Omar Cortés


En el nombre de Dios

Primera edición cibernética, julio del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés



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1

Ite, missa est, escuchó con toda claridad al sacerdote. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amen, balbuceó piadosamente santiguándose.

Era esa la segunda misa que escuchaba en ese martes, y con la vista fija en el altar decidió quedarse un rato para meditar sobre sus actos.

Como buen católico, apostólico y romano que era, se hincó, y penetrado de un místico sentimiento religioso, unió sus manos, cerró los ojos y empezó a orar, y mientras lo hacía no pudo evitar que su mente comenzara a divagar por sus recuerdos buscando a qué anclarse, en qué sitio de su vida detenerse, a qué actos aferrarse ...

Su natal Matehuala, los estudios en Monterrey y en México, su trabajo en Excélsior, sus amigos, Concepción, Jiménez, Trejo, la Viuda de Altamira, los maristas, el club de fútbol ... su mente revoloteando, yendo y viniendo, comiéndose años y eructando meses, revoloteando, revoloteando sin encontrar dónde ubicarse ...

Santa María, madre de Dios ..., de manera mecánica oraba; y su mente sumida en ese constante revoloteo entre todos y cada uno de los veintisiete años de su vida ... ruega, señora, por nosotros ... ; el colegio de San Borja, su actividad como profesor de dibujo ... los pecadores ..., la Asociación Piadosa del Sagrado Corazón, el que con la espada mata, con la espada muere, su práctica de tiro en las soledades de La Villa de Guadalupe ... ahora y en la hora de nuestra muerte, amen ..., y sus pensamientos revoloteando de un lado para otro, sin encontrar descanso, picoteando aquí, picoteando allá.

Dios te salve, María, llena eres de gracia ..., el atentado de noviembre pasado, Vilchis, su crisis espiritual ... el Señor esté contigo ... ¡matar no es cristiano!, y su angustia, su búsqueda de consejo ... bendito sea tu nombre entre todas las mujeres ... y Concepción tajante, Pepe, nuestros problemas se resolverían con la muerte de ese trío ... Abrió de súbito sus ojos, interrumpió su oración y empezó a jadear sintiendo que le faltaba aire y su corazón le reventaba en pleno pecho. Un sudor frío escurrió por su frente al recordar que ese día era el día, el día señalado, el día en que debía cumplir su santa misión. Volteando, nervioso, para todos lados, imploró la ayuda de Dios, de la Virgen, de los Santos, de los Mártires, y tan sólo volvió a tranquilizarse cuando su vista encontró reposo en un crucifijo en el que se hizo la ilusión de ver a un atormentado y agonizante Cristo, que con la cabeza sangrando por la corona de espinas a ella ceñida, le miraba sonriéndole buscando infundir el valor que requería, la fe que momentáneamente había perdido, el aplomo necesario para hacer lo que habría de hacer. Los latidos de su corazón volvieron a su normal ritmo y su respiración se volvió tranquila.




2

Antes de abandonar el convento, sostuvo una larga plática con la abadesa de la Llata, después se despidió y salió a la calle.

Ya había realizado todas y cada una de las recomendaciones que en su momento recibió. Se alejó de su familia; fingió un largo viaje para dejar la impresión, entre quienes le conocían, de que por algunas semanas estaría ausente de la ciudad; a cada instante practicaba los ejercicios espirituales que le habían aconsejado; sabía que su misión representaba su fin, pero ... ¿acaso Jesús no murió en la cruz para redimir a la humanidad? Alguien tenía que hacer lo que se debía de hacer, y a él le había sido encomendada esa acción.

Detuvo su andar en un estanquillo de periódicos y compró El gran diario de México, lo dobló colocándolo bajo el brazo y entró en la primera cafetería que encontró. Desayunó, y al terminar extendió su periódico y empezó a hojearlo buscando en sus páginas información sobre su objetivo. No encontró mucho, en la edición de ese día El Universal no ofrecía meticulosos detalles de las actividades del recién electo presidente. Esto lo enfadó un poco, pidió la cuenta, pagó y abandonó la cafetería dejando en la mesa el diario que momentos antes había comprado.

Se encaminó a la cita que con Jiménez acordó el día anterior. Despreocupado caminaba hacia la farmacia y comenzó a recordar sus actividades de los dos últimos días. Desde tiempo atrás anduvo como perro de caza olfateando y siguiendo la pista de su presa, pero desde el domingo pasado, el asunto había adquirido una nueva dimensión. La orden de realizar, lo más pronto posible, lo que debía de hacer, ya le había sido transmitida, y por esa razón había ido el domingo hasta Tacuba. Pensaba que ahí podría hacerlo, pero no tuvo oportunidad; regresó a la ciudad y paciente esperó frente a la estación Colonia el arribo de su objetivo, pero tampoco ahí le fue posible cumplir la encomienda; fue al Parque Asturias, anduvo husmeando, buscando la manera, pero sus esfuerzos resultaron estériles. Definitivamente no encontró la ocasión propicia.

Arribó a la farmacia y de inmediato divisó a Jiménez. Con cautela y enorme rapidez, se dirigió a él para, discretamente, tomarle la mano y besarla. Hijo, escuchó, es hora ya de que del límpido cielo descienda el rayo vengador. Hay inquietud en el rebaño porque la voluntad del Señor no ha sido aún cumplida. Tan sólo alcanzó a dar un movimiento afirmativo con su cabeza, antes de que Jiménez, dándole la espalda, saliera de la farmacia y se perdiera entre los transeúntes.




3

De la farmacia se trasladó a las calles de Jalisco, y ahí anduvo, en las inmediaciones de la casa señalada con el número 185, dando vueltas, sin despertar sospecha alguna, fingiendo las mil y una triquiñuelas que durante su entrenamiento previo, sus instructores le enseñaron.

Desde la semana anterior cargaba con él, a donde iba, la pistola que le había obsequiado Manuel. Estaba consciente de los inconvenientes que ello representaba en cuanto a su movilidad, pero no existía otra opción; él sabía, porque bien lo había aprendido, que en el momento menos pensado se le presentaría la oportunidad de cumplir su misión, y tenía que estar para ello preparado.

Notó inusuales movimientos frente a la casa Nº 185 y vio acercarse un auto con placas 6985. Espero el tiempo que debía esperar; miró como los autos, dirigiéndose a Insurgentes se enfilaban hacia el sur, y en el momento preciso, en el instante adecuado, detuvo un carro de alquiler para, ya en su interior, ordenar al chofer que se dirigiera al restaurante Trepiedi, lugar a donde suponía se había dirigido la comitiva.

Su error produjo en él una explosión súbita de ira, y contra sus costumbres, balbuceó dos o tres maldiciones para, de inmediato, controlarse, detener otro coche de alquiler y ordenar al chofer que se dirigiera al municipio de San Ángel, y lo dejara en el restaurante La Bombilla.




4

En esa ocasión no se equivocó, puesto que ahí sí se encontraba a quien andaba buscando.

Displicente se dirigió al bar, ordenó una cerveza y dando grandes tragos a ésta, supo que la hora ya había llegado.

Se levantó de la mesa que ocupaba dejando un billete a manera de pago y propina, dirigiéndose a los sanitarios. Entró, y tuvo el cuidado de cerrar por dentro la puerta. Se paró frente al lavamanos en el instante en que la sensación de un cada vez mayor hormigueo se extendía entre sus piernas. Empezaba a perder el control y hubo de abrir de golpe la llave del lavabo, y ahuecando ambas manos colocarlas debajo del abundante chorro para en seguida verter en su cara el líquido. Recuperó el control, tomó la toalla y secó su cara, para de inmediato extraer de entre sus ropas la pistola, revisarla y, zafándole el seguro, colocarla de tal forma que rápido uso pudiera hacer de ella. Se miró al espejo, con su mano se aliso el cabello y extrajo de los bolsillos de su saco la pequeña libreta que días antes comprara. Dio media vuelta, abrió la puerta del baño y como si nada se dirigió al lugar en donde se celebraba un banquete de homenaje.




5

La orquesta interpretaba bellas y alegres melodías. Nadie reparó por su presencia, y él tomó su lápiz y comenzó a dibujar en la libreta una caricatura. Su modelo involuntario lo fue el diputado Ricardo Topete, y cuando la hubo terminado, con fingido orgullo a él se dirigió para mostrársela y recibir lo que buscaba, la invitación hecha a manera de sugerencia, de dibujar al agasajado. El accedió, y mientras iniciaba sus trazos, en lo más profundo de su mente algo ocurrió que activó una inconsciente y a la vez apremiante necesidad de orar. Y en silencio, mientras realizaba su dibujo, comenzó a orar. Padre nuestro que estás en los cielos ..., con apuro pretendía hacer rápidamente sus trazos ... santificado sea tu nombre ..., y la orquesta empezó a interpretar El Limoncito ... venga a nosotros tu reino ..., y por fin había terminado, acercándose, con paso lento pero firme a mostrar al homenajeado su retrato ... hágase tu voluntad ..., llegó a sus espaldas y sobre la mesa puso su libreta ... así en la Tierra como en el cielo ..., en el instante en que las miradas de todos los que cerca se encontraban se fijaron, curiosas, sobre los trazos de aquel dibujo, él aprovechó ese segundo y, extrayendo la pistola, hizo fuego en la cara misma del festejado ... el pan de cada día ..., y ante la estupefacción de la asistencia, alcanzó a disparar aún sobre el cuerpo que en el suelo ya yacía ... dánosle hoy ... Sobre él se abalanzaron todos los que estaban cerca ... perdónanos nuestras deudas ..., y a golpes y patadas lo desarmaron tumbándole en el suelo ... así como nosotros perdonamos a nuestros deudores ..., prácticamente no sentía dolor alguno, y los golpes que a raudales sobre él caían ... y no nos dejes caer en la tentación ..., no le producían ningún efecto. Sintió cómo le arrastraban, jalándole del cabello y de las mangas de su saco ... más líbranos del mal ..., ya nada importaba, había, por fin, cumplido su encomienda ... amen.




6

Nada ni nadie pudo evitar que ese 17 de julio de 1928, José de León Toral asesinara al recién electo Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, quien, en medio de un charco de sangre, exhaló el último suspiro al pie de un enorme letrero que con grandes letras señalaba: Homenaje de honor de los guanajuatenses al C. Alvaro Obregón.