya demasiado egoísmo en querer teneros en ella. Si fuese yo tan dichosa que convinieseis en ello, me encontraréis siempre por la noche, hasta las diez.

Estas frases fueron dichas en un tono tan coqueto, que el señor de Montriveau no pudo menos que aceptar la invitación. Cuando regresó al grupo de hombres que se mantenían a cierta distancia de las mujeres, algunos de sus amigos lo felicitaron, medio en serio y medio en broma, por aquella acogida extraordinaria que le había dispensado la duquesa de Langeais. Aquella difícil, aquella ilustre conquista ya estaba decididamente hecha, y su gloria se había reservado para la artillería de la Guardia. Fácil es imaginar las bromas inocentes y malévolas que aquel tema, una vez admitido, sugirió en uno de aquellos salones parisienses en que tanto se gusta de diversiones y donde las chanzas duran tan poco que cada uno se apresura a cosecharlas en flor.

Tales bagatelas halagaron al general en cierta medida. Desde el sitio en que se había retirado, sus miradas fueron atraídas hacia la duquesa, y mil reflexiones indecisas ocuparon su mente: no dejaba él de confesarse que, entre todas las mujeres cuya belleza había seducido sus ojos, ninguna le había mostrado una expresión más deliciosa de las virtudes, defectos y armonías que la imaginación más juvenil pudiera desear en una amante. ¿Qué hombre, sea cual fuera su posición, no ha sentido en su alma el gozo indefinible de encontrar en una mujer que ha elegido por suya las triples perfecciones morales, físicas y sociales que le permiten ver en ella todos sus deseos cumplidos? Si no es todavía una causa de amor, ese halagador conjunto es, ciertamente, uno de los más grandes vehículos del sentimiento. Sin la vanidad -decía un profundo moralista del siglo pasado- el amor es un convaleciente. Hay, ciertamente, tanto para el hombre como para la mujer, un tesoro de placeres en la superioridad de la persona amada. ¿No es, acaso, mucho, por no decirlo todo, saber que nuestro amor propio no sufrirá jamás por su causa; que ella es bastante noble como para no recibir jamás las heridas de una mirada desdeñosa, bastante rica para rodearse de un esplendor igual al que usan los reyes efímeros de la finanza, bastante espiritual como para no ser humillada con una fina broma y bastante hermosa como para ser la rival de todo su sexo? He aquí ciertas reflexiones que un hombre puede hacer en un abrir y cerrar de ojos. Pero si la mujer que se las inspira le ofrece al mismo tiempo, en el futuro de su pasión incipiente, las cambiantes delicias de la gracia, la ingenuidad de un alma virgen, los mil pliegues del vestido de las coquetas y los peligros del amor, ¿no es todo esto capaz de sacudir el corazón del hombre más frío? He ahí la situación en que se encontraba el señor de Montriveau con respecto a la mujer, y su extraño pasado garantizaba, en algún modo, la rareza del hecho. Lanzado muy joven al huracán de las guerras francesas y habiendo vivido siempre en los campos de batalla, sólo conocía de la mujer lo que un viajero apresurado que va de un albergue a otro puede conocer de un país. A su edad era tan nuevo en amor como lo es un joven que acaba de leer a Faublas a escondidas. Todo lo sabía de la mujer, pero nada del amor; y su virginidad de sentimientos le inspiraba deseos completamente nuevos. Algunos hombres, llevados por los trabajos a que los condenó la miseria o la ambición, el arte o la ciencia, así como el señor de Montriveau había sido llevado por el curso de la guerra y los acontecimientos de su vida, llegan a conocer tan singular situación y la confiesan raramente. En París todos los hombres deben ser amados: no hay mujer que quiera al que no fue querido por otra. Del temor de ser tomado por un tonto proceden en Francia las mentiras en la fatuidad general, porque pasar por tonto significa no ser del país. En aquel momento el señor de Montriveau fue a la vez presa de un violento deseo, un deseo magnificado por los calores del desierto, y de un movimiento del corazón cuyo reclamo ardiente no había conocido hasta entonces. Tan fuerte como violento, aquel hombre supo refrenar sus emociones; pero, no sin hablar de cosas indiferentes, se abstrajo en sí mismo y se juró poseer aquella mujer, único pensamiento por el cual le era dado entrar en el amor. Su deseo tomó la forma de un juramento hecho a la manera de los arabes con quienes había vivido y para los cuales el juramento es un contrato firmado entre ellos y su destino y al que deben subordinarlo todo, hasta la propia muerte. Un joven se hubiera dicho: Quisiera tener por amante a la duquesa de Langeais. Y otro: El que lograse hacerse amar de la duquesa sería un dichoso bribón. Pero el general se dijo: Tendre por amante a la señora de Langeais. Cuando un hombre virgen de corazón y para el cual el amor se hace una religión concibe un pensamiento semejante, no sabe en qué infierno acaba de poner el pie.

El señor de Montriveau se escapó bruscamente del salón y regresó a su casa, devorado ya por los primeros accesos de su primera fiebre amorosa. Si, mediada su edad, un hombre conserva aún las creencias, las ilusiones, la franqueza y la impetuosidad de su infancia, su primer gesto es, por así decirlo, el de tender la mano hacia lo que desea; luego, cuando ha sondeado las distancias casi imposibles de franquear que lo separan del objeto, se siente presa, como los niños, de una especie de asombro o de impaciencia que agranda el valor del objeto deseado; entonces tiembla y llora. De igual modo, al día siguiente, después de las reflexiones más tormentosas que le hubiesen turbado el alma, Armando de Montriveau se halló bajo el yugo de una verdadera presión amorosa. La mujer, tan caballerescamente tratada en la víspera, se había convertido en el más santo y temible de los poderes. Desde entonces, ella fue para él el mundo y la vida. El solo recuerdo de las más leves emociones que le había hecho sentir ella hacía palidecer sus más grandes alegrías y los más vivos dolores sufridos antaño. Las revoluciones más rápidas sólo turban los intereses del hombre, mientras que una pasión vuelca todos sus sentimientos. Ahora bien, en los que viven más por el sentimiento que por el interés, en los que tienen más alma y sangre que espíritu y linfa, un amor real produce un cambio completo de existencia. De un solo golpe y con una sola reflexión, Armando de Montriveau anuló, pues, toda su vida pasada. Después de haberse preguntado veinte veces, como un niño: ¿Iré?, ¿No iré?, se vistió, fue al hotel de Langeais y fue recibido, no por la mujer, sino por el ídolo que había contemplado la víspera, bajo la forma de una fresca y pura joven vestida de gasas y velos. Llegaba impetuosamente para declararle su amor, como si se tratase del primer cañonazo en un campo de batalla. ¡Pobre escolar! Encontró a su porosa sílfide envuelta en un oscuro peinador hábilmente ahuecado, lánguidamente acostada en el diván de un oscuro tocador. La señora de Langeais no se levantó siquiera ni le mostró más que una cabeza cuyos cabellos aparecían en desorden, aunque sujetos con un velo. Luego, con una mano que en el claroscuro producido por la luz de una sola bujía le pareció a Montriveau de una blancura de mármol, ella le hizo ademán de que se sentara, y le dijo con una voz tan dulce como la claridad que la rodeaba:

- Ah, señor marqués, si hubierais sido algún amigo de confianza o algun indiferente que me interesara poco, no os hubiera recibido. Me encontráis espantosamente indispuesta.

Armando se dijo: Voy a irme.

- Pero -continuó ella lanzándole una mirada cuyo fuego atribuyó el ingenuo militar a la fiebre- no sé si es el presentimiento de vuestra vsita, que con tanto interés esperaba, el que ha mejorado mi dolencia.

- Puedo quedarme entonces -le dijo Montriveau.

- ¡Ah, me disgustaría veros partir! Esta mañana me decía, justamente, que no debí haberos causado la menor impresión y que sin duda habíais considerado mi invitación como una de esas frases vacías prodigadas al azar por los parisienses. Desde ya perdonaba vuestra ingratitud: un hombre que llega del desierto no está obligado a saber cuán exclusivo es nuestro arrabal en sus amistades.

Aquellas graciosas palabras, murmuradas a medias, cayeron una a una y llegaron como cargadas del sentimiento alegre que parecía dictarlas. La duquesa quería recoger todos los beneficios de su jaqueca, y su especulación tuvo un franco éxito. El pobre militar sufría realmente los falsos dolores de aquella mujer: como Crillon oyendo recitar la pasión de Jesucristo, estaba dispuesto a sacar su espada contra la jaqueca. ¿Cómo hablarle de amor a esa mujer enferma? Armando comprendió que sería ridículo disparar su amor a quemarropa sobre una mujer tan superior: en un solo pensamiento entendió todas las delicadezas del sentir y las exigencias del alma. ¿Amar no era saber rogar, mendigar, esperar? ¿No era preciso dar pruebas de aquel amor naciente? Se halló con la lengua inmóvil, congelada por las conveniencias del arrabal, por la majestad de la jaqueca y por las timideces del amor verdadero. Mas ningún poder del mundo pudo velar las miradas de sus ojos, en los cuales resplandecían el calor y la infinitud del desierto, ojos calmos, como los de las panteras, y sobre los que los párpados bajaban raramente. A ella le gustó mucho esa mirada fija que la bañaba en luces de amor.

- Señora duquesa -respondío él-, temo expresaros mal la gratitud que me inspiran vuestras bondades. En este momento sólo deseo una cosa: poder disipar vuestros males.

- Permitidme que me libre de esto: ahora tengo demasiado calor -dijo ella, haciendo saltar, con un movimiento lleno de gracia, el almohadón que le cubría los pies y mostrándolos en toda su claridad.

- Señora, en Asia vuestros pies valdrían casi diez mil cequíes.

- Cumplimiento de viajero -dijo ella sonriendo.

Aquella espiritual mujer se complació en embarcar al rudo Montriveau en una conversación llena de tonterías, lugares comunes Y contrasentidos, en la cual maniobró él, militarmente hablando, como lo habría hecho el príncipe Carlos con Napoleón. Se divirtió ella maliciosamente en reconocer la anchura de aquella pasión recién iniciada, en el número de tonteras que arrancó a ese principiante, al cual conducía por un laberinto inextricable en el que pensaba dejarlo avergonzado de sí mismo. Comenzaba, pues, por burlarse de aquel hombre al que, sin embargo, hacía olvidar el tiempo. La extensión de una primera visita es, a menudo, una lisonja, pero Armando no fue cómplice de ello. El célebre viajero se hallaba desde hacía una hora en aquel tocador, hablando de todo, no habiendo dicho nada y sintiéndose un instrumento manejado por aquella mujer, cuando la duquesa se incorporó, rodeó su cuello con el velo que tenía en la cabeza y, haciéndole los honores de una cura completa, llamó para que encendiesen las velas del recinto. A la inacción absoluta en que había permanecido hasta entonces sucedieron los movimientos más graciosos: volviéndose hacia el señor de Montriveau le dijo, en respuesta de una confidencia que le había hecho él y que pareció interesarle vivamente:

- Queréis burlaros de mí tratando de hacerme creer que no habéis amado nunca. He ahí la pretensión de todos los hombres ante nosotras. Lo creemos. ¡Pura cortesía! ¿No sabemos, acaso, a qué atenernos, por experiencia propia? ¿Qué hombre no ha encontrado en su vida alguna ocasión de enamorarse? Pero os complacéis en engañarnos, y nosotras lo permitimos, las muy tontas, porque vuestros engaños también son homenajes rendidos a nuestra superioridad en materia de sentimientos.

Esta última frase fue pronunciada con un acento lleno de altivez y orgullo que convirtió al amante novel en una piedra lanzada al abismo, y a la duquesa, en un ángel revoloteando hacia su cielo particular.

- ¡Diantre! -exclamó para sí Armando de Montriveau-. ¿Cómo decirle a esta mujer salvaje que la amo?

Se lo había dicho ya veinte veces; o, más bien, la duquesa lo había leído veinte veces en sus miradas, y hallado en la pasión de aquel hombre verdaderamente grande una diversión para ella, un interés que incorporar a su vida monótona. Se propuso entonces levantar en torno de ella una cantidad de obstáculos que le harían sufrir, antes de franquearle la entrada de su corazón. Juguete de sus caprichos, Montriveau debería quedar inmóvil, pero saltando de dificultad en dificultad, como uno de esos insectos que, atormentados por un niño, saltan de un dedo al otro creyendo avanzar, mientras su malicioso verdugo los mantiene en el mismo punto. Sin embargo, la duquesa reconoció con indecible placer que aquel hombre de carácter no mentía. En efecto, Armando no había amado nunca. Ya iba él a retirarse, descontento de sí mismo y más descontento de ella; pero la mujer adivinó con júbilo aquella rabieta que sabía poder disipar con una palabra, con una mirada o un gesto.

- ¿Vendréis mañana a la noche? -le dijo-. Voy al baile, y os esperaré hasta las diez.

Montriveau pasó la mayor parte del otro día sentado a la ventana de su habitación y fumando una indeterminada cantidad de cigarros. Así aguardó la hora de vestirse y de ir al hotel de Langeais. Gran piedad habría causado al que conociera el magnífico valor de aquel hombre, verlo convertido en un pequeño ser tembloroso, cuyo pensamiento, capaz de abrazar un mundo, reducíase ahora a las pequeñas proporciones del tocador de una mujercita. Pero tan decaído sentíase ya él mismo en su felicidad, que ni para salvar su vida hubiera confiado su amor al más íntimo de sus amigos. ¿No hay siempre algo de vergüenza en el pudor de un hombre que ama, y no será esa pequeñez lo que enorgullece a las mujeres? ¿No será, en fin, una cantidad de motivos de tal género lo que las lleva, sin eXplicárselo, a ser las primeras en traicionar el misterio de sus amores, misterio del cual se fatigan acaso?

- Señor -le dijo el camarero-, la señora duquesa no está visible. Os suplica que aguardéis aquí mientras se viste.

Armando comenzó a pasearse por el salón, estudiando el buen gusto que se advertía en los menores detalles: admirando las cosas que provenían de ella y revelaban sus costumbres, admiró a la vez a la señora de Langeais, antes de poder alcanzar su persona y sus ideas. Una hora después la duquesa salió de su cámara sin el menor ruido: Montriveau se volvió a ella, la vio llegar con la levedad de una somqra y tembló.

La duquesa se le aproximó sin decirle burguesamente: ¿Cómo me encontráis? Estaba segura de sí misma, y su recto mirar decía: Me he acicalado así para agradaros. Sólo el hada madrina de alguna princesa hubiera logrado disponer en el cuello de aquella coqueta la nube de gasa que lo circundaba y cuyos pliegues de vivos tonos armonizaban con el brillo satinado de la piel. La duquesa estaba resplandeciente: el azul claro de su vestido, cuyos adornos se repetían en las flores del peinado, parecía dar, con la riqueza del color, un cuerpo a sus formas frágiles y casi aéreas; y cuando al dirigirse rápidamente a él dejó flotar los dos extremos de la mascada que colgaba de sus flancos, el valiente soldado no pudo menos que comparada con los lindos insectos azules que giran sobre las aguas y entre las flores con las cuales parecen confundirse.

- Os hice esperar -dijo ella con el tono que saben adoptar las mujeres al dirigirse al hombre que desean agradar.

- Aguardaría pacientemente una eternidad, si al fin encontrara que la Divinidad es tan bella como lo sois. Pero no es un cumplimiento hablaros de vuestra hermosura: ella sólo puede ser sensible a la adoración. Dejad, pues, que sólo bese vuestra mascada.

- ¡Ah! -dijo ella con un gesto de orgullo-. Os estimo lo bastante como para ofreceros mi mano.

Le dio a besar su mano todavía húmeda. La mano de una mujer, cuando acaba de abandonar su baño de olor, conserva no sé qué frescura suave y qué aterciopelada blandura cuyo tacto acariciador va de los labios al alma. Y en un hombre que tiene tanta voluptuosidad en los sentidos como amor en el corazón, aquel beso, casto en apariencia, puede levantar una borrasca temible.

- ¿Me la tenderéis así siempre? -dijo humildemente el general, besando con respeto aquella mano peligrosa.

- -respondió ella sonriendo-. Pero no iremos más allá.

Tomó asiento y evidenció alguna torpeza en meterse los guantes, al querer deslizar sus dedos en la piel demasiado estrecha y mirar al mismo tiempo al señor de Montriveau, que admiraba alternativamente a la duquesa y la gracia de sus gestos reiterados.

- Ah, muy bien, habéis sido exacto, y yo amo la exactitud -dijo ella-. Su Majestad afirma que la exactitud es la cortesía de los reyes; pero, entre nosotros, yo la considero como la más respetuosa de las adulaciones. Decid, ¿no os parece así?

Luego lo atisbó nuevamente para expresarle una amistad engañosa, al encontrarlo mudo de felicidad y completamente dichoso con aquellas bagatelas. ¡Ah, la duquesa entendía maravillosamente su oficio de mujer! Sabía realzar a un hombre a medida que se achicaba y recompensado con huecas adulaciones a cada paso que daba para descender a las tonterías de la sentimentalidad.

- No olvidéis jamás de venir a las nueve.

- Sí, pero, ¿iréis al baile todas las noches?

- ¿Lo sé yo acaso? -respondió ella encogiéndose de hombros en un gesto infantil, como para confesar que toda ella era capricho y que un amante debería tomarla como era.

- Por otra parte -agregó-, ¿qué os importa? Vos me conduciréis.

- Por esta noche -dijo él-, será difícil. No estoy vestido convenientemente.

- Me parece -respondió ella mirándolo con orgullo- que si alguien debe sufrir ese inconveniente soy yo. Pero sabed, señor viajero, que el hombre cuyo brazo acepto está siempre sobre la moda, y nadie se atreverá a criticarlo. Veo que no conocéis el gran mundo, y os estimo más por eso.

Y lo arrojaba ya en las pequeñeces del gran mundo, tratando de iniciarlo en las vanidades de una mujer a la moda.

- Si ella quiere hacer una tontera por mí -se dijo Armando-, bien simple sería yo al impedírselo. Me ama sin duda, y su desprecio por el gran mundo no es mayor que el mío. ¡Vamos al baile!

Lo que la duquesa pensaba, sin duda, era que, al ver al general con botas y corbata negra, nadie dudaría en el baile que estaba apasionadamente enamorado de ella. Por su parte, dichoso de ver a la reina de la moda comprometerse por él, el general sacó ánimo de sus esperanzas. Seguro de agradar, desarrolló sus ideas y sus sentimientos sin la timidez que se lo había impedido la víspera: aquella conversación substancial, animada, llena de esas primeras confidencias tan agradables de decir como de escuchar, sedujeron a la señora de Langeais; pero no dejó de mirar maliciosamente al reloj, cuando sonaron las doce de la noche.

- ¡Ah, me hacéis faltar al baile! -dijo, expresando la sorpresa y el despecho por haberse olvidado. Luego justificó el cambio de sus goces, Con una sonrisa que hizo saltar el corazón de Armando.

- Se lo había prometido a la señora de Beauseant -agregó-. Me esperan todos.

- Id, pues, -le dijo el general.

- No, continuad -respondió ella-. Me quedo. Vuestras aventuras en Oriente me encantan. Contadme toda vuestra vida. Me gusta participar en los sufrimientos experimentados por un hombre de coraje, porque yo misma los siento.

Jugaba con su echarpe, lo retorcía y lo desgarraba en movimientos de impaciencia que parecían revelar un descontento interior y profundas reflexiones.

- Nosotros nada valemos -prosiguió ella-. ¡Ah, somos personas indignas, egoístas, frívolas! No sabemos sino aburrirnos a fuerza de diversiones: ninguno de nosotros comprende el sentido de su vida. Antaño, en Francia, las mujeres eran luces bienhechoras: vivían para aliviar a los que sufren, para exaltar las grandes virtudes, para recompensar a los artistas y animar sus vidas con nobles pensamientos. Nosotras tenemos la culpa, si el mundo se ha hecho tan pequeño. Me hacéis odiar el gran mundo y el baile. No, no os sacrifico gran cosa.

Acabó de romper su mascada, como un niño que, jugando con una flor, termina por arrancarle todos los pétalos: la envolvió, la tiró lejos, y pudo así mostrar su cuello de cisne. En seguida llamó:

- No saldré -dijo a su camarero.

Luego dirigió tímidamente sus grandes y azules ojos a Armando, como queriendo hacerle ver en aquella orden el consentimiento de un primero, de un gran favor.

- Habéis tenido bastantes penas -le dijo tras una pausa llena de pensamientos, y con la ternura que a menudo hay en la voz aunque no en el corazón de las mujeres.

- -respondió Armando-, hasta hoy no he sabido qué cosa era la felicidad.

- ¿Lo sabéis, entonces? -dijo ella mirándolo con un aire hipócrita y astuto.

- La felicidad, en adelante, no será para mí sino veros u oíros. Hasta hoy sólo había sufrido, pero ahora comprendo que puedo llegar a ser desdichado ...

- Basta, basta -dijo ella-. Idos, ya es medianoche, respetemos las conveniencias. Yo no fui al baile, vos estáis aquí. No demos que hablar a la gente. Adiós. No sé lo que diré, pero la jaqueca es una buena persona y no da nunca desmentidos.

- ¿Hay baile mañana? -preguntó él.

- Ya os acostumbraréis a ellos. Y bien, sí, mañana iremos aún al baile.

Al partir, Armando era el hombre más dichoso del mundo, y en adelante fue todas las noches a casa de la señora de Langeais y a la hora que, por un acuerdo tácitó, le había reservado. Para todos aquellos que tienen recuerdos parecidos sería fastidioso y redundante hacer seguir a este relato el mismo paso que llevaba el poema de aquellas conversaciones secretas, cuyo curso avanzaba o retrocedía según el capricho de una mujer, ya por una querella de palabras cuando el sentimiento era demasiado vivo, ya por una queja del sentimiento cuando las palabras no le respondían; aunque, para señalar el progreso de aquel trabajo a lo Penélope, tal vez fuera indispensable atenerse a las expresiones materiales del sentimiento. Es así que, algunos días después de su primer encuentro con la duquesa, el asiduo general había conquistado en toda propiedad el derecho de besar las insaciables manos de su amiga. Fuese donde fuese la señora de Langeais, allí estaba inevitablemente el señor de Montriveau al que ciertas personas, bromeando, llamaban el ordenanza de la duquesa. La posición de Armando le había conquistado ya no pocos envidiosos, celosos y enemigos, y la señora de Langeais había logrado su objeto: el marqués se confundía ya entre sus numerosos admiradores, y le servía para humillar a los que se jactaban de estar en su gracia, prefiriéndole públicamente a los otros.

- Decididamente -decía la señora de Serizy-, el señor de Montriveau es el hombre que más distingue la duquesa.

¿Quién no sabe lo que quiere decir en París ser distinguido por una mujer? De tal modo las cosas estaban perfectamente en regla. Lo que se había contado del general lo hacía tan temible, que los jóvenes abdicaron tácitamente sus pretensiones sobre la duquesa, y sólo permanecieron en su esfera para usufructuar la importancia que allí tenían, para servirse de su nombre y de su persona y para arreglárselas con ciertas potencias de segundo orden que se sentían encantadas de robarle un amante a la señora de Langeais. La duquesa tenía un ojo demasiado perspicaz para dejar de advertir aquellas deserciones y convenios de que su orgullo era víctima. Entonces, bien sabía ella, según el señor príncipe de Talleyrand que la estimaba mucho, cómo obtener un retoño de venganza, mediante una palabra de doble filo que dejaba caer ella sobre aquellos esponsales morganáticos. Su desdeñosa burla no contribuía mediocremente a hacerla temible y señalarla como una persona excesivamente espiritual. Así consolidaba ella su reputación de virtud, divirtiéndose con los secretos ajenos sin dejar que se divulgasen los suyos. Sin embargo, a los dos meses de aquella asiduidad, sintió en el fondo de su alma una especie de temor vago, al ver que el señor de Montriveau nada entendía de las finuras de la coquetería Saint-Germanesca y tomaba en serio los melindres parisienses. Ese hombre -le había dicho el viejo señor de Pamiers- es primo hermano de las aguilas: no lograréis amansarlo; y él, si no tenéis cuidado, os llevará a su aire. Al día siguiente de la noche en que el astuto viejo le había dicho esas palabras, en las cuales la señora de Langeais temió encontrar una profecía, trató ella de hacerse odiar; y se mostró dura, exigente, nerviosa y detestable con Armando, que la desarmó con una suavidad angélica. Aquella mujer conocía tan poco la ancha bondad de los grandes caracteres, que se sintió alcanzada por las graciosas bromas con que sus quejas fueron recibidas en un principio. Buscaba una querella, y encontraba pruebas de afecto. Entonces insistió.

- ¿En qué ha podido desagradaros un hombre que os idolatra? -le preguntó Armando.

- No me desagradáis -respondió ella tornándose de pronto dulce y sumisa-. Pero, ¿por qué queréis comprometerme? Sólo debéis ser un amigo para mí. ¿No lo sabíais? Quisiera encontrar en vos el instinto, las delicadezas de una verdadera amistad, a fin de no perder ni vuestra estima ni el placer que gozo a vuestro lado.

- ¿No ser más que vuestro amigo? -exclamó el señor de Montriveau, repitiendo tan terrible palabra-. Por las dulces horas que me acordáis os juro que me duermo y me despierto en vuestro corazón; y hoy, sin motivo alguno, os complacéis gratuitamente en matar las esperanzas secretas que me hacen vivir. Después de haberme hecho prometer tanta constancia y mostrar tanto horror a las mujeres que sólo tienen caprichos, ¿queréis darme a entender ahora que, semejante a todas las mujeres de París, tenéis pasiones y no amor? ¿Por qué, entonces, me habéis pedido la vida, y por qué, la habéis aceptado?

- Hice mal, amigo mío. Sí, una mujer hace mal en entregarse a tales embriagueces cuando no puede ni debe recompensarlas.

- Comprendo. Sólo habéis sido conmigo ligeramente coqueta, y ...

- ¿Coqueta? Odio la coquetería. Ser coqueta, Armando, es prometerse a varios hombres y no darse a ninguno; porque darse a todos es libertinaje. He ahí lo que yo he creído entender de nuestras costumbres. Pero hacerse melancólica con los humoristas, alegre con los indiferentes, política con los ambiciosos; escuchar a los charlatanes con aparente admiración, tratar de la guerra con los militares, apasionarse por el bien del país con los filántropos, dar a cada uno su pequeña dosis de adulación, todo eso me parece tan necesario como llevar flores en el cabello y lucir joyas, guantes y vestidos. El discurso es la parte moral de nuestra toilette: se pone y se quita como una toca de plumas. ¿A eso llamáis coquetería? Pero no os he tratado como a todo el mundo: con vos, amigo mío, he sido sincera. No he compartido siempre vuestras ideas, pero cuando tras una discusión me habéis convencido, ¿no me visteis dichosa? Os amo, en fin, pero sólo como le es permitido a una mujer religiosa y pura. He reflexionado: Armando, soy una mujer casada. Si la manera en que vivo con el señor de Langeais me deja libre el corazón, las leyes y conveniencias sociales me han quitado el derecho de disponer de mi persona. Sea cual fuere la posición que ocupa, una mujer deshonrada se ve despedida del mundo; y no conozco aún ningún ejemplo de hombre que haya sabido a qué lo comprometían nuestros sacrificios. Mejor aún, la ruptura que se prevé entre la señora de Beauseant y el señor de Ajuda (el cual dicen que se casa con la señorita de Rochefide) me ha probado que esos mismos sacrificios son la causa de vuestro abandono. ¡Si me amarais sinceramente dejaríais de verme por algún tiempo! Por mi parte, depondré toda vanidad, ¿no es eso algo? ¿Qué no se dice de una mujer hacia la cual no se inclina ningún hombre? ¡Ah, ella no tiene corazón, ni alma, ni espíritu, ni encanto sobre todo! ¡Oh, las coquetas no me perdonaran nada, y me negarán las cualidades que tanto les ha dolido encontrar en mí! Si me queda la reputación, ¿qué me importa ver mis ventajas discutidas por mis rivales? No serán ellas, ciertamente, mis herederas. ¡Vamos, amigo, dad alguna cosa a quien os sacrifica tanto! Venid menos a menudo, que no por eso os amare menos.

- ¡Ah! -respondió Armando, con la profunda ironía de un corazón herido-. El amor, según los escritorzuelos, no vive sino de ilusiones. Nada es más verdadero, sin duda, y veo que me será preciso imaginar que se me ama. Pero, mirad, hay pensamientos que, como ciertas heridas, son incurables: erais una de mis últimas creencias, y advierto ahora que todo es falso en este mundo.

Ella comenzó a sonreír.

- -agregó Montriveau con una voz alterada-. Vuestra fe católica, a la cual me queréis convertir, es una mentira que los hombres se inventan; la esperanza es una mentira que se alimenta del porvenir; el orgullo es una mentira mutua entre nosotros; la piedad, la sabiduría, el terror son otros tantos cálculos mentirosos. También mi dicha será, pues, una mentira, y es preciso que yo me estafe a mí mismo consintiendo en dar, en adelante, un luis por un escudo. ¡Si tan fácilmente podéis dispensaros de verme, si no me tenéis ni por amigo ni por amante, es porque no me amáis! Y yo, pobre loco, me digo eso, lo sé, y amo.

- Pero, por Dios, mi pobre Armando, os arrebatáis.

- ¿Me arrebato?

- Sí. Creéis que todo está en cuestión porque os hablo de prudencia.

En el fondo, estaba encantada de la cólera que desbordaba en los ojos de su amante: lo atormentaba en aquel instante, pero medía y juzgaba las menores alteraciones de su semblante. Si el general hubiera tenido la desgracia de mostrarse generoso y sin discusión, como suele suceder en ciertas almas cándidas, habría sido abandonado para siempre, convicto y confeso de no saber amar. La mayoría de las mujeres desean sentirse violadas en su moral: ¿no es, acaso, una de sus lisonjas eso de no querer ceder sino a la fuerza? Pero Armando no estaba lo bastante instruido como para ver la trampa hábilmente preparada por la duquesa. ¡Los hombres fuertes, cuando aman, tienen tanta niñez en el corazón!

- Si sólo queréis guardar las apariencias -dijo con ingenuidad- estoy dispuesto a ...

- ¡Conservar las apariencias! -exclamó ella, interrumpiéndolo-. Pero, ¿qué idea os hacéis de mí? ¿Os he dado el menor derecho a creer que pueda perteneceros?

- ¡Ah! -preguntó Montriveau-. ¿Y de qué hablamos entonces?

- ¡Pero, señor, me asustáis! No, perdón, gracias -añadió ella en tono frío-. Gracias, Armando: bien a tiempo me hacéis ver una Imprudencia; creedlo, amigo mío. Decidme, ¿sabéis sufrir? Yo también lo sabré. Dejaremos de vernos; y más tarde, cuando hayamos recobrado un poco de calma, nos ingeniaremos para encontrar una dicha aprobada por el mundo. Soy joven, Armando, y un hombre sin delicadeza le haria cometer no pocas tonterías a una mujer de veinticuatro años. ¡Pero vos! Vos seréis mi amigo, prometédmelo.

- La mujer de veinticuatro años sabe calcular -respondió él.

Luego se sentó en el diván del tocador y permaneció un instante con la cabeza entre las manos.

- ¿Me amáis, señora? -preguntó al fin levantando la cabeza y mostrándole un semblante lleno de resolución-. Decidlo valientemente: sí o no.

Aquella interrogación la asustó más que una amenaza de muerte recurso vulgar que impresiona poco a las mujeres del siglo diecinueve, sabiendo que los hombres ya no llevan espada; pero, ¿no hay efectos de pestañas y de cejas, contracciones de la mirada, temblores de labio que comunican el terror tan vivamente, tan magnéticamente expresado?

- ¡Ah! -dijo ella-. Si yo fuese libre, si ...

- ¿Cómo? -exclamó alegremente el general, paseándose a grandes pasos por el tocador-. ¿Sólo es vuestro marido el que nos estorba? Mi querida Antonieta, tengo un poder más absoluto que el del autócrata de todas las Rusias. Yo me entiendo con la Fatalidad: puedo, socialmente hablando, adelantarla o retrasarla según mi fantasía, como se hace con un reloj. En nuestra máquina política, ¿dirigir la Fatalidad no consiste en conocer los engranajes? Dentro de poco seréis libre: acordaos entonces de vuestra promesa.

- ¡Armando! -gritó ella-. ¿Qué queréis decir? ¡Gran Dios!, ¿creéis que yo pueda ser el precio de un crimen?, ¿queréis mi muerte?, ¿no tenéis, pues, ni un átomo de religión? En cuanto a mí, temo a Dios: aunque el señor de Langeais me haya dado el derecho de odiarle, no le deseo ningún mal.

El señor de Montriveau, que maquinalmente redoblaba una marcha con los dedos en el mármol de la chimenea, se limitó a contemplar a la duquesa con un aire tranquilo.

- Amigo mío -prosiguió ella-, respetadle. No me ama, no se conduce bien conmigo, pero tengo deberes para con él. ¿Qué no haría yo para evitarle las desdichas con que lo amenazáis? Escuchad -insistió tras una pausa-, no os hablaré ya de separación, vendréis aquí como siempre, os daré mi frente a besar; si alguna vez os lo he rehusado, era por pura coquetería, ciertamente. Pero, entendámonos -agregó ella, viendo cómo se le aproximaba-, me permitiréis aumentar el número de mis adoradores y recibirlos por la mañana en mayor número que antes: quiero redoblar mi liviandad, trataros mal en apariencia, fingir una ruptura. Vendréis un poco menos seguido, y luego ...

- Luego -repuso Montriveau-, ya no me hablaréis de vuestro marido. No debéis pensar más en ello.

La señora de Langeais guardó silencio.

- Al menos -dijo tras una pausa expresiva-, ¿haréis todo cuanto yo quiera, sin gruñir, sin ser malo? Decidlo, amigo mío. ¿No habeis querido asustarme? ¡Vamos, confesadlo! Sois demasiado bueno para concebir proyectos criminales. Pero ¿tenéis, acaso, secretos que yo ignoro? ¿Cómo podéis dominar la suerte?

- Soy demasiado dichoso para saber qué responderos, ahora que me confirmáis el don que me habíais hecho de vuestro corazón. Tengo confianza en vos, Antonieta: no tendré ni sospechas ni falsos celos. Pero si el azar os hace libre, nos uniremos.

- El azar, Armando -dijo ella con uno de esos lindos movimientos de cabeza que parecen llenos de cosas y que tales mujeres prodigan a la ligera como una cantante juega con su voz-, el puro azar. Sabedlo bien: si por vuestra culpa le sucede algo al señor de Langeais, jamás seré vuestra.

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