Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CLAUDIO

Primera parte


I

Livia, encinta ya cuando se casó con Augusto, dió a luz tres meses después a Druso, que al principio llevó el nombre de Nerón, y que fue padre de César Claudio. Este Druso pasó por ser fruto de adulterio entre Livia y Augusto, lo cual dió ocasión a que circulase este verso:

Las gentes felices hasta tienen hijos en tres meses.

Durante su cuestura y su pretura Druso tuvo un mando en la guerra de Recia y en la de Germania, y fue el primer general romano que navegó por el océano septentrional. Hizo abrir al otro lado del Rin los canales que aún se llaman Drusinos, empresa ésta delicada y gigantesca. Frecuentemente derrotó al enemigo, rechazándole hasta sus desiertos, y no dejó de perseguirle hasta que se le presentó una mujer de aquella nación, de estatura más que humana y que le prohibió, expresándose en latín, que llevase más adelante sus victorias. Sus hazañas recibieron por recompensa la ovación y los ornamentos triunfales. Al salir de la pretura fue nombrado cónsul, y habiendo reanudado su expedición, murió de enfermedad en sus cuarteles de verano, llamados desde entonces Campos malditos. Los ciudadanos principales de los municipios y las colonias llevaron su cadáver a Roma; las decurias de los escribas del Imperio salieron a recibirle y lo enterraron en el Campo de Marte. El ejército levantó en honor suyo un cenotafio, en derredor del cual debían desfilar anualmente los soldados y hacer sacrificios solemnes los diputados de las ciudades de la Galia. Entre otros honores, le decretó el Senado un arco de triunfo en mármol, con trofeos, en la vía Apia, y el dictado de Germánico para él y sus descendientes. Dícese que le apasionaba tanto la gloria como la libertad; así es que deseando siempre unir a sus victorias el honor dé despojos opimos, perseguía en el combate, a través de mil peligros, a los jefes germánicos, y nunca ocultó el deseo de restablecer en cuanto pudiese la antigua República. Ésta es, según creo, la razón que ha movido a decir a algunos autores que se hizo sospechoso a Augusto, y que éste le llamó de su gobierno, pero que viéndole vacilar en venir, se deshizo de él por medio del veneno. Doy cuenta de esta opinión por no omitir nada, pero sin creerla verdadera ni verosímil. Augusto quiso tanto a Druso mientras vivió, que le instituyó heredero en la misma categoría que a sus hijos en todos sus testamentos, conforme declaró un día en el Senado. En el elogio público que hizo de él después de su muerte, rogó a los dioses que hiciesen que sus Césares se parecieran a Druso, y le concedieran a él mismo tan hermoso fin como a aquél ... Además, compuso un epitafio en verso, que se grabó en su tumba; y escribió en prosa la historia de su vida. Druso había tenido muchos hijos de Antonia la menor, pero solamente dejó tres, Germánico, Livila y Claudio.


II

Claudio nació en Lyón, en las calendas de agosto, bajo el consulado de Julio Antonio y de Fabio Africano, el mismo día en que por primera vez dedicaron un altar consagrado a Augusto. Llamado primeramente Tiberio Claudio Druso, más adelante tomó el nombre de Germánico, cuando su hermano mayor pasó por adopción a la familia Julia. Aún estaba en la cuna cuando murió su padre, y tuvo que luchar durante casi todo el tiempo de su infancia y su juventud con diferentes y obstinadas enfermedades, que le dejaron tan débil de cuerpo y de espíritu, que ni aun en edad más avanzada se le consideró apto para ningún cargo público, ni para ninguna función privada. Mucho tiempo después de terminar su minoría, dejáronle bajo la autoridad de otros y bajo la férula de un pedagogo; y él mismo se queja en sus memorias de que hayan colocado a su lado un bárbaro, palafrenero en otro tiempo, para hacerle soportar, bajo todo linaje de pretextos, infinidad de malos tratamientos. Esta misma debilidad de salud y de razón fue causa también de que, contra la costumbre, presidiese con la cabeza cubierta el espectáculo de gladiadores que dió en unión con su hermano en memoria de su padre; y cuando tomó la toga viril, lo llevaron en litera al Capitolio, a medianoche y sin ninguna ceremonia.


III

No dejó, sin embargo, de aplicarse durante su juventud al estudio de las letras griegas y latinas, y hasta con frecuencia se ensayó en público en ambas lenguas. Mas no pudo, a pesar de estas pruebas de saber, conquistar ninguna consideración, ni infundir mejores esperanzas. Su madre Antonia le llamaba ordinariamente sombra de hombre, aborto informe de la naturaleza; y cuando quería hablar de un imbécil, decía: Es más estúpido que mi hijo Claudio. Su abuela Livia siempre le despreció profundamente: rara vez le dirigía la palabra, y si tenía algo que advertirle, se servía de una carta lacónica y dura o de tercera persona. Su hermana Livila, habiendo oído decir que Claudio reinaría algún día, compadeció en alta voz al pueblo romano, a quien estaba reservado tan desgraciado destino. En cuanto a lo que pensaba de él su tío Augusto, nada mejor puedo hacer que citar los siguientes pasajes de sus cartas.


IV

He hablado con Tiberio, según me dijiste, querida Livia, acerca de lo que habrá que hacer con tu nieto Tiberio en las fiestas de Marte. Los dos creemos que debemos decidir de una vez sobre lo que le atañe y no separarnos del acuerdo. Porque si es normal, por decirlo así, en todos los aspectos, no hay que dudar: se le debe hacer pasar gradualmente por los mismos honores que a su hermano. Si, por el contrario, le encontramos incapaz; sino goza de salud de cuerpo ni de espíritu, no hemos de ponemos en ridículo, tanto nosotros como él, ante los satíricos que todo lo toman a juego y a burla. Cosa muy incómoda sería, en el caso de que nada hubiéramos decidido de antemano, tener que deliberar en cada período da su vida si puede o no desempeñar los cargos públicos. Sea de esto lo que quiera, en la ocasión presente no me opongo a que se siente a la mesa de los Pontífices en las fiestas de Marte, con tal de que tenga a su lado a su pariente el hijo de Silano, que le impida cometer inconveniencias o ridiculeces. No creo que deba asistir a los juegos del circo en nuestro palco porque así, en primera fila, se atraería las miradas de todos. Tampoco creo que deba ir a sacrificar en el monte Albano, ni permanecer en Roma durante las fiestas latinas, porque, en último caso, ¿por qué no se le había de encargar de algunas funciones en la ciudad si compartiese las de su hermano en el monte? Ahora ya conoces todas mis decisiones, querida Livia, y añadiré que es necesario decidir para siempre nuestra conducta con relación a él, para no flotar incesantemente entre la esperanza y el temor. Si lo crees conveniente, puedes hacer leer a Antonia esta parte de mi carta. En otra dice: Durante tu ausencia, invitaré todos los días a mi mesa al joven Tiberio con objetO de que no coma solo con su Sulpicio y su Atenodoro. Quisiera que eligiese con más cuidado y menos negligencia un amigo cuya actitud, acción y compostura pudiese imitar ese pobre insensato; el pobre muchacho no tiene probabilidades, pues, para los asuntos serios, aunque, cuando no está extraviado, su espíritu hace recordar algunas veces su nacimiento. En fin, he aquí lo que dice en otra carta: He oído declamar a tu nieto Tiberio, y no salgo de mi asombro. ¿Cómo puede hablar con tanta claridad en público, cuando de ordinario tiene la lengua tan entorpecida? No puede dudarse de la resolución que tomó en seguida Augusto relativa a él. No le confirió ninguna dignidad, a no ser la del sacerdocio de los augurios; no le asignó más que la sexta parte de su herencia, y no le nombró más que en la tercera categoría de herederos, casi entre los extraños; y los legados que le hizo no pasaban de ochocientos mil sestercios.


V

A petición suya, su tío Tiberio le concedió los ornamentos consulares; mas como instaba para obtener en seguida el consulado, le escribió por toda contestación: Te mando cuarenta piezas de oro para las saturnales y sigilarias. Renunciando entonces a la esperanza de las dignidades, tomó el partido de retirarse, viviendo unas veces en sus jardines o en una casa de campo inmediata a Roma, y otras en su retiro de la Campania, en compañía de los hombres más abyectos, añadiendo así a su antigua reputación de imbécil, la vergonzosa fama de jugador y borracho.


VI

A pesar de esta conducta, todavía le dispensaron algunas atenciones, y hasta le dieron muestras públicas de respeto. Los caballeros le encargaron dos veces de llevar por ellos la voz al frente de una diputación de su orden: la primera, cuando pidieron a los cónsules el favor de trasportar en hombros hasta Roma el cuerpo de Augusto; la segunda, cuando fueron a felicitar a aquellos mismos magistrados por haber hecho justicia a Sejano. A su entrada en el teatro, todos se levantaban y quitaban el manto. El Senado quiso también agregarle extraordinariamente a los sacerdotes de Augusto, designados por suerte; hacer reconstruir a costa del Estado su casa, destruída por un incendio, y conferirle el derecho de emitir su opinión en el orden de los consulares. Mas Tiberio hizo revocar este decreto alegando la incapacidad de Claudio y prometiendo indemnizarle él mismo de sus pérdidas. Al morir, le inscribió en la tercera categoría de sus herederos por la tercera parte de la herencia, haciéndole además un legado de dos millones de sestercios, y recomendándole expresamente a los ejércitos, al Senado y al pueblo romanos entre los parientes que más quería.


VII

Bajo el principado de su sobrino Cayo, que al principio de su mando procuraba por todos los medios hacerse querer, llegó al fin Claudio a los honores, y fue colega suyo en el consulado durante dos meses. Vióse la primera vez que se presentó en el Foro con los haces un águila que vino a posarse en su hombro derecho. La suerte le asignó otro consulado tres años después. Algunas veces presidió los espectáculos en sustitución de Cayo, y el pueblo le saludaba entonces exclamando: ¡Prosperidad al tío del emperador; prosperidad al hermano de Germánico!


VIII

Mas no por esto dejó de ser juguete de la Corte. Si llegaba algo tarde a la cena, se le recibía con disgusto y lo dejaban dar vueltas alrededor de la mesa buscando puesto. Si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría con frecuencia, lanzábanle huesos de aceitunas y dátiles; o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. También solían ponerle, cuando roncaba, sandalias en lás manos para que despertado bruscamente, se frotase la cara con ellas.


IX

En esta época experimentó también disgustos más graves. Durante su consulado, estuvo a punto de que le destituyesen por su negligencia en hacer colocar en Roma las estatuas de Nerón y de Druso, hermanos del César. Además, constantemente era objeto de delaciones por parte de su servidumbre y hasta de extraños. Enviado a Germania entre los legados encargados de felicitar a Calígula por el descubrimiento de la conspiración de Lépido y de Getulico, corrió riesgo su vida, porque el emperador se indignó de que hubiesen elegido a su tío como si se tratase de dar lecciones a un niño. Por esta razón han pretendido algunos autores que a su llegada lo precipitaron en el Rin. Desde esta época fue siempre el último de los consulares para dar su parecer en el Senado, no preguntándosele, para mortificarle, hasta después de todos los demás. Además, esta asamblea recibió la acusación de falso testamento de uno que él había testificado. En fin, habiéndole costado ocho millones de sestercios su ingreso en un sacerdocio nuevamente establecido, encontróse tan apurado de dinero, que no pudiendo satisfacer sus débitos al Tesoro, pusiéronse sus bienes en venta conforme a las leyes de las hipotecas y según tasación de los prefectos del fisco.


X

Después de haber pasado de esta manera la mayor parte de su vida, a la edad de cincuenta años y gracias a la casualidad más admirable, llegó al mando supremo. Cuando los asesinos de Calígula separaron a todo el mundo, so pretexto de que el emperador quería estar soló, Claudio, alejado como los demás, se retiró a un gabinete llamado Hermeum. Sobrecogido de miedo, al primer rumor de la mUerte se arrastró hasta una galería inmediata, donde permaneció oculto detrás del tapiz que cubría la puerta. Un soldado, a quien la casualidad llevó hasta allí, le vió los pies, quiso saber quién era, lo reconoció y lo sacó de aquel sitio. Claudio se arrojó a sus plantas pidiendo la vida; el soldado le saludó como emperador y lo llevó a sus compañeros, indecisos todavía y estremecidos de cólera. Éstos lo colocaron en una litera, y como habían huído los esclavos, lo llevaron al campamento sobre sus hombros. Claudio estaba triste y tembloroso, y los transeúntes lo compadecían como inocente que llevaban al suplicio. Recibido en la parte fortificada del campamento, pasó la noche rodeado de centinelas, y más tranquilo en cuanto al presente que para el porvenir. En efecto, los cónsules y el Senado ocupaban el Foro y el Capitolio con las cohortes urbanas, y querían restablecer la libertad pública. El mismo Claudio, citado por los tribunos del pueblo para que fuese al Senado a dar su opinión en las circunstancias presentes, contestó que estaba retenido por la fuerza. Mas a la mañana siguiente, el Senado, presa de divisiones y cansado de su papel, se mostró blando en la ejecución de sus designios, pidiendo a voces la multitud que le rodeaba un solo jefe, y nombrando a Claudio, éste recibió delante del pueblo reunido los juramentos del ejército; prometió a cada soldado quince mil sestercios, y fue el primero de los Césares que compró a precio de oro la fidelidad de las legiones.


XI

Establecido en el mando, su primer cuidado fue hacer olvidar lo ocurrido en aquellos dos días en que se trató de cambiar la faz del Estado. En consecuencia de esto otorgó amnistía general y completa por cuanto se había hecho o dicho en aquellos dos días, la que observó religiosamente, exceptuando algunos ttibunos y centuriones complicados en la muerte de Cayo; a éstos los hizo ejecutar, tanto para escarmiento como porque supo que hablan pedido también su muerte. En seguida se ocupó de los honores que querían tributar a su familia. Adoptó como el juramento más sagrado el que invocaba el nombre de Augusto. Decretó para su abuela Livia los honores divinos y en los juegos del circo hizo figurar un carro arrastrado por elefantes, como el de Augusto. A sus padres les hizo decretar ceremonias fúnebres; por su padre añadió juegos anuales en el circo, el día aniversario de su nacimiento, y para su madre un carro, en el que debía pasearse su imagen en el circo, y el dictado de Augusta, que rehusó en vida. Venerando la memoria de su hermano hizo representar en Nápoles, en honor suyo y después de un concurso, una comedia griega, compuesta por él y premiada como la mejor, según dictamen de los jueces. También tributó pruebas de gratitud y respeto a la memoria de Marco Antonio, y un día declaró en un edicto que deseaba tanto más ver celebrar el nacimiento de su padre Druso, cuanto que en igual día nació su abuelo Antonio. Terminó el arco de triunfo en mármol que el Senado otorgó en otro tiempo a Tiberio, cerca del teatro de Pompeyo y que estaba abandonado, y si bien es cierto que anuló todos los actos de Cayo, prohibió se contase en el número de los días festivos el de su muerte, aunque fue el primero de su principado.


XII

Al contrario, parco en la elección de honores y de una simplicidad democrática, se abstuvo de usar el título de imperator, y rehusó todas las distinciones excesivas. Celebró en su casa, sin ostentación y como ceremonia doméstica, los esponsales de su hija y el nacimiento de su nieto. No levantó ningún destierro sino por consejo de los senadores. Pidió como favor que le permitiesen llevar consigo al Senado al prefecto del pretorío y los tribunos militares, y que se ratificasen allí las sentencias que sus delegados pronunciaban en los asuntos judiciales. Solicitó de los cónsules el derecho de tener mercados en sus dominios privados. Con frecuencia asistió como simple consejero a los juicios que celebraban los magistrados; y cuando daban estos espectáculos, se levantaba, como todos, al verles entrar y les saludaba con la voz y con la mano. Habiéndose presentado los tribunos del pueblo ante su tribunal, se excusó con ellos por verse obligado, falto de espacio, a dejarles hablar en pie. Esta conducta le granjeó en poco tiempo el aprecio y cariño de los romanos, hasta el punto de que, habiendo corrido el rumor de que en uno de sus viajes a Ostia había perecido asesinado, el pueblo, dolorosamente consternado, abrumó de imprecaciones a los soldados como traidores y a los senadores como parricidas, acusaciones que no cesaron hasta que los magistrados presentaron en la tribuna de las arengas a un ciudadano, y después otro, y otro además, que aseguraron que Claudío vivía y que se acercaba.


XIII

Sin embargo, no estuvo durante su mando exento de asechanzas, amenazando su vida conatos particulares, sediciones y últimamente la guerra civil. Una noche se encontró a un hombre del pueblo con un puñal cerca de su lecho. Sábese de dos caballeros romanos, armados con cuchillos de caza y estiletes, que le esperaban para matarle, el uno a la salida del teatro, y el otro durante un sacrificio en el templo de Marte. Galo Asinio y Estatilio Corvino, nietos de los oradores Polión y Mesala, intentaron una revolución e hicieron entrar en ella a muchos libertas y esclavos de Claudio. Furia Camilo Escribonio, legado en Dalmacia, consiguió promover una guerra civil, pero fue derrotado en menos de cinco días, habiéndose arrepentido casi en el acto, por escrúpulo religioso, las legiones que hablan violado su juramento. En efecto, sea por casualidad, o por voluntad de los dioses, no pudieron preparar las águilas ni arrancar las insignias cuando recibieron orden de ponerse en marcha para reunirse al nuevo emperador.


XIV

Además de su antiguo consulado fue investido cuatro veces con esta dignidad; las dos primeras sin interrupción, y las siguientes con cuatro años de intervalo. El último consulado lo conservó seis meses, y los otros solamente dos. En el tercero sustituyó a un cónsul muerto, ejemplo nunca visto en un emperador. Pero fuese o no cónsul, administraba justicia con mucha asiduidad, hasta en los días consagrados, en su casa o en su familia, a alguna solemnidad, y algunas veces también durante las fiestas establecidas por la religión desde remota antigüedad. Sin atenerse siempre a los términos de la ley, la hacía más suave o más severa, según la equidad natural o siguiendo sus impresiones; así es que restablecía en su derecho de demandantes a los que lo habían perdido legalmente ante los jueces ordinarios por haber pedido demasiado, y aumentando el rigor de las leyes, condenó a las fieras a los que quedaron convictos de fraudes muy graves.


XV

En sus informes y sentencias mostraba carácter por extremo variable; circunspecto y sagaz unas veces, precipitado otras, y hasta extravagante. Revistando un día las decurias de los jueces en virtud de su autoridad, y habiendo Contestado al llamamiento un ciudadano, a quien el número de hijos concedía el privilegio de no actuar (1), sin aducir la exención, lo despidió como sospechoso de la manía del juego. A otro, interpelado delante de él por sus adversarios en asunto que le era personal y que se excusaba pretendiendo que no incumbía al emperador, sino a los jueces ordinarios, le intimó a que se defendiera en el acto, para obligarle a mostrar en su propia causa la equidad que tendría en las otras. Una mujer se negaba a reconocer un hijo suyo; por una y otra parte eran dudosas las pruebas; Claudio le mandó que se casase con el presunto hijo, obligándola de esta manera a confesar la verdad. Ordinariamente daba razón a las partes presentes contra las ausentes, sin atender a las excusas, legítimas o no, que podían presentar éstas para justificar su ausencia. Habiendo exclamado uno que debían cortar las manos a un falsificador, hizo venir en seguida al verdugo con su cuchilla y el banquillo del suplicio. Disputábase a un litigante la cualidad de ciudadano, y los abogados discutían la cuestión de saber si aquel hombre debía defender su causa con toga romana o con manto griego, y el emperador, creyendo dar prueba de completa imparcialidad, le mandó tomar alternativamente los dos trajes, uno durante la acusación y el otro durante la defensa. Créese que en otro asunto dió por escrito esta sentencia: Opino como aquellos que han dicho la verdad. Estas decisiones lo desacreditaron tanto que algunas veces recibió, hasta en público, muestras de desprecio. Un ciudadano, para excusar la ausencia de un testigo citado por el mismo Claudio en una provincia del Imperio, se limitó a decir que le era imposible comparecer, manteniendo oculta por mucho tiempo la razón; y después de dejar que el emperador le dirigiese muchas preguntas acerca de ella, concluyó por contestar: Ha muerto, y creo que esto le estaba permitido. Dándole otro gracias porque permitía a un acusado defenderse, añadió: Y, sin embargo, así se acostumbra. He oído decir a los ancianos que los abogados abusaban de su paciencia hasta el punto de llamarle cuando se retiraba del tribunal, de retenerle por la toga, y algunas veces hasta por un pie; lo cual no debe tenerse por increíble, puesto que un litigante osó decirle en el calor de la discusión: Y tú también eres viejo e imbécil. Conocido es además el rasgo del caballero romano que, injustamente acusado por implacables enemigos de cometer con las mujeres monstruosas obscenidades, y viendo que le oponian y confrontaban con cortesanas, reprochó a Claudio su estupidez y crueldad y le lanzó a la cara el punzón y las tablillas que tenia en la mano, causándole en la mejilla una herida bastante profunda.


XVI

Claudio ejerció también la censura, que se había interrumpido desde Planco y Paulo; pero mostró en estas funciones la misma desigualdad de carácter y de conducta. En la revista de los caballeros expulsó, sin tacharle de infamia, a un joven lleno de oprobio, pero a quien su padre declaraba intachable. Tiene, dijo, su censor. A otro muy conocido por sus desórdenes y adulterios, advirtió que se entregase a los placeres propios de su edad con más moderación, o al menos con más cautela; y añadió: ¿Qué necesidad hay de que conozca yo el nombre de tu amante? Un día, a ruego de sus amigos, borró la nota de infamia unida al nombre de un ciudadano. Quiero, sin embargo, dijo, que subsista la tacha. No contento con borrar del cuadro de jueces a uno de los principales habitantes de la provincia de Grecia que no sabía latín, le retiró el derecho de ciudadanía. Exigió también que todo ciudadano que tuviese que dar cuenta de su conducta lo hiciese por si mismo como pudiese y sin abogado. Tachó a muchos ciudadanos que estaban muy lejos de esperarlo, y por causas harto insignificantes: a éste por haber salido de Italia sin saberlo el emperador y sin permiso; a aquél por haber acompañado a un rey a sus estados; y con este motivo citó el ejemplo de Rabirio Póstumo, acusado en otro tiempo del crimen de alta traición porque había seguido a Alejandría al rey Ptolomeo para hacerse pagar una deuda. Hubiese querido tachar a mayor número aún; pero la negligencia de los comisarios instructores le hizo sufrir la afrenta de no encontrar en gran parte más que inocentes cuando creía hallar culpables: aquellos a quienes censuraba el celibato, la falta de hijos o de caudal, justificaban en el acto su matrimonio, paternidad o riquezas. Hasta hubo uno que, acusado de haberse herido con una espada para quitarse la vida, mostró, despojándose de las ropas, que no tenía ninguna herida. Observóse también, entre otras singularidades de su censura, que hizo comprar y romper públicamente un carro de plata de maravilloso trabajo, que habían puesto en venta en el barrio de las Sigilarias, y que en un solo día publicó veinte edictos, entre los que había uno que advertía embrear bien los toneles, atendiendo a que habría mucho vino aquel año; y otro que indicaba el jugo del tejo como remedio eficaz contra la mordedura de víbora.


XVII

No hizo más que una expedición militar, y ésta sin importancia. El Senado le había decretado los ornamentos triunfales; pero no pareciéndole aquello bastante para la majestad imperial, y aspirando a los honores de un verdadero triunfo, eligió para teatro de sus proezas la Bretaña, que no había sido atacada desde Julio César, y en la que reinaba entonces cierta agitación por los tránsfugas que no habían sido devueltos. Marchó, pues, a embarcarse en Ostia, pero estuvo a punto de naufragar dos veces a consecuencia de impetuoso viento en la costa de la Liguria y cerca de las islas Stechadas. Por esta causa desde Marsella fue por tierra a Gessoriacum, donde pasó el mar. En pocos días, sin combate, sin efusión de sangre, sometió parte de la isla, volvió a Roma seis meses después de su marcha, y desplegó en su triunfo deslumbrador aparato. Permitió a los gobernadores de las provincias, y hasta a algunos desterrados, que fuesen a ver el espectáculo, y colocó sobre la parte superior del palacio de los Césares, entre los despojos del enemigo y al lado de la corona cívica, una corona naval, como monumento de su paso y victoria sobre el océano. Su esposa Mesalina siguió en un carro al vencedor. Los que habían merecido en esta guerra los ornamentos triunfales, lo siguieron a pie, revestidos con la pretexta; únicamente Craso Frugi montaba un caballo enjaezado y llevaba traje bordado con palmas, porque era la segunda vez que obtenía ese honor.


XVIII

Ocupóse siempre con extraordinaria solicitud del abastecimiento y seguridad de Roma. Durante el incendio del barrio Emiliano, como no podían contenerse los progresos del fuego, pasó dos noches en el Diribitorio. Encontrándose extenuados de fatiga los soldados y los esclavos, hizo llamar por medio de los magistrados al pueblo de todos los barrios. Mandó llevar entonces canastos llenos de dinero y exhortó a todo el mundo al trabajo, prometiendo a cada cual recompensa según sus servicios. Habiendo encarecido el precio de los víveres a consecuencia de varias malas cosechas, le detuvo un día en el Foro la multitud, que lo abrumó de injurias y le lanzó pedazos de pan. Trabajo le costó escapar, y no entró en su palacio, sino por una puerta excusada; no hubo medio que no imaginase para asegurar la llegada de convoyes, hasta en invierno, como garantizar a los abastecedores utilidades concretas, tomando a su cargo las pérdidas que ocasionase el mal tiempo, y concediendo ventajas a los que equipasen naves para el comercio de granos en relación con la condición de cada uno:


XIX

a los ciudadanos, las dispensas establecidas por la ley Papia Popea; a los latinos, los derechos de ciudadanos romanos; a las mujeres, las prerrogativas de madres de cuatro hijos. Estas disposiciones subsisten todavía.


XX

Emprendió grandes trabajos, pero atendió más a la utilidad y a la magnitud que no al número; los principales fueron el acueducto comenzado por Cayo, un canal de expurgo para el lago Fucino y el puerto de Ostia. No ignoraba, sin embargo, que Augusto habia negado siempre la segunda de estas obras a las apremiantes solicitudes de los marsos, y que Julio César había tenido que renunciar al fin a la otra, a causa de las dificultades de la ejecución. Hizo llegar a Roma el agua Claudina, suministrada por manantiales tan frescos como abundantes, llamados el uno fuente Verde y el otro fuente Curcina o Albudina. Por un hermoso acueducto trajo las del Anio, que fueron distribuidas en numerosos y magníficos depósitos. En cuanto a los trabajos del lago Fucino, vió tanto provecho como gloria en emprenderlos, porque muchos particulares le habían propuesto encargarse de los gastos, a condición de que les cediese el terreno que quedara en seco. Este canal quedó terminado a fuerza de grandes trabajos, habiendo tenido que abrirlo en longitud de tres mil pasos a través de una montaña, de la que hubo que cortar una parte y arrasar otra. La obra duró once años, aunque trabajaron en ella sin descansar treinta mil hombres. Construyó el puerto de Ostia, rodeándolo de dos brazos a derecha e izquierda, y elevando un dique a la entrada, sobre suelo levantado ya. Con objeto de asegurar mejor este dique, comenzaron por sumergir la nave que habia traído de Egipto el gran obelisco, y sobre fuertes pilares construyeron hasta prodigiosa altura una torre, parecida al faro de Alejandría, para guiar por la noche la marcha de los buques.


XXI

Distribuyó muchas veces congiarios al pueblo. Dió juegos tan frecuentes como magníficos, y no se atuvo a las representaciones ordinarias, en los sitios acostumbrados: imaginó otros espectáculos y reprodujo los antiguos en lugares donde antes no se habían hecho. Cuando reconstruyó el teatro incendiado de Pompeyo, dió la señal de los juegos de la dedicación desde lo alto de una tribuna colocada en la orquesta, después de haber sacrificado a los dioses en la parte superior del edificio, desde donde bajó a ocupar su puesto, atravesando el recinto en presencia de toda la asamblea sentada y silenciosa. Celebró también los juegos seculares, pretextando que Augusto había adelantado la fecha, aunque dice él mismo en sus memorias que este emperador, después de larga interrupción, los ordenó en su debido tiempo, habiendo calculado exactamente los años transcurridos. Por esta razón, se burlaron mucho del anuncio del pregonero, cuando invitaba al pueblo con la fórmula solemne a juegos que nadie había visto ni volvería a ver, porque existían aún muchos ciudadanos que los habían visto ya, y algunos actores, que se presentaron en la escena en los últimos juegos, aparecieron también en éstos. Dió muchas veces juegos de circo en el Vaticano, y, en ocasiones, después de cinco carreras de carros, celebrábanse cacerías de fieras. Adornó el circo Máximo con barreras de mármol y metas doradas, cuando las antiguas eran de madera o de piedra tosca. Designó asientos para los senadores, que, hasta él, no los tuvieran fijos. Además de las carreras de las cuadrigas, dió espectáculos de juegos troyanos y cacerías con fieras del Africa, ejecutadas por un escuadrón de jinetes pretorianos, con sus tribunos a la cabeza y hasta el mismo prefecto con ellos. También presentó a los jinetes tesalianos que persiguen en el circo toros salvajes, les saltan sobre el lomo, después de cansarlos a la carrera, y los derriban cogiéndoles por los cuernos. Multiplicó los espectáculos de gladiadores y los dió de muchas clases: uno anual en el campamento de los pretorianos, pero sin aparato ni lucha de fieras; otro en el Campo de Marte, con la forma y duración acostumbradas; otro, además, en el mismo sitio, de carácter extraordinario, que duró pocos días y al que llamó la Sportula, porque al anunciarle por primera vez, dijo que invitaba al pueblo como a una cena improvisada y sin aparato. No había espectáculo en que se mostrase más afable y alegre: veíasele contar por los dedos de la mano izquierda y en alta voz, como el pueblo, las monedas de oro ofrecidas a los vencedores; invitar él mismo y excitar a todos los espectadores a la alegría, llamándoles de vez en cuando señores, y mezclando en ocasiones a sus palabras, bromas de pésimo gusto, como el día en que, reclamando el público al gladiador Palumbus (Palomo volador) contestó: Lo presentaría si se le pudiese tomar. El rasgo siguiente tenía al menos el mérito de ser acertado consejo dado con oportunidad. Habiendo concedido la licencia a un conductor de carros, a petición dé cuatro hijos del mismo, y viendo al público aplaudir, en seguida hizo circular las tablillas en las que mostraba al pueblo la gran conveniencia de tener hijos, puesto que eran fuente de favor y fuerza hasta para un gladiador. Hizo representar en el Campo de Marte, como simulacro de la guerra, la toma y saqueo de una ciudad y la sumisión de los reyes de la Bretaña, presidiendo él mismo con traje de general. Antes de desecar el lago Fucino, quiso dar en él una naumaquia; pero habiendo exclamado los combatientes, al pasar delante de él: Salve, emperador, los que van a morir te saludan, y habiéndoles contestado Claudio: Salud a vosotros, ya no quisieron combatir, alegando que aquella contestación era su indulto. Durante algún tiempo deliberó si les haría perecer a todos por el hierro y por el fuego, y al fin bajó de su asiento, corrió aquí y allá alrededor del lago, con paso vacilante y actitud ridícula, amenazando a éstos, rogando a aquéllos, concluyendo por decidirles al combate. Vióse en este espectáculo abordarse una flota siciliana y otra de Rodas de doce trirremes cada una, habiendo dado la señal la trompeta de un Tritón de plata, que una máquina hizo surgir del centro del lago.


XXII

Reformó, restableció e instituyó muchos usos relativos a las ceremonias religiosás, a las costumbres civiles o militares, a los derechos de los diferentes órdenes del Estado, en Roma y fuera de ella. Nunca agregó un miembro nuevo al colegio de los pontífices sin prestar él mismo el juramento acostumbrado. Cuidaba, siempre que ocurría en Roma algún terremoto, de hacer anunciar por el pretor, a la asamblea del pueblo, fiestas expiatorias. Si aparecía en la ciudad o en el Capitolio un ave de mal agüero, ordenaba ruegos propiciatorias y, en su calidad de pontífice máximo, pronunciaba la fórmula, desde lo alto de los rostros, delante de todo el pueblo convocado, después de hacer alejar a los esclavos y operarios.


XXIII

Hizo continua la atención de los juicios, que no se realizaban antes sino en los meses de invierno y los de estío. La jurisdicción de los fideicomisos, delegada hasta él a los magistrados de Roma, como comisión anual, les quedó adjudicada a perpetuidad, dándola también a los magistrados de las provincias. Derogó el artículo que añadió a la ley Papia Popea el emperador Tiberio, y que suponía a los sexagenarios incapaces de engendrar. Estableció que los cónsules podrían dar tutores a los pupilos, a título extraordinario, y que a aquellos a quienes los magistrados hubiesen prohibido el acceso a las provincias se les prohibiría también la permanencia en Roma y en Italia. Imaginó una manera nueva de relegación, prohibiendo a muchos ciudadanos alejarse de Roma más allá de tres millas. Cuando tenía que tratar en el Senado algún asunto importante, ocupaba una silla de tribuno entre los dos cónsules. Incluyó en sus atribuciones los salvoconductos que ordinariamente se pedían al Senado.


Notas

(1) El objeto de la ley Papia Popea al eximir de los deberes judiciales a los que tenían cierto número de hijos, era alentar a los caballeros al matrimonio.

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