Índice de Los anales de TácitoPrimera parte del LIBRO PRIMEROPrimera parte del LIBRO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte



Pasa el Rin otra vez Germánico; asuela y destruye a los pueblos llamados catos; libra a Segesto del sitio que le tenía puesto Arminio, y por todos estos sucesos es llamado emperador. - Mueve otra vez guerra a los queruscos, recoge los huesos de la derrota de Varo, y da libertad a muchos prisioneros que se perdieron en ella. Vuelve al Rin Cecina con parte del ejército; se ve en peligro, y con el último esfuerzo de desesperación rompe al enemigo.- Toma pie en Roma la ley de majestad y ejercitase con aspereza.- Inundación del Tíber. - Tumultos en el teatro, de que resulta refrenar la insolencia de los histriones. - Trátase de remediar las inundaciones del Tíber, a que se oponen algunas ciudades de Italia.



XL. Mientras duraba esta alteración, culpaban todos a Germánico de que no se retiraba al ejército superior, donde hubiera hallado obediencia y socorro contra los rebeldes; que se había errado bastantemente en haberles dado la licencia y el dinero y en tratarlos con tanta blandura; mas que si con todo esto estimaba en poco su salud, ¿para qué aventuraba la de su hijo en pañales y la de su mujer preñada, entre aquellos atrevidos, violadores de toda humana ley?, que a lo menos restituyese estas dos prendas a su abuelo y a la República. Él, estando algún tiempo irresoluto a causa de que Agripina rehusaba el desampararle, mostrando cómo, siendo nieta del divo Augusto, no podía degenerar ni alterarse por ningún peligro, abrazándola al fin y con ternura de muchas lágrimas al común hijuelo, la persuadió a partirse. Iba aquella miserable tropa de mujeres, y entre ellas la fugitiva consorte del general, con su hijuelo al pecho, rodeada de las llorosas mujeres de los amigos del César, que se llevaban en su compañía, dejando con igual tristeza a los que se quedaban.

XLI. No era aquella vista la de un César floreciente en honores que salía de sus reales, sino una semejanza de ciudad saqueada. Los suspiros y el llanto hicieron volver el rostro y los oídos hasta a los propios soldados. Y salidos de sus barracas, deseosos de saber la causa de aquel sonido miserable y lo que podía ocasionar semejante tristeza, vieron a aquellas mujeres ilustres ir marchando solas, sin acompañamiento de centuriones ni escolta de soldados, y a la mujer del general del ejército, sin su guardia acostumbrada, ir la vuelta de Treves, para encomendarse a la merced y fe de los extraños. Nacióles de aquí luego vergüenza y compasión, acordándose de Agripa, su padre, de Augusto, su abuelo, y de Druso, su suegro; ella, mujer de insigne fecundidad y de singular pudicia; el niño, nacido en el ejército, criado entre las legiones, a quien llamaban Calígula (1) con vocablo militar, a causa de que muchas veces, por granjear el favor del pueblo, le solían calzar una cierta manera de borceguíes que acostumbraban usar los soldados. Mas nada les movió tanto como la envidia que tuvieron a la confianza que se hacía de los treviros; ruéganle que no vaya, pídenle que se vuelva; parte corre a detener a Agripina, y los más recurren a Germánico, el cual como caliente en el enojo y en el dolor, habló de esta suerte a los que le estaban en torno:

XLII. Mi mujer ni mis hijos no me salen más caros que mi padre ni la República; mas él de su propia majestad y el Imperio romano de los demás ejércitos serán defendidos. A mi mujer y a mis hijos, a quienes de buena gana ofreceré a la muerte por vuestra honra, aparto ahora de poder de los insolentes, para que la maldad que sólo os queda por hacer se purgue solamente con mi sangre, y de miedo que la muerte del bisnieto de Augusto y de la nuera de Tiberio no puedan acrecentarnos la culpa. Sepamos: ¿a qué cosa no os habéis atrevido estos días? ¿Qué no habéis gastado y violado? ¿Qué nombre podré dar yo a esta junta? ¿Os llamaré soldados, habiendo, con las armas en la mano, sitiado al hijo del emperador? ¿Llamaré ciudadanos a los que con tanto exceso menosprecian la autoridad del Senado? Mas ¿qué podré llamaros habiendo violado las leyes observadas hasta de los enemigos, el sacramento de la embajada y la razón de las gentes? El divo Julio, con una sola palabra, quietó la sedición del ejército, llamando quirites a aquellos que contra el juramento rehusaban seguirle. El divo Augusto, con el rostro y con el aspecto, aterró las legiones actiacas. Nosotros, puesto que no iguales de ellos, al fin descendientes suyos, si hubiésemos sido menospreciados por los soldados de España o de Siria, menos mal, aunque indignidad y maravilla grande; mas por vosotras, primera y vigésima legiones, habiendo recibido aquélla las banderas de Tiberio, y tú, compañera en sus guerras y reconocida de tantos premios, ¡generoso galardón dais a vuestro capitán! ¿Daré yo esta nueva a mi padre, mientras de las demás provincias oye cosas alegres, que sus tirones, sus veteranos no se hartan con la licencia y con el dinero, que solamente aquí se matan los centuriones, se destierran los tribunos, se prenden los embajadores, se tiñen de sangre los alojamientos y los ríos, y yo, entre tantos que me aborrecen, compro la vida con ruegos?

XLIII. ¿Por qué en el parlamento del primer día me arrebatasteis de la mano la espada con que me atravesaba el pechar? ¡Oh amigos inconsiderados!, mejor hizo y más amor me mostró aquél que me ofreció la suya. Hubiera muerto a lo menos sin haber visto tantas maldades en mi ejército; hubiérades vosotros elegido un capitán que, aunque dejara mi muerte sin venganza, no dejara de tomar la de Varo y de las tres legiones. ¡No quiera Dios que sea de los belgas, aunque se ofrecen a ello, el honor y la gloria de subvenir al nombre romano y de reprimir los pueblos de Germania! Tu espíritu, ¡oh divo Augusto!, que vive en el cielo; tu imagen, ¡oh padre Druso!, y tu memoria con estos soldados, entre quien parece que comienza a tener lugar la vergüenza y la honra, laven esta mancha y vuelvan las iras civiles en destrucción de los enemigos. Y vosotros, en quien voy viendo otro aspecto y otro corazón, si queréis restituir al Senado los embajadores, al emperador la obediencia y a mí mi mujer y mi hijo, apartaos de la contagión, separaos de los empastados que ésta será clara señal de vuestro arrepentimiento y firme atadura de vuestra fidelidad.

XLIV. A estas palabras, confesando que se les decía verdad, arrojados a sus pies, le ruegan castigue a los culpados, perdone a los inocentes y los lleve contra el enemigo; que vuelvan Agripina y su hijo, crianza de las legiones, sin darlos en rehenes a los galos. De la vuelta de Agripina se excusó por hallarse cercana al parto y por el invierno; concedió la vuelta de su hijo; lo demás dejó que lo ejecutasen ellos. Vueltos, pues, en sí, y mudados de voluntad, atan a los sediciosos y entréganlos en poder de Cayo Cetronio, legado de la legión primera, el cual ejecutó en este modo el juicio y castigo de cada uno: estaban en pie alrededor del Tribunal los soldados de las legiones con las espadas desnudas, y el reo, subido en el rellano de él, era mostrado al pueblo por el tribuna; si gritaban que era culpado, lo arrojaba abajo, donde le hacían pedazos, alegrándose los soldados de aquella matanza, como si se hubieran ellos mismos dado la absolución; ni el César trataba de impedirlo, visto que sin mostrarse él, la crueldad y el odio del hecho se quedaba entre ellos. A su ejemplo hicieron lo mismo los veteranos, a quienes poco después envió el César a los retios, so color de defender aquella provincia de la invasión de los suevos; mas a la verdad no fue sino por apartarlos de aquellos alojamientos horribles, no menos por la aspereza del remedio que por la memoria del mal. Después de esto se hizo la reseña y elección de los centuriones. El que era llamado por el general decía su nombre, su grado en la milicia, su patria, el número de los gajes ganados, las hazañas hechas en la guerra, y los que habían merecido algunos premios militares hacían que fuesen vistos; si los tribunos, si la legión aprobaban el valor y la bondad de tal, quedaba con el cargo; mas si por común consentimiento era inculpado de avaricia o crueldad, al momento era echado de la milicia.

XLV. Acomodadas así las cosas, quedaba todavía otra empresa de no menor trabajo a causa de la ferocidad de las legiones quinta y veintiuna, alojadas en Vetera (2) (así se llama el puesto), distante de allí quince leguas, porque habiendo sido los primeros a mover la sedición y cometido las mayores maldades por sus manos, no arrepentidos ni medrosos por el castigo de sus compañeros, conservaban todavía el enojo. Por lo cual, resuelto el César en deshacerlos cuando no quisiesen volver a la obediencia, previno cantidad de navíos para, embarcado en ellos, bajar el Rin abajo en compañía de los confederados.

XLVI. En Roma, ignorando el efecto de las cosas del Ilírico y sabido el motín de las legiones germánicas, medrosa la ciudad murmuraba de Tiberio de que mientras se hacía de rogar con fingidas dilataciones para encargarse del Imperio, burlándose de los senadores y del pueblo, que estaban sin fuerzas y sin armas, se amotinaban los ejércitos, sin que se pudiese esperar su quietud por medio de la flaca autoridad de los mancebos; que convenía ir en persona y oponer la majestad imperial a los alterados; pues cederían sin duda en viendo a un príncipe de tan larga experiencia, y con poder de castigar con severidad o premiar con largueza. ¿Pudo Augusto -decían-, cargado de años, pasar tantas veces a Germania, y Tiberio, en la flor de su edad, se estará en el Senado, cavilando las palabras de los senadores?, que había ya prevenido las cosas bastantemente para tener a la ciudad en servidumbre; ahora era necesario aplicar remedios a los ánimos militares para disponerlos a sufrir la paz.

XLVII. Contra estos discursos estaba firme Tiberio, resuelto a no desamparar la cabeza de todo el Estado con riesgo suyo y de la República; dábanle entre tanto cuidado muchas y diversas cosas; porque, a la verdad, el ejército de Germania era el más poderoso, y el de Panonia el más vecino; aquél era fomentado de las riquezas de los galos; éste estaba inminente a Italia; ¿a cuál, pues, era bien ir primero? Fuera de esto, ¿no había también que pensar en si el preferir al uno podía ser causa de que se afrentase el otro? Todo lo cual se remediaba con igualdad dejándolo a cargo de sus hijos, salvo el honor de la majestad imperial, más reverenciada cuanto más lejos; que se podían excusar los dos príncipes con diferir algunas cosas, remitiéndolas a su padre; y él, finalmente, mitigar o sujetar la parte que se resolviese en hacer resistencia a Germánico o a Druso; mas menospreciado el emperador, ¿qué remedio quedaba? Todavía, como si por ahora pensara partirse, elige compañeros para el viaje, provee de carruajes, apresta navíos; después excusándose ya con el invierno, ya con otros negocios, engañó primero a los sabios, después al vulgo y largamente a las provincias.

XLVIII. Mas Germánico, aunque recogido ya el ejército y preparado a la venganza contra los rebeldes, pareciéndole resolución acertada el darles tiempo y ver si con el ejemplo reciente se reducían de sí mismos a la razón, envía delante cartas a Cecina advirtiéndole que venía marchando con un grueso ejército, y que si no se prevenían en castigar a los culpados antes de su llegada los pasaría a cuchillo indiferentemente a todos. Cecina comunica secretamente las cartas con los aquilíferos, con los alféreces y con los de más sanas intenciones, exhortándoles a librar a todos de la infamia y a sí mismos de la muerte; porque en la paz se puede tener consideración a las causas y méritos de cada uno, mas en la guerra padecen igualmente el inocente y el culpado. Éstos, pues, tentados los ánimos de los que les parecieron más a propósito, después de haber hallado la mayor parte de las legiones en obediencia, con parecer de los legados señalan el tiempo de acometer con las armas a los más ruines y sediciosos. Hecha la señal y entrados con ímpetu por las tiendas, los matan, hallándolos desprevenidos y descuidados, no sabiendo otro que ellos el origen de aquella matanza, ni el fin que había de tener.

XLIX. ¡Extraña y nunca vista suerte de guerra dvil!, no en batalla, no en contrarios ejércitos, sino en las mismas camas; los mismos que habían comido juntos el día y dormido con quietud la noche se separan en dos bandos y se hieren con toda suerte de armas; los gritos, las heridas, la sangre están patentes y sólo la ocasión oculta; lo demás gobernó la suerte, pereciendo a las vueltas muchos buenos, porque en echándose de ver a quién se buscaba, muchos de los más ruines tomaron las armas y entraron a la parte. No hubo legado o tribuno que los detuviese, permitiéndose a cada cual el hacer lo que le daba en gusto y vengar sus diferencias particulares hasta hartarse. Entrado Germánico poco después en los alojamientos, llamando con muchas lágrimas aquella ejecución, no medicina, sino estrago, manda que se quemen los cuerpos. Nació desde entonces en aquellos ánimos fieros un ardiente deseo de ir contra el enemigo en penitencia de su furor, diciendo que no era posible aplacar de otra manera las almas de sus muertos compañeros que ofreciendo sus impíos pechos a honradas heridas. Valióse el César del ardor de sus soldados, y habiendo fabricado un puente, hizo pasar doce mil de las legiones, con veintiséis cohortes de confederados y ocho tropas de caballos, las cuales se habían mantenido con notable modestia en aquellos rumores.

L. Estaban con alegría los germanos no lejos, mientras acá estábamos embarazados, primero por la cesación de todas las cosas a causa de la muerte de Augusto, y después por los motines; mas los romanos, marchando con diligenda, pasada la selva Cesia (3) y el límite o calzada comenzada por Tiberio, plantaron sobre ella su alojamiento, fortificándose por frente y por las espaldas con palizadas, y por los costados con fajina. De allí, entrando en los bosques espesos Y consultando cuál de los dos caminos se había de tomar, o el ordinario breve, o el más difícil o largo, no practicado ni guardado del enemigo, fue escogido éste. Apresuróse todo lo demás, porque las espías referían ser la noche siguiente de las que solían festejar los germanos con juegos y banquetes solemnes. Envióse a Cecina delante con las cohortes desembarazadas y orden de facilitar los caminos, el cual con poco intervalo fue seguido por las legiones. Aprovechó harto la serenidad de la noche y claridad de las estrellas; con que llegados a los villajes de los marsos, que se hicieron rodear de cuerpos de guardia, mientras los enemigos, tendidos en sus camas o junto a las mesas, sin temor alguno ni una sola centinela, estaban con todo abierto y descuidado, no temiendo la guerra ni gozando de la paz, sino relajadamente, y al fin como entre borrachos.

LI. El César, para robar más a lo largo, partidas las legiones codiciosas del saco en cuatro escuadras, sin compasión de edad ni de sexo, pasó a fuego y a sangre diez leguas de país, asolando las cosas profanas y sagradas, junto con un templo muy celebrado entre aquellas naciones que llamaban de Tanfana, sin muerte ni herida de un solo soldado, a causa de haberlos cogido soñolientos, desarmados y sin orden. Despertó este destrozo a los brúcteros, tubantes y usipetos, los cuales se escondieron en los pasos estrechos de los bosques por donde había de volver el ejército, de que advertido el general, puso su gente de manera que podía marchar y defenderse si era acometido; parte de los caballos y las cohortes de las ayudas tomaron la vanguardia; seguía la legión primera, y, puesto el bagaje en medio, cerraban los costados de la parte siniestra la vigésima y por la diestra la quinta; la veintena guardaba la retaguardia, seguida del resto de los confederados. No se movieron los enemigos hasta que la ordenanza se extendió por el bosque; entonces, acometidos levemente los costados y después la frente de la batalla, dieron al final con todas sus fuerzas en la retaguardia. Ya comenzaban a desordenarse las cohortes, armadas a la ligera, por la fuerza de los espesos escuadrones enemigos, cuando corriendo el César a los de la legión veinte, comenzó a gritar en alta voz: Que había ya llegado el tiempo en que podían borrar la memoria de la sedición; por tanto, que se diesen prisa en convertir en honra la culpa. Animaron estas palabras de tal suerte a la legión, que habiendo con un solo ímpetu rechazado al enemigo, llevándole a lugar más abierto, le rompen y degüellan. Salidas en tanto del bosque las escuadras de la vanguardia, fortificaron el alojamiento, desde donde tuvieron quieto y sin estorbo el viaje, y los soldados, confiados en esta fresca victoria y perdida la memoria de los pasados sucesos, fueron repartidos por sus alojamientos.

LII. Del aviso de estas cosas tuvo a un mismo tiempo Tiberio alegría y cuidado, el cual, alegre de la apaciguada sedición, sentía por otra parte el ver que Germánico hubiese ganado el favor de los soldados, concediéndoles tan aprisa el dinero y la licencia, y que fuese adquiriendo tanta gloria militar. Refirió con todos estos sucesos en el Senado, y dijo mucho de su valor, más con ornamento de palabras que con afecto de corazón. Con más brevedad alabó a Druso y el fin de los movimientos del Ilírico, aunque con más sinceridad y con mayor afecto. Con todo eso ratificó al ejército de Panonia todas las gracias que Germánico había concedido al suyo.

LIII. Murió aquel año Julia, desterrada por su padre Augusto a causa de su deshonestidad, primero a la isla Pandataria y después a Regio, la que está sobre el mar de Sicilia (4). Ésta, casada con Tiberio, mientras florecían Cayo y Lucio Césares, lo menospreció como desigual suyo, que fue la más secreta y verdadera causa de la larga residencia que Tiberio hizo en Rodas, el cual, llegado al Imperio, infame ella ya y bandida, y después de la muerte de Agripa Póstumo, privada de toda esperanza, la hizo morir de hambre y de miseria, imaginando que no se hablaría de su muerte a causa de su largo destierro. Igual causa le movió a usar la misma crueldad contra Sempronio Grato, el cual, de noble linaje, de ingenio despierto y maliciosamente fecundo, había violado a la misma Julia mientras fue mujer de Agripa. No tuvo fin aquí su disolución, porque, casada en segundo matrimonio con Tiberio, la instigaba el obstinado adúltero a menospreciar y aborrecer a su marido, teniéndose por cierto que las cartas que Julia escribió a su padre Augusto cargando a Tiberio habían sido compuestas por Grato, a cuya causa, desterrado a Cercina, isla en el mar de África, después de haber sufrido el destierro de catorce años, se enviaron soldados para matarle, a los cuales, hallándole en la ribera pensativo, como si adivinara la mala nueva, pidió un poco de espacio para escribir a su mujer Aliara. Hecho esto ofreció el cuello a los matadores, mostrándose con la constancia de la muerte no indigno del nombre de Sempronio, del cual en vida había degenerado. Han escrito algunos que no se enviaron estos soldados de Roma, sino por Lucio Asprenate, procónsul de África, de orden de Tiberio, el cual esperó, aunque en vano, cargar a Asprenate solo la fama del homicidio.

LIV. Este mismo año fueron admitidas ciertas nuevas ceremonias; es, a saber: la compañía de los sacerdotes augustales, a la manera que antiguamente Tito Tacio, queriendo introducir en Roma la religión y los sacrificios de los sabinos, dio principio a la de los tacios. Veintiuno fueron los que se sacaron por suerte de los principales de la ciudad, pero añadiéronse después Tiberio, Druso, Claudio y Germánico. Los juegos augustales, comenzados entonces la primera vez, fueron turbados por la discordia de los histriones. Augusto había dado muestras de gustar de semejantes pasatiempos por agradar a Mecenas, perdido por los donaires de Batilo, si bien él de suyo no los aborrecía, teniendo por acto civil y necesario el mezclarse tal vez en los deleites del vulgo. Seguía Tiberio otro camino, puesto que no se atrevía a reducir a su dureza un pueblo regido tantos años apaciblemente.

LV. Hechos cónsules Druso César y Cayo Norbano, se decretó el triunfo a Germánico, durando todavía la guerra, a la cual, si bien se aparejaba con todo su poder para el verano, la anticipó al principio de la primavera con improvisa correduría en el país de los cattos, no sin esperanza de hallar divididos los enemigos, con ocasión de los bandos, entre Arminio y Segesto, famosos y estimados ambos a dos, el uno por su deslealtad y el otro por su fe para con nosotros. Mientras Arminio trataba de rebelar la Germania, Segesto descubrió muchas veces los aparejos de la rebelión, y particularmente en el último banquete, después del cual se tomaron las armas, descubrió la resolución y persuadió a Varo que le prendiese a él mismo, a Arminio y a los demás principales, diciendo que no intentaría cosa el pueblo si le quitaban el apoyo de los príncipes, y que después habría harto tiempo para separar los inocentes de los culpados. Fue muerto al fin Varo por la fuerza de su destino y por la violencia de Arminio. Segesto, aunque llevado a la guerra por el común consentimiento de aquella nación, estaba con todo eso con el ánimo apartado, añadidos los odios particulares con Arminio, por haberle robado una hija prometida a otro, yerno, aborrecible al suegro enemigo; todo lo que entre otros hubiera sido vínculo de amor era entre éstos, ya entre sí discordes, ocasión de enojo.

LVI. Germánico pues, dando a Cecina cuatro legiones, cinco mil auxiliarios y algunas escuadras recogidas aprisa de germanos de acá del Rin, él, con otras tantas legiones y doblado número de confederados, habiendo hecho un castillo sobre las ruinas de otro levantado por su padre en el monte Tauno, pasa con el ejército, sin bagaje y desembarazado, a las tierras de los cattos, dejando a Lucio Apronio el cargo de asegurar los caminos y guardar los pasos de los ríos; porque el tiempo enjuto, cosa que sucede pocas veces debajo de aquel cielo, y la poca agua de las riberas, que le habían hecho evitar un largo rodeo, le dieron ocasión de temer a la vuelta grandes lluvias y crecientes. Llegó, pues, tan de improviso a los cattos, que los débiles de edad o de sexo fueron en un instante presos o muertos. La juventud, pasado a nado el río Adrana, impedía a los romanos el hacer en él un puente; hasta que desalojados después de haber tentado en vano las condiciones de la paz, y con las saetas y otros tiros arrojados con los ingenios, pasándose algunos a Germánico, los otros, desamparando las villas y lugares, se esparcieron por aquellas selvas. El César después de haber quemado a Mattio (5), metrópoli de aquella nación, robado los lugares abiertos, tornó la vuelta del Rin, no habiéndose atrevido los enemigos a darle a la cola, como acostumbran cuando, más por astucia que por miedo, dan muestras de retirarse. Los queruscos hubieran ayudado de buena gana a los cattos, si Cecina no los amedrentara con mover las armas a todas partes y a los marsios, que se atrevieron a esperarle, rompió prósperamente.

LVII. No mucho después llegaron embajadores de Segesto pidiendo ayuda contra la violencia del pueblo, de quien estaba sitiado, prevaleciendo entre ellos Arminio, a causa de que les persuadía a la guerra, porque entre los germanos, cuanto uno se muestra más animoso, tanto es tenido por más fiel, y él tiene más crédito durante la sedición. Había Segesto añadido a los embajadores su hijo Segismundo, mas el mancebo se temía, porque el año que se rebeló la Germania, siendo sacerdote en Ara de los Ubios, rompió las vendas, insignia del sacerdocio, y huyó a los rebeldes. Confiado al fin de la clemencia romana, refirió las comisiones de su padre, y recibido benignamente, fue enviado con escolta a la ribera siniestra del Rin que mira a la Galia. Germánico, alegre de volver otra vez al ejército contra el enemigo, peleó con los que sitiaban a Segesto, a quien libró junto con buen número de sus parientes y allegados, entre los cuales se hallaban muchas mujeres nobles y la mujer del mismo Arminio, hija de Segesto, de ánimo más inclinado al marido que al padre, como lo mostraba el aspecto sin lágrimas, la boca sin ruegos, las manos plegadas al pecho y los ojos clavados en el vientre crecido con el preñado. Traíanse también los despojos de la rota de Varo, cabidas en parte de presa a muchos de los que entonces se habían vendido. Venía juntamente Segesto, de noble presencia, y, por la conciencia segura de su buena fe, sin muestra de temor, el cual habló de esta manera:

LVIII. No es para mí este día el primero que testifique mi constancia y fe para con el pueblo romano. Desde que fui hecho ciudadano vuestro por el divo Augusto, elegí los amigos y enemigos conforme a vuestra utilidad; no por odio que yo tuviese a mi patria, que aun a los mismos que reciben el beneficio son desagradables los traidores, mas porque teniendo por mejor a la paz que a la guerra, la juzgaba por útil a los romanos y a los germanos. Puse en poder de Varo, capitán entonces de ejército, a Arminio, robador de mi hija y violador de la paz. Perdida aquella ocasión por flojedad del capitán, que difirió su castigo para otro tiempo, visto que no se podía fiar en su justicia, le requerí instantáneamente que nos prendiese a mí, a Arminio y a los demás culpados. Sírvame de testigo aquella noche, que pluguiera a los dioses fuera la postrera de mi vida, pues cuanto después ha sucedido es más digno de llanto que de excusa. Finalmente puse a Arminio en cadenas, y las mismas sufrí también yo por los de su facción. Mas después que he tenido lugar de llegar a ti, prefiero las cosas viejas a las nuevas y a los tumultos la quietud; no por esperanza de premio, mas por purgarme de la infidelidad y poder servir de medianero a la nación germana, si acaso escoge antes el arrepentimiento que esperar su ruina. Ruégote excuses el yerro y la juventud de mi hijo, pidiendo en su nombre perdón. Confieso que mi hija se halla aquí forzadamente; a ti queda el resolver cuál cosa sea más considerable: o el estar preñada de Arminio o el haber nacido de Segesto. El César, con amorosa respuesta, prometió a sus hijos y a sus amigos perdón, y a él el lugar acostumbrado en la provincia. Hecho esto, dio la vuelta con el ejército, y por orden de Tiberio aceptó el nombre de emperador. Poco después parió la mujer de Arminio un hijo, del cual, criado en su niñez en Ravena, trataremos a su tiempo y de cómo después sirvió de juguete a la fortuna.

LIX. La fama de haberse reducido Segesto y que había sido recibido benignamente fue oída con esperanza y con dolor, conforme a lo que cada cual temía o deseaba. Arminio, a más de su fiereza natural, loco por la pérdida de su mujer y por el parto sujeto a servidumbre, andaba por los queruscos moviendo los ánimos y persuadiéndoles a que tomasen las armas contra Segesto y contra el César. Ni se iba a la mano en las injurias, diciendo: Egregio padre, gran emperador, valeroso ejército, que con tanta gente han robado una mujercilla. Por mis manos han sido degolladas tres legiones con otros tantos legados; manos acostumbradas a hacer la guerra, no con traiciones ni contra mujeres preñadas, sino a la descubierta y contra enemigos armados. Todavía se ven en los sagrados bosques de Germania las banderas romanas colgadas a los dioses de la patria. Goce Segesto de la vendida ribera; restituya a su hijo al sacerdocio, que nunca le acusarán bastantemente los germanos de haber sido ocasión de que se viesen entre el Albis y el Rin las varas, las segures y la toga; que a las gentes que no conocían al Imperio romano les eran también incógnitos sus rigurosos castigos y excesivos tributos, de los cuales descargados ya y rehusado aquel Augusto puesto entre los dioses, y aquel electo Tiberio, no quisiesen temer a un mozo inexperto y a un ejército amotinado. Que si amaban más a la antigua patria y a sus propios padres que a los señores nuevos, a las nuevas colonias, siguiesen antes a Arminio, para gloriosamente defender su libertad, que a Segesto, autor de una infame servidumbre.

LX. Movieron estas palabras no sólo a los queruscos, pero las naciones vecinas; con que inducido a seguir su partido Inguiomaro, tío paterno de Arminio, de antigua autoridad y crédito con los romanos, pusieron al César en mayor cuidado; y así, temiendo que no le cargase encima todo el peso de la guerra, para divertir al enemigo envió a Cecina con cuarenta cohortes romanas al río Amisia, por las tierras de los brúcteros. Pedón, prefecto del campo, llevó la gente de a caballo por los confines de Frisa; él, haciendo embarcar cuatro legiones, las pasó por el lago, conque se vinieron a recoger junto a las riberas de aquel río, la infantería, caballería y armada. Los caucios, que ofrecían ayuda a los romanos, fueron recibidos en su compañía, y los brúcteros, que quemaban sus propias tierras, rotos por Lucio Estertinio, a quien Germánico envió contra ellos con gente suelta; el cual, entre la matanza y la presa, halló el águila de la legión diez y nueve, perdida con Varo. Pasó después el ejército a las últimas partes de los brúcteros habiéndose quemado el país que cierran los ríos Amisia y Lippa (6), no lejos del bosque de Teutobergue, donde decían hallarse todavía sin sepultura los huesos de las legiones de Varo.

LXI. De aquí le vino deseo al César de hacer las funeralias a los capitanes y soldados muertos allí, movido a compasión todo el ejército, por la memoria de sus parientes y amigos, del caso mismo de la guerra y fortuna de los hombres. Fue enviado delante Cecina a reconocer la espesura de las selvas, hacer puentes y calzadas en los lugares pantanosos y atolladeros; marchan, pues, por aquellos lugares tristes y dolorosos, horribles a la vista y la memoria. Veíanse los primeros alojamientos de Varo, de gran circuito, y medidos los principios (7), mostraban ser de tres legiones; las trincheras después, medio arruinadas y el foso poco hondo, daban indicio de haberse retirado allí las reliquias del ejército. Veíanse por la campaña los huesos blanqueando, esparcidos o juntos, según habían huido o hecho rostro; pedazos de armas, huesos de caballos, cabezas de hombres ensartadas en los troncos, y en las selvas vecinas estaban los bárbaros altares sobre los cuales habían sido muertos los tribunos y los centuriones del primer orden. Algunos que se habían hallado en la rota, escapados de la refriega o prisión, decían: Aquí cayeron muertos los legados; allí tomaron los enemigos las águilas; acullá recibió Varo la primera herida, y allí, con su infelice mano, se atravesó el pecho; en qué tribunal hizo su parlamento Arminio; cuántas horcas mandó hacer para los cautivos; cuántas sepulturas; cómo y con cuánta soberbia hizo escarnio y burla de las banderas y de las águilas.

LXII. Así el romano ejército, seis años después de aquel estrago, recogió los huesos de las tres legiones, sin poder discernir si eran de los extraños o de los suyos, cubriéndolos a todos con tierra, como si fueran de amigos o parientes, y aumentando con este acto el enojo y furor contra el enemigo. Al fabricar el túmulo, puso el César el primer césped, gratísimo para con los difuntos y compañero de los presentes en el dolor. No aprobó este hecho Tiberio, o porque daba siempre malos sentidos a las acciones de Germánico, o porque pensase que el ejército, con la vista de sus compañeros muertos y sin sepultura, se haría más lento para llegar a las manos y tendría más temor al enemigo. Fuera de que a un general ornado con el oficio de augur y de las más antiguas ceremonias divinas no le estaba bien hallarse en mortuorios.

LXIII. Germánico, persiguiendo a Arminio, que se iba retirando a los lugares fuertes, a la primera comodidad mandó a la caballería que se enseñorease de la campaña donde el enemigo se había puesto. Arminio, que ya había advertido a los suyos de recogerse presto a los bosques, en un instante les hace volver el rostro, y da la seña para que saliesen a la refriega los que estaban de emboscadas. Desordenada la caballería por estas nuevas escuadras, envió el César las cohortes auxiliarias; mas impedidas por las tropas que volvían huyendo, se aumentó el espanto y hubieran sido llevadas engañosamente a unos pantanos conocidos por los germanos vencedores, y dañosos para quien no los tenía en práctica, si el César no se presentara con las legiones, las cuales, con dar terror al enemigo y ánimo a los nuestros, hicieron que la refriega se acabase sin ventaja. Vuelto después Germánico al río Amisia con el ejército, volvió a embarcar las legiones en la forma que habían venido, enviando la vuelta del Rín por la orilla de la mar una parte de los caballos. Cecina, que volvía con su ejército por el camino ordinario, fue advertido de que cuanto antes pudiese pasase a Pontelongo (éste es un estrecho camino entre aquellos pantanos, puesto ya en forma de dique por Lucio Domicio), siendo lo demás del país, o pantanoso, o lleno de un lodo tenaz y pegajoso, o atravesado de arroyos. Está rodeado este puesto de bosques, que en figura de teatro poco a poco se van dejando caer hacia lo llano, los cuales Arminio con ordenanza desembarazada, ganando la vanguardia a nuestro ejército, grave de armas y de bagaje, había guarnecido de gente. Cecina, dudoso de cómo pudiese a un mismo tiempo rehacer los puentes rotos de vejez y rechazar al enemigo, pareció que debía plantar su alojamiento en el mismo lugar, y que parte trabajase mientras la otra parte peleaba.

LXIV. Los bárbaros, procurando romper los cuerpos de guardia y pasar a ofender a los que trabajaban, los provocan, los rodean y acometen, mezclándose los clamores de los que pelean con las voces de los que trabajan; todo era contrario a los romanos: el suelo lleno de agua y de lodo, incapaz de regir los pies con firmeza, y, en sacándolos, resbaladero; los cuerpos cargados de armas, sin poderse servir dentro del agua de sus armas arrojadizas. Al contrario, los queruscos, acostumbrados a pelear dentro de los pantanos, eran grandes de cuerpo y peleaban con largas picas acomodadas a herir de lejos. Finalmente, la noche salvó las legiones de una batalla en que, forzosamente, habían de llevar lo peor. Los germanos, no curando del trabajo, llevados de la prosperidad, sin tomar un punto de reposo, encaminan a lo bajo todas las aguas que nacían en aquellos collados, de tal manera que, empapada la tierra y desmoronada la obra, se les dobló el trabajo a los soldados romanos. Tenía Cecina cuarenta años de soldado entre el obedecer y el mandar, y, habiendo probado la buena o la mala fortuna, estaba sin terror ni alteración. Y considerando lo por venir, no halló mejor remedio a la necesidad presente que hacer de suerte que el enemigo no pudiese salir del bosque hasta tanto que los heridos y todo el bagaje y los embarazos hubiesen pasado adelante, porque entre los pantanos y los montes se extendía un llano harto capaz para poder poner en batalla un escuadrón no muy grande. Acomódanse, pues, las legiones, la quinta al lado derecho, la veintiuna al izquierdo; la primera para guiar a las demás, y la veintiuna para asistir a los que siguiesen.

LXV. Fue por diferentes causas a todos inquieta la noche: a los bárbaros, por las fiestas y convites que con alegre canto y horribles gritos henchían el valle y los bosques resonantes; a los romanos, pequeños fuegos, voces interrumpidas, echados acá y acullá junto los reparos, dando vueltas alrededor de las tiendas, antes desvelados que vigilantes. Espantó al capitán un sueño cruel: parecióle que veía salir de aquellos pantanos a Quintilio Varo, sucio de sangre, y que oyó que lo llamaba; aunque rehusando el seguirle, le desvió la mano que le ofrecía. Al abrir del día, las legiones de los lados, o por temor o por poca obediencia, desampararon sus puestos, retirándose a lo enjuto. No los embistió Arminio, como pudiera, en aquel punto; mas cuando los vio embarazados en el lodo, el bagaje en los fosos, a los soldados en conocido trabajo y desorden, las banderas mezcladas y confusas, y, como suele suceder en tales aprietos, cuidadoso cada cual de sí mismo y sordo a las provechosas órdenes del capitán, manda a sus germanos que embistan gritando él: Veis allí a Varo y a las legiones vencidas otra vez por el mismo hado. Y diciendo esto cierra acompañado de gente escogida, y abre el escuadrón romano, hiriendo particularmente a los caballos, los cuales, cayendo en aquel suelo pantanoso y bañado de su sangre, caían sobre sus propios señores, atropellaban a los circundantes y pisaban a los ya caídos. El mayor trabajo fue el que se pasó junto a las águilas, no pudiéndose llevar contra las armas arrojadas, ni hincarlas bien en aquel terreno lodoso y blando. Cecina, sustentando la batalla, hubiera de quedar en prisión a causa de haberle muerto el caballo, si no fuera socorrido por la legión primera. Aprovechó la codicia de los enemigos, que por acudir a la presa dejaban de matar; conque hacia la tarde pudieron pasar a lo llano y enjuto las legiones. No tuvieron fin aquí las miserias; fue necesario plantar estacas y buscar materia para fortificarse, puesto que se habían perdido la mayor parte de los instrumentos de cavar y vaciar la tierra, de hacer fajina y cortar céspedes; no había tiendas para los manípulos, ni forma de curar los heridos, y al repartir de los bastimentos se hallaron todos llenos de lodo y de sangre; lamentaban con esto aquellas funestas tinieblas, y lloraban el solo y último día que les quedaba de vida a tantos millares de hombres.

LXVI. Acaso un caballo, habiendo roto el cabestro y corriendo de acá y de acullá espantado de las voces y del ruido, hizo huir a algunos de los que concurrieron a detenerle; esto, pues, causa tal espanto en el ejército, pensando que los germanos entraban en el campo, que a gran furia comenzaron todos a acudir a las puertas, especial a la decumana, como la más apartada del enemigo y la más segura para los que huían. Cecina, asegurado de que era alarma falsa, no pudiendo con autoridad, con ruegos ni con la espada detener a los fugitivos, se tiende sobre el lindar de la puerta para cerrar el paso a los que se avergonzasen de pisar el cuerpo de su legado; ayudó mostrar entretanto los tribunas y centuriones la vanidad del temor.

LXVII. Entonces, juntándoles a todos en los principios, mandando que escuchasen con silencio, les pone por delante el tiempo y la necesidad. Que no les quedaba otro camino de escapar que el de las armas, de las cuales convenía usar con prudencia, estándose dentro de los reparos hasta que el enemigo, esperando el entrados por fuerza, se llegase de más cerca a ellos, y que entonces era menester salir de golpe por todas partes y de aquella salida conducirse al Rin, donde, si se tomaba desde luego la fuga, habían de pasar mayores bosques, pantanos más inaccesibles y contrastar con enemigos más crueles; propone a los vencedores honra y gloria infinitas; acuérdales las cosas estimadas en la paz y honradas en la guerra, callando las adversas. Tras esto distribuye y reparte los caballos, comenzando por los suyos y de los legados y tribunos sin algún respeto, entre los más valerosos y atrevidos, para que ellos primeros y después la infantería embistiesen al enemigo.

LXVIII. No estaban menos inquietos los germanos, combatidos de la esperanza, de la codicia y de diversos pareceres de capitanes. Aconsejaba Arminio que los dejasen salir, y que de nuevo los metiesen en lugares pantanosos, embarazados. El parecer de Inguiomaro fue más feroz, y a esta causa más a gusto de aquellos bárbaros; es, a saber: que se rodeasen los reparos, que siendo fácil su expugnación sería mayor el número de prisioneros, y gozarían de la presa más entera. Así, pues, venido el día comienzan a henchir los fosos, arrojan cantidad de zarzos, trepan por las estacas guardadas de pocos soldados, y ésos como mostrándose temerosos; mas cuando los romanos vieron que el enemigo se había puesto en razonable distancia, dada la señal de arremeter, salen con gran estrépito de cuernos y trompetas, y a grandes voces, mientras los obligaban a volver las espaldas, les iban diciendo: Que allí sí era buen lugar de pelear donde no había bosques ni pantanos, sino el campo sin ventaja y los dioses no parciales. Habíanse prometido los enemigos la victoria fácil, imaginando que eran pocos y desanimados los que defendían el alojamiento; y así concibieron el estruendo de las tropas y resplandor de las armas por tanto mayor, cuanto lo habían tenido menos; y como demasiado atrevidos en el tiempo próspero, perdidos de ánimo en el adverso, caen y perecen. Huyeron Arminio e Inguiomaro el primero sano y el segundo malherido; el vulgo fue pasado a cuchillo todo el tiempo que duraron la cólera y el día. Recogidas, finalmente, las legiones a la noche, aunque con más heridos y con la misma necesidad de bastimentos, tomaron fuerzas, salud, abundancia y todo lo demás de la victoria.

LXIX. Habíase esparcido tanto la fama del ejército sitiado, y que los germanos iban con el suyo sobre las Galias, que si Agripina no hubiera prohibido el romper el puente sobre el Rin, no faltara quien de puro miedo se hubiera atrevido a tal vileza; mas aquella generosa mujer, haciendo aquellos días oficio de capitán, dio a los soldados, según que se hallaban desnudos o heridos, vestidos o medicamentos. Refiere Cayo Plinio, escritor de las guerras de Gerrnania, que se puso a la entrada del puente, y que allí alababa y engrandecía el valor de las legiones cuando a su vuelta iban pasando.

Penetraron estas cosas más vivamente el ánimo de Tiberio, pareciéndole que no se tomaban aquellos cuidados con sencillez, y que no era posible que Agripina procurase el favor de los soldados para servirse de ellos contra extranjeros. ¿Por ventura -decía- quédale algo que hacer al emperador, si una mujer reconoce los manípulos, visita las banderas, ofrece donativos, como si no le bastase para prueba de su ambición el traer consigo al hijo del general en hábito de soldado, haciéndole llamar César Calígula? Que tenía ya Agripina más poder y autoridad en los ejércitos que los legados y que los generales, pues ella sola había quietado la sedición, a quien no pudo resistir el nombre y la autoridad del príncipe. Agravaba y acriminaba estas cosas Seyano, y conociendo el natural de Tiberio encendía a lo largo los odios para que, reteniéndolos en sí, los pudiese desfogar después a su tiempo más gravemente.

LXX. Mas Germánico, por que la armada, fuese más ligera en aquella mar de poco fondo, o en el reflujo encallase con menos peligro de las legiones embarcadas, dio a Publio Vitelio la segunda y la catorcena para que las llevase por tierra. Tuvo Vitelio el principio de su viaje harto apacible por ser el terreno enjuto y no llegar allí el ordinario flujo de las ondas; mas sobreviniendo un maestral furioso, ayudado de la estrella del equinoccio acostumbrada a hinchar las aguas del Océano, comenzó la ordenanza a ser combatida y llevada de acá y de acullá, inundándose la tierra de manera que la mar, las riberas y los campos se mostraban de un mismo aspecto, sin poderse discernir los lugares vadeables de los profundos, ni el suelo firme de la arena inconstante y falsa. Arrebatan y sorben las ondas los caballos y bagajes; los cuerpos muertos de hombres y animales sobreaguados embarazan y embisten a los vivos; mézclanse entre sí los manípulos, con el agua ya a los pechos, ya a la garganta, y muchos en no pudiendo apearse iban a fondo; no aprovechaban voces ni exhortaciones, ni se diferenciaba en el contraste de las ondas el valeroso del vil, el sabio del ignorante, ni el consejo del caso, que todo era arrebatado de igual violencia. Finalmente, reducido Vitelio con inmenso trabajo a lugar más alto, condujo también lo restante del ejército, alojando aquella noche sin bagaje y sin fuego, la mayor parte desnudos o con el cuerpo aterido, no con menor miseria que los que tenía sitiados el enemigo, antes con mucha más, por quedarles a aquellos el uso de una honrada muerte, y a éstos aparejárseles un fin vergonzoso. Restituyóles el día la tierra, con que pudieron pasar al río Visurgo, donde estaba el César con la armada, y allí se embarcaron las legiones, habiendo corrido voz que eran anegadas, tal, que hasta que las vieron volver con el César, no se acabaron de asegurar de su salud.

LXXI. Ya Estertinio, enviado delante a recibir a Sigimero, hermano de Segesto, que se pasaba a los romanos, le había conducido a la ciudad de los Ubios, en compañía de su hijo; perdonóse a los dos, aunque con más facilidad a Sigimero; con el hijo se tardó un poco más, inculpado (según se dijo) de haber ultrajado el cuerpo de Quintilio Varo. Contendían entre sí las Galias, las Españas y la Italia en rehacer los daños del ejército, ofreciendo cada una lo que se hallaba más pronto, armas, caballos y oro. Germánico, loada su voluntad, recibió solamente para la guerra las armas y los caballos, socorriendo a los soldados de su propio dinero, y por divertir la memoria de aquella adversidad con su apacible trato, visitaba a los heridos, alababa el valor de todos, miraba los golpes recibidos; a unos con la esperanza, a otros con la honra, y a todos con palabras amorosas, confirmaba y entretenía en su amor y en el deseo de nuevas batallas.

LXXII. Este año por decreto del Senado se concedieron las insignias triunfales a Aulo Cecina, a Lucio Apronio y a Cayo Silio, por los servicios hechos acompañando a Germánico. Tiberio rehusó el nombre de padre de la patria, ofreciéndoselo muchas veces el pueblo, ni permitió que se obligase alguno con juramento a observar sus mandatos, aunque lo decretó así el Senado, acostumbrado él a decir muchas veces que eran inciertas todas las cosas mortales, y que cuanto más levantado le tuviesen sus honores, tanto más peligrosa podía ser la caída. No por esto mostraba compostura en el ánimo, habiendo vuelto a introducir la ley de laesae majestatis, conocida también de los antiguos por este mismo nombre. Mas los jueces de aquel tiempo juzgaban por ella diferentes cosas, como si alguno hacía traición al ejército, movía sedición, o por haber administrado mal su cargo disminuía la majestad del pueblo romano; finalmente, se castigaban entonces por esta ley los hechos, sin hacer caso de las palabras. Augusto fue el primero que, con capa de esta ley, comenzó a conocer por ella de los libelos infamatorios, enojado por la insolencia de Casio Severo, el cual, con sus deshonestos escritos, iba infamando muchos hombres y mujeres ilustres. Preguntado, pues, Tiberio de Pompeyo Macro, pretor, si quería que administrase justicia por las cosas tocantes al delito de laesae majestatis, respondió que era necesario dar vigor a las leyes. Fue también él exasperado con versos de incierto autor publicados sobre su crueldad y soberbia y sobre la discordia con su madre.

LXXIII. No será fuera de propósito referir los delitos de que fueron acusados Falanio y Rubrio, caballeros romanos, para que se vea con qué principio y con cuáles artificios de Tiberio se levantó poco a poco un gran incendio, cómo después se apagó y cómo ardió de nuevo hasta abrasado todo. Fue inculpado Falanio de que entre otros adoradores de Augusto, porque en casi todas las casas se habían fundado cofradías para esto, había recibido a un cierto histrión llamado Casio, infame de su cuerpo, y de haber, con la venta que hizo de sus huertos, enajenado también la estatua de Augusto. Rubrio fue inculpado de haber afirmado falsamente una cosa, jurando por el nombre del mismo Augusto. Advertido de esto Tiberio, escribió a los cónsules que no había sido dado con decreto el cielo a su padre para que aquel honor redundase en daño de los ciudadanos; que Casio, histrión, acostumbraba a intervenir, como los demás de su oficio, en los juegos dedicados por su madre a la memoria de Augusto, ni era contra la religión que sus estatuas ni las de otros dioses se incluyesen en la venta de los huertos o de las casas; que el perjurio se debía calificar como ofensa hecha a Júpiter, el cual y los demás dioses suelen tomar a su cargo el vengar sus propias injurias.

LXXIV. No pasó mucho tiempo que a Granio Marcelo, pretor de Bitinia, fue puesta acusación de laesae majestatis por Cepión Crispino, su cuestor, firmada por Romano Hispón, el cual comenzó una forma de vida que la hicieron después famosa la miseria de los tiempos y la temeridad de los hombres. Porque siendo pobre, inquieto y no conocido, mientras, sirviendo de espía secreta, se acomoda poco a poco con la condición de este príncipe cruel, poniendo después en peligro a los más nobles, granjeando el favor de uno solo con odio de todos, dio tal ejemplo, que seguido de muchos, hechos de pobres ricos y de abatidos tremendos, ocasionaron primero a otros, y después a sí mismos, la última ruina. Oponía éste a Marcelo, que había hablado mal de Tiberio, delito inevitable, escogiendo el acusador entre las acciones del príncipe las más dignas de vituperio con que inculpar al reo, para que, siendo verdaderas, fácilmente se pudiese creer que habían sido dichas. Añadió Hispón que Marcelo había puesto su estatua más alta que la de los Césares, y a una de Augusto encajado la cabeza de Tiberio. De que entró en tanta cólera, que, roto el silencio, comenzó a gritar: Querer él mismo en aquella causa dar descubiertamente su voto, jurándolo para necesitar a los demás que hiciesen lo mismo. Estaban todavía en pie los vestigios de la desahuciada libertad, y así, Cneo Pisón dijo:¿Cuándo lo darás, oh César? Si lo das primero tendré a quien seguir; si último, temo por error el discordar de ti. Vuelto en sí con estas razones Tiberio, cuanto más incautamente había descubierto su enojo, tanto más arrepentido sufrió que el reo fuese absuelto de la imputación de majestad, remitiendo a jueces delegados la causa de residencia.

LXXV. Mas Tiberio, no contento con hallarse presente al juicio de los senadores, quería asistir también a las audiencias del pretor, sentándose en uno de los brazos del Tribunal, por no obligar al pretor a levantarse de su silla curul; adonde se ordenaron muchas cosas en presencia, con las negociaciones y ruegos de ciudadanos poderosos; si bien mientras se atendía aparentemente a la justicia, se aniquilaba con efecto la libertad. Entre estas cosas, quejándose Pío Aurelio, senador, de que se le hubiesen derribado sus casas para la comodidad de una calle pública y de un acueducto, pidiendo al Senado la restauración del daño, y oponiéndose los pretores del Tesoro, le satisfizo y pagó César de su dinero, vanagloriándose de hacer gastos honrados, y retuvo esta virtud todo el tiempo que tardó en despojarse de las otras. A Propercio Célere, que había sido pretor y por su pobreza pedía ser quitado del orden senatorio, averiguado que tenía poco patrimonio, le dio 25.000 ducados (1.000.000 de sestercios). A otros que tentaron lo mismo, mandó que justificasen su causa con el Senado, porque, deseando ser tenido por severo, procuraba proceder con aspereza hasta en las cosas bien hechas. Mas ellos antepusieron el silencio y la pobreza a la confesión de la verdad y al beneficio.

LXXVI. En aquel año, el Tíber, aumentado de continuas lluvias, cubrió lo llano de la ciudad, y al volver a su madre ocasionó ruina de edificios y muertes de personas. Por lo cual aconsejó Asinio Galo que se recurriese a los libros de las sibilas; mas estorbólo Tiberio, deseoso igualmente de encubrir las cosas divinas y las humanas. Dio con todo eso el cargo de refrenar las inundaciones del río a Ateyo Capitón y a Lucio Aruncio; decretóse que las provincias Grecia y Macedonia, las cuales pedían ser aliviadas de imposiciones, fuesen por el presente descargadas de tener procónsul (8), haciéndolas del gobierno peculiar de César. Presidió Druso los juegos gladiatorios que se hacían en nombre suyo y de su hermano Germánico; aunque demostró demasiado gusto de ver aquella sangre vil, cosa que admiró al vulgo y dio ocasión a que le reprendiese su padre. Eran diversos los pareceres por qué Tiberio no había intervenido en aquellos espectáculos: unos decían que aborrecía verse entre tanta gente; otros, que por su condición triste y melancólica, y medrosa de ser parangonado con Augusto, el cual asistía alegre y cortésmente en semejantes fiestas. No creeré yo a lo menos que lo hizo por dar ocasión a su hijo de descubrir su crueldad al pueblo, haciéndose con esto odioso, supuesto que no faltó quien lo dijese.

LXXVII. El desorden y la sobrada libertad del teatro, que comenzó el año precedente, reventó en esta ocasión con daño más grave; porque no sólo hubo muertos de gente del pueblo, sino soldados y un centurión entre ellos, y herido un tribuno de la cohorte pretoria, mientras procuraban estorbar el alboroto del vulgo y que no se dijesen injurias a los magistrados. Tratóse en el Senado de esta sedición, y hubo votos de que los pretores pudiesen hacer azotar a los histriones (9). Estorbólo Haterio Agripa, tribuno del pueblo, que fue reprendido por una oración de Asinio Galo, callando Tiberio por dar al Senado aquella apariencia de libertad. Prevaleció con todo eso la opinión del tribuno, por haber declarado una vez el divo Augusto que los histriones eran exentos de azotes; ni a Tiberio le era lícito contravenir a sus decretos. Con todo eso se ordenaron muchas cosas acerca de poner tasa a los gastos de semejantes juegos, y entre las cosas que se decretaron para evitar los desórdenes de sus fautores, las más notables fueron: Que ningún senador entrase en casa de comediante; que ningún caballero los acompañase en público, ni los llevase a su lado, y que no fuese lícito el verlos representar sino en el teatro; diose también poder a los pretores de castigar con destierro las insolencias de los que los viesen representar.

LXXVIII. A los españoles, que pedían licencia para fabricar un templo a Augusto en la colonia Tarraconense, se les concedió; que sirvió después de ejemplo a las demás provincias. Suplicando el pueblo que se extinguiese un derecho llamado el centésimo de las cosas vendibles, impuesto después de las guerras civiles, declaró por edicto Tiberio que el Tesoro ordinario para la paga de los soldados se fundaba sobre aquel subsidio, y juntamente que la República quedaría muy cargada si se daba licencia a los soldados viejos antes de haber servido veinte años. Y así fue para lo de adelante, anulado el mal consejo que se tomó para aplacar las sediciones pasadas concediendo licencia en habiendo servido dieciséis.

LXXIX. Propúsose después en el Senado por Aruncio y Ateyo, si para moderar las inundaciones del Tíber era acertado divertir a otras partes los ríos y lagos de quien se engrandece. Oyéronse sobre ello los embajadores de los municipios y colonias. Rogaban los florentinos que la Clana, sacada de su madre, no se hiciese entrar en el Arno, de que se les podía seguir daño notable. Discurrían los de Interamnia (10) de la misma manera, mostrando que se perderían los más fértiles campos de Italia si se dividía en ramos el río Nar, como ya estaba determinado que se hiciese, con tan conocido peligro de empantanarse todos. No callaban los reatinos, rehusando el cerrar el lago Velino por la parte que desemboca en el Nar, porque era cierto que inundaría con daño de las tierras vecinas; que Naturaleza había proveído con gran acuerdo a todas las cosas de los mortales, dando a los ríos sus bocas y sus cursos y ordenándoles su principio y su fin; que era justo también reparar en la religión de los confederados, los cuales tenían dedicados sacrificios, consagrados bosques y levantados altares a los ríos de la patria; fuera de que ni el mismo Tíber quería correr con menor gloria privado de sus propios tributos y natural grandeza. Los ruegos de las colonias, la dificultad de la obra o la superstición pudieron tanto, que concluyó el Senado en el parecer de Pisón, que fue de no innovar cosa.

LXXX. A Popeyo Sabinio le prorrogó el gobierno de la Mesia, añadiéndole la Acaya y la Macedonia. Fue ésta una de las costumbres de Tiberio, continuar los gobiernos, tal que dejó a muchos toda su vida en los mismos cargos de ejércitos y de judicaturas. Dábanse para esto varias causas; unos decían que por librarse del cuidado de haber de escoger tan a menudo nuevos sujetos, eternizaba sus primeros juicios; otros creían que era pura envidia y malignidad, temiendo el verlos gozar a muchos. Hubo también quien juzgó que así como era de ingenio astuto, era también escaso de juicio, porque no buscaba hombres de singulares virtudes, y por otra parte no dejaba de aborrecer los vicios; temía de los buenos su propio peligro, y de los ruines el deshonor de la República. Y así, por esta irresolución vino finalmente a término, que encomendó el gobierno de provincias a personas a quienes otros no hubieran dejado salir de Roma.

LXXXI. De los comicios y las elecciones de cónsules que hubo en tiempo de este príncipe y después de él, apenas me atreveré a decir cosa con certidumbre: tal es la variedad que se halla, no sólo entre los autores, sino en sus oraciones mismas. Porque unas veces sin nombrar al pretendiente le iba describiendo y pintando su origen, su vida y los sueldos que había ganado, para que fuese menester adivinar quién era; otras, dejando también estas significaciones, rogaban a los candidatos en general que no quisiesen inquietar los comicios con inteligencias y negociaciones, ofreciendo de encargarse él de este cuidado. Y muchas veces declaraba no haber otros opositores que aquellos cuyos nombres él había dado a los cónsules, y que podían darlos también todos los que se asegurasen en sus méritos y favores: apariencia de buenas palabras, aunque en efecto vanas o maliciosas; que cuanto se cubrían con mayor semejanza de libertad, tanto más habían de resultar en una grave y cruel servidumbre.




Notas

(1) Especie de calzado que usaban los soldados romanos y hasta los centuriones, aunque no los oficiales superiores. Era un zapato cerrado que cubría enteramente el pie. Tenía una suela muy doble guarnecída de clavos y que estaba sujeta con correas que cubrían la garganta del pie y rodeaban la parte baja de la pierna.

(2) Vetera Castra, por abreviación, Vetera.

(3) Acaso la selva de Heserwald, en el actual ducado de Cleves.

(4) Plinio la coloca en el golfo de Puzzoles, y Dión en las inmediaciones de la Campania. El traductor español supone que era Pantanarea.

(5) Cabeza de los pueblos mattiacos, hoy Maspurg, tierra principal del landgrave de Hassia.

(6) Uppa, río de Westfalia, afluente del Rin. Separaba los brúcteros, al Norte, de los marcos, tubantes y sicambros, al Sur.

(7) Dábase este nombre a un espacio cuadrado, situado en medio del campamento, donde estaban las tiendas de los jefes superiores, delante de las cuales se ponían las águilas de las legiones, y había el Tribunal desde el cual se arengaba y administraba justicia a los soldados, y el sitio donde se ofrecían los sacrificios.

(8) Augusto habia repartido las provincias entre el Senado y él, Y dando a aquél y al pueblo las más ricas y pacificas, se habia quedado con las de las fronteras y más amenazadas, por consiguiente o de sublevaciones interiores o de los enemigos de fuera. Las unas eran gobernadas por procónsules y las otras por propretores. Los primeros tenian en apariencia más honores; los segundos más poder. Pertenecian al Senado el África y la Numidia, el Asia, la Acaya o Grecia, la Bética, la Galia Narbonense, la Cerdena con la Córcega, la Sicilia, la Dalmacia, la Macedonia, la Creta y la Cirenaica, la isla de Chipre, la Bitinia con la Propóntide y parte del Ponto. Las provincias imperiales eran: la España Tarraconense, la Lusitania, las Galias, excepto la Narbonense, las dos Germanias, la Celesiria, la Fenicia, la Cilicia, el Egipto, la Mesia, la Panonlia y todo lo demás que no era del Senado.

(9) Aunque la palabra histrio, de origen etrusco, significa propiamente pantomimo o bailarín de teatro, los romanos, empleándola en un sentido más general, designaron con ella, hasta los tiempos de Cicerón, toda clase de actores, asi del género cómico como del trágico. Sin embargo, después de la introducción de las pantomimas en el reinado de Augusto, y que puede considerarse como principio de la decadencia del teatro, se designó con el nombre de histrión únicamente a los que se dedicaban a este género de espectáculo.

(10) Interamnia (lo mismo que entre las aguas), nombre de dos ciudades de la antigua Italia; la una, que es la de que habla aquí el autor, y es la conocida hoy con el nombre de Temi, estaba situada en la Umbría, entre los brazos del Nar, hoy Nera: y la otra, llamada en el día Teramo, estaba al sur del Piceno, entre el Liris, hoy Garigliano, y el Melpis.

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