Índice del Manifiesto de los plebeyos y otros escritos de Graco BabeufEscrito anteriorSiguiente escritoBiblioteca Virtual Antorcha

¿TIENE EL PUEBLO DERECHO A LA INSURRECCION?

No se puede gobernar mucho tiempo con el desprecio de los pueblos. Si esta máxima es constante, nuestros gobernantes actuales, y con ellos la facción populicida en la que se incorporan Frerón, Tallien, y su banda, deben hallarse ya al final de su papel. Es difícil estar tan generalmente despreciados, sino, incluso, más odiados de lo que ellos lo son. Cuando este último sentimiento se mezcla con el otro, lo pregunto a todos aquellos que tienen experiencia, por mucho que parezca bien asentado el poderío de los dominadores, no falta nada para derribarlo. Cuando todos los espíritus están dispuestos de antemano; cuando la revolución moral está hecha; cuando cada uno está convencido de que ha llegado el momento en que es necesario aplicar el principio: Resistencia a la opresión; cuando, en fin, no hay más que hacer con los brazos lo que la cabeza ya ha reconocido como indispensable ... sean cuales fueren los obstáculos que se oponen a su ejecución, éstos son salvados rápidamente. Nada resiste a la santa ira de un pueblo que se ve arrebatar la libertad que ha conocido y apreciado.

Y es lo que los opresores del momento no tienen la fuerza de concebir. Parecen creer que puesto que el Palacio real, los pícaros de las oficinas, los presuntuosos de palabra de honor, que han usurpado el pan de la buena gente y de los padres de familia, dicen que todo va bien, es ésta la opinión pública, y que su reino está consolidado para siempre. Y porque mandan a todos, tienen sus adictos en todas partes, y casi nada para contradecirles, porque son lacayos los que están a la cabeza de todos los periódicos, de todas las administraciones, de los comités de sección, de los tribunales, de las fuerzas armadas; porque el pueblo ya no tiene lugares de reunión, porque en la asamblea decaria, que se le ha dejado, no tiene más que el derecho de votar, para poder mentir el día siguiente, llenando de elogios a aquellos que tan a menudo no merecen otra cosa que la reprobación más soberana; ... porque el poder tiene un boletín donde consigna la bajeza de todos los lacayos de la tiranía; ... porque posee bastillas; ... porque sin oposición dispensa tantas lettres de cachet (órdenes de arresto) como lo dictan sus caprichos; ... porque impunemente ha podido incluso tratar de arrebatar a los ciudadanos el derecho de manifestar su contento o descontento a la vista de sus acciones; ... porque a sus órdenes los enemigos del pueblo han establecido el terrorismo contra los patriotas; ... porque la masacre de éstos ha sido predicada abiertamente y porque ha habido un comienzo de ejecución; ... porque se continúa asesinando al pueblo con la más espantosa de las hambres, y por la privación de todos los recursos; porque los traidores y los granujas son los únicos protegidos; porque, en fin, la contrarrevolución que al comienzo se hizo insensiblemente y a la chitacallando, se termina ahora a galope y sin misterio, con decretos alta y libremente proclamados por la delegación nacional ... la facción tiránica se imagina que es cosa hecha; que al pueblo francés se le han colocado para siempre las cadenas, y que es incapaz de romperlas.

Tan malo es este cálculo como la cabeza de los conjurados es estrecha. Querer persuadir a la mayoría de que todo va bien, haciéndoselo decir a la minoría, es mostrar la más extrema debilidad de medios. Cualesquiera que hayan sido las últimas intenciones de Maximiliano Robespierre, su recorrido, para hacer ilusión, era mucho más certero. Su forma de proceder, totalmente inversa de la de nuestros reguladores de hoy, consistía en forzar a la minoría a aceptar que todo no iba mal, teniendo en cuenta que la masa no se quejaba. Y ésta no estaba incitada a hacerlo; puesto que entonces no faltaban los artículos de primera necesidad, abundaban al alcance de su mano los recursos de trabajo, y las retribuciones de cualquier obrero eran ventajosas. Por este medio se podía llegar a establecer la tiranía; era quizá el único medio; porque a la mayoría de los ciudadanos les gusta naturalmente el reposo, no piden más que huir de las acciones y vivir tranquilos en sus hogares; en cuanto disponen de una vida dulce y desahogada, de buena gana se dejan gobernar por quien sabe mantener tal orden, y cierran los ojos fácilmente cuando se violan los grandes principios, que aparecen de una forma demasiado abstracta, demasiado ficticia, ante el intelecto de mucha gente, para que se comprenda bien la importancia de conservarlos en un respeto religioso.

Por el contrario, cuando se empuja forzadamente a la mayor parte de la sociedad a reflexionar sobre la situación, se es el más torpe de los tiranos. Cuando vosotros me acorraláis hasta el punto de no poderme procurar ni pan, ni leña, ni ropa, mientras se produce la carencia y la enormidad de los precios, cuando se me cortan todas mis fuentes de trabajo y se me ata la lengua para ahogar mis justas reclamaciones ... vosotros me conducís a velas desplegadas al puerto de la desesperación; allí, estoy obligado, por mero sentimiento natural, a razonar para comprender la causa de mis males; no debo esforzarme mucho para descubrir que sois vosotros, ... ya que sólo vosotros sois todo, ya que vosotros solos administráis, regís, ordenáis todo. Entonces yo os acuso, ya que el hombre en tanto respira, busca liberarse de sus males. La primera idea que me penetra es la de odiar, de aborrecer vuestra causa. Odiar, aborrecer a alguien, es ver en este alguien, un enemigo. ¡Un enemigo! Siempre que se tiene un enemigo, se buscan dos cosas; la primera es impedirle que nos haga el mal por más tiempo, y la segunda, vengarnos de él.

¡He aquí vuestra posición frente a veinticuatro millones de hombres! Vosotros, facción vendida al rico millón, vuestra cábala patricia; vosotros, freronistas; vosotros gobernantes déspotas, traidores al pueblo, usurpadores y violadores de sus derechos, hambreadores, inquisidores, enbastilladores, en una palabra, tiranos.

¿Creéis ... que la indignación de veinticuatro millones de hombres no es nada? ¿ Creéis ... que la aprobación de un millón de esclavos dorados pueda contrapesar el efecto necesario de este sentimiento hasta el punto de asegurar la indestrucción, la permanencia y la impunidad de vuestra tiranía?

Habéis conseguido liquidar todos los lugares de reunión y de consulta del pueblo; habéis impedido que se hable de vosotros libremente; habéis reprimido hasta la mínima manifestación de descontento en el momento y en presencia de la consumación de vuestras vilezas, cuando las cometéis; lo que no es raro, ya que no os sorprendo nunca haciendo otra cosa. ¿Pero pensáis que esto os aventaja en extremo? Impedís provisionalmente que el murmullo del pueblo crezca ante vuestras narices y vuestras barbas, y nada más. Parecéis tan lamentablemente débiles como los niños cuando creen que no se les ve porque se cubren los ojos con las manos. Cuanto más pienso en esta comparación más la veo aplicable. Parece que creéis que no se os puede juzgar más que como gente honesta, desde el momento en que impedís se diga ante vosotros que vuestros crímenes son crímenes. Grande es vuestro error. No habéis hecho más que concentrar la explosión, la mina está latente, y cuando la materia volcánica hierve por mucho tiempo en las entrañas silenciosas de la tierra, ¿qué hace? Estalla.

Ya lo he dicho; si vuestras frecuentaciones se extendieran más allá de las soberbias guaridas, de las orgullosas y suntuosas moradas de las pretenciosas y los elegantes; si fuerais capaces de bajar a las humildes viviendas de la clase más numerosa, vuestras manos sobre los ojos no os servirían ya para nada, y tendríais que reconocer que no os ha bastado el haber hecho demoler de noche el club Electoral, y expulsar a pedradas a los miembros del de los Jacobinos, para ahogar las cien mil luces vivas que descubren todas vuestras correrías, y las registran, para que sirva en su tiempo y lugar.

Reconoceríais que cada casucha, cada granero es ahora un club. Llevad, pues, la inquisición a estos innumerables albergues; jamás encontraréis suficientes chivatos, y, sin embargo, apostarlos todas las décadas en las asambleas generales de Secciones, es hacer el trabajo a medias. ¡Qué captura tan pequeña la que recientemente han hecho vuestros alguaciles, de los dos patriotas, Camelin y Petit, a la salida de la asamblea de los gravilleros! (1). ¡Qué medias-medidas estas bandas de asesinos que van a insultar a los patriotas en los cafés! ¿Es esto un terrorismo perfecto? No. Penetrad en las sociedades particulares; colocad un espía junto a la chimenea de todo padre de familia, y tendréis otros resultados. Escucharéis en todos los lugares estas palabras del decálogo democrático: el gobierno viola los derechos del pueblo.

Y toda esa buena gente, los sans-culottes, que vosotros menospreciáis tanto, a quienes no cesáis de acusar de ignorancia crasa, me parece tienen bien poco de ignorantes, ya que todos conocen de memoria estas palabras, y aun veo retienen las otras que siguen, es decir, aquellas del más indispensable de los deberes.

¿Qué es lo que dices? me pregunta la inquisición. Yo no digo nada; es el pueblo que lo dice.

Por lo demás, estoy con el pueblo, y tomaré sobre mis espaldas, si lo exigís, las palabras que acabo de hacerle decir.

Digo, pues, bien claramente, que habéis violado y que violáis cada día los derechos del pueblo, y, en este caso, el código de las Naciones dice que, para el pueblo y para toda fracción del pueblo, hay un deber que cumplir, el más indispensable de los deberes, y que este deber es la insurrección.

He aquí soltada la palabra clave. ¡Cómo! ¿Osas predicar la insurrección? No soy yo, os digo; es el código de las Naciones. ¿Pero parece quieres que se ponga en práctica? ¿Por qué no, si el pueblo en su mayoría lo juzga necesario? ¿Qué digo? No tengo necesidad del pueblo en mayoría, una fracción del pueblo, es suficiente. Ahora bien, yo sólo soy una fracción del pueblo. Podría, pues, en rigor, contentarme con mi sola opinión sobre la necesidad de una insurrección y mostrar el fundamento y aconsejarla en voz alta sin incurrir legalmente en ningún riesgo. La razón, en principio, de esta gran latitud, es que, de una parte, la tendencia natural de los pueblos a dormirse ante las amenazas contra sus derechos, y la habilidad que saben emplear todos los tiranos para secuestrarlos, hacen posible el que un ciudadano solo perciba un atentado contra la libertad, y que sea necesario que él solo llame a las armas contra los violadores; de otra parte, esta facultad, esta gran latitud, no pueden nunca acarrear inconvenientes, porque si el motivo del provocador a la insurrección no es real, jamás podrá arrastrar a sus conciudadanos a un paso falso, ya que no es posible que un solo hombre confunda a toda una Nación sobre un peligro que no fuera más que imaginario.

Pero yo digo que en este momento no estoy solo; tengo conmigo al pueblo en su mayoría, cuyo parecer es que hoy, o nunca, es el momento de aplicar la consecuencia del más indispensable de los deberes, ya que el caso previsto en el principio, la violación de los derechos del pueblo, no es de ningún modo dudoso.

Y aquellos que algún escrúpulo pudieran aún retener, no tienen más que leer mis últimos números; allí encontrarán el acta de acusación bien motivada de la facción que se ha asegurado exclusivamente el gobierno.

Reconocido el hecho como constante, sabemos que hay motivo de insurrección; ya no se trata más que de aseguramos si el pueblo debe hacerla, si puede hacerla y cómo.

Me parece percibir a mi alrededor mucha gente que encuentra muy extraordinario la sangre fría con la que sopeso tal materia. Por mi parte yo encuentro bien singular su asombro que me prueba están lejos de situarse a la debida altura republicana; puesto que el sujeto del cual hablo es el artículo más esencial de la tabla de los derechos, es natural que se hable de él muy libremente.

Vuelvo a mis tres puntos de examen.

¿El pueblo debe insurreccionarse?

No ofrece duda, si no quiere perder definitivamente la libertad, y si es indiscutible que sus derechos son violados. La solución está dada por el artículo mismo de la tabla de la ley, que dice que en ese caso es el más indispensable de los deberes.

¿El pueblo puede hacer esta insurrección?

¿Quién se lo impedirá? ¿Creéis que porque habéis usurpado todo; porque habéis poblado todo con vuestros viles agentes; porque habéis puesto a la cabeza de todos los engranajes civiles y militares a la escoria de la Nación ... porque habéis desorganizado todos los útiles precisos para desarrollar, en su tiempo, en el momento oportuno y necesario, la resistencia a vuestra infame opresión ... y porque gracias a esta violación impune habéis podido adquirir cierta ventaja sobre la fuerza del pueblo y contra él ... creéis que la muralla de vuestra tiranía es impenetrable? ¡Sería la primera vez que la energía y el valor de la más potente de las Naciones fallara, encontrara obstáculos invencibles! ... ¡No, un pueblo ante el que todos los tronos se inclinan, no está hecho para recibir el yugo de un puñado de viles tiranos, sin medios, sin ideas, sin otro mérito que la presunción y la vanidad! ... Vosotros mismos no habéis podido ocultároslo, en último extremo:

El pueblo francés ha jurado ser libre, ha declarado una guerra a muerte a toda clase de tiranía; su poderosa voluntad ha hecho desaparecer a los pérfidos y los insensatos que intentaban oponerse a ella ... Su justicia alcanzará, en cualquier lugar en donde estén, a todos los hombres investidos de grandes poderes, depositarios de una gran confianza y que hayan abusado de ella. (Discurso del Presidente de la Convención, el día del aniversario de Capeto).

Sabemos bien con qué sentido el marqués de Rovere, el digno esposo de la condesa de Agoult, uno de los distinguidos entre los ilustres de la facción patricia; sabemos, decía, con qué intenciones este co-instigador termidoriano ha hablado este lenguaje puramente democrático. En su boca es una profanación. Es el abuso de la palabra del pueblo, el abuso de las expresiones más sagradas del evangelio republicano; son las flores lanzadas en el abismo al fondo del cual se quiere precipitar al pueblo sin que se dé cuenta. Pero éste está lejos de ser tan inocente como vosotros quisiérais. El realizará la predicción que vosotros proferís sin creer en ella; no se dejará engañar, no os tomará como árbitros ni como co-ordenadores de esta guerra a muerte que con razón habéis dicho que ha jurado contra toda clase de tiranía; no tomará como tiranos a aquellos que vosotros le designéis; sabrá reconocer a los verdaderos tiranos, y como muy bien decís, su justicia alcanzará a todos los hombres investidos de grandes poderes, depositarios de una gran confianza, y que hayan abusado de ella.

El pueblo, para resistir a la opresión de hoy, no dispone de menos medios que en el año 89, cuando asestó la primera sacudida a la tiranía monárquica. Entonces, como ahora, todos los puestos administrativos, todos los empleos militares estaban ocupados por criaturas escogidas por el poder: el pueblo no tenía ningún lugar central de reunión, ningún jefe reconocido, ningún tipo de organización que hubiera parecido capaz de romper sus cadenas. A cada movimiento, a cada paso, al menor signo de esfuerzo, parecía que iba a ser paralizado y reducido infaliblemente a la impotencia. Sin embargo, salvó todos los obstáculos y mostró a todos los imbéciles partidarios del despotismo que la apariencia colosal de éste no es nada tantas veces cuando una Nación entera decide desplegar su fuerza que es la única majestuosa.

Hoy, el pueblo tiene mucho más que entonces el sentimiento de esta fuerza por haberse servido de ella repetidas veces. Hoy la violación de los derechos del hombre, de su dignidad, está llevada a un grado mucho más elevado que en aquel tiempo; la desesperación empujará a hacer más que entonces, ya que nadie puede refutar que el estado de horrible miseria de la clase obrera, es decir de la masa del pueblo, se halla hoy treinta y dos quilates por encima del alcanzado después de catorce siglos de esclavitud. Hoy el pueblo, yo le garantizo, encontrará en el seno de la Convención un haz de apoyo cuyo tronco se ensancha cada día (2).

Hoy, este crecimiento debe necesariamente extenderse hasta la constitución de una gran mayoría, no fuera más que por razón del interés de conservación individual que sentirá todo mandatario al ver que el día del pueblo no puede ya estar lejos; razón que, consecuentemente, determinará a aquellos que todavía no se han pronunciado, a aquellos que todavía no se han distinguido por el patriciado, a exhibir ante el coloso plebeyo obras meritorias y de redención para este gran día, con el fin de poder ser distinguidos de los que componen el senado de Coblenza, que, y creemos haber tenido razón en decirlo, ocupan quizá la mayoría de los escaños en el palacio de las Tullerías (3). Hoy, en fin, la autocracia senatorial encontrará, mucho más todavía que el rey Luis en el 89, traidores entre quienes cree son sus fieles súbditos: hay todavía (y conocemos algunos) más de un patriota en esa multitud de elegidos de los comités de gobierno; hombres que, como hemos anotado, merecen la muerte según los rigurosos términos de la declaración de los derechos, por haber concurrido a la usurpación de la soberanía del pueblo, no reconociendo el más esencial atributo de esta soberanía que es el derecho de elección; estos hombres, en su mayor parte, sin embargo, no han cometido este crimen capital con intenciones anti-cívicas: la mayoría de ellos no tuvieron suficientes conocimientos para sentir que violaban un principio tan grande (4). No han quedado a pesar de ello menos fieles al pueblo, serán a sus ojos dignos de ser agraciados y aquellos otros que no habrán pecado sin conocimiento de causa, querrán parecerlo para obtener también su perdón; y todos se apresurarán a expiar sus errores, reales o pretendidos, ayudando al pueblo a reconquistar su soberanía y sus derechos usurpados.

¿Cómo puede el pueblo hacer esta insurrección?

Pacíficamente. Incluso más que en el 31 de mayo; y he aquí, quizá, que asombramos un poco a ciertas gentes que no esperaban esta conclusión; ya que la palabra insurrección no suena, a los oídos de mucha gente, más que como torrentes de sangre y montañas de cadáveres. Hay la experiencia que la insurrección puede reposar sobre otras bases. Yo propondré un plan bien simple. Antaño las academias daban premios en oro a quienes resolvían mejor, problemas de bien poca importancia. Yo prometo un premio, de bien merecer de la Patria, a quien haga el mejor proyecto de llamamiento del pueblo Francés a sus delegados, para exponerles, dentro de un cuadro vivo y veraz, el estado doloroso de la Nación, el que debe alcanzar, lo que debe esperar, lo que se ha hecho para procurárselo, lo que ha detenido y detiene el éxito; y lo que conviene hacer, lo que el pueblo piensa que debe hacerse para que pueda llegar al término de los derechos de todos los hombres y de la felicidad común por lo cual hizo la revolución.

Este hecho declaratorio, en el sentido que conviene a toda la masa, porque debe contener todo lo que la masa desea y lleva en el alma, yo voto para que sea notificado a la asamblea de los mandatarios; primero por una porción cualquiera del pueblo; luego por varias de estas porciones progresivamente reunidas, hasta que los delegados de la Nación hayan podido comprender que el deseo que lleva, es el deseo general.

El anhelo general debe ser la ley.

Entonces pues, será incontestablemente legal de hacer de un anhelo así expresado, la ley.

Y no conozco otra manera de obtener la iniciativa del anhelo general.

Si nadie lo conoce más profundamente, mi plan de insurrección es legítimo.

He abordado esta gran cuestión con mucha franqueza. ¡Desearía que los que atacan tan ardientemente a la contrarrevolución, hicieran lo mismo!


(El Tribuno del Pueblo, No. 31).

Graco Babeuf




Notas

(1) Este hecho merece ser detalladamente relatado en la colección de Anales de la tiranía actual. Un esclavo, a sueldo de la facción del momento, en la reunión de la sección de Gravilliers del 20 Nivoso, propuso ir a adular a la Convención. Para lo cual quería leer el más soberbio proyecto de felicitación que jamás el boletín haya podido recoger. Es necesario que se sepa que la sección de Gravilliers, como todas aquellas que no han consentido en prostituirse con bajas lisonjas que rebajan la dignidad republicana, es acosada como una bella doncella a la que un libertino se obstina en quererIe quitar su rosa. Esta sección, desde hace numerosas décadas, no hace otra cosa que defenderse. La facción aprecia aparentemente su conquista, calculándola en razón de la resistencia que muestran los ciudadanos que la componen. Los seductores a sueldo redoblan los esfuerzos a medida que encuentran más oposición. En consecuencia, el 20 Nivoso, hicieron presión con más ardor que nunca sobre la sección virgen para que se rindiera al fin; y los portavoces de una parte del senado hicieron escuchar, con el tono más atrayente, esta melosa invitación: Id, pues, a quemar vuestro grano de incienso a los pies de quienes quieren que les reconozcáis como nestros vencedores; no se estimarán como tales hasta que consistáis este sacrificio del que se sienten celosos. (¡Dignos medios de legisladores!) El cumplido del tentador apenas fue escuchado, y en cuanto al proyecto de discurso que ofrecía a la sección, para ir a envilecerse en la tribuna, fue escarnecido, considerado vergonzoso, y no recogió más que el menosprecio que merecía. Petit y Camelin aprovecharon la ocasión para decir que ya bastantes bajos cortesanos deshonraban el título de miembros de la República haciendo insertar sus nombres en la nueva gaceta de Francia (el boletín) por haber tenido el honor, tal día, de ir a saludar a sus majestades; que no convenía a la sección de Gravilliers llevar otra petición a la Convención que no fuera aquella que le notificase que el deseo del pueblo parecía ser el de gozar pronto de la Constitución democrática del 93. Tocar esta cuerda es aparentemente un crimen a los ojos del poder reinante. Celosos confidentes estaban allí para escucharlo todo. Oyeron esta blasfemia y, a la noche siguiente, los dos culpables fueron detenidos. Se hallan en la cárcel de Plessis. Anécdota ésta que no será inútil conozcan todo París y toda Francia. Pone al descubierto tres o cuatro iniquidades una tras otra. No es inútil estar bien convencido de que existe una poderosa facción ante la cual se es soberanamente culpable al reclamar la Constitución democrática. ¡Cuán equivoca está! El triunfo de esta Constitución es inatacable. Todas las facciones juntas no conseguirán intimidar a la masa que sólo esa Constitución desea. Su nombre se ha transformado en la bandera de unión de todos, y hasta la juventud francesa se ha visto ganada para la defensa de la Constitución democrática, en el exaltado llamamiento que acaba de difundir entre la opinión republicana.

(2) En la tribuna legislativa destacan desde hace algún tiempo a quienes sin ofenderles podríamos calificar de nuevos ... En su forma de defender los principios populares han mostrado que hasta ahora sólo les faltaba coraje para sostener mejor esta causa: han desmentido la ultrajante imputación de la facción patricia, según la cual fuera del círculo de sus oráculos, el senado no alberga más que a una serie de gansos que alzan o bajan la cabeza según ven hacer a los demás. Los testimonios de feliz adhesión a la defensa de la democracia dados por estos hombres que han mostrado ser de naturaleza superior a todas las especies de volátiles han causado tanta alegría a los patriotas como rabia a la población dorada y a sus sostenedores. Los gritos de despecho que estos últimos han articulado, no deben desconcertar ni a las buenas gentes que han salido de su estado pasivo para mostrarse valerosos en la época del peligro, ni a los otros valientes que se disponen a imitarlos. Solamente la perseverancia hará callar a todos los freronistas, los millonarios y los termidorianos.

(3) Esta triste aserción es desgraciadamente demasiado incontestable. ¿Qué se comprende por Coblenza? ¿Todos los emigrados y enemigos del pueblo? He demostrado que el decreto del 18 Nivoso es una amnistía general para ellos, que les llama a reintegrarse en medio del pueblo, en donde están protegidos, mientras que este último se ve agobiado por todos los males que la maldad, en su máximo exceso, puede inventar. He demostrado que la serie de decretos aprobados en menos de un mes por los amigos de la población rica, del noble millón, formaban un código casi completo de la contrarrevolución. He demostrado que jamás legislación fue más textualmente asesina del pueblo en masa; y violadora de todos sus derechos, que esta misma serie de decretos. Así, si de un lado Coblenza, es decir todos los enemigos del pueblo, desde hace algún tiempo han sido colmados de favores por nuestro senado; y por otro lado, el pueblo ha sido traicionado indignamente, he tenido, pues, razón al decir que el senado de Coblenza parecía residir en mayoría en el palacio de las Tullerías. Si no residiera en mayoría, si los mandatarios amigos del pueblo compusieran esta mayoría, es natural que sólo los decretos favorables al pueblo serían aprobados. Persistiré, pues, en lo que dije, hasta que los diputados amigos del pueblo, abjurando toda debilidad, indolencia o condescendencia funesta, se hayan reunido y pronunciado de tal manera que me hagan ver resultados totalmente opuestos a los que sufrimos.

(4) Hace falta tiempo para que ciertas ideas entren en el mayor número de cabezas. Es tan sólo ahora que parece concebirse en general que es un crimen plebeyicida ocupar un cargo otorgado por el poder usurpador. Es sobre todo para recomponer el tribunal revolucionario para lo que parece no encuentran esclavos.

Índice del Manifiesto de los plebeyos y otros escritos de Graco BabeufEscrito anteriorSiguiente escritoBiblioteca Virtual Antorcha