Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

VENGANZA DE LA COLONIA

Lorenzo de Zavala

CAPÍTULO SEGUNDO

Colonización. Leyes generales y particulares sobre ella. Texas y Guazacualcos. Austin. Su industria y constancia. El fruto de sus tareas en este ramo. Diversas concesiones de tierras. Colonia francesa en Guazacualcos. Su mal éxito. Ley antipolítica contra las adquisiciones hechas por extranjeros. Obstáculos opuestos a los progresos de este ramo. Prosperidad futura de Texas, Chihuahua y California. Rápidos adelantos de los Estados Unidos del Norte en este género. Reflexiones. Inquietudes a la entrada del general Guerrero a la presidencia. Algunas de sus causas. Política mezquina de aquel jefe. Libelistas. Su imprudencia y descaro. Noticias de la expedición española. Actividad de Guerrero. Desembarco en Cabo Rojo. Movimiento de la República contra los invasores. Celo y ardimiento del general Santa Anna. Su marcha rápida contra el enemigo. Sus peligros. El general Terán. Su cooperación con el general Santa Anna. General Garza. Su cobardía. Sus consecuencias. Ocupación de Pueblo Viejo por Santa Anna y de Tamaulipas por el general español Barradas. Providencias de éste para adquirir víveres. Oposición que encontró por todas partes. Enfermedades entre su tropa. Comparación entre estos invasores y los antiguos conquistadores del pais. Excursión de Barradas a Altamira. Ocupa esta villa. Ataque de Santa Anna a Tampico de las Tamaulipas. Valor de este jefe y de sus tropas. Sus riesgos. Otra falta del general Garza. Maniobras interiores del partido español para introducir la discordia. Escritores asalariados por los españoles. Su poca fe y falta de decoro. Facultades extraordinarias concedidas al presidente. Reformas útiles sobre Hacienda. Ataques dados al ministro de este ramo. Periódicos españoles en Nueva York y Nueva Orleáns, escritos en el sentido de los libelistas de México. Falsas alarmas en México de otra expedición. Nombramiento del general don Anastasio Bustamante para el mando del ejército de reserva. Combinación entre los generales Santa Anna y Terán para atacar al enemigo. Ataque el día 1" de septiembre. Rendición y capitulación de los españoles. Reflexiones. Noticia de este suceso en Mexico. Alegría universal. Premios concedidos por el general Guerrero. Tropas que concurrieron a la acción. Don Agustín Paz. Su carácter, opiniones y virtudes. Su muerte. Misión de don Ignacio Basadre. Inutilidad de este paso. Indulto a los conjurados de Tulancingo. Nombramiento del señor Gorostiza para Londres. Cualidades de este individuo. Don Sebastián Mercado pasa de encargado de negocios a Holanda. Intrigas secretas de los ministros de Guerrero contra Zavala. Maniobras de otros en el mismo sentido. Petición de la legislatura de Puebla para la separación del ministro de Hacienda y salida de Mr. Poinsett de la República. Guerrero coopera a estas maniobras. Carta de este individuo al general Jackson. Separación de Zavala del ministerio. Bocanegra ocupa su plaza. El señor Viezca entra en Relaciones. Carácter de este ministro. Arreglo de obispados. Perfidia de la legislatura del Estado de México. El Payo del Rosario. Sus escritos y persecuciones. Don José María Tornel. Es nombrado ministro para los Estados Unidos. Don Anastasio Torrens. Encargado de negocios en Colombia. Ministros extranjeros en México.


Después de haber dado el Congreso Constituyente de la Unión en 1826 una ley general de Colonización que arreglaba este importante ramo de riqueza y de población, dejando en manos de los Estados la facultad y el derecho de colonizar por sus leyes particulares, varias legislaturas formaron las que creyeron convenientes para sus respectivos terrenos incultos y capaces de recibir población que explotase sus riquezas agrícolas. Las de Coahuila y Texas, y de Veracruz, fueron las que llamaron más la atención de los extranjeros por la ventajosa posición en que se hallan situados los fértiles y solitarios bosques de las orillas del Sabina, San Jacinto y Guazacualcos. Don Esteban Austin, natural de los Estados Unidos del Norte, había dado principio a una vasta empresa de colonización desde 1820 entre los ríos Brazos y Colorado, en las cercanías de San Antonio de Béjar. Este activo e industrioso extranjero trabajó infructuosamente por muchos años para conseguir el derecho de enriquecer poblando y cultivando aquellas florestas inhabitadas, y después de continuos sacrificios de todo género y de una constancia digna de sus progenitores los ingleses, ha formado una colonia floreciente que ofrece la perspectiva de prosperidad y dicha futura a sus felices habitantes y a sus más remotos descendientes. Otras concesiones hechas en el mismo Estado comienzan a tomar auge, y es de esperar que dentro de dos o tres generaciones esta parte de la República Mexicana, más rica, más libre, más ilustrada que todo el resto, servirá de ejemplo a los otros Estados, que continúan bajo la rutina semifeudal y son dirigidos por el influjo militar y eclesiástico, herencia funesta de la dominación colonial.

Las tierras de Guazacualcos en el Estado de Veracruz fueron en parte concedidas a Mr. L' Ainé de Villeveque, diputado que fue en la Cámara de Francia, para que las colonizase bajo ciertas condiciones. Varias familias francesas habían venido a radicarse en virtud de estos convenios, enviadas por Villeveque; pero ni eran aptas para los penosos trabajos que demanda una empresa semejante, ni se tomaron las precauciones debidas para preservarlas de la influencia del clima, ni había los fondos necesarios para los primeros e indispensables gastos que se erogan en estas negociaciones, ni los encargados tenían los conocimientos que se requieren; de manera que muchos de los pobladores murieron, y todos los demás, o se dispersaron en la República o regresaron a su país. Aquellos terrenos permanecerán incultos todavía por muchos años.

En el año de 1828 el Congreso mexicano dió una ley sobre ventas de bienes raíces en la República, hechas o por hacer a los extranjeros, sumamente antieconómica y además injusta. La casa de Baring, de Londres, había comprado algunos centenares de leguas cuadradas al ex marqués de San Miguel de Aguallo en el Parral, entre los Estados de Chihuahua y Coahuila. El valor excedía de un millón de pesos, y desde el momento en que pasaron a las manos de Baring empezaron a recibir cultivo y mejoras que jamás tuvieron ni tendrán en las del actual propietario. El celo judaico heredado de los españoles, de que los extranjeros no se hagan ricos con las tierras ni producciones del país, y el temor ridículo y mezquino de que la Gran Bretaña adquiría una grande influencia en los negocios, si una casa inglesa tenía la propiedad de un extenso terreno, excitaron el celo de varios diputados para provocar, no ya la formación de una ley que prohibiese tales adquisiciones para lo sucesivo, sino una sentencia judicial por la que el Congreso anulaba la venta hecha a Baring como ilegal, pronunciándose de esta manera el cuerpo legislativo como lo podía hacer un tribunal y dando de consiguiente una ley ex-post facto. Es increíble que semejante escándalo haya pasado en ambas cámaras y que el Poder ejecutivo hubiese dado la sanción. Pero hemos sido testigos de este suceso y visto dar este ejemplo de la notoria infracción de uno de los artículos más esenciales de la Ley fundamental.

Los grandes obstáculos que se opondrán a la colonización de las vastas y fértiles comarcas de la República Mexicana son el sistema de pasaportes, igual o peor que el que rige en las viejas monarquías de la Europa continental, y la política rigurosa que es su consecuencia; la intolerancia religiosa o el culto exclusivo de la religión romana, la influencia militar en todos los actos y transacciones de la vida civil y los restos de antipatía judaica que existen aun entre algunas gentes contra los extranjeros. Obsérvase generalmente que los Estados de la República de México limítrofes a los norteamericanos no conservan ninguna preocupación en este respecto; por esta razón, y por la de que las influencias de la metrópoli -esas funestas influencias jerárquicas que hacen de la capital y de los Estados que la rodean él teatro de perpetuas intrigas, de guerras civiles, el origen de continuas discordias y de alarmas-, llegan muy atenuadas, encuentran resistencia en los nuevos hábitos que se van adquiriendo con la pureza de costumbres republicanas y con los progresos de una civilización popular; así que se puede augurar muy favorablemente de los futuros destinos de dichos Estados. Coahuila y Texas, el territorio de Nuevo México, Chihuahua, las dos Californias y los dos nuevos Estados de Occidente, serán dentro de medio siglo mucho más poderosos, ricos y poblados proporcionalmente que los Estados meridionales de la gran República Mexicana. San Luis Potosí, Zacatecas, Jalisco y Durango participarán de aquel movimiento vital, si, como es de esperar, las personas de influencia en aquellos Estados trabajan en disminuir el poder de las preocupaciones heredadas y estimulan los progresos de la enseñanza primaria, único camino sólido para establecer un gobierno libre y estable.

Es admirable el rápido progreso que hacen los Estados Unidos del Norte, en donde no existen esos obstáculos ficticios que opone una mezquina política y preocupaciones mantenidas por el espíritu de superstición a la entrada y establecimiento de extranjeros en las vastas y desiertas florestas de la República. El mexicano que ama verdaderamente su país no puede dejar de ver con cierta especie de envidia las relaciones que se publican diariamente del aumento de población, de prosperidad y de riqueza que presenta en los Estados Unidos del Norte el fenómeno de una progresión jamás vista en ninguna nación, que resuelve todos los problemas de la ciencia económico-social y es el mayor argumento contra la triste y sombría legislación colonial que aún subsiste prácticamente en los mexicanos. Admira el saber que en Vandalia, capital del Estado de Illinois, en donde hace diez años no había más que tres casas, existe en el día una sociedad de historia y literatura, presidida por el juez Hall, hombre de espíritu y talento que acaba de publicar unos mapas de los Estados Unidos. En todo este Estado, que era en 1785 parte de la Luisiana, no había más que el pueblo de Kamskakia, habitado por unos cuantos franceses del Canadá.

La hospitalidad con que se recibe a los emigrados, la protección que dan las leyes, y más que éstas, la justificación de los magistrados, la tolerancia y el verdadero amor de la humanidad, hacen estos prodigios. Así obran unos pueblos con otros cuando sus gobiernos, por miras de una detestable política, no excitan odios nacionales entre ellos. Temible debe ser para el interés de la Unión el que con el tiempo esos remotos Estados que no reciben de México sino malos ejemplos vayan creando hábitos de independencia absoluta. El sentimiento que liga los pueblos a la idea abstracta de un gobierno se compone del reconocimiento por la protección que les concede, de afecciones por sus leyes y sus usos y de la participación de sus glorias. Pero cuando un Estado se halla de tal manera dividido que cada ciudadano no reconoce otra protección que la de los magistrados de su pueblo; otras leyes, otros respetos y relaciones que las de su pueblo; otra gloria, en fin, que la que está ligada a las armas de su pueblo, olvídase fácilmente que han compuesto un gran todo, y procuran cortar sus relaciones con un gobierno que sólo les era una carga pesada del que no recibían ningún beneficio, y se acostumbran a mirar la patria toda entera en su provincia o en la ciudad en que viven. De esta manera podrá obrarse insensiblemente en los espíritus una revolución semejante a la de las repúblicas italianas de la Edad Media, en las que, como observa muy bien Sismondi, la felicidad y libertad de que disfrutaban los pequeños Estados los separaban naturalmente de los grandes, con los que habían anteriormente formado una nación, por los actos de despotismo, los grandes abusos, los extravíos de la ambición, las guerras civiles sin objeto y las paces sin reposo; viéndose el fenómeno de que uno o muchos pueblos renunciasen a los tributos de las grandes naciones, a la grandeza, a la fuerza, para buscar la libertad en la disolución de su lazo social.

A su tiempo hablaré acerca de algunos de esos territorios, que una administración inhábil ha querido preservar de la ocupación de un país vecino con medidas hostiles y coercitivas.

Ya he dicho que con la entrada del general don Vicente Guerrero a la presidencia, lejos de mejorarse el estado de las cosas, parecía que un genio malhechor insuflaba en los espíritus de las diferentes clases de la sociedad el descontento, cuyas causas se hubieran buscado inútilmente en actos de arbitrariedad o de despotismo. Lejos de esto, si los vínculos sociales se relajaban más cada día, si la anarquía amenazaba al Estado, era porque la administración había pasado toda entera a manos del pueblo; era porque Guerrero no adoptaba un sistema fijo y combinado, como se lo propuso el que pudo salvarlo; era porque vacilaba en todas sus providencias y desaprobaba al día siguiente lo que había resuelto el anterior; era también porque en el gabinete no solamente no obraban de acuerdo sus ministros, sino que se conjuraron contra el de Hacienda, cuya presencia les estorbaba; y era, por último, porque jamás la impunidad de los que atizaban la discordia fue tan escandalosamente permitida.

Guerrero creía que con respetar las formas federales, escribir diariamente a cuarenta o cincuenta personas cartas confidenciales, recibir con afabilidad a toda clase de gentes, dar entrada en el despacho a todo el que quería, y con la conciencia de su pureza de intención, conservaría su popularidad, contentaría al ejército, acallaría a los maldicientes y conseguiría consolidar un gobierno democrático. Ved aquí su grande error. Los oficiales que habían ascendido un grado en cada una de las anteriores revoluciones no veían con mucho agrado el triunfo de una revolución absolutamente popular; los innumerables pretendientes a destinos públicos no podían ser satisfechos; muchas gentes sin oficio que habían cooperado a la conjuración de diciembre se veían en la misma situación anterior; folletistas asalariados por el partido descontento calumniaban sin pudor ni recato a los que podían mantener con vigor las leyes y el orden público. Su imprudencia llegaba hasta negar el desembarco de los enemigos en las costas cuando toda la República se preparaba a la defensa de la independencia amenazada. El presidente se veía obligado a desmentir en sus proclamas dirigidas al pueblo las aserciones de escritores asalariados por los españoles o sus partidarios. La tesorería general se hallaba exhausta y sin medio de cubrir las más urgentes atenciones. En estas circunstancias se anunció la proximidad del desembarco de una división del ejército español en uno de los puertos de las costas de la República.

Todos sabían que la expedición había salido de La Habana en el mes de julio de este año de 1829, pero ninguno podía decir positivamente hacia qué puerto se dirigía el ataque. En esta incertidumbre, el general presidente no omitió ningún arbitrio de los que pudiesen contribuir a rechazar al enemigo y reanimar el espíritu público.

El desembarco de las tropas enemigas se verificó en Cabo Rojo, a doce leguas de Tampico el Viejo, en 27 de julio. Esta expedición se componía de 3,500 hombres, bajo las órdenes del general brigadier español don Isidro Barradas, con municiones y armamento suficiente para formar un ejército numeroso en el caso de encontrar en el país el partido que los españoles emigrados de la República habían asegurado existir. Una fragata con cerca de 500 hombres, extraviada del convoy, tuvo que arribar a Nueva Orleáns.

Mientras Barradas desembarcó con sus tropas y ocupaba los pequeños pueblos en donde no podía encontrar bastante resistencia, todos los Estados de la República se movían en masa para prepararse a la defensa unos, para atacar al enemigo los otros. Los de Zacatecas, San Luis Potosí, Tamaulipas, Nuevo León, Veracruz y México enviaron sus valientes tropas a combatir en las costas mismas del desembarque. El general Santa Anna, de cuyo valor y ardimiento he hablado repetidas veces en esta obra, fue nombrado general en jefe del ejército mexicano. En esta vez el ilustre caudillo dió todo el vuelo a su carácter y desplegó su infatigable actividad, una de sus primeras cualidades. Hizo préstamos forzosos, ocupó los buques mercantes y de guerra del puerto de Veracruz, dispuso el embarque de la infantería, mientras que la caballería se dirigía por la costa; y habiendo reunido hasta cerca de dos mil hombres, con esta fuerza marchó al encuentro del enemigo, habiéndose embarcado él igualmente, exponiéndose a ser atacado por la fuerza marítima del comandante de la escuadra española, Laborde, que había conducido la expedición. En esta vez Santa Anna no contaba más que con su fortuna, porque es evidente que su pequeña flotilla no hubiera tenido otro recurso, en caso de un ataque, que echarse sobre las costas a perecer o entregarse al enemigo. Felizmente Laborde no hizo ningún movimiento combinado con Barradas y sólo cumplió con dejar en Cabo Rojo a los expedicionarios.

Por el lado del norte de este punto obraba el general don Manuel Mier y Terán de un modo diferente, pero siempre perjudicial a los invasores. Terán se fortificaba en las cercanías de Tampico de las Tamaulipas, en Altamira, en la Hacienda del Cojo y otros puntos que él consideraba capaces de defensa. Sin el ardor e impetuosidad de Santa Anna, pero con más conocimientos, preparaba ataques regulares, mientras que el otro se lanzaba como un león sobre la presa. El general don Felipe de ]a Garza, a quien ya hemos visto levantarse contra Iturbide y luego pedir gracia, recibir a este incauto caudillo en Soto la Marina y conducirlo al suplicio, ese mismo Garza fue encargado por el general Terán de hacer un reconocimiento de las fuerzas del enemigo, y sin resistencia o con muy poca, se puso él mismo en manos de los invasores, en donde permaneció un corto tiempo. Pasó después al campo del general Santa Anna, y este jefe, despojándolo de toda autoridad, en lugar de sujetarlo a un consejo de guerra, como debió hacerlo, lo envió a México con comisiones, que ni a uno ni a otro convenían. Informó al general presidente contra Garza en su comunicación oficial, y este asunto quedó cubierto con el velo del misterio, sin poderse saber si Garza fue un traidor o un cobarde y vil mexicano.

Barradas, después de algunos encuentros con las partidas de milicianos de las costas, se dirigió a Pueblo Viejo, que está colocado sobre la orilla derecha del río Pánuco a una legua de la costa. Esta es una pequeña población de casas de palmas y de adobes de 2,000 a 3,000 habitantes a lo más. En seguida, atravesando este río en balsas y canoas, se apoderó de Tampico de las Tamaulipas, puerto principal del Estado de este nombre, cuyos adelantos rápidos en seis años que hace está habitado anuncian una grande prosperidad futura. A tres millas de este puerto se halla un fortín sobre la costa en el ángulo que forma el río y el mar, que Barradas mandó ocupar con el objeto de proteger en la entrada de aquella barra a los buques que viniesen de los puertos españoles para auxiliarlo o de cualquier otro para hacer el comercio. Desde el momento en que ocupó estos puntos publicó una proclama anunciando que había recobrado, en nombre de su soberano, una parte interesante de las colonias españolas en el virreinato de México, e invitaba por una ordenanza, que publicó al mismo tiempo, a los comerciantes de las naciones extranjeras a concurrir al puerto que había ocupado, prohibiendo la introducción de algunos efectos, arreglando los derechos de entrada de otros y franqueando de toda carga los víveres, que ofrecía además pagar con religiosidad y de contado.

En estas circunstancias llegó el general Santa Anna a Pueblo Viejo, que había abandonado Barradas por no poder cubrir a la vez varios puntos, y acampado a una milla de distancia del enemigo, sólo estaban separados por el río intermedio entre las dos poblaciones. Barradas, al desamparar este lado del río, había inutilizado los cañones que estaban en el fortín de la barra y los que había en Pueblo Viejo, y echado mano de todos los víveres y provisiones que se encontraban en este lugar. Tenía algunos heridos de resultado de la pequeña acción ocurrida en su tránsito desde Cabo Rojo, entre su vanguardia y las partidas de patriotas que le salían al encuentro sobre los médanos de arena.

La estación era de las más calurosas en aquellas costas, y por consiguiente las tropas invasoras comenzaron desde el momento de su desembarque a experimentar la funesta influencia del clima. Cada día se aumentaba el número de enfermos, y el campo de batalla, antes de ningún ataque, se había convertido en un vasto hospital. El desaliento era la consecuencia de este estado de cosas, y como las tropas, lejos de experimentar una acogida hospitalaria de parte de los vecinos de los pueblos, como se le había ofrecido, encontraban una resistencia universal y la aversión menos equívoca, podían decir lo que en otro tiempo un pueblo de Inglaterra invadido por las fuerzas de los normandos: Los enemigos nos arrojan al mar, y el mar nos echa sobre los enemigos.

Barradas y sus compañeros buscaban inútilmente simpatías en un país que ha sacudido la dominación española para siempre. Gratificaban a los paisanos que podían haber a las manos, compraban a precios exorbitantes los víveres que tomaban. Un fraile mexicano llamado Bringas, que había en tiempo de la pasada revolución servido la causa de los españoles desde el púlpito y en el confesonario, fue tratado con menosprecio y con horror.

Los conquistadores del tiempo de Fernando y de Isabel hablaban a los indios en nombre de una divinidad que había puesto en sus manos los rayos que lanzaban; y sus armas, maravillosas para aquellos pueblos, y sus caballos, y el color de los invasores, y sus enormes buques causando espanto y admiración entre aquellas gentes, abrieron un camino fácil a sus pequeñas huestes. Los que en la guerra primera de la Independencia vinieron a sostener la dominación vacilante de la antigua metrópoli encontraban un ejército de americanos dirigidos por oficiales americanos, a quienes las preocupaciones religiosas y las impresiones de la primera educación colonial retenían en sus antiguas cadenas; encontraban obispos, frailes y canónigos que predicaban la ciega obediencia al rey y a sus agentes; encontraban la Inquisición, que con su infernal policía perseguía en las familias y en los bienes la sospecha de un deseo de ser libre; encontraba, setenta mil españoles acaudalados, o que ocupaban los primeros empleos públicos, cuya influencia y poder se extendía hasta las últimas extremidades del país. ¡Qué elementos para poder conservarse! Sin embargo, ¡cuánta sangre mexicana y española no corrió por el espacio de diez años! La civilización había entre tanto invadido, por decirlo así, aquel territorio de tinieblas; el ejército mexicano entró en otra esfera; el sentimiento de su poder sustituyó en la nación a la innoble adhesión a una vergonzosa dependencia, y un golpe eléctrico derribó los antiguos ídolos y descorrió el velo de ignominiosos errores. ¿Qué podían encontrar los legionarios de Fernando VII en una república en donde el sentimiento de la independencia es cada día más profundo, y en la que se combate diariamente por ser más libres?

Después de haber ocupado Barradas la villa de Tampico de las Tamaulipas, tentó el internarse por el rumbo de Altamira (a) Magiscatzin. Esta es una villa distante siete leguas del campo de Tampico, que había fortificado el general Terán y encargado la defensa al general Garza, en donde éste se situó con quinientos hombres, esperando los refuerzos que debían llegarle de San Luis y otros puntos. El 17 de agosto encontró Barradas algunas tropas fortificadas en dos angosturas difíciles de flanquearse, por la fragosidad de los bosques que las circundaban y por dos trincheras artilladas que tenían por su parte. En este punto se dió una pequeña acción, que no pudieron sostener las pocas tropas indisciplinadas y no fogueadas que lo defendían, y se retiraron después de alguna resistencia, que costó sangre a ambas partes, y Barradas entró en dicha villa el día siguiente. Esta acción fue anterior al suceso de que he hablado poco antes con respecto del mismo Garza.

En estas circunstancias llegó el general Santa Anna a Pueblo Viejo. Apenas ocupó este punto y el de la Barra, dispuso aprovecharse de la ausencia de Barradas para atacar a Tamaulipas, en donde habían quedado de cuatrocientos a quinientos hombres bajo las órdenes del coronel español Salmón, que sostenía aquella villa. Santa Anna había tomado una lancha cañonera al enemigo, y con este auxilio y canoas de transporte y pescadoras atravesó el río la noche del 20 con quinientos hombres, y desembarcando entre la Barra y la villa, comenzó a atacar al enemigo en las calles mismas de la ciudad, habiendo experimentado una resistencia obstinada en el fuerte que intentó tomar por asalto. El ataque fue sangriento como la defensa, y evidentemente hubiera ocupado el general mexicano la villa y rendido al enemigo si el general Barradas, avisado desde el principio del combate, no hubiera venido en auxilio de sus compañeros con mil hombres. La situación de Santa Anna fue entonces verdaderamente crítica, y sólo pudo salvarse por la presencia de ánimo con que recibió al enemigo, y principalmente por la suspensión de armas que había propuesto Salmón y aceptado Santa Anna antes que ninguno de los dos supiesen si las tropas que se veían venir de lejos eran amigas o enemigas. El general mexicano se queja con mucha razón de que don Felipe de la Garza no haya atacado al enemigo por la retaguardia cuando desamparó precipitadamente la villa de Altamira para correr a auxiliar a Salmón. Es evidente que pocas horas que hubiera detenido a Barradas habrían bastado para que los españoles se rindiesen en el cuartel general. Santa Anna atravesó el río tranquilamente con sus tropas y volvió a su campo.

El resultado de esta acción fue de la mayor importancia para las armas mexicanas. El enemigo, que había creído o que había procurado hacer creer a las tropas que los mexicanos no tenían valor, ni disciplina, ni armas, ni deseo de pelear, recibió una lección terrible con este ataque brusco, inesperado y oportuno, que manifestaba la actividad y destreza del jefe, el ardor y atrevimiento de las tropas republicanas. El desaliento que causó este golpe a los invasores fue principio de su próxima ruina y el anuncio del triunfo nacional.

Veamos lo que pasaba en la capital en estas circunstancias.

Si hemos de juzgar por las apariencias, debe creerse que el gobierno español tenía espías repartidos en la República: escritores asalariados, instigadores para introducir la discordia y agentes de diferentes clases que provocasen el desorden y la guerra civil mientras sus tropas atacaban por las costas. Dos escritores de libelos infamatorios, llamados Bustamante el uno yel otro Ibar, negaban que los españoles hubiesen invadido el país, aun cuando habían ya llegado los partes oficiales de su desembarque en Cabo Rojo. El primero, cuando era ya imposible sostener por más tiempo una aserción que desmentía el grito general y los documentos oficiales impresos, aseguraba que no eran españoles, sino americanos del Norte que habían ocupado la provincia de Texas. El segundo llamaba a gritos a la sedición al ejército, diciendo que debía primero destruir el gobierno nacional y pasar después a batir al enemigo. Todos los días lanzaba una o muchas calumnias para quitar la fuerza moral del gobierno y destruir enteramente el crédito de las administraciones. Las medidas del ministerio encontraban no una censura nacional, ni la juiciosa crítica, ni la acusación siquiera verosímil, ni la sátira, ni el sarcasmo a que dan lugar los abusos de un gobierno extraviado, sino las calumnias más groseras, las más imprudentes imposturas, las injurias más indecentes que puede producir la rabia, el encono, el despecho mismo reunido a la insolencia, a la bajeza y a la falta de toda caridad. El aturdimiento en que se hallaba la nación, absorta toda entera en destruir con rapidez a los españoles, que después de nueve años de arrojados de la República osaban volver a pisar como reconquistadores el territorio mexicano, impidió que por entonces los ánimos se ocupasen de semejantes calumnias. El Congreso general, convencido de que la rapidez en las resoluciones era lo que más convenía en aquellas circunstancias, revistió al presidente don Vicente Guerrero de facultades extraordinarias por un decreto dado en 12 de agosto, con las únicas restricciones de no poder privar de la vida a ningún mexicano ni desterrarle fuera del territorio de la República, y bajo la obligación de dar cuenta al próximo Congreso de enero de 1830 (en cuya época deberían cesar las facultades concedidas) de los casos en que hubiera recurrido a las medidas extraordinarias y los motivos que para cada caso hubiese tenido. El Congreso cerró sus sesiones con este decreto, dejando al Poder ejecutivo una especie de dictadura, que atrajo al gobierno toda la odiosidad de este nombre, sin haber sacado ninguna de las ventajas. Veamos lo que por su parte hizo el Congreso general y las grandes reformas emprendidas en el ramo de Hacienda.

El secretario de este ramo propuso al Congreso general la abolición del estanco de tabacos, exponiendo, además de las consideraciones económicas que reclaman contra la existencia de semejante monopolio en un país en que por todas partes crece en abundancia esta planta, la inmoralidad que produce el tráfico clandestino e inevitable; lo contradictorio que era un establecimiento, apenas sostenible en el sistema colonial, en una república que ha adoptado instituciones democráticas. Las cámaras adoptaron la propuesta del ministerio, dando en consecuencia el 23 de mayo el decreto de la abolición de aquel monstruoso estanco, que en tiempo del gobierno colonial llegó a producir hasta cuatro millones de pesos por año, a beneficio de las leyes fiscales que impedían la siembra y el cultivo de esta planta en la extensión de la Nueva España, reduciéndola a ciertos puntos determinados de las villas de Córdoba, Jalapa y Orizaba, y con el auxilio de quinientos guardas que recorrían el país en todos sentidos y ahogaban en su nacimiento los vigorosos renuevos que la fecunda naturaleza producía sobre las cenizas mismas que aun existían de los incendios hechos en los años anteriores para aniquilar en sus gérmenes el tabaco. Tales leyes no convenían ni podían ejecutarse con el rigor que se verificaba en tiempo del despotismo virreinal sin un continuo ejercicio del poder militar, cuya tendencia es siempre hacia un sistema de unidad y de despotismo. Cuarenta mil tercios de tabacos, la mayor parte inservibles, y seis o siete mil cajones de labrados en el mismo estado, hacían la existencia de millones de que hablaba el ministro Esteva en sus memorias anteriores. El valor nominal de esos montones de paja era de cinco o seis millones de pesos, suponiendo a once reales la libra, como quería la ley Colonial, cuando el tabaco nuevo, aromático y escogido, se vendía de contrabando a tres reales libra a lo más. Esteva decía cada año en sus memorias: Tengo la satisfacción de anunciar a las cámaras que la existencia actual es de cinco o más millones de pesos en tabacos en rama o labrados.

Zavala concibió el proyecto, y lo ejecutó, de hacer vaciar los almacenes de esos fardos, que los encombraban inútilmente, y descubrir las verdaderas existencias de la tesorería nacional.

Zavala hizo otro tanto con la Casa de Moneda de México, formando un reglamento que hará honor a la administración de Guerrero. Arregló igualmente la administración del ramo de minería, poniendo en manos de los propietarios el manejo de sus rentas, que estaba en las de los comisarios generales. Zavala se propuso establecer, durante la peligrosa crisis de la invasión, un sistema de contribución directa, en cuya formación se asoció con los señores Mangino, Tagle, Marín, Rejón, Gómez Farías, Godoy y otras personas respetables e instruídas de la República. Estos fueron los resortes que se movieron para crearle enemigos. Zavala, en fin, propuso a las casas prestamistas de Londres que pusiesen en las aduanas marítimas personas de su confianza que recibiesen los productos de los derechos de aquellos efectos que procediesen de la Gran Bretaña, para el pago de los dividendos, siempre que este producto no pasase de la octava parte que asignaba la ley.

Por todas partes parece que se uniformaba el grito público para separarlo de la administración que él no había solicitado. A Santa Anna escribían diariamente cartas contra su manejo y conducta, llenas de falsedades; se hacía otro tanto con los gobernadores de los Estados, que no podían alcanzar a ver en estos pasos el principio de su ruina y el más seguro anuncio de sus desgracias.

Los españoles trabajaban igualmente por fuera para debilitar la opinión del gobierno y desalentar a los negociantes de los Estados Unidos del Norte en la continuación de sus relaciones mercantiles. En Nueva Orléans tenían un periódico titulado El Español, que repetía y comentaba las calumnias de los libelistas de su partido de Mexlco, o inventaba otras que a su vez copiaban aquéllos.

En New York, El Redactor, asalariado por los agentes del gobierno español, y El Mercurio, dirigido también en el mismo sentido, aunque con menos acrimonia, hacían pinturas exageradas de los menores desastres: representaban el país como entregado a la anarquía, al saqueo, al desorden. Todo el furor de los españoles emigrados se manifestaba en estos periódicos, órganos de sus diatribas, de sus amenazas, y también el testimonio de su impotencia, de su encarnizamiento y de su odio inextinguible contra los autores de la independencia y destructores de su dominación, de su monopolio y de sus miserables maniobras.

Mientras los españoles permanecían en Tampico, corría en México la noticia de que habían desembarcado algunas tropas enemigas en las costas de Huatulco, sobre el mar Pacífico, en el Estado de Oaxaca, y se anunciaba como cierto que la escuadra española había regresado a tomar la división del centro del ejército, cuya vanguardia se denominaba la de Barradas. El presidente dispuso entonces que el vicepresidente, don Anastasio Bustamante, pasase a situarse con tres mil hombres entre las tres villas de Jalapa, Córdoba y Orizaba, desde donde podría hacer un movimiento sobre las costas de Guazacualcos, Veracruz o Tuxpan, y conservaría las tropas en un clima templado sin los peligros de la tierra caliente.

Guerrero no estaba ni un solo momento tranquilo mientras los españoles permanecían en el territorio.

Entre tanto, los generales Santa Anna y Terán se combinaban para atacar al enemigo, reducido a los dos puntos de Tampico y la Barra, en donde, como he dicho, había un fortín con una guarnición considerable. Este ataque memorable comenzó en la noche del 9 de septiembre, habiendo la división de Santa Anna atravesado el río por la parte del Sur y aproximándose Terán con la suya por la del Norte, quedando el cuartel enemigo entre los dos generales mexicanos, cuyas fuerzas eran al menos de cinco mil hombres. El general Terán se apoderó del punto de Doña Cecilia, que era una de las fortalezas colocadas entre la Barra y el pueblo de Tampico, y el general Santa Anna se dirigió a atacar este pueblo, mientras había ordenado a una parte de sus tropas que se dirigiese a tomar por asalto el fortín de la Barra.

Doce horas de combate continuo, en medio de un torrente de agua que llovía en aquellas circunstancias, hicieron esta acción terrible y desastrosa por ambas partes. Los españoles se defendían con valor, orden y disciplina, y con la obstinación nacional, aumentada por la situación en que se hallaban, sin un punto a donde retirarse y obligados a escoger entre rendirse a discreción o perecer.

Los mexicanos combatían con su natural impetuosidad, estimulada por la gloria de hacer desaparecer en un corto período al enemigo de las costas de la República, y por el temor de la llegada de nuevas tropas, que cada momento se esperaban. Era imposible que la división española pudiese resistir por mucho tiempo a un doble número de enemigos llenos de entusiasmo y vigor con el sentimiento de su poder, con armas iguales, esperanzas de auxilios momentáneos y orgullosos de tener, por decirlo así, el depósito sagrado de la independencia entre las manos, llamando por lo mismo las miradas de la nación entera.

Después de un combate reñido, el cuartel general español izó bandera parlamentaria, suspendiendo en consecuencia el ataque. En el fuerte de la Barra se empeñó el combate con furor por el temerario arrojo del coronel Acosta y el capitán Tamariz, oficiales mexicanos que se precipitaron entre los puentes y fueron víctimas de su valor, causando al mismo tiempo la pérdida de más de doscientos hombres, que se arrojaron al asalto sin probabilidad de buen éxito.

El 11 de septiembre se firmó la capitulación, por la que los españoles se rendían en los términos siguientes:

ARTÍCULOS DEL CONVENIO HECHO EN PUEBLO VIEJO DE TAMPICO, EN 11 DE SEPTIEMBRE, ENTRE LOS COMISIONADOS DE LAS FUERZAS ESPAÑOLAS Y MEXICANAS

1° Mañana a las nueve del día evacuarán las fuerzas españolas el fuerte de la Barra con sus armas y tambor batiente, para entregarlas, junto con las municiones de guerra, al ejército mexicano, quedando bajo el mando del general Manuel Mier y Terán, segundo jefe del ejército. Dichas tropas pasarán a Tampico de Tamaulipas junto con sus oficiales, quienes conservarán sus espadas.

2° A las seis de la mañana del día siguiente, toda la división española que se halla en Tampico de Tamaulipas marchará a las órdenes del general Terán, y entregará sus armas, banderas y municiones de guerra en los arrabales de Altamira, reteniendo los oficiales sus espadas.

3° El ejército y gobierno mexicanos garantizan solemnemente a todos los individuos de la división invasora sus vidas y propiedades particulares.

4° La división española pasará a la ciudad de Victoria, donde permanecerá hasta su embarque para La Habana.

5° Se concede al general español permiso para mandar uno o dos oficiales a La Habana para conseguir los transportes en que han de conducirse sus tropas a dicho puerto.

6° Será de cuenta del general español pagar los gastos de manutención de su división mientras permanezca en el país, lo mismo que los de los transportes.

7° Los enfermos y heridos de la división española que no puedan marchar se mantendrán en Tampico hasta que puedan trasladarse al hospital del ejército mexicano, donde serán asistidos por cuenta de la división española, la que dejará los cirujanos, practicantes y soldados necesarios para cuidar de ellos.

8° Se proporcionarán a la división española los bagajes necesarios para su marcha, que pagará dicha división al precio corriente del país, lo mismo que los víveres que se le han de suministrar.

9° El coronel de la división española queda encargado del cumplimiento de esta capitulación, con respecto a las tropas que se hallan en la Barra, y hará que se franquee el paso al jefe que manda en la punta llamada Doña Cecilia.

10' El general Mier y Terán nombrará dos oficiales para que faciliten estas operaciones con arreglo al precedente artículo.

El precedente convenio queda arreglado y firmado por los infrascritos el día y fecha arriba mencionados.Pedro Landero. José Ignacio Iberri. José Antonio Mejía. José Miguel Salmón. Fulgencio Salas. Ratifico la precedente capitulación: Isidro Barradas.

Artículos adicionales.

Propuesto por el general español.
En caso que llegasen a este puerto algunas fuerzas españolas pertenecientes a la división del general Barradas no se les dejará desembarcar, y se les dará aviso de este convenio.

Propuesto por el general mexicano.
El general, comandantes, oficiales y tropas que pertenecen a la división del general Barradas prometen solemnemente no volver jamás ni tomar armas contra la República Mexicana.

Esta capitulación se cumplió religiosamente por ambas partes: los prisioneros españoles fueron tratados con la humanidad y miramientos debidos al infortunio, y que se tributan en todos los países civilizados a un enemigo vencido y humillado. Oportunamente fueron remitidos a La Habana, partiendo su general Barradas para los Estados Unidos, no habiendo creído conveniente sujetarse a los cargos que pudo hacerle su gobierno por la conducta que observó en la expedición.

Este fue el término trágico de la expedición española, en la que el gobierno español, después de gastar un millón de pesos y de haber sacrificado al menos mil quinientos hombres, dió al mundo civilizado el testimonio menos equívoco de su torpeza, de su impotencia, y presentó una nueva ocasión a los mexicanos para acreditar su patriotismo, su valor y sus virtudes.

La independencia de las antiguas colonias españolas en el continente americano es una cuestión resuelta por un hecho perfecto, sostenida por la opinión de todos los habitantes de aquellos países, sancionada por el voto de todos los pueblos libres y reconocida por los gobiernos civilizados.

Sólo el gabinete de Madrid, cuya orgullosa fatuidad protocola aún el reino de Jerusalén y de Nápoles entre sus títulos, desconoce el decreto irresistible de la Providencia que ha conducido los sucesos a este grande y sublime desenlace. En las nuevas repúblicas americanas se han extinguido del todo hasta las más remotas afecciones, han desaparecido los intereses, se han cambiado las preocupaciones que existían de adhesión al gobierno español. No hay ya ningún vínculo, ni una sola necesidad, ni siquiera un recúerdo que pueda hacer practicable la reconquista.

Una memoria confusa de las iniquidades de los españoles, de sus riquezas, de sus monopolios, será todo lo que pasará a la posteridad; y los sepulcros que encierran a los generosos ciudadanos que fueron sacrificados por la crueldad de sus agentes cubrirán con sus huesos muchos hechos memorables, pero nunca el odio de su pasada dominación.

La noticia de la completa derrota de los españoles llegó a México el 20 del mismo septiembre por la noche, y en un momento la ciudad se cubrió de iluminaciones, y el pueblo corrió a la casa del presidente Guerrero a felicitarle por tan fausto suceso. Este jefe, rodeado de cuanto había en la capital, desde el más pobre hasta el más rico; confundido entre las oleadas de los que le hablaban a la vez y la llamaban el padre de la patria, sólo contestaba con lágrimas de gozo, y recibía en sus brazos a toda clase de ciudadanos, entre los que no se conocía en aquellos felices momentos ninguna diferencia de partidos ni opiniones. Parecía haber desaparecido en aquella noche de alegría universal todos los odios y resentimientos. Todo lo ocupaba el júbilo producido por el triunfo. El general Santa Anna escribía al presidente como César al Senado romano: Veni, vidi, vinci; y el primer magistrado de la República Mexicana, creyó ver en este feliz suceso el principio de una era más fausta para la nación y un agüero favorable para su gobierno. Su corazón, ulcerado con los ultrajes que diariamente se ]e hacían por los libelistas; su espíritu, abatido entre el choque de intereses encontrados, y sin la energía suficiente para adoptar y seguir una marcha constante; su físico, debilitado por la herida incurable que recibió en el pulmón cuando en la acción de Jalmo]onga sostenía la causa de la República, todo pareció olvidarse en aquellos días. En la noche del 1° de octubre llegaron a la capital, conduciendo las banderas tomadas al enemigo, los oficiales Mejía, Stávoli, Woll y Beneski, y el presidente dispuso dedicarlas a la Virgen de Guadalupe y ofrecer este trofeo a la patrona de los mexicanos, cuya imagen había sido entre los insurgentes e] labarum maravilloso en los tiempos de su primer movimiento nacional. Nada faltó a esta augusta ceremonia, viéndose entonces la calzada que se extiende desde México hasta la villa de Guadalupe (alias) Hidalgo, cuya extensión es de tres millas, cubierta de un gentío inmenso, que saludaba a don Vicente Guerrero con aclamaciones de una alegría sincera, y si me es lícito decirlo así, legítima.

Las primeras providencias del presidente Guerrero, después de haber cumplido con estas formalidades religiosas, fueron elevar a las plazas de generales de brigada a don Antonio López de Santa Anna y don Manuel Mier y Terán, en virtud de sus facultades extraordinarias. ¡Premio merecido y oportunamente acordado! Concedió igualmente otros ascensos a aquellos que más se habían distinguido, y manifestó a las tropas que batieron al enemigo el distinguido servicio que habían hecho a la patria, dándoles las gracias en su nombre. Me es sumamente sensible no recordar todos los jefes y cuerpos a cuyos esfuerzos y valor se debió la victoria. Pero no debo por eso dejar de rendir homenaje a los que tengo presentes, cuyos nombres deben pasar a la posteridad. Los batallones número 9, número 5, el de Tres Villas, número 3, número 2, mandados por los coroneles Landero, Heredia, Mejía, Durán y Lemus; los cívicos de las costas de Tuxpan, Tamiagua, Huejutla, Pánuco y Tamaulipas, y el número 3 de caballería, fueron las tropas que entraron en acción y trabajaron con constancia hasta arrojar al enemigo.

Por este tiempo murió en la capital don Agustín Paz, senador por el Estado de México. Este era un hombre de la clase indígena dedicado desde su primera edad al oficio de albañil. Su aplicación constante al trabajo, su buena conducta y afición a la lectura, le hicieron adquirir entre las personas distinguidas un lugar que se procura siempre a los que deben sólo a sus esfuerzos una carrera honesta. Esta fue la causa porque lo hicieron diputado en 1822. Paz era uno de los caracteres singulares de la época. No habiendo aprendido por principios el idioma español ni recibido en los primeros años de su juventud las lecciones prácticas de esta lengua en la buena sociedad, jamás pudo llegar a hablarla ni con pureza ni con propiedad. Pero empeñado en la carrera política, se dedicó con ardor y constancia a la lectura de autores económicos y políticos, y creía que estudiándolos hasta aprender muchas páginas de memoria podría hacer lucir su erudición en el Congreso. Sus intenciones eran rectas, su carácter firme, sus deseos buenos; y si estas cualidades bastasen para obrar bien, es cierto que este diputado hubiera contribuído a hacerlo. Pero fue partidario de los escoceses, y partidario ciego; de consiguiente, hostil siempre a Iturbide e infatuado en la monarquía constitucional con una familia extranjera. Posteriormente moderó mucho sus opiniones, y su carrera de diputado y senador por siete años lo había hecho más dócil a las lecciones de la experiencia. La República perdió con su muerte un ciudadano honrado que hubiera sido útil posteriormente.

Una de las extravagancias de la administración de Guerrero fue el proyecto de una misión secreta cerca del gobierno de Haití, para la que fue nombrado el coronel don Ignacio Basadre. Aunque don Lorenzo de Zavala era todavía secretario de Hacienda, nunca supo el objeto de semejante misión, que se le ocultó cuidadosamente. Su celo por el honor del gobierno le obligó, sin embargo, a manifestar al presidente que si, como se decía, Basadre llevaba la comisión de excitar un movimiento entre la clase degradada de una isla vecina a Haití, sería dar un paso contra el derecho de gentes, que podría ocasionar reclamaciones serias de los gobiernos civilizados y traería consecuencias funestas a la República. Basadre salió para su misión cargado de patentes de corso, que se le dieron para poder autorizar hostilidades en el mar contra los buques españoles, como lo habían hecho las repúblicas de Colombia y Buenos Aires y otras. El partido que después arrojó a Guerrero de la presidencia dió a este negocio una importancia que no tenía, para acumular acusaciones contra aquella administración. El perjuicio efectivo fueron doce mil pesos invertidos en esta misión insignificante, en tiempo en que la tesorería se hallaba exhausta.

Menos extravagante, aunque más trascendental, fue el perdón concedido por el presidente Guerrero a los generales y oficiales desterrados fuera de la República, en consecuencia del molote de Tulancingo de que he hablado. Guerrero deseaba dar esta prueba de su generosidad y clemencia, aunque estaba evidentemente persuadido de que desde el momento en que entrasen en la República comenzarían a minar su autoridad y vendrían a engrosar el partido que le era contrario. Sin embargo, no podía olvidar sus antiguas relaciones de amistad con Bravo ni resistir a las solicitaciones de los amigos de éste y de los otros desterrados, sostenidas por el ministro Moctezuma y aprobadas por Zavala. La medida estaba resuelta, y se expidió el decreto de indulto de todos los que habían tenido parte en la conjuración de Tulancingo, restituyéndoles sus destinos y pagándoles sus sueldos corridos hasta entonces. Jamás hubo un indulto más amplio y que manifestase mayor franqueza y buena fe.

Los generales Bravo y Barragán, que habían salido de New York antes de tener noticia de esta resolución, contaron con que serían recibidos en su patria en circunstancias en que, invadida por los españoles, no serían inútiles sus esfuerzos y su influjo para concurrir a su derrota; y aunque llegaron cuando el enemigo estaba vencido, su intención fue elogiada con mucha pompa por sus partidarios. Desembarcaron sin ninguna dificultad, pues ya estaba publicado el decreto de su indulto.

Don Manuel Eduardo Gorostiza, que estaba ejerciendo las funciones de encargado de negocios cerca del rey de Holanda y Países Bajos por la República Mexicana, fue nombrado ministro por el gobierno del general Guerrero cerca del gabinete de Saint-James. Gorostiza nació en Veracruz, estando su padre, que era oficial español, ejerciendo un encargo en aquella plaza. Desde su tierna edad volvió a la tierra de sus padres, en donde ha seguido los intereses de la península y la causa de los liberales españoles. Ha escrito unas comedias, cuyo mérito principal es el de haber sabido imitar, y aun traducir, algunas piezas de los teatros extranjeros, trasladándolas sobre la escena española con las sales y gracias nacionales. No carece de mérito dramático, y aunque muy mediano en el género lírico, no dejó por eso de ser aplaudido por los españoles cuando cantaba las proezas del general Morillo y anticipaba sus triunfos en la expedición que bajo la dirección de este caudillo atroz se destinó a la reconquista de la república de Colombia. En cuanto a sus conocimientos diplomáticos, no tiene el autor datos suficientes para pronunciar su opinión. Bien que en Europa cualquiera podía desempeñar una misión insignificante, con tal que tuviese decencia y maneras de la buena sociedad. En lugar de Gorostiza, fue nombrado encargado de negocios de Holanda don Sebastián Mercado, antiguo patriota mexicano y emigrado de su país desde el año de 1814.

He referido anteriormente cómo se había formado ya un partido osado que anunciaba sin embozo sus proyectos de echar por tierra la administración del general Guerrero. Los tiros principales se dirigían contra el secretario de Hacienda Zavala, a quien, lejos de sostener los otros ministros, habían hecho una coalición para juntarse a los enemigos comunes y libertarse de él a toda costa. Los agentes del secretario de Justicia Herrera, en Puebla y Valladolid; otros en México, ministros subalternos, demasiado obscuros para que merezcan ocupar ni aún un nombre oprobioso en la historia, pero bastante aptos para excitar disensiones, esparcir calumnias, dirigir cartas alarmantes, publicar libelos infamatorios, trabajaban sin cesar contra el mismo a quien debían sus plazas, sus destinos y su subsistencia, como el sostén principal del partido yorkino. Pero Herrera, Bocanegra, Tornel, Valdés, comisario de México, y el mismo Guerrero, creyeron poder desprenderse de Zavala, sobre el cual hacían recaer toda la odiosidad que los del partido contrario ponderaban con sagacidad para dividirlos y debilitarlos, y que los individuos referidos, con sus adictos adoptaban y. abrazaban con ardor para dominar el gabinete. El general Santa Anna, por otra parte, escribía al presidente pidiéndole la variación de ministros, y había roto con Zavala una amistad que éste nunca solicitó, cuyo poco valor reconoció después, viendo la ligereza con que se hacía amigos y enemigos dicho general.

Don Lorenzo de Zavala recibió en estas circunstancias una comunicación de la asamblea del Estado de México, por la que se le participaba un acuerdo derogatorio de la licencia que obtuvo en abril para desempeñar el ministerio de Hacienda, previniéndose en el mismo acuerdo que no se le diese posesión del gobierno del Estado sin previa resolución de la asamblea. Al mismo tiempo, la del Estado de Puebla hizo una exposición al presidente de la República para que separase a los ministros Zavala y Moctezuma y diese pasaporte al ministro de los Estados Unidos del Norte de América, Mr. Poinsett. La legislatura del de México había dado igual paso con respecto a este último punto, dando por razón que Mr. Poinsett tenía modales finos y agradables, y que de esta manera alucinaba a los mexicanos.

En todas estas pequeñas maniobras se descubría visiblemente la mano de los ministros Herrera y Bocanegra, y la tímida e incierta política de Guerrero, con cuyo conocimiento se hacían estas cosas. Lo más notable y digno de fijar la atención sobre el carácter de este jefe fue la conducta que observó con Mr. Poinsett, acusado por los enemigos del partido yorkino como el principal agente entre ellos, y uno de los mayores apoyos de Guerrero. Si el hecho era cierto, claro es que este general debía estarle agradecido. Pero si era falso, entonces se desvanecían los pretextos de acusación hechos al ministro americano, como que tomaba parte en las facciones que agitaban la República. Guerrero pasó una carta confidencial al presidente de los Estados Unidos, Mr. Jackson, pidiéndole la remoción de Mr. Poinsett, cumpliendo de este modo uno de los más fervientes votos de los escoceses, y de los que creían ver en este ministro un espíritu diabólico o un genio a la manera de los que se hacen figurar en los cuentos árabes. Zavala, cansado de tantas intrigas y vilezas, renunció el ministerio en 1° de octubre, paso que había dado tres meses antes y al que se opusieron los mismos que ahora lo arrojaban.

Al retirarse dijo al presidente Guerrero estas notables palabras:

Yo me retiro cansado de sufrir ingratitudes y calumnias. Una tempestad amenaza a usted dentro de poco tiempo.

En seguida le aconsejó que llamase a la capital a las personas más notables que estaban en los Estados, y que se rodease de gentes que valían más que los que le intentaban dirigir. Esta fue la postrera vez que Zavala habló con Guerrero acerca de asuntos públicos y los últimos consejos que le dió de gobierno. Si los hubiera escuchado, todavía quizá viviría aquel jefe infortunado, no hubiera la patria llorado tantas víctimas, y no por eso dejarían los que hoy dirigen los negocios públicos de tener una influencia conforme a sus talentos y disposiciones. Dios lo dispuso de otra manera.

DOn José María Bocanegra fue nombrado secretario de Hacienda, y en el ministerio de Relaciones, que ocupaba, entró don Agustín Viezca. Si la honradez y la pureza de costumbres republicanas, maneras agradables y delicadas, carácter dulce, intenciones patrióticas, fueran calidades suficientes para hacer un buen ministro, la elección del señor Viezca hubiera sido una de las mejores. Pero en tiempo de convulsiones se necesita firmeza, actividad, penetración, energía y una vigilancia continua para no ser envuelto en las tramas que se urden por todas partes. El señor Viezca, dotado de un carácter sumamente flexible, no era muy a propósito para dar tono a un ministerio inerte, movimiento a una máquina desmontada. Veía venir los males públicos, aumentarse los peligros del gobierno, enervarse la administración; palpaba el desenlace próximo de un gran suceso en las disposiciones hostiles de un partido emprendedor. Pero ¿qué podía hacer para contener el torrente que se precipitaba, sin encontrar ayuda en sus compañeros, apoyo en el presidente ni recursos y poder en sí mismo, y para hacer respetar una autoridad ya vilipendiada, envilecida y ultrajada, sin que haya dado una sola señal de vida?

Pero el gabinete se ocupaba de una cuestión de disciplina eclesiástica y era la del modo de proveer de obispos las sillas episcopales vacantes en la República. Ya hemos visto anteriormente que la mayor parte de esos prelados habían muerto y que dos salieron del país por odio a las nuevas instituciones. El ministro de Negocios Eclesiásticos don J. M. Herrera, procurando buscar un apoyo en el clero, o quizá esperando ocupar una de aquellas prelacías, promovió en el gabinete la cuestión de provisiones, y agitó cuanto pudo esta delicada materia hasta que logró arreglar el modo de hacer los nombramientos de una manera que causará en lo sucesivo muchos trastornos.

Era cosa muy singular el ver ocuparse el Consejo de ministros de la provisión y nombramiento de prelados eclesiásticos en las diócesis, mientras el gobierno estaba amenazado por una facción y la República en vísperas de una guerra civil. Era exactamente la conducta de los emperadores griegos, que disputaban sobre la visión del Tabor, el culto de las imágenes, el matrimonio de los eclesiásticos, el tiempo de la celebración de la Pascua, y otras cuestiones semejantes, mientras el enemigo conquistaba las provincias del Asia Menor y se acercaba a las puertas de Constantinopla. El presidente Guerrero jamás debió hacer uso de las facultades extraordinarias, que le habían concedido las cámaras para proveer a la seguridad de la República, en arreglar jerarquías eclesiásticas ni en ocurrir al pontífice a pedir de gracia lo que debe hacer por obligación. El más terrible golpe que puede darse a las instituciones democráticas es el hacer depender sus gobiernos, en alguna manera, de la Silla Apostólica. Muy justo es que los pueblos tengan sus pastores que les dirijan y enseñen conforme a los dogmas de su religión y sus doctrinas; pero es una cuestión vital en el día para las nuevas repúblicas la del arreglo de su culto y el asunto del patronato. ¡Que teman sus directores implicarse en discusiones de disciplina con la Santa Sede! Este es uno de los escollos que deben evitar de todos modos.

Después veremos los resultados de estos primeros pasos, y haré reflexiones sumamente importantes acerca de la enfermedad constitucional, por decirlo así, que tienen aquellas repúblicas en cuanto a las clases privilegiadas.

Separado Zavala del ministerio de Hacienda, la legislatura del Estado de México, que había derogado la licencia que le dió para funcionar en aquella comisión, expidió un decreto prohibiendo que tomase posesión del gobierno del Estado, bajo el pretexto de que habiendo dado en el ejercicio del ministerio algunos decretos contrarios a los intereses del Estado, estando en el gobierno éste los haría cumplir. Aquí se descubrió la perfidia de sus enemigos, que por un decreto lo llamaban a ejercer sus funciones de gobernador para sapararle del ministerio, y por otro, luego que se separó, lo privaron del ejercicio a que le llamaba la Constitución del Estado, y de que no podía ser suspenso sin las formalidades que requiere la misma Constitución. Pero todo era ya un desorden, y con este motivo salió un folleto intitulado: Pobre del señor Guerrero, para de aquí al mes de enero, escrito por don Pablo Villavicencio, llamado vulgarmente el Payo del Rosario.

El espíritu de este papel era el exhortar al presidente a no dejarse adormecer por los que le rodeaban y a decirle que la injusticia hecha con el gobernador del Estado amenazaba su próxima caída.

El gobernador del Distrito, Tornel, puso en prisión a Villavicencio por este impreso, mientras que otros libelistas que ofendían la moral, insultaban la decencia y predicaban la rebelión continuaban escribiendo impunemente.

Villavicencio es uno de esos hombres que se forman en las revoluciones de los pueblos, y sin haber recibido ninguna instrucción, conducidos por un buen sentido y talentos naturales, escriben con menos incorrección, y algunas veces menos perjuicio, que muchos que se han llenado la cabeza de estudios inútiles. Escritor popular, sostuvo desde el año de 1822 la causa democrática, V fue considerado como el tribuno de la plebe. Fue el sucesor de otro más notable y mucho más instruído folletista, llamado don Joaquín Fernández de Lizardi (alias) el Pensador Mexicano, cuyo nombre fue célebre para la época en que vivió en la República y cuyos escritos combatieron siempre la tiranía y la superstición. Justo es hacer mención de estos individuos en una obra destinada a dar a conocer los motores de las masas y directores de la opinión. Ni los Gracos ni los Saturninos eran instruídos ni más estimados por los plebeyos de su tiempo.

En el mes de octubre fue nombrado don José María Tornel, de quien he hablado, ministro plenipotenciario para la república de los Estados Unidos del Norte, y para secretario suyo don J. A. Mejía, el mismo que concurrió a la derrota de los españoles en Tampico, como coronel del número 3.

Después de la muerte de don Pablo Obregón había quedado desempeñando, en calidad de encargado de negocios, el secretario de la legación, don Manuel Montoya, hombre mediano, pero honrado y con alguna práctica de negocios. Evidentemente Montoya hubiera desempeñado mejor, con menores gastos y menos boato, aquella comisión. Pero Guerrero era hombre que no podía resistir a las instancias de sus confidentes, y el señor Bocanegra hizo este servicio a Tornel sin ninguna ventaja de la República.

En Colombia continuaba desempeñando la comisión de encargado de negocios don Anastasio Torrens, que había pasado a aquella república en clase de secretario de la persona que entonces se pensó nombrar: éste era el señor Molinos del Campo. Torrens desempeñó su comisión con celo y actividad; instruía al gobierno de los proyectos ambiciosos del general Bolívar, de los proyectos de la monarquía bajo la rama de Orleáns en aquella república, presentados por el agente francés Mr. Bresson; de la contestación del ministro inglés Capbell y de la positiva denegación del gabinete de Londres. De todo tenía conocimiento Torrens, y su adhesión constante, aunque mesurada, en Colombia, por la libertad y forma republicana, y sus conexiones con el general Santander, el banquero dinamarqués Leidesdorf y otros partidarios de las instituciones liberales, hicieron que el libertador Bolívar diese su pasaporte al agente mexicano, al de los Estados Unidos del Norte, Mr. Harrison, cónsul; al Ínglés, Mr. Anderson, y a Mr. Leidesdorf. Torrens regresó a México, en donde permanece retirado, porque no puede hacer alianza con la tiranía. La República del Centro nombró ministro, en lugar del señor Mayorga, en 1827, a don José María del Barrio. La de Colombia no había sustituÍdo ninguno al señor Santa María, que salió en 1828. El gobierno inglés nombró en lugar de Mr. Ward a Mr. Pakenham, encargado de negocios, y en la misma clase está Mr. Gratten por la Holanda. La Prusia nombró un cónsul general, y la Francia, como hemos visto, hizo lo mismo hasta la revolución de julio de 1830, en que la veremos reconocer formalmente la independencia de algunas repúblicas modernas. El presidente de los Estados Unidos nombró en lugar de Mr. Poinsett a Mr. Buttler, como encargado de negocios. A su tiempo hablaré de la llegada de este agente diplomático.
Indice de Venganza de la Colonia de Lorenzo de Zavala CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha