Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo octavo - El mapa de EuropaEpílogo - El suicidioBiblioteca Virtual Antorcha

LOS TRES CRÍMENES DE ARSENIO LUPIN

Maurice Leblanc

CAPÍTULO NOVENO

La mujer que mata




I

En el cerebro de Lupin se desencadenó como un huracán, un ciclón en el que el estrépito del trueno, las oleadas de viento, las ráfagas de elementos enloquecidos, se desencadenan tumultuosamente en una noche de caos.

Grandes relámpagos azotaban las sombras. Y a la luz fulgurante de esos relámpagos, Lupin, desconcertado, sacudido por estremecimientos, convulsionado de horror, veía y trataba de comprender.

No se movía, aferrado a la garganta del enemigo, cual si sus dedos entumecidos no pudieran ya soltar más su presa. Por otra parte, aunque ahora ya supiera, no tenía, por así decir, una impresión exacta de que aquel ser fuese Dolores. Era todavía el hombre de negro, Luis de Malreich, la bestia inmunda de las tinieblas; y esa bestia él la tenía en su poder y no la soltaría.

Pero la verdad se lanzaba al asalto de su espíritu y de su conciencia, y vencido, torturado de angustia, murmuró:

- ¡Oh Dolores! ... ¡Dolores! ...

Inmediatamente comprendió la excusa: la locura.

Estaba loca. La hermana de Altenheim, de 1silda, la hija de los últimos Malreich, la hija de la madre loca y del padre alcoholizado, estaba también loca. Una loca extraña, una loca con toda la apariencia de la razón, pero, no obstante, loca, desequilibrada, enferma, degenerada, verdaderamente monstruosa.

Lo pensó y comprendió así con toda certidumbre. Era la locura del crimen. Bajo la obsesión de un objetivo hacia el cual ella caminaba automáticamente, mataba, ávida de sangre, inconsciente e infernal.

Mataba porque quería algo, mataba para defenderse, mataba para ocultar que había matado. Pero mataba también, y sobre todo, por matar. La asesina satisfacía en sí apetitos súbitos e irresistibles. En ciertos instantes de su vida, en determinadas circunstancias, frente a un ser determinado y convertido súbitamente en adversario, era preciso que su brazo golpeara.

Golpeaba embriagada de rabia, ferozmente, frenéticamente.

Loca extraña, irresponsable de sus asesinatos, y, no obstante, tan lúcida en su ceguera, tan lógica en su desorden mental, tan inteligente en su absurdo. ¡Qué maestría! ¡Qué perseverancia: ¡Qué combinaciones a la par repelentes y admirables!

Y Lupin, con una visión rápida, con una acuidad prodigiosa de su vista, veía la larga serie de aventuras sangrientas y adivinaba los caminos misteriosos que Dolores había seguido.

La veía obsesionada y poseída por el proyecto de su marido, proyecto que evidentemente ella no debía de conocer sino en parte. La veía buscando ella también a aquel Pedro Leduc, a quien su marido perseguía, y buscándole para casarse con él y regresar convertida en reina a aquel pequeño reino de Veldenz, del cual sus antepasados habían sido expulsados tan ignominiosamente.

La veía en el Palace Hotel, en la habitación de su hermano Altenheim, cuando se la suponía en Montecarlo.

La veía durante días y días espiando a su marido, deslizándose junto a los muros, mezclada en las tinieblas, indistinguible e invisible en su disfraz de sombra.

Y una noche, ella encontraba al señor Kesselbach encadenado y le golpeaba.

Y por la mañana, a punto de ser denunciada por el ayuda de cámara, ella volvió a golpear.

Y una hora más tarde, a punto de ser denunciada por Chapman, ella le atraía a la habitación de su hermano y le golpeaba.

Y todo ello sin piedad, salvajemente, con una habilidad diabólica.

Y con la misma habilidad, ella se comunicaba por teléfono con sus dos sirvientas, Gertrudis y Susana, las cuales acababan de llegar de Montecarlo, donde una de ellas había desempeñado el papel de su propia ama. Y Dolores, volviendo a vestir sus ropas femeninas, desprendiéndose de la peluca rubia que la hacía irreconocible, descendía a la planta baja, se reunía a Gertrudis en el momento en que esta penetraba en el hotel, y afectaba estar llegando ella misma también y fingiendo ignorar todavía la desgracia que la esperaba.

Actriz incomparable, representaba el papel de esposa cuya existencia ha quedado destrozada. Se la compadecía. Se lloraba por ella. ¿ Quién lo hubiera sospechado?

Y entonces comenzó la guerra con él, Lupin; aquella guerra bárbara, aquella guerra inaudita que ella sostuvo alternativamente contra el señor Lenormand y contra el príncipe Sernine, pasando el día en su otomana, enferma y desfalleciente, para luego, por la noche, en pie, correr por los caminos, incansable y aterradora.

Eran las combinaciones infernales. Gertrudis y Susana, cómplices aterradas y domadas, le servían una y otra de emisarios, disfrazándose quizá como ella, cual ocurrió el día en que el viejo Steinweg fue secuestrado por el barón Altenheim, en pleno Palacio de Justicia.

Era toda una serie de crímenes. Era Gourel ahogado. Era Altenheim, su hermano, apuñalado. ¡Oh!, y aquella lucha implacable en los subterráneos de la villa de las Glicinas. El trabajo invisible del monstruo en la oscuridad ... ¡Cómo aparecía ahora claro todo aquello! ...

Y había sido ella quien le había arrancado a Lupin su máscara de príncipe, ella quien le había denunciado, ella quien le había arrojado dentro de la prisión, ella quien había hecho fracasar todos sus planes, gastando millones para ganar la batalla.

Y luego los acontecimientos se precipitaron. Susana y Gertrudis habían desaparecido ... Muertas, sin duda. Steinweg, asesinado. Isilda, la hermana, asesinada.

- ¡Oh, qué ignominia, qué horror! -balbució Lupin con un sobresalto de repugnancia y de odio.

Execraba a aquella abominable criatura. Hubiera querido aplastarla, destruirla. Aquellos dos seres, aferrados uno a otro, resultaban desconcertantes, yaciendo inmóviles bajo la palidez del alba que comenzaba a mezclarse a la sombra de la noche.

- ¡Dolores! ... Dolores! ... -murmuró él con desesperación.

Saltó hacia atrás, estremecido de terror y con los ojos desorbitados. ¿Qué? ¿Qué ocurría? ¿Qué era aquella innoble impresión de frío que le producían las manos?

- ¡Octavio! ¡Octavio! -gritó, sin recordar la ausencia del chófer. ¡Auxilio!

Necesitaba auxilio. Precisaba que alguien le tranquilizara y ayudara. Temblaba de miedo. ¡Oh!, aquel frío, aquel frío de la muerte que él había sentido. ¿Era posible? ... ¿Y entonces? Durante aquellos breves y trágicos minutos, él, con sus dedos crispados, la había ... Violentamente se impuso la voluntad de mirar.

Dolores permanecía inmóvil.

Se precipitó hacia ella, se arrodilló y la atrajo contra sí.

Estaba muerta.

Permaneció unos instantes entumecido y bajo el efecto de un dolor que parecía irse esfumando. Ya no sufría. Ya no sentía ni furor ni odio, ni sentimiento de ninguna clase ... Nada más que un abatimiento estúpido, la sensación de un hombre que ha recibido un mazazo y que ya no sabe si está vivo aún, si piensa, o bien si no será juguete de una pesadilla.

Sin embargo, le parecía que algo de justo acababa de ocurrir, y ni siquiera por un momento pasó por su mente la idea de que había sido él quien había matado. No, no era él. Eso estaba al margen de él y de su voluntad. Era el Destino, el inflexible Destino, quien había realizado la obra de justicia de suprimir a la bestia dañina.

Allá afuera los pájaros cantaban. La vida se animaba bajo los añosos árboles que la primavera se preparaba para florecer. Y Lupin, despertando de su estupor, sintió poco a poco surgir en sí una compasión indefinible y absurda por aquella miserable mujer ... Odiosa, ciertamente, abyecta y veinte veces criminal, pero todavía tan joven y que ya había dejado de ser.

Y pensó luego en las torturas que ella debía de haber sufrido en sus momentos de lucidez, cuando volviendo a ella la razón, desaparecida la locura, tenía la visión siniestra de sus actos.

- Protegedme ...; soy tan desgraciada ... -le había suplicado ella.

Era contra ella misma que pedía que la protegieran, contra sus instintos de fiera, contra el monstruo que vivía dentro de ella, que la obligaba a matar, a matar siempre.

¿Siempre?, se dijo Lupin.

Recordó entonces la noche de la entrevista, cuando ella, erguida sobre él, con el puñal alzado sobre el enemigo que desde hacía meses la asediaba, sobre el enemigo infatigable que la había impulsado a todas las fechorías. Y recordó que aquella noche ella no había matado. Sin embargo, le hubiera sido fácil: el enemigo yacía inerte e impotente. De un solo golpe la implacable lucha hubiera terminado. No, ella no había matado por estar sujeta ella también a sentimientos oscuros de simpatía y admiración hacia aquel que tan a menudo la había dominado.

No, ella no había matado esa vez. Y he aquí que por un capricho verdaderamente desconcertante del Destino, era él quien la había matado.

Yo maté -pensaba él, temblando de pies a cabeza-. Mis manos han suprimido a un ser vivo, y ese ser es Dolores ..., Dolores ..., Dolores ...

No cesaba de repetir su nombre, que era de dolor ... Y no cesaba de contemplarla, aquella triste cosa inanimada, ahora inofensiva, pobre jirón de carne, sin más conciencia que un puñado de hojarascas o que un pajarillo degollado al borde del camino.

¡Oh. cómo podría él no temblar de compasión, puesto que, uno frente a otro, él era el asesino, él mismo, y ella ya no existía más, ella que era la víctima!

- ¡Dolores! ... ¡Dolores! ... ¡Dolores! ...

Le sorprendió el día ya avanzado, sentado cerca de la muerta, recordando y meditando, mientras sus labios articulaban de cuando en cuando las sílabas desoladas:

¡Dolores! ... ¡Dolores! ...

Pero había que actuar, y, en medio de la débacle de sus ideas, ya no sabía en qué sentido debería proceder y por qué acto comenzar.

Cerrémosle los ojos primero, se dijo. Completamente vacíos, llenos solo de la nada, aquellos hermosos ojos dorados tenían todavía esa dulzura melancólica que les proporcionaba tanto encanto. ¿Era posible que aquellos ojos hubiesen sido los ojos de un monstruo?

A pesar suyo, y enfrentado a la implacable realidad, Lupin no podía, sin embargo, confundir en un solo y único personaje a aquellos seres cuyas imágenes resultaban tan distintas en el fondo de su pensamiento. Rápidamente se inclinó sobre ella, besó sus alargados párpados y luego cubrió con un velo el pobre rostro convulsionado.

Entonces le pareció que Dolores se hacía más lejana y que, esta vez, el hombre de negro estaba efectivamente allí, al lado de él, con sus ropas sombrías y su disfraz de asesino.

Se atrevió a tocarla y palpó los vestidos.

En un bolsillo interior había dos carteras. Tomó una de ellas y la abrió.

Primero encontró una carta firmada por Steinweg, el viejo alemán.

Contenía estas líneas:

Si muero antes de haber podido revelar el terrible secreto, que se sepa esto: el asesino de mi amigo Kesselbach es su esposa, cuyo verdadero nombre es el de Dolores de Malreich, hermana de Altenheim y hermana de Isilda.

Las iniciales L. M. se refieren a ella. En la intimidad jamás Kesselbach llamaba a su esposa Dolores, que es un nombre de dolor y de luto, sino Leticia, que expresa alegría. L. y M. -Leticia Malreich- eran, en efecto, las iniciales inscritas sobre todos los regalos que él le hacía, cual, por ejemplo, en la cigarrera encontrada en el Palace Hotel, y que pertenecía a la señora Kesselbach. Esta había adquirido en sus viajes la costumbre de fumar.

Leticia fue, en efecto, su alegría durante cuatro años; cuatro años de mentiras y de hipocresía, durante los cuales ella preparó la muerte de aquel que la amaba con tanta bondad como confianza.

Quizá yo debiera haber hablado inmediatamente. Pero no tuve el valor de hacerlo, en recuerdo de mi viejo amigo Kesselbach, cuyo nombre ella llevaba.

Y, además, sentí miedo ... El día que la desenmascaré en el Palacio de Justicia había leído en sus ojos mi sentencia de muerte.

Mi debilidad, ¿me salvará?

El también -pensó Lupin-. A él también le mató ella ... El sabía demasiadas cosas ... Las iniciales ... El nombre de Leticia ... La secreta costumbre de fumar ...

Lupin recordó aquella última noche, aquel olor a tabaco en la habitación de ella.

Continuó inspeccionando en la primera cartera.

Había allí trozos de cartas, en lenguaje cifrado, entregados, sin duda, a Dolores por sus cómplices en el curso de sus tenebrosos encuentros ... y había también direcciones escritas en pedazos de papel ... Direcciones de costureras o de modistas, pero también de antros y de fondas de dudosa categoría ..., y también nombres ... Veinte, treinta nombres, y nombres extraños, tales como Héctor el Carnicero, Armando de Grenelle, el Enfermo ...

Pero había también una fotografía que llamó la atención de Lupin. La observó, e inmediatamente, como movido por un resorte, soltando la cartera, corrió fuera de la estancia, fuera del pabellón, y salió al parque.

Había reconocido el retrato de Luis de Malreich, preso en la Santé.

Y solamente entonces, solamente en ese instante preciso, recordó: la ejecución debía tener lugar al día siguiente por la mañana.

Y puesto que el hombre de negro, puesto que el asesino no era otro que Dolores, Luis de Malreich se llamaba realmente León Massier, y era inocente.

¿Inocente? Mas ¿y las pruebas encontradas en su casa, las cartas del emperador y todo cuanto le acusaba de forma innegable, todas aquellas pruebas irrefutables?

Lupin se detuvo unos momentos, sintiendo la cabeza atormentada.

- ¡Oh! -exclamó-. Me vuelvo loco yo también. Pero, sin embargo, hay que actuar ... Mañana es cuando le ejecutan ..., mañana ..., mañana al amanecer.

Sacó el reloj.

- Son las diez ... ¿Cuánto tiempo necesitaré para llegar a París? Tiene que ser muy pronto ... Sí, llegaré muy pronto, es preciso ... Y a partir de esta noche adoptaré medidas para impedir ... Pero ¿ qué medidas? ¿Cómo probar la inocencia? ... ¿Cómo impedir la ejecución? Bueno, ¡qué importa! ... Ya veré lo que hago. ¿Es que acaso no soy yo Lupin? ... Vamos ...

Salió corriendo, penetró en el castillo y llamó:

- ¡Pedro! ¿Has visto a Pedro Leduc? ¡Ah!, aquí estás ... Escucha ...

Le llevó a un lado, y con voz entrecortada, pero imperiosa, le dijo:

- Escucha: Dolores ya no está aquí ... Sí, un viaje urgente ... Emprendió viaje esta noche en mi auto ... Yo me marcho también ... Guarda silencio. Ni una palabra ... Un segundo perdido será irreparable. En cuanto a ti, despedirás a todos los criados sin darles explicaciones. Aquí está el dinero. De aquí a media hora es preciso que el castillo esté vacío. Y que nadie entre aquí hasta mi regreso ... Ni tú tampoco, ¿entiendes? ... Te prohíbo entrar ... Ya te explicaré esto ... Se trata de graves razones. Toma, llévate la llave ... Me esperarás en la aldea ...

Y de nuevo salió corriendo.

Diez minutos después llegó a donde le esperaba Octavio. Saltó dentro del coche.

- ¡A París! -ordenó.

II

El viaje fue una verdadera carrera de la muerte. Lupin, juzgando que Octavio no conducía lo bastante rápido, se había puesto al volante ..., y era una velocidad desorbitada, vertiginosa. Por las carreteras, cruzando las aldeas, por las calles repletas de público de las ciudades, avanzaban a cien kilómetros por hora. Las gentes, aterradas, aullaban de rabia, pero ya el bólido estaba lejos ... Había desaparecido.

- Jefe -balbucía Octavio, lívido-: vamos a quedarnos en el camino.

- Tú, quizá, y es posible que también el auto, pero yo llegaré -replicó Lupin.

Tenía la sensación de que no era el coche quien le transportaba a él, sino que era él quien transportaba al coche, y que perforaba el espacio con sus propias fuerzas, con su propia voluntad. Entonces, ¿qué milagro podía impedir que no llegase, puesto que sus fuerzas eran inagotables y que su voluntad no tenía límites?

- Llegaré porque es preciso que llegue -repetía.

Y pensaba en el hombre que iba a morir si no llegaba a tiempo para salvarle ... En el misterioso Luis de Malreich, tan desconcertante con su silencio obstinado y rostro hermético. Y en el tumulto del camino, bajo los árboles cuyas ramas producían un ruido de olas furiosas, entre el bullir de sus ideas, Lupin, a pesar de ello, se esforzaba por forjarse una hipótesis. y la hipótesis fue precisándose poco a poco, lógica, verosímil, segura, se decía Lupin, ahora que ya conocía la espantosa verdad sobre Dolores y que entreveía todos tos recursos y todos los propósitos odiosos de aquel espíritu enloquecido.

Sí, fue ella quien preparó contra Massier la más espantosa de las maquinaciones. ¿Qué quería ella? ¿Casarse con Pedro Leduc, del cual se había hecho amar, y convertirse en la soberana de un pequeño reino del que había sido expulsada? El objetivo era accesible, estaba al alcance de la mano. Había un solo obstáculo ... Yo, yo, que desde hacía semanas y semanas, incansablemente, le cerraba el camino. Yo, a quien ella encontraba a su paso después de cada crimen. Yo, de quien ella temía la clarividencia. Yo, que no me rendiría jamás antes de haber descubierto al culpable y recuperado las cartas robadas al emperador ... Pues bien: puesto que yo necesitaba un culpable, ese culpable sería Luis de Malreich o, más bien, León Massier. ¿Y quién es ese León Massier? ¿Le conoció ella antes de su matrimonio? ¿Le amó ella? Esto es probable, pero, sin duda, no se sabrá nunca. Lo único que es cierto es que ella habrá sido sorprendida por el parecido en estatura y aspecto, que ella misma podía lograr con León Massier, vistiéndose como este con ropas negras y poniéndose una peluca rubia. Esto es, que ella habrá observado la vida extraña de ese hombre solitario, sus andanzas nocturnas, su forma de caminar por las calles y de despistar a quienes pudieran seguirle. Y fue, como consecuenica de esas observaciones y en previsión de una posible eventualidad, que ella le habrá aconsejado al señor Kesselbach que raspara de los libros del Registro Civil el nombre de Dolores y lo sustituyera por el nombre de Luis, a fin de que las iniciales fueran exactamente las de León Massier. Llegó el momento de actuar, y ella urdió su complot y lo ejecutó. ¿León Massier vivía en la calle Delaizement? Entonces ordenó a sus cómplices que se instalaran en la calle paralela. Y fue ella misma quien indicó la dirección del mayordomo Domingo y me puso sobre la pista de los siete bandidos, sabiendo perfectamente que, una vez que yo estuviese sobre esa pista, yo iría hasta el fin, es decir, más allá de los siete bandidos, hasta llegar a su jefe, hasta el individuo que los vigilaba y los dirigía, hasta el hombre de negro, hasta León Massier, hasta Luis de Malreich. Y de hecho llegué primero hasta los siete bandidos. Y entonces, ¿qué ocurriría? O bien yo sería vencido, o bien nos destruiríamos todos unos a otros, conforme ella debió de esperarlo, la noche de la calle de Vignes. y en ambos casos, Dolores quedaría desembarazada de mí. Pero entonces ocurrió esto: fui yo quien capturé a los sietes bandidos. Dolores huyó de la calle de Vignes. Volví a encontrarla en la cochera del Chamarilero. Y ella me orientó hacia León Massier, es decir, hacia Luis de Malreich. Descubrí cerca de él las cartas del emperador, que ella misma había colocado allí, y yo lo entregué a la Justicia, y denuncié la comunicación secreta que ella misma había hecho abrir entre las dos cocheras, y proporcioné todas las pruebas que ella misma había preparado y demostré. con documentos que ella misma había falsificado, que León Massier había robado el estado civil de León Massier y que este se llamaba, en realidad, Luis de Malreich. Y Luis de Malreich morirá. Y Dolores de Malreich, triunfante al fin. al abrigo de toda sospecha. puesto que el culpable había sido descubierto, libre de su pasado de infamias y de crímenes, muerto su marido, muerto su hermano, muerta su hermana, muertas sus dos sirvientas, muerto Steinweg, liberada por mí de sus cómplices, a quienes yo arrojé atados de pies y manos en poder de Weber, libre ella misma, por último, merced a mí, que hice subir al cadalso al inocente a quien ella sustituía ..., Dolores, victoriosa, rica de millones, amada por Pedro Leduc ..., Dolores sería reina.

¡Ah! -exclamó Lupin fuera de sí-. Este hombre no morirá. Lo juro por mi cabeza que no morirá.

- Cuidado, jefe -dijo Octavio asustado-. Ya estamos llegando ... Estamos en los alrededores ... En los arrabales ...

- ¿Y qué quieres que eso me importe?

- Que vamos a volcar ... El piso está resbaladizo.

- Tanto peor.

- Cuidado .... mire allí ...

- ¿Qué?

- Un tranvía en la curva ...

- Que se detenga él.

- Aminore la marcha, jefe.

- Jamás.

- Pero estamos perdidos.

- Pasaremos.

- No, no pasaremos.

- Sí. ¡Ah, maldita sea! ...

Un estrépito ..., exclamaciones, el coche había chocado con el tranvía, y luego, rechazado contra una empalizada, había derribado diez metros de tablas y finalmente se había aplastado contra el ángulo del talud.

- Chófer, ¿está usted libre?

Era Lupin que, tumbado sobre la hierba del talud, llamaba a un taxi.

Se incorporó, vio su coche hecho pedazos y a la multitud que se apresuraba en torno a Octavio, y saltó dentro del vehículo de alquiler.

- Al Ministerio del Interior, en la plaza de Beauvau ... Veinte francos de propina ...

E instalándose dentro del coche y hablando para sí mismo, dijo:

¡Ah!, no, él no morirá ..., no, mil veces no; no tendré esa carga sobre mi conciencia. Ya es bastante con haber sido juguete de esa mujer y haber caído en la red como un colegial ... Alto ya. Se acabaron los errores. Hice detener a ese desgraciado ... Le hice condenar a muerte ... Le llevé hasta el propio pie del cadalso ..., pero no subirá a él ... Eso no. Si subiera, no me quedaría más que meterme una bala en la cabeza.

Se acercaban a la barrera. Se inclinó hacia adelante y le dijo al conductor:

- Veinte francos más si no te detienes.

Y frente al fielato gritó:

¡Servicio de seguridad!

Pasaron.

- Pero no aminores la marcha, maldito -aulló Lupin-. Más rápido ..., más rápido todavía. ¿Tienes miedo de rozar a las señoras ancianas? Aplástalas de una vez. Yo pago los daños.

En breves minutos llegaron al Ministerio de la plaza de Beauvau.

Lupin cruzó a toda prisa el patio y subió los peldaños de la escalera de honor. El antedespacho estaba lleno de gente. Sobre una hoja de papel escribió:

Príncipe Sernine, y empujando a un ujier hacia un rincón le dijo:

- Soy yo, Lupin. No me reconoces, ¿verdad? Fui yo quien te proporcionó este empleo; un buen retiro, ¿eh? Pero ahora tienes que introducirme en el despacho inmediatamente. Vete, presenta la hoja con mi nombre. No te pido más que eso. El presidente te lo agradecerá, puedes estar seguro ... Y yo también ... Pero anda, idiota. Valenglay me espera ...

Diez minutos después, el propio Valenglay asomaba la cabeza por la puerta de su oficina y ordenaba:

- Que entre el príncipe.

Lupin se precipitó dentro del despacho, cerró rápidamente la puerta y, cortándole la palabra al presidente, dijo:

- No, nada de palabras; usted no puede detenerme ... Sería perderse usted mismo y comprometer al emperador ... No ... No se trata de eso. He aquí de lo que se trata. Malreich es inocente. He descubierto al verdadero culpable ... Es Dolores Kesselbach. Ha muerto ... Su cadáver se encuentra allá. Tengo pruebas irrefutables. No hay duda posible. Es ella ...

Se interrumpió. Valenglay parecía no comprender.

- Pero veamos, señor presidente, es preciso salvar a Malreich ... Piense usted ... Un error judicial ... La cabeza de un inocente que cae ... Dé usted sus órdenes ... Que se haga una información suplementaria ... ¿Qué se yo? ... Pero rápido, el tiempo apremia.

Valenglay le miró con atención y luego, acercándose a una mesa, tomó un diario que le tendió a Lupin, señalándole con el dedo una información.

Lupin miró con avidez el título y leyó:

La ejecución del monstruo. Esta mañana, Luis de Malreich fue ejecutado ...

Lupin no terminó de leer. Desconcertado, se dejó caer sobre una butaca, lanzando un gemido de desesperación.

¿Cuánto tiempo permaneció así? Cuando al fin se encontró en la calle, no se sentía capaz de decir nada. Recordaba un gran silencio y luego veía a Valenglay inclinado sobre él y rociándole con agua fria, pero recordaba, sobre todo, la sorda voz del presidente, que murmuraba:

Escuche ... Es preciso no decir nada de esto. ¿No es así? Inocente puede ser que lo fuese, no digo lo contrario ... Pero ¿de qué serviría el hacer revelaciones sobre él? ¿Para qué provocar un escándalo? Un error judicial puede traer graves consecuencias. ¿Vale, acaso, la pena? ¿De qué serviría una rehabilitación? Ni siquiera fue condenado bajo su verdadero nombre. Es el nombre de Malreich el que está condenado al desprecio público ... O sea, precisamente, el nombre de la culpable ... ¿Entonces?

Y empujando levemente a Lupin hacia la puerta, le dijo:

- Marchaos ... Regresad allá ... Haced desaparecer el cadáver ... Y que no queden huellas ... ¿Eh? Ni siquiera la menor huella de todo este asunto ... Cuento con usted ... ¿No es así?

Y Lupin regresó allá. Regresó como un autómata, porque le había sido ordenado proceder así y porque no tenía voluntad propia.

Durante horas esperó en la estación. Maquinalmente comió, tomó su billete para el tren y se instaló en un departamento.

Durmió mal. Le ardía la cabeza. Sufría de pesadillas, y a intervalos experimentaba sensaciones de confusión, luchando por comprender por qué Massier no se había defendido.

Era un loco ... Seguramente ... Un semiloco ... La había conocido a ella en otro tiempo ... Y ella envenenó su vida ... Le enloqueció ... Entonces más valía morir ... ¿Para qué defenderse?

Así pensaba Lupin. Pero esa explicación solo le satisfacía a medias y se prometía firmemente que un día u otro lograría esclarecer aquel enigma y saber el papel exacto que Massier había representado en la existencia de Dolores. Pero, de momento, ¿qué importaba? Solo un hecho aparecía claro: la locura de Massier. Y Lupin se repetía con obstinación:

Era un loco ... Ese Massier estaba indudablemente loco. Por lo demás, todos esos Massier constituyen una familia de locos ...

Lupin deliraba, embrollando los nombres y con el cerebro calenturiento. Pero al bajar del tren en la estación de Bruggen, al recibir el aire fresco de la mañana, su conciencia experimentó un sobresalto. De repente, las cosas adquirían un nuevo aspecto. Exclamó:

- Bueno; tanto peor, después de todo. El debía haber protestado ... Yo no soy responsable de nada ... Fue él mismo quien se suicidó ... El no era más que un comparsa en esta aventura ... Sucumbió. Lo siento ... Pero ¿qué?

La necesidad de actuar le embriagaba de nuevo. Y aunque herido, torturado por aquel crimen del cual se sabía a pesar de todo autor, miraba, no obstante, al futuro. Y se dijo:

Son accidentes propios de la guerra. No pensemos en ello. Nada se ha perdido. Por el contrario. Dolores era el escollo, pues Pedro Leduc la amaba. Y Dolores ha muerto. Por tanto, Pedro Leduc me pertenece. Y se casará con Genoveva, conforme yo había decidido. Y él reinará. Y yo seré el amo. Y Europa ..., Europa será mía.

Serenado, se exaltaba, lleno de una confianza súbita, febril, gesticulante, mientras recorría el camino haciendo molinetes con una espada imaginaria ... La espada del jefe que quiere, que ordena y que triunfa.

Lupin, tú serás rey. Tú serás rey, Arsenio Lupin.

En la aldea de Bruggen pidió informes, y se enteró de que Pedro Leduc había almorzado la víspera en la fonda. Después de esto no le habían vuelto a ver.

- ¿Cómo es eso? -dijo Lupin-. ¿No durmió aquí?

- No.

- Pero ¿adónde se marchó después del almuerzo?

- Se fue por el camino del castillo.

Lupin echó a andar bastante sorprendido. Porque le había ordenado al joven que cerrara las puertas y que no regresara al castillo después que se marchasen los criados.

Inmediatamente tuvo la prueba de que Pedro le había desobedecido: la puerta de rejas del castillo estaba abierta.

Entró, recorrió el castillo, dio voces llamando a Pedro. Pero no obtuvo respuesta.

De pronto, pensó en el chalet. ¿Quién sabe? Pedro Leduc, bajo los efectos de la pena por aquella a quien amaba, y llevado por la intuición, quizá habría buscado a Dolores por aquel lado. Y el cadáver de Dolores estaba allí.

Lleno de inquietud, Lupin echó a correr.

A primera vista, parecía no haber nadie en el chalet.

- ¡Pedro, Pedro! -gritó.

No oyó ruido alguno. Penetró en el vestíbulo y luego en la habitación que él había ocupado.

Se detuvo como clavado al suelo.

Por encima del cadáver de Dolores, con una cuerda al cuello, muerto, pendía Pedro Leduc.

III

Impasible, Lupin se quedó rígido de pies a cabeza. No quería entregarse a un acto de desesperación. No quería pronunciar ni una sola palabra de violencia. Después de los atroces golpes que el Destino le asestaba, después de los crímenes y la muerte de Dolores, después de la ejecución de Massier, después de tantas convulsiones y catástrofes, sentía una necesidad absoluta de conservar el dominio completo de sí mismo. De lo contrario, su razón naufragaría ...

- ¡Idiota! -gritó, apuntando amenazadoramente el puño hacia Pedro Leduc-. Tres veces idiota ... ¿Acaso no podías esperar? Antes de diez años hubiéramos recuperado Alsacia y Lorena para Francia.

Para entretenerse buscaba palabras que decir, actitudes que adoptar, pero las ideas se le escapaban y su cerebro parecía al borde de explotar.

- ¡Ah, no, no! -exclamaba-. Nada de eso. ¡Lupin también loco! ¡Ah, no! Métete una bala en la cabeza, si eso te divierte ... Sea ... Y en el fondo no veo otro desenlace posible. Pero Lupin trastornado, eso no. Tiene que acabar gallardamente, en una forma bella.

Caminaba golpeando con el pie sobre el piso y levantando las rodillas en alto, como hacen ciertos actores para disimular la locura. Y clamaba:

- Fanfarronea, amigo mío, fanfarronea. Los dioses te contemplen. La frente erguida y el pecho erguido, ¡maldita sea! Muñeco de paja. Todo se desploma a tu alrededor ... ¿Qué te importa? Es un desastre, ya no hay nada que hacer, un reino al agua, pierdo Europa, el universo se evapora ... Bueno, ¿y qué? Ríete, Lupin, o, de lo contrario, te hundes ... Ríete. Más fuerte ... Magnífico ... ¡Dios, qué divertido es esto! Dolores, amiga mía, toma un cigarrillo.

Se agachó sarcástico, tocó el rostro de la muerta, vaciló por unos momentos y cayó desvanecido.

Al cabo de una hora volvió en sí y se levantó.

La crisis había terminado, y ya dueño de sí mismo, con los nervios serenados, a la vez serio y taciturno, examinó la situación.

Sentía que había llegado el momento de las decisiones irrevocables. Su existencia había quedado completamente rota, en solo unos días y bajo el asalto de catástrofes imprevistas, atropellándose unas sobre otras en el instante mismo en que había creído seguro su triunfo. ¿Qué iba a hacer? Empezar de nuevo. ¿Reconstruir? Ya no tenía valor para ello. Entonces, ¿qué?

Durante toda la mañana erró por el parque ...

Paseo trágico durante el cual la situación se le apareció hasta en sus más leves detalles ... Y poco a poco la idea de la muerte se le imponía con rigor inflexible.

Pero que se matara o que viviera, había, antes que nada, una serie de actos precisos que era necesario realizar. Y esos actos, con su cerebro repentinamente serenado, los veía claramente.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las campanadas del Angelus del mediodía.

- Manos a la obra -dijo-. Y sin desfallecimientos.

Regresó al chalet ya tranquilizado, entró, se subió a una banqueta y cortó la cuerda de la que pendía el cadáver de Pedro Leduc.

- ¡Pobre diablo! -dijo Lupin-. Tenías que acabar así, con una corbata de cuerda al cuello. Desgraciadamente, no estabas hecho para la grandeza ... Yo debía haber previsto esto y no haber ligado mi suerte a un fabricante de rimas.

Registró las ropas del joven y no encontró nada.

Pero recordando la otra cartera de Dolores, la tomó del bolsillo de aquella, donde él la había dejado.

Hizo un movimiento de sorpresa. La cartera contenía un paquete de cartas cuyo aspecto le era familiar y en las que reconoció inmediatamente las diversas clases de letra.

- Las cartas del emperador -murmuró Lupin-. Las cartas del viejo canciller ... Todo el paquete que recuperé yo mismo en casa de León Massier y que le entregué al conde Waldemar ... ¿Cómo es esto posible? ... ¿Acaso ella volvió a apoderarse, a su vez, de esas cartas quitándoselas al cretino de Waldemar?

Y repentinamente, dándose una palmada en la frente, añadió:

- No, el cretino soy yo. Estas son las verdaderas cartas. Ella las había guardado para imponer su voluntad al emperador en el momento oportuno. Y las otras, las que yo le entregué a Waldemar. eran falsas, evidentemente copiadas por ella, o por un cómplice, y puestas a mi alcance ... y yo caí en el engaño como un tonto. ¡Diablos!, cuando las mujeres se mezclan ...

En la cartera no había más que un portarretratos de cartón, con una fotografía. La observó. Era la suya y la de otro personaje.

- Dos fotografías ... Massier y yo ... Sin duda, aquellos a quienes ella más amaba .... porque ella me amaba ... Amor extraño, hecho de admiración por el aventurero que soy yo, por el hombre que demolía por sí solo a los siete bandidos a quienes ella había encargado de liquidarme. Amor extraño, que yo sentí palpitar en ella el otro día, cuando le expresé mi gran sueño de conquistar grandes poderes. Fue entonces, verdaderamente, cuando ella tuvo la idea de sacrificar a Pedro Leduc y de someter su sueño al mío. Si no hubiera ocurrido el incidente del espejo, ella se hubiera sometido. Pero ella tuvo miedo. Yo había tocado la verdad. Para salvarse, ella precisaba que yo muriese, y así lo decidió. Sin embargo, ella me amaba ... Sí, ella me amaba, lo mismo que me han amado otras ... Otras a quienes les traje también la desgracia ... Desgraciadamente. todas aquellas que me amaron murieron ... Y esta también murió, estrangulada por mí ... ¿Para qué vivir? ...

En voz baja repitió:

- ¿Para qué vivir? ¿Acaso no vale más ir a reunirme a ellas, a todas esas mujeres que me han amado ... y que han muerto por su amor ...: Sonia, Raimunda, Clotilde Destange, miss Clarke ...

Tendió los dos cadáveres uno junto a otro, los cubrió con el mismo velo, se sentó a una mesa y escribió:

He triunfado en todo, pero estoy vencido. He llegado al fin y caigo derribado. El Destino es más fuerte que yo. Y aquella a quien amaba ya no existe. Yo muero también.

Y firmó: Arsenio Lupin.

Metió la carta en un sobre, cerró este, lo metió dentro de un frasco y lo arrojó por la ventana sobre la tierra blanda del macizo.

Después hizo un gran montón con periódicos sobre el piso y echó en el mismo paja y astillas que fue a buscar a la cocina.

Derramó petróleo sobre el montón, Después encendió una vela, que arrojó entre las astillas.

Inmediatamente se encendieron las llamas, que brotaron cada vez más fuerte, rápidas, ardientes y trepidantes.

Marchémonos -se dijo Lupin-. El chalet es de madera y pronto arderá como una tea. Cuando lleguen de la aldea, y tengan que forzar la puerta de hierro y correr hasta este extremo del parque ... ya será demasiado tarde. Solo encontrarán cenizas y dos cadáveres calcinados, y, cerca de allí, una botella con mi carta de adiós ... Adiós, Lupin. Buenas gentes, enterradme sin ceremonias ... Metedme en el ataúd de los pobres ... Ni flores ni coronas ... Una humilde cruz con este epitafio:

AQUI YACE ARSENIO LUPIN, AVBNTURERO

Llegó al muro del recinto, se encaramó en él y volviéndose vio las llamas que ascendían al cielo ...

Se dirigió a pie hacia París, errante, con el corazón lleno de desesperación, agobiado por el Destino.

Y en el camino los campesinos se sorprendían al ver a aquel viajero que pagaba comidas baratas con billetes de Banco.

Tres salteadores de caminos le atacaron una noche en pleno bosque. A bastonazos los dejó medio muertos en aquel lugar.

Pasó ocho días en una hostería. No sabía adónde ir ... ¿Qué hacer? ¿A qué aferrarse? La vida le hastiaba. Ya no quería vivir más ... No quería vivir más ...

IV

- ¿Eres tú?

La señora Ernemond, en la pequeña estancia de la villa de Garches, se hallaba en pie temblorosa, desconcertada, lívida y con sus grandes ojos abiertos ante la aparición que se erguía ante ella.

Lupin ... Lupin estaba allí.

- Tú -dijo ella-. Tú ...; pero los periódicos han relatado que ...

El sonrió tristemente.

- Sí, que yo he muerto ...

- ¿Entonces ...? ¿Entonces ...? -dijo ella ingenuamente.

- Tú quieres decir que si yo he muerto, nada tengo que hacer aquí. Pero créeme, Victoria, que tengo para ello muy serias razones.

- ¡Cómo has cambiado! -dijo ella, compasiva.

- Unas pequeñas decepciones ... Pero se acabó. Oye, ¿está aquí Genoveva?

La anciana saltó sobre él, súbitamente furiosa:

- ¿Vas a dejarla en paz? Genoveva ... ¡Volver a ver a Genoveva, llevártela! ¡Ah!, pero esta vez yo no lo permitiré. Regresó aquí cansada, pálida, inquieta, y apenas si está recobrando el color. Tú la dejarás en paz, te lo juro.

Lupin apoyó fuertemente su mano sobre el hombro de la anciana.

- Yo lo quiero ... ¿Lo oyes? ... yo quiero hablarle.

- No.

- Le hablaré.

- No.

Lupin la empujó. Pero ella recobró el equilibrio y se interpuso frente a él, con los brazos cruzados sobre el pecho, diciéndole:

- Tendrás que pasar sobre mi cadáver. La felicidad de la pequeña está aquí ... Con todas tus ideas de dinero y de nobleza, estabas haciéndola desgraciada. Y eso no. ¿Qué y quién es ese Pedro Leduc? ¿Y ese Veldenz? ¡Genoveva, duquesa! Estás loco. Eso no es tu vida. En el fondo, sabes no has pensado más que en ti mismo. Es tu poderío, tu fortuna, lo que tú querías. La pequeña te importa poco. ¿Acaso te has preguntado alguna vez si ella amaba a ese maldito gran duque? ¿Acaso te has preguntado alguna vez si ella amaba a alguien? No, sólo has perseguido tu objetivo, eso es todo, a riesgo de herir a Genoveva y de hacerla desgraciada para el resto de su vida. Pues bien: yo no lo quiero. Lo que ella necesita es una existencia sencilla, honrada, y eso tú no puedes dárselo. Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí?

Lupin pareció desconcertado, pero, a pesar de todo, con gran tristeza, murmuró en voz baja:

- Es imposible que yo no vuelva a verla. Es imposible que yo no vuelva a hablarle ...

- Ella cree que has muerto.

- Eso es lo que yo no quiero que ella crea. Quiero que sepa la verdad. Constituiría una tortura para mí el pensar que ella me recuerda como alguien que ya no existe. Tráela, Victoria.

Hablaba con voz tan suave, tan desolada, que Victoria se enterneció, y le preguntó:

- Escucha ... Ante todo, yo quiero saber. Todo dependerá de lo que tengas que decirme ... Sé franco, hijo mío ... ¿Qué es lo que quieres decirle a Genoveva?

El respondió gravemente:

- Quiero decirle esto: Genoveva, yo le había prometido a tu madre el darte fortuna, poder y una vida de cuento de hadas. Y llegado ese día, logrado mi propósito, yo te hubiera pedido que me reservases un pequeño rincón cerca de ti. Feliz y rica, tú hubieras olvidado ... Sí, estoy seguro, hubieras olvidado lo que yo soy o, más bien, lo que yo he sido. Por desgracia, el Destino es más fuerte que yo. No puedo entregarte ni la fortuna ni el poder. No te entrego nada. Soy yo, más bien, por el contrario, quien necesita de ti. Genoveva, ¿puedes ayudarme?

- ¿En qué? -preguntó la anciana con ansiedad.

- Ayudarme a vivir ...

- ¡Oh! -exclamó ella-. A tal extremo has llegado, pobre hijo mío ...

- Sí -respondió él con sencillez y con sincero dolor-. Sí, a eso he llegado. Acaban de morir tres seres a quienes yo maté con mis propias manos. El peso de ese recuerdo es demasiado agobiante. Estoy solo. Por primera vez en mi vida tengo necesidad de ayuda. Y tengo derecho a pedirle ayuda a Genoveva. Y su deber es concedérmelo ... Si no ...

- Si no, ¿qué?

- Todo habrá acabado.

La anciana se calló, pálida y temblorosa.

Volvió a resurgir en ella todo su antiguo afecto por aquel a quien había amamantado antaño y que, a pesar de todo, todavía continuaba siendo para ella su pequeño.

Preguntó:

- ¿Y qué harás de ella?

- Viajaremos ... Contigo, si quieres acompañarnos ...

- Pero tú olvidas ... Tú olvidas ...

- ¿Qué?

- Tu pasado ...

- Ella lo olvidará también. Ella comprenderá que yo ya no soy eso ..., lo que era ..., y que ya no puedo serlo más.

- Entonces, verdaderamente, lo que tú quieres es que ella comparta tu vida, la vida de Lupin.

- La vida del hombre que yo seré, del hombre que trabajará para que ella sea feliz, para que ella se case según sus gustos. Nos instalaremos en cualquier rincón del mundo. Lucharemos juntos, el uno cerca del otro. Y bien sabes de lo que soy yo capaz ...

Ella repitió lentamente, con los ojos fijos en Lupin:

- Entonces, verdaderamente, tú quieres que ella comparta la vida de Lupin.

El titubeó unos instantes, apenas unos segundos, y luego afirmó claramente:

- Sí, lo quiero, tengo ese derecho.

- Tú quieres que ella abandone a todos esos niños a los cuales ella se ha dedicado con devoción, toda esa existencia de trabajo que ella prefiere y que le es necesaria.

- Sí, lo quiero, y es su deber.

La anciana abrió la ventana y dijo:

- En ese caso, Llámala.

Genoveva estaba en el jardín, sentada en un banco. Cuatro niñas se agrupaban en torno a ella. Otras más jugaban y corrían.

Lupin la vio de cara. Vio sus ojos sonrientes. Tenía una flor en la mano y estaba desprendiendo uno a uno los pétalos, a la par que daba explicaciones a las niñas, que escuchaban con atención y curiosidad. Después las interrogó. Y cada respuesta le valía a la alumna la recompensa de un beso.

Lupin la observó largo rato con una emoción mezclada de angustia infinita. Todo un mundo de sentimientos ignorados fermentaba dentro de él.

Sentía ansias de apretar contra su corazón a aquella hermosa joven, besarla y decirle el respeto y el afecto que por ella experimentaba. Y recordando a la madre, muerta en la pequeña aldea de Aspremond, muerta de pena ...

- Llámala, pues -le dijo Victoria.

Lupin se dejó caer sobre una butaca, balbuciendo:

- No quiero ... No puedo .... No tengo derecho ... Es imposible ... Que me crea muerto ... Es mejor así.

Lupin se sintió estremecido por los sollozos, trastornado por una inmensa desesperación, henchido de una ternura que brotaba de lo más íntimo de él, como esas flores tardías Que mueren el mismo día en que se abren.

La anciana se arrodilló, y con voz temblorosa le dijo:

- Es tu hija, ¿verdad?

- Sí, es mi hija.

- ¡Oh pobre hijo mío! -dijo ella, llorando-. Pobre hijo mío ...
Índice de Los tres crímenes de Arsenio Lupin de Maurice Leblanc Capítulo octavo - El mapa de EuropaEpílogo - El suicidioBiblioteca Virtual Antorcha