Índice de Antígona de SófoclesPrimera parteBiblioteca Virtual Antorcha

ANTÍGONA
SEGUNDA PARTE




CREONTE
(Al coro). Está claro: se pone del lado de la mujer.

HEMÓN
Sí, si tú eres mujer, pues por ti miro.

CREONTE
¡Ay, miserable, y que oses procesar a tu padre!

HEMÓN
Porque no puedo dar por justos tus errores.

CREONTE
¿Es, pues, un error que obre de acuerdo con mi mando?

HEMÓN
Sí, porque lo injurias, pisoteando el honor debido a los dioses.

CREONTE
¡Infame, y detrás de una mujer!

HEMÓN
Quizá, pero no podrás decir que me cogiste cediendo a infamias.

CREONTE
En todo caso, lo que dices, todo, es a favor de ella.

HEMÓN
También a tu favor, y al mío, y a favor de los dioses subterráneos.

CREONTE
Pues nunca te casarás con ella, al menos viva.

HEMÓN
Sí, morirá, pero su muerte ha de ser la ruina de alguien.

CREONTE
¿Con amenazas me vienes ahora, atrevido?

HEMÓN
Razonar contra argumentos vacíos; en ello, ¿qué amenaza puede haber?

CREONTE
Querer enjuiciarme ha de costarte lágrimas: tú, que tienes vacío el juicio.

HEMÓN
Si no fueras mi padre, diría que eres tú el que no tiene juicio.

CREONTE
No me fatigues más con tus palabras, tú, juguete de una mujer.

HEMÓN
Hablar y hablar, y sin oír a nadie: ¿es esto lo que quieres?

CREONTE
¿Con que sí, eh? Por este Olimpo, entérate de que no añadirás a tu alegría el insultarme, después de tus reproches. (A unos esclavos). Traedme a aquella odiosa mujer para que aquí y al punto, ante sus ojos, presente su novio, muera.

HEMÓN
Eso sí que no: no en mi presencia; ni se te ocurra pensarlo, que ni ella morirá a mi lado ni tú podrás nunca más, con tus ojos, ver mi rostro ante ti. QUédese esto para aquellos de los tuyos que sean cómplices de tu locura.

Sale Hemón, corriendo.

CORIFEO
El joven se ha ido bruscamente, señor, lleno de cólera, y el dolor apesadumbra mentes tan jóvenes.

CREONTE
Dejadle hacer: que se vaya y se crea más que un hombre; lo cierto es que a estas dos muchachas no las separará de su destino.

CORIFEO
¿Cómo? Así pues, ¿piensas matarlas a las dos?

CREONTE
No a la que no tuvo parte, dices bien.

CORIFEO
Y, a Antígona, ¿que clase de mUerte piensas darle?

CREONTE
La llevaré a un lugar que no conozca la pisada del hombre y, viva, la enterraré en un subterráneo de piedra, poniéndole comida, sólo la que baste para la expiación, a fin de que la ciudad quede sin mancha de sangre, enteramente. Y allí, que vaya con súplicas a Hades, el único dios que venera: quizá logre salvarse de la muerte. O quizás, aunque sea entonces, pueda darse cuenta de que es trabajo superfluo, respetar a un muerto.

Entra Creonte en palacio.

CORO
Eros invencible en el combate, que te ensañas como en medio de reses, que pasas la noche en las blandas mejillas de una jovencita y frecuentas, cuando no el mar, rústicas cabañas. Nadie puede escapar de ti, ni aun los dioses inmortales; ni tampoco ningún hombre, de los que un día vivimos; pero tenerte a ti enloquece. Tú vuelves injustos a los justos y los lanzas a la ruina; tú, que, entre hombres de la misma sangre, también esta discordia has promovido, y vence el encanto que brilla en los ojos de la novia al lecho prometida. Tú, asociado a las sagradas leyes que rigen el mundo; va haciendo su juego, sin lucha, la divina Afrodita.

CORIFEO
Y ahora ya hasta yo me siento arrastrado a rebelarme contra leyes sagradas, al ver esto, y ya no puedo detener un manantial de lágrimas cuando la veo a ella, a Antígona, que a su tálamo va, pero de muerte.

Aparece Antígona entre dos esclavos de Creonte, con las manos atadas a la espalda.

ANTÍGONA
Miradme, ciudadanos de la tierra paterna, que mi último camino recorro, que el esplendor del sol por última vez miro: ya nunca más; Hades, que todo lo adormece, viva me recibe en la playa de Aqueronte, sin haber tenido mi parte en himeneos, sin que me haya celebrado ningún himno, a la puerta nupcial ... No. Con Aqueronte, voy a casarme.

CORÍFEO
Ilustre y alabada te marchas al antro de los muertos, y no porque mortal enfermedad te haya golpeado, ni porque tu suerte haya sido morir a espada. Al contrario, por tu propia decisión, fiel a tus leyes, en vida y sola, desciendes entre los muertos al Hades.

ANTÍGONA
He oído hablar de la suerte tristísima de Níobe,la extranjera frigia, hija de Tántalo, en la cumbre del Sípilo, vencida por la piedra que allí brotó, tenazmente agarrada como hiedra. Y allí se consume, sin que nunca la dejen -así es fama entre los hombres- ni la lluvia ni el frío, y sus cejas, ya piedra, siempre destilando, humedecen sus mejillas. Igual, al igual que ella, me adormece a mí el destino.

CORÍFEO
Pero ella era una diosa, de divino linaje, y nosotros mortales y de linaje mortal. Pero, con todo, cuando estés muerta ha de oírse un gran rumor: que tú, viva y después, una vez muerta, tuviste tu sitio entre los héroes próximos a los dioses.

ANTÍGONA
¡Ay de mí, escarnecida! ¿Por qué, por los dioses paternos, no esperas a mi muerte y, en vida aún, me insultas? ¡Ay, patria! ¡Ay, opulentos varones de mi patria! ¡Ay, fuentes de Diroe! ¡Ay, recinto sagrado de Tebas, rica en carros! También a vosotros, con todo, os tomo como testigos de cómo muero sin que me acompañe el duelo de mis amigos, de por qué leyes voy a un túmulo de piedras que me encierre, tumba hasta hoy nunca vista. Ay de mí, mísera, que, muerta, no podré ni vivir entre los muertos; ni entre los vivos, pues, ni entre los muertos.

CORÍFEO
Superando a todos en valor, con creces, te acercaste sonriente hasta tocar el sitial elevado de Dike, hija. Tú cargas con la culpa de algún cargo paterno.

ANTÍGONA
Has tocado en mí un dolor que me abate: el hado de mi padre, tres veces renovado como la tierra tres veces arada; el destino de nuestro linaje todo de los ínclitos Lablácidas. ¡Ay, ceguera del lecho de mi madre, matrimonio de mi madre desgraciada con mi padre que ella misma había parido! De tales padres yo, infortunada, he nacido. Y ahora voy, maldecida, sin casar, a compartir en otros sitios su morada. ¡Ay, hermano, qué desgraciadas bodas obtuviste: tú, muerto, mi vida arruinaste hasta la muerte!

CORIFEO
Ser piadoso es, si, piedad, pero el poder, para quien lo tiene a su cargo, no es, en modo alguno, transgredible: tu carácter, que bien sabías, te perdió

ANTIGONA
Sin que nadie me llore, sin amigos, sin himeneo, desgraciada, me llevan por camino ineludible. Ya no podré ver, infortunada, este rostro sagrado del sol, nunca más. Y mi destino quedará sin llorar, sin un amigo que gima.

CREONTE
(Ha salido del palacio y se encara con los esclavos que llevan a Antígona). ¿No os dais cuenta de que, si la dejarais hablar, nunca cesaría en sus lamentaciones y en sus quejas? Lleváosla, pues, y cuando la hayáis cubierto en un sepulcro con bóveda, como os he dicho, dejadla sola, desvalida; si ha de morir, que muera, y, si no, que haga vida de tumba en la casa de muerte que os he dicho. Porque nosotros, en lo que concierne a esta joven, quedaremos así puros, pero ella será así privada de vivir entre los vivos.

ANTIGONA
¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfora, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la última y la más miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que el destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lavé, yo los arreglé, sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve ... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni si hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera asumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti más que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el titulo de impía, y si el título es válido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.

CORIFEO
Los mismos vientos impulsivos dominan aún su alma.

CREONTE
Por eso los que la llevan pagarán cara su demora.

CORIFEO
Ay de mí, tus palabras me dicen que la muerte esta muy cerca, sí.

CREONTE
Y te aconsejo que en lo absoluto confíes en que para ella no se ha de cumplir esto cabalmente.

Los esclavos empujan a Antígona y ella cede, lentamente, mientras va hablando.

ANTÍGONA
¡Oh tierra tebana, ciudad de mis padres! ¡Oh dioses de mi estirpe! Ya se me llevan, sin demora; miradme, ciudadanos principales de Tebas: a mí, a la única hija de los reyes que queda; mirad qué he de sufrir, y por obra de qué hombres. Y todo, por haber respetado la piedad.

Salen Antígona y los que la llevan.

CORO
También Oánae tuvo que cambiar la celeste luz por una cárcel con puerta de bronce: allí encerrada, fue uncida al yugo de un tálamo funeral. Y sin embargo, también era -¡ay, Antígona!- hija de ilustre familia, y guardaba además la semilla de Zeus a ella descendida como lluvia de oro. Pero es implacable la fuerza del destino. Ni la felicidad, ni la guerra, ni una torre, ni negras naves al azote del mar sometidas, pueden eludirlo. Fue uncido también el irascible hijo de Orías, el rey de los edonos; por su cólera mordaz, Dioniso le sometió, como en coraza, a una prisión de piedra; así va consumiéndose el terrible, desatado furor de su locura. Él si ha conocido al dios que con su mordaz lengua de locura había tocado, cuando quería apaciguar a las mujeres que el dios poseía y detener el fuego báquico; cuando irritaba a las Musas que se gozan en la flauta. Junto a las oscuras Simplégades, cerca de los dos mares, he aquí la ribera del Bósforo y la costa del tracio Salmideso, la ciudad a cuyas puertas Ares vio cómo de una salvaje esposa recibían maldita herida de ceguera los dos hijos de Fineo, ceguera que pide venganza en las cuencas de los ojos que manos sangrientas reventaron con puntas de lanzadera. Consumiéndose, los pobres, su deplorable pena lloraban, ellos, los hijos de una madre tan mal maridada; aunque por su cuna remontara a los antiguos Erectidas, a ella que fue criada en grutas apartadas, al azar de los vientos paternos, hija de un dios, Boréada, veloz como un corcel sobre escarpadas colinas, también a ella mostraron su fuerza las Moiras, hija mía.

Ciego y muy anciano, guiado por Un lazarillo, aparece, corriendo casi, Tiresias.

TIRESIAS
Soberanos de Tebas, aquí llegamos dos que el común camino mirábamos con los ojos de solo uno: esta forma de andar, con un guía, es, en efecto, la que cuadra a los ciegos.

CREONTE
¿Qué hay de nuevo, anciano Tiresias?

TIRESIAS
Ya te lo explicaré, y cree lo que te diga el adivino.

CREONTE
Nunca me aparté de tu consejo, hasta hoy al menos.

TIRESIAS
Por ello rectamente has dirigido la nave del Estado.

CREONTE
Mi experiencia puede atestiguar que tu ayuda me ha sido provechosa.

TIRESIAS
Pues bien, piensa ahora que has llegado a un momento crucial de tu destino.

CREONTE
¿Qué pasa? Tus palabras me hacen temblar.

TIRESIAS
Lo sabrás, al oír las señales que sé por mi arte; estaba yo sentado en el lugar en donde, desde antiguo, inspecciono las aves, lugar de reunión de toda clase de pájaros, y he aquí que oigo un hasta entonces nunca oído rumor de aves: frenéticos, crueles gritos ininteligibles. Me di cuenta que unos a otros, garras homicidas, se herían: esto fue lo que deduje de sus estrepitosas alas; al punto, amedrentarlo, tanteé con una víctima en las encendidas aras, pero Hefesto no elevaba la llama; al contrario, la grasa de los muslos caía gota a gota sobre la ceniza y se consumía, humeante y crujiente; las hieles esparcían por el aire su hedor; los muslos se quemaron, se derritió la grasa que los cubre. Todo esto -presagios negados, delitos que no ofrecen señales- lo supe por este muchacho: él es mi guía, como yo lo soy de otros. Pues bien, es el caso que la ciudad está enferma de estos males por tu voluntad, porque nuestras aras y nuestros hogares están llenos, todos, de la comida que pájaros y perros han hallado en el desgraciado hijo de Edipo caído en el combate. Y los dioses ya no aceptan las súplicas que acompañan al sacrificio y los muslos no llamean. Ni un pájaro ya deja ir una sola serial al gritar estrepitoso, aciados como están en sangre y grosura humana. Recapacita, pues, en todo eso, hijo. Cosa común es, sí, equivocarse, entre los hombres, pero, cuando uno yerra, el que no es imprudente ni infeliz, caído en el mal, no se está quieto e intenta levantarse; el orgullo un castigo comporta, la necedad. Cede, pues, al muerto, no te ensañes en quien tuvo ya su fin: ¿qué clase de proeza es rematar a un muerto? Pensando en tu bien te digo que cosa dulce es aprender de quien bien te aconseja en tu provecho.

CREONTE
Todos, anciano, como arqueros que buscan el blanco, buscáis con vuestras flechas a este hombre (se señala a sí mismo) ni vosotros, los adivinos, dejáis de atacarme con vuestra arte: hace ya tiempo que los de tu familia me vendisteis como una mercancía. Allá con vuestras riquezas: comprad todo el oro blanco de Sardes y el oro de la India. Pero a él no lo veréis enterrado ni si las águilas de Zeus quieren su pasto hacerle y lo arrebatan hasta el trono de Zeus; ni así os permitiré enterrarlo, que esta profanación no me da miedo; no, que bien sé yo que ningún hombre puede manchar a los dioses. En cuanto a ti, anciano Tiresias, hasta los más hábiles hombres caen, e ignominiosa es su caída cuando en bello ropaje ocultan infames palabras para servir a su avaricia.

TIRESIAS
Ay, ¿hay algún hombre que sepa, que pueda decir ...

CREONTE
¿Qué? ¿Con qué máxima, de todas sabida, vendrás ahora?

TIRESIAS
... en que medida la mayor riqueza es tener juicio?

CREONTE
En la medida justa, me parece, en que el mal mayor es no tenerlo.

TIRESIAS
Y, sin embargo, tú naciste de esta enfermedad cabal enfermo.

CREONTE
No quiero responder con injurias al adivino.

TIRESIAS
Con ellas me respondes cuando dices que lo que vaticino yo no es cierto.

CREONTE
Sucede que la familia toda de los adivinos es muy amante del dinero.

TIRESIAS
Y que gusta la de los tiranos de riquezas mal ganadas.

CREONTE
¿Te das cuenta de que lo que dices lo dices a tus jefes?

TIRESIAS
Sí, me doy cuenta, porque si mantienes a salvo la ciudad, a mí lo debes.

CREONTE
Tú eres un sagaz agorero, pero te gusta la injusticia.

TIRESIAS
Me obligarás a decir lo que ni el pensamiento debe mover.

CREONTE
Pues muévelo, con tal de que no hables por amor de tu interés.

TIRESIAS
Por la parte que te toca, creo que así será.

CREONTE
Bien, pero has de saber que mis decisiones no pueden comprarse.

TIRESIAS
Bien está, pero sepas tú, a tu vez, que no vas a dar muchas vueltas, émulo del sol, sin que, de tus propias entrañas, des un muerto, en compensación por los muertos que tú has enviado allí abajo, desde aquí arriba, y por la vida que indecorosamente has encerrado en una tumba, mientras tienes aquí a un muerto que es de los dioses subterráneos, y al que privas de su derecho, de ofrendas y de piadosos ritos. Nada de esto es de tu incumbencia, ni de la de los celestes dioses; esto es violencia que tú les haces. Por ello, destructoras, vengativas, te acechan ya las divinas, mortíferas Erinis, para cogerte en tus propios crímenes. Y ve reflexionando, a ver si hablo por dinero, que, dentro no de mucho tiempo, se oirán en tu casa gemidos de hombres y de mujeres, y se agitarán de enemistad las ciudades todos los despojos de cuyos caudillos hayan llegado a ellas -impuro hedor- llevadas por perros o por fieras o por alguna alada ave que los hubiera devorado. Porque me has azuzado, he aquí los dardos que te mando, arquero, seguros contra tu corazón; no podrás, no, eludir el ardiente dolor que han de causarte. (Al muchacho que le sirve de guía). Llévame a casa, hijo, que desahogue éste su cólera contra gente más joven y que aprenda a alimentar su lengua con más calma y a pensar mejor de lo que ahora piensa.

Sale Tiresias con el lazarillo.

CORIFEO
Se ha ido, señor, dejándonos terribles vaticinios. Y sabemos -desde que estos cabellos, negros antes, se vuelven ya blancos- que nunca ha predicho a la ciudad nada que no fuera cierto.

CREONTE
También yo lo sé y tiembla mi espíritu; porque es terrible, sí, ceder, pero también lo es resistir en un furor que acabe chocando con un castigo enviado por los dioses.

CORIFEO
Conviene que reflexiones con tiento, hijo de Meneceo.

CREONTE
¿Qué he de hacer? Habla, que estoy dispuesto a obedecerte.

CORIFEO
Venga, pues: saca a Antígona de su subterránea morada, y al muerto que yace abandonado levántale una tumba.

CREONTE
¿Esto me aconsejas? ¿Debo, pues, ceder, según tú?

CORIFEO
Sí, Y lo antes posible, señor. A los que perseveran en errados pensamientos les cortan el camino los daños que, veloces, mandan los dioses.

CREONTE
Ay de mí: a duras penas pero cambio de idea sobre lo que he de hacer; no hay forma de luchar contra lo que es forzoso.

CORIFEO
Ve pues, y hazlo; no confíes en otros.

CREONTE
Me voy, sí, asimismo, de inmediato. Va, venga, siervos, los que estáis aquí y los que no estáis, rápido, proveeros de palas y subid a aquel lugar que se ve allí arriba. En cuanto a mí, pues así he cambiado de opinión, lo que yo mismo até, quiero yo al presente desatar, porque me temo que lo mejor no sea pasar toda la vida en la observancia de las leyes instituidas.

CORO
Dios de múltiples advocaciones, orgullo de tu esposa Cadmea, hijo de Zeus de profundo tronar, tú que circundas de viñedos Italia y reinas en la falda, común a todos, de Deo en Eleusis, oh tú, Baca, que habitas la ciudad madre de las bacantes, Tebas, junto a las húmedas corrientes del Ismeno y sobre la siembra del feroz dragón. A ti te ha visto el humo, radiante como el relámpago, sobre la bicúspide peña, allí donde van y vienen las ninfas caricias, tus bacantes, y te ha visto la fuente de Castalia. Te envían las lomas frondosas de hiedra y las cumbres abundantemente orilladas de viñedos de los monjes de Nisa, cuando visitas las calles de Tebas, la ciudad que, entre todas, tú honras como suprema, tú y Semele, tu madre herida por el rayo. Y ahora, que la ciudad entera está poseída por violento mal, acude, atraviesa con tu pie, que purifica cuanto toca, o la pendiente del Pamaso o el Euripo, ruidoso estrecho o, tú, que diriges la danza de los astros que exhalan fuego, que presides nocturnos clamores, hijo, estirpe de Zeus, muéstrate ahora, señor, con las tíadas que son tu comitiva, ellas que en torno a ti, enloquecidas danzan toda la noche, llamándote Yacco, el dispensador.

MENSAJERO
Vecinos del palacio que fundaron Cadmo y Anfión, yo no podría decir de un hombre, durante su vida, que es digno de alabanza o de reproche; no, no es posible, porque el azar levanta y el azar abate al afortunado y al desafortunado, sin pausa. Nadie puede hacer de adivino porque nada hay fijo para los mortales. Por ejemplo Creonte -me parece- era digno de envidia: había salvado de sus enemigos a esta tierra de Cadmo, se había hecho con todo el poder, sacaba adelante la ciudad y florecía en la noble siembra de sus hijos. Pero, de todo esto, ahora nada queda; porque, si un hombre ha de renunciar a lo que era su alegría, a éste no le tengo por vivo: como un muerto en vida, al contrario, me parece. Sí, que acreciente su heredad, si le place, y a lo grande, y que viva con la dignidad de un tirano; pero, si esto ha de ser sin alegría, todo junto yo no lo compraba ni al precio de la sombra del humo, si ha de ser sin comento.

Se abre la puerta de palacio e, inadvertida por los de la escena, aparece Eurídice, esposa de Creonte, con unas doncellas.

CORIFEO
¿Cuál es este infortunio de los reyes que vienes a traernos?

MENSAJERO
Murieron. Y los responsables de estas muertes son los vivos.

CORIFEO
¿Quién mató y quién es el muerto? Habla.

MENSAJERO
Hemón ha perecido, y él de su propia mano ha vertido su sangre.

CORIFEO
¿Por mano de su padre o por la suya propia?

MENSAJERO
El mismo y por su misma mano: irritada protesta contra el asesinato perpetrado por su padre.

Desaparecen tras la puerta Euridice y las doncellas.

CORIFEO
¡Oh adivino, cuán de cabal adivino fueron tus palabras!

MENSAJERO
Pues esto es así, y podéis ir pensando en lo otro.

Tras un breve silencio, reaparece Euridice que baja hasta la mitad de la escalinata y luego se acerca hasta ellos para oír el discurso del mensajero.

CORIFEO
Ahora veo a la infeliz Eurídice, la esposa de Creonte, que sale de palacio, quizá para mostrar su duelo por su hijo o acaso por azar.

EURÍDICE
Algo ha llegado a mí de lo que hablabais, ciudadanos aquí reunidos, cuando estaba para salir con ánimo de llevarle mis votos a la diosa Palas; estaba justo tanteando la cerradura de la puerta, para abrirla, y me ha venido al oído el rumor de un mal para mi casa; he caído de espaldas en brazos de mis esclavas y he quedado inconsciente; sea la noticia la que sea, repetídmela: no estoy poco avezada al infortunio y sabré oírla.

MENSAJERO
Yo estuve allí presente, respetada señora, y te diré la verdad sin omitir palabra; total, ¿para qué ablandar una noticia, si luego he de quedar como embustero? La verdad es siempre el camino más recto. Yo he acompañado como guía a tu marido hacia lo alto del llano, donde yacía aún sin piedad, destrozo causado por los perros, el cadáver de Polinices. Hemos hecho una súplica a la diosa de los caminos y a Plutón, para que nos fueran benévolos y detuvieran sus iras; le hemos dado un baño purificador, hemos cogido ramas de olivo y quemado lo que de él quedaba; hemos amontonado tierra patria hasta hacerle un túmulo bien alto. Luego nos encaminamos a donde tiene la muchacha su tálamo nupcial, lecho de piedra y cueva de Hades. Alguien ha oído ya, desde lejos, voces, agudos lamentos, en torno a la tumba a la que faltaron fúnebres honras, y se acerca a nuestro amo Creonte para hacérselo notar; éste, conforme se va acercando, mas le llega confuso rumor de quejumbrosa voz; gime y, entre sollozos, dice estas palabras: Ay de mí, desgraciado, soy acaso adivino? ¿Por ventura recorro el más aciago camino de cuantos recorrí en mi vida? Es de mi hijo esta voz que me acoge. Venga, servidores, veloces, corred, plantaros en la tumba, retirad una piedra, meteros en el túmulo por la abertura, hasta la boca misma de la cueva y atención: fijaras bien si la voz que escucho es la de Hemón o si se trata de un engaño que los dioses me envían. Nosotros, en cumplimiento de lo que nuestro desalentado jefe nos mandaba, miramos, y al fondo de la caverna, la vimos a ella colgada por el cuello, ahogada por el lazo de hilo hecho de su fino velo, y a él caído a su vera, abrazándola por la cintura, llorando la perdida de su novia, ya muerta, el crimen de su padre y su amor desgraciado. Cuando Creonte le ve, lamentables son sus quejas: se acerca a él y le llama con quejidos de dolor: Infeliz, ¿qué has hecho? ¿Qué pretendes? ¿Qué desgracia te ha privado de razón? Sal, hijo, sal; te lo ruego, suplicante. Pero su hijo le miró de arriba a abajo con ojos terribles, le escupió en el rostro, sin responderle, y desenvainó su espada de doble filo. Su padre, de un salto, esquiva el golpe: él falla, vuelve su ira entonces contra sí mismo, el desgraciado; como va, se inclina, rígido, sobre la espada y hasta la mitad la clava en sus costillas; aún en sus cabales, sin fuerza ya en su brazo, se abraza a la muchacha; exhala súbito golpe de sangre y ensangrentada deja la blanca mejilla de la joven; allí queda, cadáver al lado de un cadáver; que al final, mísero, logró su boda, pero ya en el Hades: ejemplo para los mortales de hasta qué punto el peor mal del hombre es la irreflexión.

Sin decir palabra, sube Eurídice las escaleras y entra en palacio.

CORIFEO
¿Por qué tenías que contarlo todo tan exacto? La reina se ha marchado sin decir palabra, ni para bien ni para mal.

MENSAJERO
También yo me he extrañado, pero me alimento en la esperanza de que, habiendo oído la triste suerte de su hijo, no haya creído digno llorar ante el pueblo: allí dentro, en su casa, mandará a las esclavas que organicen el duelo en la intimidad. No le falta juicio, no, y no hará nada mal hecho.

CORIFEO
No sé: a mí el silencio así, en demasía, me parece un exceso gravoso, tanto como el griterío en balde.

MENSAJERO
Sí, vamos, y, en entrando, sabremos si esconde en su animoso corazón algún resuelto designio; porque tú llevas razón: en tan silencioso reaccionar hay algo grave.

Entra en palacio. Al poco, aparece Creonte con su séquito, demudado el semblante, y llevando en brazos el cadáver de su hijo.

CORIFEO
Mirad, he aquí al rey que llega con un insigne monumento en sus brazos, no debido a ceguera de otros, sino a su propia falta.

CREONTE
Ió, vosotros que veis, en un mismo linaje, asesinos y víctimas: mi obstinada razón que no razona, ¡oh errores fatales! ¡Ay, mis órdenes, que desventura! Ió, hijo mío, en tu juventud -¡prematuro destino, ay ay, ay ay!- has muerto, te has marchado, por mis desatinos, que no por los tuyos.

CORIFEO
¡Ay, que muy tarde me parece que has visto lo justo!

CREONTE
¡Ay, mísero de mí! ¡Sí, ya he aprendido! Sobre mi cabeza -pesada carga- un dios ahora mismo se ha dejado caer, ahora mismo, y por caminos de violencia me ha lanzado, batiendo, aplastando con sus pies lo que era mi alegría. ¡Ay, ay! ¡Ió, esfuerzos, desgraciados esfuerzos de los hombres!

MENSAJERO
(Sale ahora de palacio). Señor, la que sostienes en tus brazos es pena que ya tienes, pero otra tendrás en entrando en tu casa; me parece que al punto la verás.

CREONTE
¿Cómo? ¿Puede haber todavía un mal peor que éstos?

MENSAJERO
Tu mujer, cabal madre de este muerto (señalando a Hemón), se ha matado; recientes aún las heridas que se ha hecho, desgraciada.

CREONTE
Ió, Ió, puerto infernal que purificación alguna logró aplacar, ¿por qué me quieres, por qué quieres matarme? (Al mensajero). Tú, que me has traído tan malas, penosas noticias, ¿cómo es esto que cuentas? ¡Ay,'ay, muerto ya estaba y me rematas! ¿Qué dices, muchacho, qué dices de una nueva víctima? Víctima -ay, ay, ay, ay- que se suma a este azote de muertes: ¿mi mujer yace muerta?

Unos esclavos sacan de palacio el cadáver de Eurídice.

CORIFEO
Tú mismo puedes verla; ya no es ningún secreto.

CREONTE
Ay de mí, infortunado, que veo cómo un nuevo mal viene a sumarse a este: ¿qué, pues? ¿Qué destino me aguarda? Tengo en mis brazos a mi hijo que acaba de morir, mísero de mí, y ante mí veo a otro muerto. ¡Ay, ay, lamentable suerte, ay, del hijo y de la madre!

MENSAJERO
Ella, de afilado filo herida, sentada al pie del altar doméstico, ha dejado que se desate la oscuridad en sus ojos tras llorar la suerte ilustre del que antes murió, Meneceo, y la de Hemón, y tras implorar toda suerte de infortunios para el asesino de sus hijos.

CREONTE
¡Ay, ay! ¡Ay, ay, que me siento transportado por el pavor! ¿No viene nadie a herirme con una espada de doble filo, de frente? ¡Mísero de mí, ay, ay, a que mísera desventura estoy unido!

MENSAJERO
Según esta muerta que aquí está, el culpable de una y otra muerte eres tú.

CREONTE
Y, ella ¿de qué modo se abandonó a la muerte?

MENSAJERO
Ella misma, con su propia mano, se golpeó en el pecho así que se enteró del tan lamentable infortunio de su hijo.

CREONTE
¡Ay! ¡Ay de mí! De todo, la culpa es mía y nunca podrá corresponder a ningún otro hombre. Sí, yo, yo la maté, yo, infortunada. Y digo la verdad. ¡Ió! Llevadme, servidores, lo más rápido posible, moved los pies, sacadme de aquí: a mí, que ya no soy más que quien es nada.

CORIFEO
Esto que pides te será provechoso, si puede haber algo provechoso entre estos males. Las desgracias que uno tiene que afrontar, cuanto más brevemente mejor.

CREONTE
¡Que venga, que venga, que aparezca, de entre mis días, el último, el que me lleve a mi postrer destino! ¡Que venga, que venga! Así podré no ver ya un nuevo día.

CORIFEO
Esto llegará a su tiempo, pero ahora, con actos conviene afrontar lo presente; del futuro ya se cuidan los que han de cuidarse de él.

CREONTE
Todo lo que deseo está contenido en mi plegaria.

CORIFEO
Ahora no hagas plegarias. No hay hombre que pueda eludir lo que el destino le ha fijado.

CREONTE
(A sus servidores). Va, moved los pies, llevaos de aquí a este fatuo (por él mismo). (Imprecando a los dos cadáveres). Hijo mío, yo sin quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de mí ... Ya no sé ni cuál de los dos inclinarme a mirar. Todo aquello en que pongo mano sale mal y sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien lleve a buen puerto.

Sacan los esclavos a Creonte, abatido, en brazos. Queda en la escena solo con el coro; mientras desfila, recita el final el corifeo.

CORIFEO
Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad. Y, en lo debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz. No. Las palabras hinchadas por el orgullo comportan, para los orgullosos, los mayores golpes; ellas, con la vejez, enseñan a tener prudencia.

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