Índice de Los anales de TácitoPrimera parte del LIBRO CUARTOLIBRO QUINTOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO CUARTO

Segunda parte



Nuevas embajadas de los griegos por causa de los asilos o lugares de refugio. - Muere en España el pretor Pisón a manos de un villano termestino. - Muévese guerra en Tracia. Sosiega la provincia Popeo Sabino y saca en premio las insignias triunfales. - Claudia Pulcra es acusada y condenada en Roma por adúltera. - Agripina pide marido, aunque en vano, a Tiberio. Contienden once ciudades en Asia sobre el templo destinado para Tiberio, y vencen los de Esmirna. - Va Tiberio a la provincia de Campania. - Pasa notable peligro de muerte en una gruta, y defiéndele Seyano. - Nerón, el mayor de los hijos de Germánico, es calumniado con varias artes. - Ruinas de un anfiteatro en Fidenas, con muerte de muchos millares de personas. - Incendio grande en Roma. - Pasa Tiberio a la isla de Capri. - Sabino es acusado y condenado. - Muere Julia, nieta de Augusto. - Rebélanse los frisones, a quienes acomete con poca felicidad Lucio Apronio, propretor de la inferior Germania. - Cneo Domicio toma por mujer a Agripina, hija de Germánico.




XLI. Con esto Seyano, menos cuidadoso del matrimonio que atemorizado de las secretas sospechas de Tiberio y de la voz del vulgo, procuraba defenderse del aborrecimiento universal a que le parecía estar ya cercano. Y porque con quitar el concurso grande de gente que de ordinario había en su casa no se debilitase su autoridad, ni consintiéndole se diese ocasión a nuevas calumnias, tomó a pechos el persuadir a Tiberio que se fuese a vivir lejos de Roma en lugares amenos y deleitosos. Prevenía con esto muchas cosas, principalmente el tener en su mano las audiencias del príncipe, poder disponer a su voluntad de la mayor parte de las cartas que escribía o recibía el emperador, acostumbrando a traerlas y llevarlas soldados súbditos suyos. A más de que, comenzando ya Tiberio a irse arrimando a la vejez y haciéndose perezoso, descuidado y amigo de lugares escondidos y deleitosos, era de creer que dejaría pasar por alto muchos de los más importantes negocios del Imperio y los encomendaría a su cuidado y resolución. Disminuírsele había a él la envidia y aborrecimiento, quitada la ocasión de las visitas y acompañamientos, y, echadas a un cabo estas cosas vanas y de ningún efecto, crecería en verdadera potencia. Con esto iba poco a poco disgustando a Tiberio de los negocios de Roma, del concurso del pueblo, de la muchedumbre de los negociantes, loando la quietud y la soledad, donde fuera de disgustos y pesadumbres pueden tratarse cómodamente las cosas importantes.

XLII. Sucedió acaso aquellos días el verse la causa de Votieno Montano, varón de señalado ingenio, y de ella el acabarse de persuadir Tiberio, supuesto que hasta entonces había estado irresoluto, a que le convenía evitar las juntas del Senado y en el concurso las voces de muchos que con no menor verdad y entereza le era forzoso haber de oír. Porque citado Votieno por haber dicho palabras injuriosas y feas de César Emilio, hombre militar, que era testigo, mientras con deseo de probar bien la intención del fisco quiso obstinadamente y por menudo relatar todo, sin embargo del ruido que muchos hicieron para estorbarlo, Tiberio hubo de oír de una vez todo el mal que se decía de él en secreto. Conque se alteró de suerte, que comenzó a dar voces que quería justificarse allí luego o durante el conocimiento de la causa, y apenas bastaron a componerle el ánimo los ruegos de los que le estaban más cerca y las adulaciones de todos. Votieno fue castigado con la pena de majestad, y César, haciéndose más cruel al verse ya culpado de crueldad contra los reos, condenó en destierro a Aquila, acusada de adulterio con Vario Ligure, puesto que Léntulo Getúlico, nombrado cónsul, la había ya condenado según la ley Julia (1), e hizo traer de la tabla blanca o matrícula donde estaban escritos los nombres de los senadores a Apidio Merula, por no haber querido jurar la observancia de los actos del divo Augusto.

XLIII. Oyéronse después de esto las embajadas de los lacedemonios y mesenios, tocantes a los derechos que cada uno de estos pueblos pretendía tener sobre el templo de Diana Limnate (2). Los lacedemonios afirmaban haber sido edificado y dedicado en su término y por sus predecesores, con las memorias de sus anales y con los versos de los poetas, mas que habiéndosele quitado por fuerza de armas Filipo, rey de Macedonia, con quien tenían guerra, les había sido restituido por sentencia de Cayo César y de Marco Antonio. En contrario, los mesenios produjeron una antigua división del Peloponeso entre los sucesores de Hércules, por virtud de la cual el campo y territorio llamado Teliates, donde está situado el templo, había cabido en la porción de su rey, cuyas memorias permanecían todavía esculpidas en piedras y en los antiguos bronces, y que, siendo necesario presentar por testigos los anales y los poetas, tenían ellos muchos más y de mayor autoridad. Que Filipo no se le quitó con las armas por fuerza, sino con la justicia, por derecho; que habían juzgado lo mismo el rey Antígono y el emperador Mummio, y declarándolo los milesios, teniendo pública licencia de juzgar, como árbitros; y últimamente había ordenado lo propio Atidio Gemino, pretor de Acaya. Por estas razones se dio la sentencia en favor de los mesenios. Los segestanos pidieron también que fuese reedificado el templo de Venus en el monte Erice, destruido por la antigüedad, trayendo a la memoria sus conocidos principios agradables a Tiberio, el cual, como de la sangre de aquella diosa (3), lo tomó con gusto a su cargo. Entonces se disputó también sobre la pretensión de los marselleses, y se aprobó el ejemplo de Publio Rutilio, el cual, habiendo sido desterrado de Roma en virtud de las leyes (4), fue recogido por los de Esmirna y recibido por su ciudadano. Con el ejemplo de este decreto, Vulcacio Mosco, desterrado también y recibido por ciudadano de Marsella, dejó sus bienes a aquella República, como a su patria.

XLIV. Este año murieron de personas ilustres Cneo Léntulo y Lucio Domicio. A Léntulo, a más de haber sido cónsul y triunfado de los getulios, daba reputación, primero la pobreza sufrida con paciencia, y después las grandes riquezas ganadas sin culpa y poseídas con modestia. Domicio heredó honra de su padre, que fue gran soldado de mar, hasta que en la guerra civil siguió el bando de Antonio y después el de César. Su abuelo murió peleando por el bando de los buenos en la batalla de Farsalia, y él fue escogido por marido de Antonia, la menor de las hijas de Octavia. Después de lo cual pasó con su ejército el río Albis, y entró más adentro en la Germania que otro alguno antes que él, a cuya causa fue honrado con las insignias triunfales. Murió también Lucio Antonio, varón de señalada nobleza, aunque desdichado¡ porque como Julio Antonio, su padre, pagase con la vida el adulterio de Julia, él, de muy poca edad, fue enviado por Augusto, de quien era sobrino por hermano, a la ciudad de Marsella, donde so color de atender a sus estudios disimulaba el nombre de destierro. Fue con todo eso honrado en las funeralias, y por decreto del Senado se pusieron sus huesos en la sepultura de los Octavios.

XLV. En este mismo consulado sucedió un caso atroz en la España citerior por obra de un villano termestino. Éste, acometiendo de improviso en un camino a Lucio Pisón, pretor de aquella provincia, que por ocasión de la paz iba sin cuidado, con una sola herida lo mató, y escapado a uña de caballo, apeándose de él a la entrada de unos grandes bosques, arrojándose después por quebradas y caminos inaccesibles burló las diligencias de los que le seguían; mas no le aprovechó la suya, porque hallado el caballo y llevado por las aldeas, conocido por él el dueño, fue finalmente preso; y puesto al tormento para que declarase los cómplices, comenzó a gritar en alta voz, diciendo en su lenguaje: Que en vano se cansaban en interrogarle, pues era cierto que podían hallarse presentes sus compañeros con seguridad de que ninguna fuerza de dolor sería bastante para hacerle declarar la verdad. Al otro día, llevándole para volverle a renovar los tormentos, se sacudió con fuerza de las guardias, y escapándose de ellas pudo dar voluntariamente tal golpe con la cabeza en una piedra, que al punto acabó la vida.

Créese que Pisón fue muerto por orden de los termestinos, movidos de que cobraba los dineros de las rentas públicas con mayor aspereza de la que podían sufrir aquellos bárbaros.

XLVI. En el consulado de Léntulo Getúlico y Cayo Calvisio se dieron las insignias del triunfo a Pompeyo Sabino por haber domado aquella parte de los tracios que habitan las cumbres de los montes: gente rústica y por el consiguiente tanto más inculta y feroz. La causa de la rebelión, fuera de su mala naturaleza, fue por no poder sufrir que se escogiesen los más robustos de entre ellos para nuestra milicia, acostumbrados a no obedecer a sus mismos reyes sino a su modo; y si enviaban socorros, habían de enviar ellos también las cabezas, rehusando el guerrear si no era en tierras vecinas. Sin esto, lo que les acabó de mover fue el haberse persuadido, por ocasión de cierta voz que pasó, a que esparcidos y mezclados entre otras naciones habían de ser enviados a extrañas tierras. Antes, pues, de mover las armas despacharon embajadores, acordando que habían sido siempre amigos y obedientes, y mostrándose prontos a continuarlo si se excusaba el oprimirlos con nuevas cargas; mas que cuando se pretendiese en tenerlos en esclavitud, tenían armas, juventud y ánimo dispuesto a la libertad o la muerte. Mostraban juntamente sus fortalezas situadas sobre altísimos montes, donde tenían retirados a sus padres y sus mujeres, amenazándonos con una larga guerra sangrienta y dificultosa.

XLVII. Mas Sabina, dándoles buenas palabras hasta juntar su gente, aguardó en Misia a Pompinio Labeón con una legión y al rey Remetalce con las ayudas de sus vasallos que se conservaban en fidelidad. Reforzado con estas gentes, Sabina va en busca de los enemigos, que puestos ya en las estrechuras de los bosques, y descubriéndose muchos de los más atrevidos por los collados, fueron con facilidad rotos y puestos en huida a la llegada del ejército romano, con poca sangre de aquellos bárbaros, a causa de la retirada vecina. Fortificados después los alojamientos con buen golpe de soldados, ocupa la cima de un monte estrecho igualmente y llano hasta la cercana fortaleza, guardada de mucha gente armada, pero sin orden, y al mismo tiempo arroja contra los más atrevidos, que con alegres cantos y saltos a su modo se mostraban delante de los reparos, una banda escogida de sus arqueros, los cuales, mientras tiraron de lejos sin peligro, hirieron a muchos; mas queriéndose llegar demasiado, cargando con ímpetu los enemigos, los pusieran en desorden a no ser socorridos por la cohorte Sicambra, a quien el capitán romano tenía de resguardo cerca de allí para en semejante accidente: soldados no menos espantables que los enemigos, por sus voces y cantos (5) y por la forma de sus armas.

XLVIII. Después de esto arrimó Sabino el campo junto al enemigo, dejando a los tracios, que como dije venían con nosotros, en los primeros alojamientos, permitiéndoles que todos los días pudiesen correr la tierra quemando y prendiendo, con tal que a las noches se retirasen al puesto y allí reposasen con seguridad y buena guardia. Hiciéronlo al principio; mas después, dejándose caer en disolución y cebándose en las riquezas, comenzaron a desamparar sus puestos y darse a banquetes y borracheras, conque del todo se entregaron al vino y al sueño. Descubierta, pues, por los enemigos su negligencia, pusieron a punto dos escuadras, una para acometer a los que saqueaban la tierra y otra para embestir el fuerte de los romanos; no porque esperasen entrarle, sino por necesitar a cada uno a asistir a su propio peligro con el estruendo y con las armas, y hacer de manera que no pudiesen oír el ruido de la otra refriega; esperando a más de esto a la noche para acrecentar el espanto. Los que tentaron los reparos de las legiones fueron fácilmente rechazados; mas los tracios auxiliarios, espantados del improvisto acontecimiento, hallándose muchos de ellos durmiendo, aunque dentro del fuerte, y muchos fuera al pasto de sus caballos, fueron acometidos y degollados con tanto mayor enojo cuanto para con ellos estaban en opinión de fugitivos y traidores, y de haber tomado las armas para poner en esclavitud a sí mismos y a su patria.

XLIX. El día siguiente Sabino les presentó la batalla en un lugar sin ventaja, por si acaso gustaban de aceptarla aquellos bárbaros, movidos de la alegría del suceso pasado. Mas viendo que no se movían de su fuerte ni de las montañuelas cercanas, comenzó a sitiarlos con reductos en lugares reconocidos antes; y abriendo un foso con su estacada por espacio de una legua de circuito, con intento de quitarles el agua y el pasto, poco a poco les fue cifiendo de más cerca, fabricando también una plataforma desde donde se pudiesen arrojar sobre el enemigo, ya cercano, piedras, dardos y fuegos. Mas nada afligía tanto a los de dentro como la sed, quedándoles sola una fuente común a la multitud de los soldados y a la demás gente desarmada. También los caballos y ganados, recogidos con ellos al uso bárbaro, morían por falta de forraje. Caían en aquellos suelos los hombres muertos, unos de heridas y otros de sed; corrompíalo todo la putrefacción, el mal olor y, finalmente, el contacto.

L. Añadióse al fin, para remate de tantos males, la discordia entre ellos, porque queriendo algunos rendirse y otros morir, comenzaban ya a prepararse para venir entre sí a las manos; y había quien por morir vengado persuadía que se embistiese al enemigo; no abatidos, aunque de varios pareceres.

Mas entre los capitanes, uno llamado Dinis, ya viejo, y que con la larga experiencia había probado la fortaleza y la piedad romana, decía que el arrimar las armas era solo el remedio que quedaba a tantos afligidos. Y en prueba de esto él, primero que todos, se entregó a sí mismo, a su mujer y a sus hijos a la clemencia del vencedor. Siguiéronle los más débiles por edad o por sexo, y todos los que amaban la vida más que la reputación. Estaba la juventud partida entre Tarsa y Turesio, y ambos a dos dispuestos a morir libres. Mas Tarsa, dando voces que no se diese más lugar a la esperanza o al temor, sino que acabase con todo, dio ejemplo a los demás atravesándose con su espada el pecho. No faltaron muchos que le imitaron. Turesio con los suyos se cubre del manto de la noche, y avisados los nuestros de ello, refuerzan las guardias; sobreviene con la obscuridad una lluvia cruel, y el enemigo, unas veces dando horribles gritos, otras callando todos de golpe, tenía suspensos a los romanos. No faltaba Sabino de ir por todas partes exhortando a los suyos, advirtiéndoles a no dar lugar ni ocasión a las asechanzas del enemigo, por ruido hechizo ni por quietud fingida, antes bien, que cada cual hiciese su oficio sin moverse, ni tirase alguno sino a tiro hecho y con seguridad de ofender.

LI. Entre tanto, los bárbaros, discurriendo a tropas, tiraban a los defensores piedras, palos tostados, troncos de robres, procurando henchir el foso con fajina, con zarzos y con cuerpos muertos. Otros arrimaban puentes y escalas a los reparos para apartar de ellos y herir a los que asistían a la defensa. Defendíanse nuestros soldados, aprovechándose de toda suerte de armas, hasta con encuentro de los hombres y escudos; otros arrojaban dardos de los que se suelen tirar en defensa de murallas, y tras ellos gruesos pedazos de las mismas murallas y de otros edificios. A éstos animaba la esperanza de la victoria, ya en las manos, y la vergüenza de perderla; a aquéllos ponía coraje el ver que consistía su salud en pelear con valor, y a muchos la presencia de sus madres, sus mujeres y su llanto. La noche servía a unos de ejercitar su atrevimiento, y a otros de disimular su temor: los golpes eran inciertos, las heridas improvistas; el no discernir amigos de los enemigos, los ecos de las voces entre aquella quebrada de montes, haciéndose sentir engañosamente, como si vinieran por las espaldas, lo confundían de manera todo, que los romanos desampararon una parte de los reparos, creyendo tener ya dentro a los enemigos. Con todo esto no pudieron pasar de ellos sino muy pocos; los otros, habiendo sido muertos o heridos los más feroces, y descubriéndose ya la luz del día, fueron seguidos hasta dentro en la fortaleza, que últimamente fue forzada a rendirse junto con los lugares y puestos comarcanos. A los más, para no ser expugnados por fuerza o por sitio, aprovechó el anticipado y riguroso invierno del monte Hemo.

LII. Mas en Roma, estando ya revuelta la casa del príncipe para comenzar a dar su curso a la destrucción de Agripina, fue acusada Claudia Pulcra, su prima hermana, por Domicio Afro. Éste, constituido poco antes en el oficio de pretor, hombre de poca reputación y pronto a hacerse famoso con cualquier género de maldades, la acusaba de crimen de impudicia especificando haber cometido adulterio con Furnio, y de haber usado de hechicerías y encantamientos contra la persona del príncipe. Agripina, mal sufrida siempre, y entonces mucho más por el peligro de su prima, se va a Tiberio, y hallándolo acaso que sacrificaba a su padre, tomando de aquí ocasión para desfogar su enojo: ¿Qué proporción -dijo- tiene el adorar a Augusto con perseguir a sus descendientes? Aquel divino espíritu no se ha transportado a las estatuas mudas; mas su verdadera imagen, nacida de la sangre celeste, siente bien mis peligros y participa de mis miserias. Sin justicia es proceder contra Pulcra, parando todos sus delitos en sólo haber tenido amor a Agripina, si ya no lo es la imprudencia con que se ha olvidado del reciente ejemplo de Sosia, afligida por la misma causa. Sacaron estas razones de aquel pecho hondo y escondido unas claras y descubiertas palabras, pocas veces dichas por él; y reprendiéndola ásperamente, la amonestó con un verso griego, que dice en substancia: ¿Por qué te das por ofendida; por qué no reinas?. Pulcra y Furnio quedaron condenados, y Afro añadido al número de los principales oradores, divulgado su buen ingenio, y siguiendo el testimonio de César, que le aprobó por famoso en su profesión. Fue después en el acusar y en el defender los reos loado más de elocuencia que de bondad; hasta que la demasiada vejez le quitó también mucha parte de ella, mientras pudiendo conocer la flaqueza de su sujeto, no supo tener paciencia de callar.

LIII. Mas Agripina, tenaz en su enojo, enfermando y siendo visitada de César, prorrumpió luego en lágrimas, y estuvo un rato sin poder hablar palabra. Después, haciendo una mezcla de quejas, de enojo y de ruegos, comienza a anteponerle: Que quiera remediar su soledad con darle marido; que se hallaba todavía en edad conveniente para ello, y con sólo el consuelo de las buenas, que es el matrimonio; que no faltaría en la ciudad quien se honrase de recibir la mujer de Germánico y sus hijos y de mirar por ellos. Mas César conociendo de la consecuencia que era para la República aquella demanda, por no darse por ofendido ni confesar el temor, sin embargo de la mucha instancia que hacía por respuesta, la dejó sin ella. Yo he hallado esta particularidad, que no especificaron los demás escritores en sus anales, en los comentarios que su hija Agripina, madre de Nerón, emperador, dejó a sus descendientes de los sucesos suyos y de su casa.

LIV. Mas Seyano oprime más altamente el ánimo de la afligida y poco cauta Agripina con enviarle a advertir por sotomano, con personas que fingían su amistad, de que ya se le había aparejado el veneno y que procurase huir de los convites del suegro. Ella, que no sabía disimular, comiendo a su lado un día, no doblando su condición a fingir en el rostro ni en las palabras, se estaba sin osar tocar a las viandas, hasta que, cayendo en ello Tiberio, o casualmente o porque fue advertido, por certificarse más, alabando mucho ciertas manzanas que estaban en la mesa, de su propia mano le ofreció una. Aumentó esto la sospecha de Agripina, y sin llegarla a la boca la dio a los criados. Tiberio disimuló por entonces, mas volviéndose a su madre, le dijo: No será maravilla si yo hago contra ésta alguna severa demostración, pues ha creído de mí que quiero atosigarla. Y de aquí tuvo origen la voz de que el emperador había querido hacerla morir secretamente.

LV. César, por divertir esta fama, yendo al Senado de ordinario, dio muy largas audiencias a los embajadores de Asia, que contendían entre sí sobre en cuál ciudad se había de edificar el templo a Tiberio y al Senado. Once ciudades con igual ambición, aunque con fuerzas desiguales, contrastaban sobre esto, sin que entre ellas se descubriese diferencia notable en lo que referían de su antigüedad y nobleza, y en la afición con que habían procurado servir al pueblo romano en las guerras de Perseo, Aristónico y con otros reyes. Los ipepinenses, trallanos, laudiceos y magnesios fueron excluidos, dando por de poco fundamento sus razones. Ni los ilienses negociaron mejor (6): no alegaron otra cosa que la gloria de su antigüedad con mostrar a Troya madre de Roma.

Estúvose con alguna suspensión sobre lo alegado por los halicarnasos (7), que afirmaban no haber padecido terremoto en mil y doscientos años, ofreciéndose a edificarle sobre peña viva. A los pergamenos, que se ayudaban de tener un templo de Augusto en su término, se respondió que se contentasen con aquello. Y porque las ciudades de Éfeso y Mileto pareció que estaban bastantemente ocupadas en las ceremonias, ésta de Apolo y aquélla de Diana, se redujo todo el juicio entre los sardianos y esmirneses. Recitaron los de Sardis un decreto de los etruscos, como de su misma sangre, en que constaba que Tirreno y Lido, hijos del rey Atis, dividieron entre sí sus gentes por su gran muchedumbre, y quedándole a Lido su país natal, le fue necesario a Tirreno buscar nuevas tierras que poblar; y de que los nombres de estos dos capitanes le habían tomado estas dos naciones, la una en Asia y la otra en Italia. Que aumentada otra vez la opulencia de los lidos, enviaron a Grecia aquellos pueblos, que después se llamaron de Pélope, mostrando a más de esto cartas de emperadores, ligas hechas con nosotros en la guerra de Macedonia, anteponiendo la fertilidad de sus ríos, la templanza de su cielo y la riqueza de los pueblos vecinos.

LVI. Mas los esmirneses, contada su antigüedad, o que desciendan de Tántalo, hijo de Júpiter, o de Teseo, de estirpe al fin divina, o de una de las Amazonas, pasaron a lo que les daba más confianza, que eran los servicios hechos al pueblo romano, acordando cómo habían enviado armadas no sólo en ayuda de las guerras extranjeras, pero cuando las padecía la misma Italia. Que fueron los primeros que edificaron templo a la ciudad de Roma en el consulado de Marco Porcio, cuando verdaderamente era grande el pueblo romano, aunque mucho antes de haber llegado al colmo de su grandeza, floreciendo todavía Cartago y en Asia muchos reyes poderosos. Llamaban también por testigo a Lucio Sila, cuyo ejército, hallándose a mal partido por el rigor del invierno y faltándoles a los soldados vestido con que cubrirse, llegada la nueva a Esmirna mientras los ciudadanos estaban juntos a parlamento, todos los que se hallaron presentes, desnudándose sus propias vestiduras, las enviaron al punto a las legiones; conque pedido el voto a los senadores, fueron preferidos a los demás. Aconsejó Vivio Marso que a Marco Lépido, a quien había tocado el gobierno de aquella provincia, se diese un legado más que los acostumbrados para que se encargase del templo. Y porque Lépido, por su modestia, rehusó el hacer la elección, fue sacado por suerte Valerio Nasón, de dignidad pretoria.

LVII. Finalmente, después de haberlo bien pensado y diferido muchas veces la ejecución, César se va a Campania so color de edificar en Capua un templo a Júpiter y otro en Nola a Augusto; aunque lo más cierto por ausentarse de Roma. Yo, aunque siguiendo a la mayor parte de los escritores he atribuido a Seyano la causa de esta retirada, todavía al ver que después de haberle hecho morir continuó por otros seis años más (8), me hace pensar algunas veces que fue pensamiento suyo para encubrir con el retirado secreto de los lugares de su habitación sus actos crueles y sensuales, que desenfrenadamente ejercitaba. Creyeron algunos que a su vejez (9), conociendo su fealdad, se avergonzaba de ser visto: con el cuerpo extremadamente flaco, largo y echado para adelante, la parte más alta de la cabeza calva, el rostro lleno de úlceras y por la mayor parte cubierto de parches con medicamentos, y que desde su estada en Rodas se enseñó a vivir retirado, a huir del comercio y a encubrir sus deleites. Sospechóse también que lo hizo por no poder sufrir a su madre, enfadándose de tenerla por compañera en el Imperio, sin poderse aliviar de aquel peso, visto que el Imperio mismo le venía por don y beneficio de su mano; porque Augusto estuvo en duda si pondría al gobierno de la República a Germánico, nieto de su hermana, alabado y querido de todos; mas vencido de los ruegos de su mujer, adoptó Germánico a Tiberio, y Tiberio a sí mismo; y con esto le daba en rostro diversas veces Augusta.

LVIII. La partida fue con poco acompañamiento: un senador consular, es a saber, Cocceyo Nerva (10), buen legista; de caballeros romanos, sólo Seyano; de ilustres, Curcio Ático; los demás eran hombres instruidos en las artes liberales; la mayor parte griegos, por divertirse con sus discursos. Decían los doctos en las influencias celestes que había salido de Roma Tiberio en tal constelación que le negaba la vuelta: causa de la ruina de muchos, que conjeturaban de aquí y publicaban que moriría presto; no pudiendo antever una ocasión tan poco creíble como que pudiese estar once años en voluntario destierro de su patria. Conociose después cuán a los confines de la mentira está la Astrología, y con qué velo tan frágil se suele muchas veces cubrir la verdad. Fuelo el decir que no volvería a Roma; mas no antevieron que podía pasearse por las quintas vecinas, entretenerse en las costas del mar y arrimarse muchas veces a las murallas de la ciudad sin entrar en ella, y juntamente vivir hasta la última vejez.

LIX. Dio mucho que decir el peligro que casualmente corrió en aquellos días, y a la ocasión de fiarse mucho más de la constancia y fe de Seyano. Comiendo en la Espelunca (11), quinta así llamada entre el mar de Amicla y los montes de Fundi, dentro de una caverna natural, despegándose de improviso las piedras que formaban la boca o entrada, cogieron debajo algunos miembros del banquete y espantaron a todos, poniendo en huida la mayor parte de los convidados. Mas Seyano, con las rodillas, con el rostro y con las manos, casi como encorvado sobre César, se opuso a la ruina y a las piedras que iban cayendo, y en esta postura le hallaron los soldados que acudieron al socorro. Comenzó con esto a crecer su grandeza, de suerte que aunque aconsejase cosas perniciosas, como de persona descuidada de sí mismo, se daba fe a ellas. Hacía disimuladamente oficio de juez contra los del linaje de Germánico, y a este fin ganó las voluntades de algunos, persuadiéndolos a servir de acusadores de todos y de espiar de más cerca a Nerón, el mayor de los hijos y el más propincuo a la sucesión. El cual, aunque de mansa y modesta juventud, no dejaba de olvidarse muchas veces de lo que más le convenía para el tiempo, mientras por sus amigos y libertos, que contaban las horas por llegar a la grandeza que esperaban, era incitado a mostrarse de ánimo confiado y generoso, dándole a entender que lo quería así el pueblo y no deseaban otra cosa los ejércitos; que Seyano no se atrevería a mostrarse contrario, donde ahora se burlaba a un mismo tiempo de la paciencia del viejo y del poco valor del mozo.

LX. Oyendo éstas y semejantes cosas Nerón, puesto que no causaba en él algún mal pensamiento, se le escapaban con todo eso algunas palabras altivas y poco consideradas, las cuales, referidas por las espías que a este fin le andaban cerca, y aumentadas, sin que Nerón pudiese justificarse, ocasionaban otras mil formas de cuidadosas solicitudes; porque algunos huían de encontrarle; otros, saludado apenas, le volvían las espaldas; muchos atajaban las pláticas, instando falsamente lo contrario y burlándose de todos los fautores de Seyano. Mirábale rostrituerto Tiberio o con falso ceño, hablase o callase. Todo, finalmente, era delito en el triste mancebo, no menos el silencio que las palabras: ni le aseguraba el de la noche, dando su mujer menuda cuenta a su madre Livia, y ella a Seyano, de las vigilias, de los sueños y de los suspiros. El cual llevó a su parcialidad a Druso, hermano de Nerón, dándole esperanza de llegar al primer lugar si derribaba a su hermano mayor, ya de suyo bien quebrantado. La naturaleza altiva de Druso, añadido el deseo de llegar a la suma grandeza y la emulación acostumbrada entre hermanos, tomaba gran aumento con la envidia, viendo que su madre Agripina mostraba mayor amor a Nerón. Mas no por esto favorecía Seyano a Druso, de manera que dejase de ir premeditando para con él también la semilla de su futura ruina, conociéndole por mozo indómito y feroz, y por muy fácil a ser insidiado.

LXI. A la fin del año murieron dos varones señalados: Asinio Agripa, nacido no tanto de antigua familia cuanto de claros y valerosos progenitores, de los cuales no degeneró, y Quinto Haterio, de linaje de senadores y de famosa elocuencia mientras vivió. Sus escritos no son ahora tan estimados, prevaleciendo en él más la eficacia del decir que no el arte; y así como el estudio y los trabajos de los otros fueron ganando opinión con el tiempo, así la voz sonora y aquel torrente de Haterio acabaron con él.

LXII. En el consulado de Marco Licinio y Lucio Calpurnio, un mal improviso, que feneció en su principio, puede igualarse al estrago de cualquier guerra. En Fidenas un cierto Atilio, de casta de libertos, fabricó un anfiteatro para celebrar el juego de gladiatores, sin afirmar bien en lo macizo los fundamentos ni encadenar las vigas y tablas sobrepuestas, como aquél que se había movido, no por abundancia de dineros que tuviese o por ganar la gracia a los ciudadanos, sino sólo por el interés de una vil ganancia. La gente que se deleitaba en semejantes cosas, tenidas en ningún entretenimiento en tiempo de Tiberio, acudió de toda edad y sexo, y por la vecindad del puesto (12) en tanto número, de que se aumentó tanto más el daño, que en acabando de henchirse de gente aquella máquina se abrió: y entre los que cogió a plomo debajo y trajo al suelo consigo, precipitó y cubrió una inmensa cantidad de personas ocupadas en mirar el espectáculo, y muchos de los que estaban alrededor del edificio. Los que tuvieron suerte de morir al principio de aquel trabajo evitaron infinitos tormentos; pero los que se pudieron tener por más miserables eran los que, habiendo perdido una parte de sus cuerpos, conservaban todavía la vida, y de día por la vista y de noche por el llanto y por los gemidos reconocían a sus mujeres o a sus hijos. De los demás, que no habiéndose hallado en aquel espectáculo acudían a la fama de la desgracia, unos lloraban al hermano, otros al primo, quién al padre, quién a la madre, y muchos a todos estos parentescos juntos. Y los que por varias causas tenían ausentes a sus amigos y a sus deudos estaban también con temor; tal que, hasta que se supo de cierto a quién tocaba el daño, el miedo fue universal.

LXIII. En acabando de quitar las ruinas corrió cada cual a besar y abrazar a sus muertos; y muchas veces, por el rostro desfigurado o por semejanza de él o de la edad, nacía confusión y no pequeño contraste al reconocer cada uno los suyos; habiéndose hallado entre muertos y estropeados en aquella ruina cincuenta mil personas (13). Proveyó el Senado que ninguno de allí adelante pudiese hacer juego de gladiatores que no tuviese por lo menos diez mil ducados (cuatrocientos mil sestercios) de hacienda, ni se hiciese anfiteatro que no fuese bien firme y seguro, y Atilio fue condenado en destierro. En esta ocasión estuvieron abiertas a todas las casas de la gente principal y rica, con médicos y medicinas, representándose en aquellos días Roma, aunque afligida y triste, como en los tiempos antiguos, cuando después de las sangrientas batallas sustentaban los heridos con dádivas y buenos tratamientos.

LXIV. Apenas había acabado de suceder este trabajo cuando la violencia del fuego afligió extraordinariamente a la ciudad, quemándose el monte Celio. Tenían todos a aquel año por desdichado, y afirmando haber hecho resolución de partirse el príncipe con mal agüero, le culpaban, como acostumbra el vulgo, hasta de los casos fortuitos; mas él lo remedió con mandar restaurar los daños a todos: de que se le dieron gracias por los nobles en el Senado, y con el pueblo ganó gran fama; porque sin ambición y sin ruegos de sus amigos había ayudado y socorrido con su propia liberalidad, llamando y haciendo participantes hasta a los no conocidos por él. Añadióse el parecer del Senado que de allí adelante el monte Celio se llamase Augusto, porque ardiendo todo lo demás quedó solamente intacta, en casa de Junio, senador, la estatua de Tiberio. Que había sucedido lo mismo antiguamente a la estatua de Claudia Quinta (14), escapada dos veces del fuego, y a esta causa consagrada de nuestros mayores en el templo de la madre de los dioses; que se echaba bien de ver que los Claudios eran santos y amados de los dioses y que así convenía aumentar las ceremonias en aquel lugar donde ellos habían querido honrar a un príncipe tan grande.

LXV. No será fuera de propósito dar cuenta cómo aquel monte fue antiguamente llamado Querquetulano, por la abundancia y fecundidad de los robres que en él se criaban. Llamóse después Celio, de Celo Viviena, capitán de los etrurios, el cual, viniendo en socorro de Tarquino Prisco, o bien de otro rey, que en esto difieren los escritores, tuvo aquel sitio por alojamiento de su gente, cuya muchedumbre, de que no se duda, ocupaba también el llano y los lugares vecinos al foro; de donde vino el llamarse Tusco aquel barrio, tomando el apellido de los forasteros que se alojaron en él.

LXVI. Mas así como la caridad de los grandes personajes y el donativo del príncipe habían traído algún consuelo a tan infelices accidentes, así la violencia de los acusadores, haciéndose cada día mayor y más molesta, iba creciendo sin remedio. Varo Quintilio, hombre rico y cercano pariente de César, había sido acusado por Domicio Atro, aquel mismo que había hecho condenar a Claudia Pulcra, madre del mismo Quintilio. Mas no era maravilla que éste, ya mucho tiempo pobre y gastadas luego pródigamente las nuevas recompensas, se arrimase después a semejantes maldades; pero lo que se tuvo por milagro fue que le acompañase Publio Dolabela en proseguir esta acusación, porque, nacido de gente ilustre y pariente de Varo, ofendía a un mismo tiempo a su nobleza y a su propia sangre. Hizo resistencia el Senado, y deliberó que se aguardase al emperador, no hallándose otro refugio que el tiempo a tan urgentes males.

LXVII. Mas César, habiendo dedicado sus templos por la provincia de Campania, aunque mandase por edicto público que ninguno se atreviese a interrumpirle su quietud, y pusiese soldados para impedir el concurso de los naturales del país, cansado con todo eso de los municipios, de las colonias y de todos los lugares situados en tierra firme, se escondió en la isla de Capri, apartada del promontorio de Sorrento espacio de tres millas de mar; agradándole aquel puesto, a lo que creo por la soledad, porque el mar entorno, privado de puerto, no recibe sino bajeles pequeños, ni era posible arrimarse alguno sin ser descubierto por las guardias. Gozaba de un cielo templado y agradable en el invierno a causa de tener los montes opuestos al ímpetu del viento, y en el verano el estar vuelta aquella isla al Favonio, con el mar libre y abierto por todas partes, y el gozar de la vista de aquel agradable seno, antes que el monte Vesubio con sus cenizas mudase la forma de aquellos lugares, la hacían extremadamente apacible y amena. Es fama que los griegos poseyeron toda aquella tierra, y que fue poblada la isla de Capri por los teleboyos (15). Ocupábase Tiberio en el edificio de doce casas de placer, y cuanto antes atento a los negocios públicos, tanto ahora empantanado en sus deleites y perdido en el ocio infame. Duraban todavía las sospechas y la temeridad en darles crédito; las cuales Seyano, acostumbrado a acriminarlas en Roma, las iba procurando hacer mayores con la persecución, no ya encubierta, contra Agripina y Nerón, no sólo teniéndoles cerca soldados que registrasen como anales todas sus acciones, con quién platicaban, quién entraba en su casa y todo lo que hacían en público o en secreto, sino instruyendo a otros que los aconsejasen el huirse a los ejércitos de Germania, o que en el mayor concurso de gente congregada en el foro se abrazasen con la estatua de Augusto, llamando al pueblo y al Senado en su ayuda; y de todas estas cosas, contradichas por ellos, les hacían cargos después como si hubieran querido ejecutarlas.

LXVIII. Hechos cónsules Junio Silano y Silio Nerva, se dio a este año un infame principio con la prisión de Ticio Sabino, caballero romano, amigo de Germánico, porque no había dejado de ser, como antes, aficionado a su mujer y a sus hijos, cortejándolos en casa y fuera de ella; sólo entre tantos amigos, y por esto tanto más loado de los buenos y aborrecido de los malos. Latinio Laciar, Porcio Catón Petilio Rufo y Marco Opsio, que todos habían sido pretores por deseo del consulado a que no se podía llegar sino por vía de Seyano, ni su gracia, era posible ganada con otra cosa que con traiciones y maldades, acometen al pobre Sabino, concertando entre ellos que Laciar, algo familiar suyo, ordenase el engaño, y que sirviendo los demás de testigos se comenzase la acusación. Laciar, pues, primero con palabras que parecían dichas acaso, después loando la constancia con que habiéndose mostrado amigo de aquella casa en su felicidad, no la había desamparado, como otros, en la adversa fortuna, discurría tras esto honradamente de Germánico, mostrando compadecerse mucho de Agripina; y habiendo Sabino, como suelen ser tiernos en las calamidades los ánimos humanos, reventado en lágrimas y suspiros, comenzó más atrevidamente a vituperar a Seyano su crueldad, su soberbia, sus esperanzas, sin abstenerse de culpar también a Tiberio. Estos razonamientos, como de cosas prohibidas, causaban entre ellos una apariencia de estrechísima amistad. Tras esto no sabía ya Sabino vivir sin Laciar. Búscale en su casa, desfoga con él sus dolores como con un amigo cordialísimo.

LXIX. Consultan en tanto los que tengo dicho la forma en que podían hacer que oyesen muchos estas pláticas, porque al lugar adonde los dos se hablaban era necesario darle forma de escondido, y el acechar detrás de la puerta era ponerse a peligro de ser oídos o vistos, o de causar algún género de sospecha en el insidiado. Tres senadores, pues, usando no menos detestable engaño que sucio escondrijo, se meten entre el zaquizamí y el techo, y apercibiendo el oído le aplican a los resquicios y hendiduras de las tablas. Entretanto, Laciar haciéndose encontradizo en la plaza con Sabino, como para darle cuenta de algo de nuevo, le lleva a su casa y a su aposento, donde comienza a replicar a vuelta de los presentes discursos, también los ya pasados entre ellos, acumulando nuevos temores. Respóndele Sabino a propósito, volviendo a confirmar lo pasado y añadiendo mucho más; porque comenzando una vez un hombre a descubrir su tristeza y a publicar sus quejas, con dificultad se va a la mano. Solicitada con esto la acusación, no se avergonzaron de escribir a César la orden del engaño y juntamente su propio vituperio. No se vio aquella ciudad jamás tan afligida y amedrentada como entonces, recatándose todos hasta de las personas más suyas; huíanse las conversaciones, las pláticas y los oídos, tanto de conocidos como de extraños; hasta las cosas inanimadas y mudas causaban sospecha; los techos y las paredes se reconocían y se investigaban.

LXX. Mas César en sus cartas para el Senado, dándole primero el buen principio de año por las calendas de febrero, vino a tratar de Sabino, quejándose de que había tentado los ánimos de algunos de sus libertos en daño de su propia persona, y pidiendo claramente su castigo. Viose sin diladón su causa, y al punto fue arrastrado a la muerte, gritando él a grandes voces, cuanto le era concedido por las vestiduras en que le traían envuelto, y por los cordeles con que le apretaban la garganta: Mirad qué buen principio de año; notad las víctimas que se matan a Seyano. Con esto, dondequiera que volvía los ojos, donde encaminaba las palabras se huían los circundantes dejándolo todo en soledad. Desamparábanse las calles y las plazas, salvo algunos, que volviendo atrás, procuraban ser vistos de nuevo, temerosos de sólo haber temido. Porque, ¿en qué día se podía estar sin miedo de castigo, si entre los sacrificios y entre los votos, en cuyo tiempo es costumbre abstenerse hasta de las palabras profanas, se ejercitaban las cadenas y los lazos? No se ha concitado -decían- Tiberio tanto aborrecimiento de balde; antes ha buscado y premeditado la ocasión para mostrar que ninguna cosa puede impedir que los nuevos magistrados, de la manera que en estos días se suelen abrir los templos y los altares, tengan abiertos también los calabozos y patentes las cárceles. Llegaron luego otras cartas en agradecimiento de haber castigado a un hombre enemigo de la República. Añadiendo que se hallaba obligado a pasar una vida triste y temerosa, viéndose sujeto a recatarse de las asechanzas de sus enemigos, pero sin señalar alguno; mas no estaba en duda de que lo entendía por Nerón y Agripina.

LXXI. Si yo no hubiera determinado de referir de por sí los sucesos de cada año, de buena gana me hubiera anticipado a contar el fin que tuvieron Latinio, Opsio y los demás inventores de estas maldades, no sólo después que sucedió en el Imperio Cayo César, mas también en vida de Tiberio, el cual, así como no quería que nadie se atreviese a castigar a los ministros de sus crueldades, así, las más veces, cansándose de ellos y hallados otros para el mismo ejercicio, afligía él mismo a los malsines viejos con enfado particular; mas del castigo de éstos y otros como ellos diremos a su tiempo. Asinio Galo, de cuyos hijos era tía Agripina (16), propuso que se escribiese al príncipe que manifestase al Senado de quién se temía, y los dejase hacer a ellos. No amaba Tiberio, a lo que se creyó siempre, ninguna de sus virtudes tanto como a la disimulación; de que le resultó tanto mayor disgusto por haber de descubrir lo que deseaba tener secreto. Mas Seyano le mitigó, no por hacer servicio a Galo, sino porque no dilatase más el príncipe en descubrir su pecho, sabiendo que así como era largo en deliberar, así en resolviéndose una vez solía acompañar las malas palabras con cruelísimas obras. En este tiempo murió Julia, nieta de Augusto, la que, habiendo sido convencida de adulterio y desterrada por ello a la isla de Trimeria, no lejos de las riberas de Pulla, después de haber sufrido veinte años de destierro, mantenida entretanto de la hacienda de Augusta, la cual, habiendo, por vías ocultas, arruinado a sus hijastros cuando estaban en su grandeza, mostraba después compadecerse de ellos en las miserias.

LXXII. En este mismo año rompieron la paz los frisones, pueblo de allá del Rin, más por avaricia de los nuestros que por deseo que ellos tuviesen de sacudir el yugo. A éstos, por su mucha pobreza, había impuesto Druso un tributo harto moderado; es, a saber, que pagasen cierta cantidad de cueros de bueyes para el uso de los soldados, sin especificar más de su calidad o medidas, hasta que, puesto al gobierno de Frisa Olennio, uno de los primipilares, escogió las espaldas de ciertos bueyes salvajes llamados uros, pidiéndolos de aquella misma grandeza. Esto, difícil aun entre las demás naciones, era más difícilmente sufrido por los germanos, teniendo los bosques llenos de grandes fieras, mas muy pequeños los ganados domésticos. Daban por esto al principio los mismos bueyes, después sus campos y, a lo último, consignaban por esclavos a sus mujeres e hijos. Nacieron de aquí el enojo y las quejas, y visto que no les eran de provecho, tomaron por remedio la guerra. Echan mano de los soldados exactores del tributo, y pónenlos en sendas horcas. Olennio se escapó huyendo de la primer furia, retirándose después a una fortaleza llamada Flevo (17), donde con un buen presidio de romanos y confederados se guardaban las riberas del Océano.

LXXIII. Avisado de esto Lucio Apronio, protector de la Germania inferior, y convocadas las banderas de las legiones de las provincias de arriba, con infantes y caballos escogidos de los auxiliarios, pasando el Rin ambos ejércitos juntos, van sobre los frisones; habiendo ya los rebeldes levantado el cerco de aquella fortaleza y vuelto a defender sus casas. Apronio, pues, hechos puentes y calzadas sobre las lagunas y brazos de mar para pasar más cómodamente sus escuadrones gruesos, hallados entretanto los vados, envía el ala de caballos caninefates (18) y toda la infantería germana que militaba entre nosotros a dar en la retaguardia del enemigo. El cual, puesto en batalla, pone en huida dos escuadrones confederados y los caballos de las legiones enviados en su socorro. Entonces arrojan de delante tres cohortes a la ligera, después otras dos, y poco después, con más velocidad, nuevas tropas de caballos; fuerzas que todas juntas hubieran hecho mucho efecto, pero llegando por intervalos y unos después de otros, no sólo no bastaron a hacer volver el rostro a los que ya iban rotos, mas de los mismos que huían quedaban ellos también desbaratados. Para cuyo remedio consigna lo restante de los confederados a Cetego Labeón, legado de la legión quinta, el cual, viendo las cosas reducidas a mal partido, envió a pedir socorro a las legiones. Entran de vanguardia en la refriega con valor los de la quinta, y rechazado el enemigo rescatan las cohortes y los caballos, harto débiles por las heridas y cansados del trabajo. No siguió la venganza el capitán romano, ni menos hizo enterrar los muertos, aunque lo quedaron muchos tribunos, prefectos y centuriones señalados. Súpose después por los fugitivos cómo en la selva consagrada a quien llaman Baduena, habían sido muertos novecientos romanos, después de haber peleado sin dejar las armas hasta el día siguiente, y que otro golpe de cuatrocientos, ocupada cierta casería de Crutorix, que había militado con los romanos, medrosos finalmente de traición, se habían muerto los unos a los otros.

LXXIV. Engrandecióse mucho por estos sucesos la fama de los frisones en Germania, disimulando el daño de Tiberio por no atreverse a dar a alguno el cargo de aquella empresa. No se daba por entendido el Senado de una deshonra como aquélla, recibida en los últimos confines del Imperio. Teníales apretado el ánimo otro más interno y cercano temor, para el que no hallaban otro remedio sino adulaciones y lisonjas; tanto que, proponiéndose cosas muy diferentes, decretaron que se hiciesen dos altares, uno a la Clemencia y otro a la Amistad, y que junto a ellas se pusiesen las estatuas de César y de Seyano, rogando incesantemente a entrambos que se dignasen de dejarse ver. Mas no por esto llegaron a Roma, ni a los lugares vecinos, pareciéndoles mucho haberse desaislado un poco y héchose ver en la provincia de Campania, adonde acudieron con presteza los senadores, los caballeros y gran parte del pueblo, todos desalentados por Seyano, cuya audiencia, cuanto se alcanzaba con mayor dificultad, tanto más se iba procurando con secretas inteligencias y con hacerse cada cual compañero de sus designios. Echábase claramente de ver que se aumentaba su insolencia al paso que iba creciendo en aquella gente el gusto de tan fea y pública servidumbre; porque en Roma, como es grande y continuo el concurso, no se puede conocer, a causa de la grandeza de la ciudad, lo que cada uno intenta o pretende. Más allí, echados en el campo o en la ribera de la mar, sin distinción de personas, noche y día estaban todos procurando ganar la gracia y favor de los porteros, o sufrir con paciencia su arrogancia. Hasta que aun esto se les vedó también, volviéndose a Roma amedrentados aquéllos a quien Seyano no había hecho dignos de sus palabras ni de su vista; aunque otros, más contentos y confiados, a los cuales, por su infelice amistad, se aparejaba notable ruina.

LXXV. Mas Tiberio, habiendo en su presencia hecho desposar con Agripina, hija de Germánico, a Cneo Domicio, mandó que las bodas se celebrasen en Roma. A Domicio, a más de la nobleza de su linaje, valió mucho el ser pariente de los Césares, habiendo tenido por abuela a Octavia y siéndole tío por esta razón Augusto.




Notas

(1) Ley contra el adulterio promulgada por Augusto en el año 782 de Roma.

(2) Del nombre del pueblo Limnoe, en griego Aimnai, los pantanos, situado en los confines de la Laconia y la Mesinia, cuyos habitantes mantenían un templo en común.

(3) Preciábanse los del linaje Julio de descender de Eneas, hijo de Anquises y de Venus, y como Tiberio había sído adoptado por Augusto, y la adopción daba todos los derechos de la consanguinidad, de ahí que el emperador pudiese llamarse a sí mismo consanguíneo de Venus.

(4) De que Tácito asegure que Rutílio fue desterrado de Roma en vírtud de las leyes -dice Burnouf-, no debe deducírse que aprueba su destierro. ¿Acaso no se invoca siempre a éstas hasta para condenar a un inocente? El proceso de Rutílio tuvo lugar en el ano 662 de Roma. Habiase atraído el odio de los caballeros ayudando a Escévola, procónsul de Asia, a reprimir los latrocinios de los arrendadores; y como éstos eran en su mayor parte caballeros, y el orden ecuestre estaba en posesíón exclusiva de los juicios, era casi imposíble que siendo acusado de los mismos crímenes que él mísmo había perseguido, por sus propios acusadores, no fuese por éstos condenado. Retiróse en Asia donde fue acogído como un bíenhechor. Hallábase en Esmírna cuando Mitrídates mandó degollar a todos los cíudadanos romanos establecidos en aquellas comarcas, y huyó disfrazado, si es que no debió su salvación, como generalmente se cree, al respeto que inspiraban sus virtudes.

(5) Alusión al bardito o canto de guerra de los germanos, y a su costumbre de acompañar dicho canto golpeando los escudos con sus armas.

(6) Los habitantes de Ilium pretendían que su ciudad ocupaba el sitio donde había estado la antigua Troya, a pesar de hallarse a treinta estadios de distancia. Durante mucho tiempo no fue llium más que un miserable villorrio. Alejandro y después Lisímaco le agrandaron. Arruinada por Fimbria en 668, fue reediticada por Sila y después por César.

(7) Halicarnaso, capital de la Caria, célebre por su puerto, sus fortificaciones y sus riquezas no menos que por el famoso sepulcro de Mausoleo, que era tenido por una de las siete maravillas del mundo. Fue patria de Heródoto y de Dionisio, historiador de las antigüedades romanas.

(8) Tiberio salió de Roma en 779 y murió en 790 (30 de J. C.); asi, pues, su ausencia duró once años.

(9) He aqui, en contraposición del retrato que traza Tácito de Tiberio en su vejez, el que nos ha dejado Suetonio de él en su edad madura: Corpare fuit amplo atque robusto; statura quod justam excederet; latus ab humeris e pectore; caetens quoque membris usque ad imos pedes aequalis et congruens ... facíe honesta, in qua tamen crebri et subiti tumores. (Suet. Tib., 68).

(10) El abuelo del emperador de este nombre. Fue gran jurisconsulto; se dejó morir de hambre en Capri para no ser testigo de los crímenes de Tiberio.

(11) Hoy Sperlonga, en Nápoles, cerca de Fondi, en la orilla del mar. Amycla, pueblo del Lacio entre Gaeta y Terracina.

(12) Fidenas estaba situada, según el cálculo de D' Anville, a unas cinco millas escasas de Roma.

(13) No tiene este número nada de sorprendente si se toma en cuenta la mucha capacidad de los anfiteatros, y se recuerda que el de Vespasiano, entre otros, podía contener ciento y nueve mil espectadores.

(14) Es la misma de la cual refiere T. Livio que arrastró con su cinto la nave que llevaba la madre de los dioses, y que acababa de llegar de Pesinunta.

(15) Eran, según Estrabón, un pueblo de Acarnania.

(16) Agripina era tía de los hijos de Asinio Galo, porque Yipsania, esposa de éste, era hermana consanguínea de aquélla.

(17) Hoy Hoorn.

(18) Los caninefates habitaban la parte occidental de la isla de los bátavos.

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