Índice de Vida de los doce Césares de SuetonioAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

AUGUSTO

Primera parte


I

Muchos hechos prueban que la familia de Octavio era antiguamente de las primeras de Vélitris. Una parte importante de la ciudad se llamaba desde mucho tiempo barrio Octavio, y se mostraba un altar consagrado por un Octavio, que, nombrado general en una guerra contra un pueblo vecino, y advertido un día, en medio de un sacrificio al dios Marte, de la repentina irrupción del enemigo, arrancó de las llamas las carnes casi crudas de la víctima, las repartió según costumbre, corrió al combate y volvió victorioso. Existía también un decreto que mandaba ofrecer de la misma manera en adelante al dios Mane las víctimas, y se llevasen los restos a los Octavios.


II

Admitida esta familia en el Senado por el rey Tarquino el Antiguo entre las de segunda categoría, clasificada después por Servio Tulio entre las patricias, volvió más adelante por voluntad propia a la condición plebeya, no retornando al patriciado hasta después de largo intervalo por voluntad de Julio César. El primero de esta familia que obtuvo por sufragios del pueblo una magistratura fue C. Rufo, que siendo cuestor tuvo dos hijos, Cneo y Cayo, troncos de dos ramas de la familia Octavia, cuyos destinos fueron muy diferentes: Cneo y todos sus descendientes desempeñaron los cargos más importantes del Estado. Pero Cayo y los suyos, bien por suerte, bien por voluntad propia, permanecieron en el orden ecuestre hasta el padre de Augusto. El bisabuelo de éste sirvió en Sicilia, durante la segunda guerra púnica, en calidad de tribuno militar, bajo el mando de Emilio Papo. Su abuelo no pasó de las magistraturas municipales y llegó a la ancianidad en la mayor abundancia y tranquilidad. Pero esos datos no son suministrados por el propio Augusto, pues él se contenta con decir que proviene de una familia de caballeros, antigua y rica, en la cual el primer senador fue su padre. M. Antonio le echa en cara que su bisabuelo fue un liberto, cordelero en el barrio de Turio, y su abuelo, cambista de moneda. Nada más he encontrado con respecto a los antepasados paternos de Augusto.


III

Su padre C. Octavio gozó desde la juventud de considerables bienes y de la estimación pública, y me admira que algunos le hayan hecho cambista y hasta agente para la compra de votos en el campo de Marte. Educado en la opulencia, llegó con facilidad a las magistraturas más elevadas, desempeñándolas noblemente. Después de su pretura, le asignó la suerte la Macedonia, y en el camino destruyó los fugitivos restos de los ejércitos de Espartaco y Catilina, que ocupaban el territorio de Turio, encargo extraordinario que le encomendó el Senado. En el gobierno de su provincia mostró tanta equidad como valor. Venció a los bessos y a los tracios en una gran batalla, y trató tan bien a los aliados, quemo Tulio Cicerón, en muchas cartas que aun se conservan, exhorta a su hermano Quinto, procónsul entonces en Asia, donde no gozaba de muy buena fama, a que imitase a su vecino Octavio, y a hacerse querer bien, como él, de los aliadOs.


IV

Al volver de Macedonia, y antes de proponer su candidatura al consulado, murió repentinamente, dejando varios hijos: de Ancharia, a Octavia la mayor, y de Acia, su segunda esposa, a Octavia la menor y Augusto. Acia era hija de M. Acio Balbo y de Julia, hermana de C. César. Balbo, por parte de padre, era originario de Aricia, y contaba muchos senadores en su familia; por parte de madre, era pariente cercano de Pompeyo el Grande: honrado con la pretura, fue también uno de los veinte comisarios encargados, en virtud de la ley Julia, de repartir al pueblo las tierras de la Campania. Sin embargo, afectando Antonio igual desdén hacia los antepasados maternos de Augusto dice que su bisabuelo era de raza africana, y tuvo tienda en Aricia, unas veces de perfumería y otras de panadería. Casio de Parma, en una de sus epístolas, no se contenta con llamar a Augusto nieto de panadero, sino también nieto de un cambista de moneda, diciéndole: La harina que vendía tu madre salía del peor molino de Aricia, y el cambista de Nerulo la amasaba con sus manos ennegrecidas por el contacto con el dinero.


V

Nació Augusto bajo el consulado de M. Tulio Cicerón y de Antonio, el noveno día antes de las calendas de octubre, poco antes de salir el sol, en el barrio Palatino cerca de las Cabezas de Buey, sitio donde actualmente existe un templo, construído poco tiempo después de su muerte. Vese, en efecto, en las actas del Senado, que un joven patricio, C. Letorio, convicto de adulterio, alegó ante los senadores, para evitar la rigurosa pena impuesta a este delito, su edad, su origen y especialmente su calidad de propietario y en cierto modo guardián del suelo que había tocado Augusto al nacer, y habiendo pedido gracia en consideración a este dios, que era como su divinidad particular y doméstica, se consagró por decreto esa parte de la casa donde había nacido Augusto.


VI

Se muestra aún, en una casa de campo perteneciente a sus antepasados, cerca de Vélitris, la habitación donde fue criado, que es muy pequeña y parece una cocina: las gentes de la comarca creen que nació allí. Deber religioso es no entrar en esta cámara sino por necesidad y con sumo respeto; porque, según antigua creencia, al que tiene la audacia de penetrar en ella asáltanle de repente secreto horror y miedo; confirmaba este rumor popular un hecho: habiéndose acostado en esta habitación un nuevo propietario de la finca, bien por casualidad, bien por ver lo que ocurría, sintióse a las pocas horas arrebatado por repentina y misteriosa fuerza, y se lo halló, después, medio muerto delante de la puerta, adonde fuera arrojado juntamente con el lecho.


VII

En su infancia se le dió el nombre de Turino, en memoria del origen de sus mayores, o porque poco después de su nacimiento, su padre Octavio venció en territorio de Turino a los esclavos fugitivos. Puedo asegurar con certeza que se llamó Turino, porque he descubierto una antigua estatuilla de bronce que le representa niño y cuya inscripción, en letras de hierro y casi borradas, expresa este nombre. Se la he dado a nuestro príncipe, quien la ha colocado con piadoso respeto entre sus dioses lares. Otra prueba más: M. Antonio, creyendo ultrajarle, le llamó muchas veces en sus cartas Túrino, y Augusto se contentó con responderle que extrañaba se quisiese injuriarle con su primer nombre. Más adelante tomó el de César y al fin el de Augusto; uno en virtud del testamento de su tio paterno, y el otro a propuesta de Munacio Planeo; aunque algunos senadores querían que se le llamase Rómulo, por haber sido, en cierto modo, el segundo fundador de Roma; mas prevaleció el nombre de Augusto, porque era nuevo, y especialmente, porque era más respetable; porque los parajes consagrados por la religión o por el ministerio de los augures se llamaban augustos, bien que esta palabra derivase de auctus (acrecentamiento), bien que proceda de gestus o de gustus, empleadas las dos en los presagios que suministraban las aves, según dice Enoio en este verso:

Augusto augurio postquam inclita condita Roma est (1).


VIII

Tenía cuatro años cuando perdió a su padre; a los doce, pronunció delante de la asamblea el elogio fúnebre de su abuela Julia; a los dieciséis, tomó la toga civil, y aunque su edad le exceptuaba aún del servicio, recibió recompensas militares el día del triunfo de César por la guerra de Africa. Habiendo partido su tio pocos días después para España, contra los hijos de Cn. Pompeyo, Augusto, apenas restablecido de una enfermedad grave, le siguió con pocos compañeros por caminos infestados de enemigos, le alcanzó a pesar de un naufragio, le prestó grandes servicios, e hizo que se admirara, además de su conducta durante el camino, la índole de su carácter. César, que después de la sumisión de las Españas meditaba una expedición contra los dacios, y después de ésta, contra los partos, le mandó de antemano a Apolonia, donde se entregó al estudio. Allí supo que César había sido asesinado y que le había instituído heredero; estuvo dudando durante algún tiempo si imploraría el socorro de las legiones inmediatas, pero rechazó al fin este paso como imprudente y precipitado. Vuelto a Roma, entró en posesión de la herencia, a pesar de las vacilaciones de su madre y de las obstinadas observaciones de su suegro Marcio Filipo, varón consular. En seguida levantó ejércitos y gobernó la República, primero con Antonio y Lépido, después solamente con Antonio durante cerca de doce años, y por fin solo, durante cuarenta y cuatro.


IX

Tal es el resumen de su vida, ahora expondré separadamente los distintos actos, no según el orden de los tiempos, sino según su naturaleza, para que se conozcan más clara y distintamente. Tuvo que sostener cinco guerras civiles, las de Módena, Filipos, Perusa, Sicília y Aecio; la primera y la última contra Marco Antonio; la segunda contra Bruto y Casio; la tercera contra Antonio, hermano del triunviro; la cuarta contra Sexto Pompeyo, hijo de Cneo.


X

La causa y principio de todas estas guerras fue la obligación que se impuso de vengar la mUerte de su tío y sostener la validez de sus actos. Así, pues, desde que regresó de Apolonia decidió atacar a Bruto y Casio repentinamente, aprovechando que nada temían; mas viéndoles escapar de aquel peligro, que supieron prevenir, armóse contra ellos de la autoridad de la ley, y los acusó, aunque ausentes, como asesinos. No atreviéndose los que estaban encargados de dar los juegos establecidos por las victorias de César a cumplir con este deber, él mismo los celebró. Para asegurar mejor la ejecución de sus designios, quiso reemplazar un tribuno del pueblo, que acababa de morir, y se presentó como candidato, aunque era patricio y no fuese aún senador. Pero fracasando todos sus esfuerzos ante la oposición del cónsul M. Antonio, del que contaba hacer su principal apoyo, y que pretendía someterlo en todo al derecho común y las reglas establecidas, y aun esto poniendo a su connivencia exorbitante precio, se volvió al partido de los grandes, de quienes era detestado Antonio, porque tenía sitiado en Módena a Décimo Bruto y se esforzaba en arrojarle por medio de las armas de una provincia que le había dado César y en la que había sido confirmado por el Senado. Por consejo de algunos partidarios suyos, Octavio trató de hacerlo asesinar; mas descubierta la trama, y temiendo a su vez por sí mismo, levantó para su defensa y la de la República, un ejército de veteranos, al que colmó de larguezas. Entonces recibió, con el título de propretor, el mando de este ejército y la orden de reunirse con los nuevos cónsules Hircio y Pansa. para llevar socorros a Décimo Bruto. En tres meses y dos batallas terminó esta guerra. Antonio escribe que en la primera huyó, presentándose pasados dos días sin caballo y sin el manto de general; pero es cosa cierta que en la segunda llenó a la vez los deberes de jefe y de soldado, y que, en lo más recio de la pelea, viendo gravemente herido al aquilifero de su legión, tomó el águila sobre el hombro, llevándola largo tiempo.


XI

Habiendo perecido en esta guerra Hircio y Pansa, el primero en la batalla, y poco después el segundo de una herida que recibió en ella, corrió el rumor de que Octavio los había hecho matar a los dos, esperando que la derrota de Antonio y la muerte de los dos cónsules le dejarían único dueño de los ejércitos victoriosos. La muerte de Pansa despertó tantas sospechas, que fue reducido a prisión el médico Glicón como culpable de haber envenenado la herida. Aquilio Niger añade a estas acusaciones, que Octavio mismo mató al otro cónsul Hircio en el tumulto del combate.


XII

Mas cuando supo que Antonio, después de su fuga, había sido recibido en el campamento de M. Lépido, y que los otros generales, con sus ejércitos, se unían al partido adverso, abandonó sin vacilar la causa de los grandes, alegando para justificar su mudanza, las quejas que tenía de los discursos y conducta de muchos de ellos; unos, decía, le habían tratado de niño, y otros habían sostenido que era necesario cubrirlo con flores y elevarlo hasta el cielo (2), con objeto de dispensarse del agradecimiento que se le debía, igualmente que a sus veteranos. Para hacer resaltar más y más su pesar por haber servido a aquel partido, impuso una enorme multa a los habitantes de Nursia, que habían erigido a los ciudadanos muertos delante de Módena un monumento fúnebre, escribiendo en él: Muertos por la libertad; y como no pudieron pagar, los arrojó de la ciudad.


XIII

Hecha alianza con Antonio y Lépido, terminó también en dos batallas, aunque débil y enfermo, la guerra de Filipos: en la primera le tomaron su campamento, pero consiguió escapar con gran trabajo, ganando el ala que mandaba Antonio. No fue moderado en la victoria, y mandó a Roma la cabeza de Bruto, para que la arrojaran a los pies de la estatua de César, aumentando con sangrientos ultrajes los castigos que impuso a los prisioneros más ilustres. Refiérese que contestó a uno de éstos, que le suplicaba le concediese sepultura, que aquel favor pertenecía a los buitres; a otros, padre e hijo, que le pedían la vida, les mandó la jugasen a la suerte o combatiesen, prometiendo otorgar gracia al vencedor; y habiéndose arrojado el padre ante la espada del hijo, éste, al verle muerto, se quitó la vida, complaciéndose Octavio en verles morir. Por esta razón, cuando llevaron a los demás cautivos cargados de cadenas delante de los vencedores, todos, y entre ellos M. Favonio, el émulo de Catón, saludaron respetuosamente a Antonio llamándole general, pero prodigaron a Augusto las más crueles injurias. En la repartición que siguió a la victoria, quedó encargado Antonio de poner en orden los asuntos de Oriente, y Octavio de llevar los Veteranos a Italia para establecerlos en los territorios municipales; pero sólo consiguió disgustar a la vez a los antiguos poseedores y a los veteranos, quejándose unos de que se les despojaba, y los otros, de que no se les recompensaba como tenían derecho a esperar por sus servicios.


XIV

Por este tiempo, L. Antonio, confiando en el consulado de que estaba investido y en el poder de su hermano, quiso promover disturbios, obligándole Octavio a huir a Perusa, reduciéndole por hambre, pero no sin correr él mismo grandes peligros antes y durante esta guerra. Ocurrió, en efecto, que en un espectáculo, habiéndose sentado un simple soldado en uno de los bancos de los caballeros, y habiéndole hecho arrojar por medio de un aparitor, pocos momentos después extendieron sus enemigos el rumor de que le había hecho morir en los tormentos, faltando muy poco para que pereciese Octavio bajo los golpes de la turba militar que acudió indignada. Debióse su salvación a que presentaron sano y salvo al que se decía muerto. En otra ocasión, al sacrificar cerca de Perusa, estuvo a punto de perecer a manos de unos cuantos gladiadores que salieron bruscamente de la ciudad.


XV

Tomada Perusa, fue cruel con sus habitantes, contestando a cuantos pedían gracia o trataban de justificarse: Es necesario morir. Algunos autores escriben que de entre los dos órdenes eligió trescientos de loS rendidos, y que los hizo inmolar en los idus de marzo, como las víctimas de los sacrificios, delante del altar elevado a Julio César. Otros pretenden que él sólo excitó esta guerra para obligar a sus enemigos secretos y a aquellos a quienes retenía el temor, más aun que la voluntad, a que se descubriesen al fin, dándoles por jefe a L. Antonio, y con objeto de que sus bienes confiscados después de su derrota sirviesen para dar a los veteranos las recompensas que les había ofrecido.


XVI

La guerra de Sicilia fue una de sus primeras empresas, pero la llevó despacio y la interrumpió muchas veces, tanto para reparar el daño causado a sus flotas aun en pleno estío, por continuas tempestades y doble naufragio, como para hacer la paz a instancias del pueblo, que veía interceptados los víveres, amenazándole el hambre. Cuando hizo reparar los buques y adiestró en la maniobra veinte mil esclavos, a quienes dió la libertad, creó el puerto Julio, cerca de Baias, abriendo al mar el lago Lucrino y el Averno; después de ejercitar sus tropas allí durante el invierno, batió a Pompeyo entre Milas y Nauloco, asaltándole poco antes del combate tan invencible necesidad de dormir, que tuvieron sus amigos que despertarle para que diese la señal. Creo que este hecho dió pie a los sarcasmos de Antonio, cuando le censura no haber podido mirar de frente una línea de batalla, y haberse acostado temblando sobre la espalda, levantando al cielo estÚpidos ojos, no dejando esta actitud, para mostrarse a los soldados, hasta que M. Agripa puso en fuga los barcos enemigos. Otros le critican una frase y un acto impíos, como haber exclamado viendo su flota destruída por la tempestad, que sabría vencer a pesar de Neptuno, y de haber suprimido en los primeros juegos del circo la estatua de este dios, que era uno de los ornamentos de aquella solemne pompa. En ninguna otra guerra estuvo tan expuesto a tantos y tan grandes peligros. Después de haber hecho pasar un ejército a Sicilia, volvía hacia el continente para buscar el resto de sus tropas, cuando le atacaron de improviso Demochares y Apolofano, legados de Pompeyo, costándole mucho trabajo escapar con una sola nave. Otro día, pasando a pie cerca de Locros, dirigiéndose a Reggio, vió las galeras del partido de Pompeyo costeando la tierra y creyéndolas suyas, bajó a la playa y estuvo a punto de que le capturasen. Ocurrió también que, mientras huía por extraviados senderos, un esclavo de Emilio Paulo que lo acompañaba, recordando que en otro tiempo había proscripto al padre de su amo y cediendo a la tentación de la venganza, trató de matarle. Después de la huida de Pompeyo. M. Lépidó. el segundo de sus colegas, a quien había llamado del Africa en su socorro, orgulloso con el apoyo de sus veinte legiones, reclamaba por temor Y amenaza, tomando aires soberbios, la primera jerarquía en el Estado. Octavio le quitó el ejército, y perdonándole la vida, que pedía de rodillas, le relegó por vida a la isla Circeya.


XVII

Al fin rompió su alianza con M. Antonio, alianza siempre incierta y dudosa, mal conservada con frecuentes reconciliaciones; y para demostrar cuánto se separaba su rival de las costumbres de su patria. hizo abrir y leer, delante del pueblo reunido. el testamento que había dejado en Roma, en el que colocaba en el número de los herederos a los hijos que había tenido de Cleopatra. Sin embargo, después de hacerle declarar enemigo de la República, le mandó todos sus parientes y amigos, entre otros a C. Sosio y T. Domicio, cónsules entonces, dispensando también a los habitantes de Bolonia, que desde muy antiguo se contaban en la clientela de los Antonios, de formar bajo sus banderas, como toda Italia. Poco después lo venció en una batalla naval cerca de Actium; el combate se prolongó hasta el obscurecer, y el vencedor pasó la noche en una nave. De Actium pasó a tomar cuarteles de invierno en Samos; mas enterado de que los soldados elegidos en todos los cuerpos después de la victoria, y que por orden suya le habían precedido a Brindis, acababan de sublevarse pidiendo recompensas y la licencia, emprendió con grande inquietud el camino de Italia. Dos veces sufrió tempestades durante la travesía; primeramente entre los promontorios del Peloponeso y de la Etolia, y después cerca de los montes Ceraunios, pereciendo en este doble desastre una parte de sus naves libúrnicas, perdiendo la suya todo el aparejo y rompiéndosele el timón. Solamente permaneció en Brindis veintisiete días para satisfacer las exigencias de los soldados; después pasó a Egipto por Asia y la Siria, puso sitio a Alejandría, donde se había refugiado Antonio con Cleopatra, y a poco se hizo dueño de la ciudad. Antonio quiso hablar de paz, pero ya no era tiempo: Octavio le obligó a morir, y fue a ver su cadáver. Uno de sus deseos más vehementes era reservar a Cleopatra para su triunfo; y como se creía que había muerto de la mordedura de un áspid, hizo que algunos psilos (3) chupasen el veneno de la herida. Concedió a los esposos los honores de una sepultura común, y mandó que se terminase la tumba que ellos mismos comenzaron a construir. El joven Antonio, el mayor de los dos hijos que el triunviro tuvo de Fulvia, fue a refugiarse, después de continuas e inútiles súplicas, a los pies de la estatua de César: Augusto le arrancó de allí y mandó matarle. Cesarión, que Cleopatra decía haber tenido de César, fue alcanzado en su fuga y entregado al suplicio. En cuanto a los otros hijos de Antonio y de la reina, los trató como a miembros de su familia, los educó y les aseguró posición proporcionada a su nacimiento.


XVIII

Por esta época hizo abrir la tumba de Alejandro Magno y sacar su cuerpo; y después de contemplarlo, le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió de flores en muestra de homenaje; pero cuando se le preguntó si quería ver también las tumbas de los Ptolomeos, contestó que había venido a ver un rey y no muertos. Hizo de Egipto una provincia romana, y con objeto de asegurar la fecundidad necesaria para los bastimentos de Roma, mandó a sus soldados limpiaran todos los canales abiertos a los desbordamientos del Nilo, que con el tiempo se habían cubierto de abundante litno. Queriendo perpetuar en la memoria de los siglos la gloria del triunfo de Actium, fundó cerca de esta ciudad la de Nicópolis, estableciendo juegos quinquenales. También agrandó el antiguo templo de Apolo, adornó con un trofeo naval el sitio donde tuvo su campamento y lo consagró solemnemente a Neptuno y a Marte.


XIX

Después de estos sucesos, sofocó en su origen considerable número de turbulencias, sediciones y conspiraciones, de que tuvo conocimiento en diferentes épocas. Primero. fue la conspiración del joven Lépido; después la de Varrón Murena y de Fannio Cepión; más tarde la de M. Egnacio, de Plaucio Rufo, de Lucio Paulo, esposo de su nieta, de L. Audasio, acusado de falsario y a quien la edad había debilitado el cuerpo y la razón, de Asinio Epicadio, mestizo de ilirio, y, en fin, de Telefo, esclavo nomenclátor de una mujer; porque también le amenazaron maquinaciones de hombres de baja estofa. Audasio y Epicadio querían arrebatar su hija Julia y su nieto Agripa de las islas donde estaban confinados para presentarlos a los ejércitos; y Telefo, que se creía destinado al imperio, había concebido el proyecto de asesinar a Augusto y aniquilar al Senado. También se encontró a cierto criado del ejército de lliria escondido una noche cerca de su lecho, hasta donde había penetrado burlando la vigilancia de los guardias, y que llevaba en la cintura un cuchillo de caza. Ignórase si aquel hombre había perdido la razón o si fingió demencia, no pudiendo arrancársele en la tortura ninguna confesión.


XX

Solamente dirigió por sí mismo dos gurras exteriores: la de Dalmacia en su juventud, y la de cántabros, después de la derrotá de Antonio. Dos veces fue herido en Dalmacia: una en la rodilla derecha de una pedrada, y la otra en un muslo y los dos brazos por la caída de un puente. Las otras dos guerras las dirigieron sus legados; sin embargo, tomó parte en algunas expediciones en Panonia y Germania, o al menos estuvo cerca del teatro de la guerra, yendo de Roma hasta Ravena, Milán y Aquilea.


XXI

Sometió personalmente o por sus generales Cantabria, Aquitania, Panonia y Dalmacia con toda la Iliria; sujetó la Recia, la Vindelicia y a los salasos, pueblos de los Alpes; contuvo las incursiones de los dacios, destruyó la mayor parte de sus ejércitos y mató tres de sus jefes. Arrojó a los germanos al otro lado del Elba; recibió la sumisión de los suevos y sicambros, los trasladó a la Galia y les asignó las tierras inmediatas al Rin. Redujo también a la obediencia otras naciones inquietas y turbulentas, pero no movió guerra a ningún pueblo sin justa causa e imperiosa necesidad; y tan lejos estaba de ambicionar el acrecentamiento del Imperio o de su gloria militar, que obligó a algunos reyes bárbaros a jurarle, en el templo de Marte Vengador, permanecer fieles a la paz que le pedían. También exigió a algunos de ellos un nuevo género de rehenes, esto es, mujeres, porque había observado que se estimaban en poco los hombres dados en este carácter. Sin embargo, dejaba siempre a sus aliados la facultad de retirar sus rehenes cuando quisieran, y nunca castigó sus frecuentes sublevaciones y sus perfidias más que vendiendo sus prisioneros, a condición de que no servirían en países vecinos ni serían libres antes de treinta años. La reputación de virtud y moderación que esta conducta le proporcionó, determinó a los indos y escitas, de los que solamente se conocía entonces el nombre, a solicitar por medio de embajadores su amistad y la del pueblo romano. También los partos le cedieron fácilmente la Armenia, que reivindicaba, devolviéndole además, a petición suya, las enseñas militares arrebatadas a M. Craso y a M. Antanio. y afreciéndale rehenes; en fin, muchos príncipes que desde antigua se disputaban entre sí el mando, recanocieron al que él designó.


XXII

El templo de Jano Quirino, que salamente había estado cerrado dos veces, desde la fundación de Roma, lo estuvo tres entonces; en tiempo mucho más corto, por estar asegurada la paz por mar y tierra. Dos veces entró en Roma con los honores de la ovación. una después de la guerra de Filipos, y la otra después de la guerra de Sicilia. celebró con tres triunfos curules sus victorias de Dalmaciá, Actium y Alejandría, y cada triunfo duró tres dias.


XXIII

No tuvo más derrotas graves e ignominiosas que las de Lolio y Varo, ambas en Germania;la primera fue más vergOnzosa que irreparable; pero la de Varo pudo ser fatal al Imperio, pues fueron pasados a cUchillo tres legiones con el general, los legados y todas las tropas auxiliares. En cuanto recibió la noticia hizo colocar en Roma guardias militares para prevenir desórdenes; confirmó en sus poderes a los gobernadores de las provincias para que su experiencia y habilidad contuviesen en su deber a los aliados; y ofreció grandes juegos a Júpiter para que mejorase la situación de la República, como se había hecho en la guerra de los cimbrios y de los marsos. En fin, dicese que experimentó tal desesperación, que se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, y a veces se golpeaba la cabeza contra laS paredes exclamando: Quintilio Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él días tristes y lúgubres.


XXIV

Muchas cosas cambió e innovó en la organización militar; poniendo en vigor otras olvidadas desde hacía mucho tiempo. Mantuvo la disciplina con severidad, y no permitió a los legados que fuesen a ver sus esposas sino en los meses de invierno, y esto con suma dificultad. Hizo vender en subasta a un caballero romano con todos sus bienes por haber amputado el dedo pulgar a sus dos hijos para librarlos del servicio militar; pero viendo que se apresuraban a comprarlo los publicanos, lo hizo adjudicar a un liberto suyo, que tenía orden de llevarlo a la campaña y dejarle libre. Licenció ignominiosamente toda la décima legión, que solamente obedecía murmurando; y habiendo pedido otras su licenciamiento con imperioso tono, se lo dió, pero sin las recompensas prometidas a sus largos servicios. Si alguna cohorte retrocedía, la diezmaba y solamente le daba cebada. Castigó con la muerte, como a simples soldados, a los centuriones que abandonaron su puesto. En cuanto a los otros delitos, los castigaba con diferentes penas infamantes, como permanecer en pie todo el día delante de la tienda del general, o bien salir con túnica y sin cinturón, llevando en la mano una vara de diez pies o un puñado de césped.


XXV

Después de las guerras civiles jamás dió a los soldados el título de compañeros, ni en las arengas ni en los edictos, sino que les llamaba soldados; no permitió tampoco que sus hijos o sus yernos les diesen otro nombre cuando mandaban, pues creía que el de compañeros era una adulación que no convenía a la conservación de la disciplina, ni al mantenimiento del orden, ni a la majestad de él mismo y de sus parientes. Exceptuando los casos de incendio y de las sediciones, que podían producir la carestía de víveres, solamente dos veces alistó esclavos libertos: la primera para la defensa de las colonias vecinas a la Iliria, y la segunda, para proteger la orilla izquierda del Rin: y éstos habían de ser esclavos que los hombres y mujeres más ricos de Roma hubiesen comprado y manumitido en el acto: colocábales en primera línea y no se mezclaban con los libres ni estaban armados como ellos. Prefería dar como recompensas militares, arneses, collares y preseas, cuyo precio lo constituían el oro y la plata, y no coronas valarias o murales, que tenían valor honorífico. Extraordinariamente avaro de estas últimas, jamás las concedió al favor, dándolas casi siempre a simples soldados. Regaló a Agripa, después de su victoria naval en Sicilia, un estandarte de color del mar. Nunca otorgó estas distinciones a los que habían gozado los honores del triunfo, aunque hubiesen tomado parte en sus expediciones y contribuído a sus victorias, siendo la razón, que ellos mismos habían tenido derecho para distribuir como quisieran estas recompensas. En su opinión, nada convenía menos a un gran capitán que la precipitación y la temeridad; así es que repetía frecuentemente el adagio griego: Apresúrate lentamente. Y este otro: Más vale un jefe prudente que temerario, o, en fin, éste: Se hace muy pronto lo que se hace muy bien. Decía también que no debía emprenderse una guerra o librar una batalla sino cuando se podía esperar más provecho de la victoria que perjuicio de una derrota; porque, añadía, el que en la guerra aventura mucho para ganar poco, se parece al hombre que pescara con un anzuelo de oro, cuya pérdida no podría compensar ninguna presa.


XXVI

Elevósele, antes de la edad requerida, a las magistraturas y honores, muchos de los cuales fueron de creación nueva y a perpetuidad. A los veinte años se apoderó del consulado, haciendo marchar hacia Roma sus legiones amenazadoras, y mandando diputados a pedir para él esta dignidad en nombre del ejército. Como vacilaba el Senado, el centurión Cornelio, que iba al frente de la diputación, abrió su manto, y mostrando el puño de la espada, se atrevió a exclamar: Esto lo hará, si vosotros no lo hacéis. Transcurrieron nueve años de su primero a su segundo consulado y uno solamente hasta el tercero. En seguida siguió hasta el undécimo sin interrupción, y habiendo rehusado todos los que después le ofrecieron, pidió él mismo el duodécimo diecisiete años más tarde, y dos años después, el décimo tercero, con objeto de recibir en el Foro, como primer magistrado de la República, a sus hijos Cayo y Lucio, que iban a entrar en la vida pública. Cinco consulados, del sexto al décimo, fueron cada uno de un año, y los demás no los conservó más allá de nueve, seis, cuatro o tres meses, y el segundo solamente algunas horas. Porque apenas sentado en la silla curul, delante del templo de Júpiter Capitolino, en la mañana de las calendas de enero, dimitió el cargo, nombrando en lugar suyo otro cónsul. No tomó posesión de todos los consulados en Roma: el cuarto comenzó en Asia, el quinto en Samos, el octavo y el noveno en Tarragona.


XXVII

Durante diez años fue miembro del triunvirato establecido para organizar la República, y resistió por algún tiempo a sus colegas, no queriendo que hubiese proscripciones; pero después desplegó más crueldad que ninguno de ellos. Éstos, al menos, se dejaron ablandar algunas veces por las súplicas de la amistad; solamente él desplegó toda su autoridad para que no se perdonase a nadie; proscribiendo hasta a su tutor C. Toranio, que había sido además colega de su padre Octavio en la edilidad. Julio Saturnino refiere, este otro hecho: después de las proscripciones, queriendo Lépido justificar el pasado en el Senado, hizo esperar que la clemencia iba al fin a poner término a los castigos; pero Octavio declaró, por el contrario, que había puesto término a las proscripciones, pero guardando toda su libertad. Sin embargo, el tardío arrepentimiento de esta dureza fue el que le hizo elevar a la dignidad de caballero a T. Vinio Filopemeno, que pasaba por haber ocultado en otro tiempo a su patrón proscripto. Muchos rasgos especiales le hicieron odioso durante su triunvirato. Un dia que arengaba a los soldados en presencia de los habitantes de los campos vecinos, vió a un caballero romano, llamado Pinario, que tomaba algunas notas furtivamente, y sospechando fuese espía, le hizo matar a golpes en el acto. Tedio Mer, cónsul designado, ridiculizó con un chiste un acto suyo; Octavio le dirigió tan tremendas amenazas, que aquel desgraciado se dió la muerte. El pretor Q. Galio llegó a saludarle llevando bajo la toga dObles tablillas, y creyó que eran una espada; mas no atreviéndose a registrarle en el acto por temor de encontrar otra cosa, pocos momentos después le hizo arrancar de su tribunal por medio de centuriones y soldados, le mandó dar tormento como a un esclavo, y no obteniendo confesión alguna, le hizo degollar, después de arrancarle los ojos con sus propias manos. Él mismo escribió que Galio había querido matarle en una audiencia que le pidió; que fue reducido a prisión por orden suya y puesto en seguida en libertad, pero con prohibición de habitar en Roma, y que pereció luego en un naufragio o a manos de algunos bandidos. Augusto fue investido a perpetuidad con el poder tribunicio, y dos veces tomó colega en esta dignidad, cada una de ellas durante un lustro. También fue investido con la vigilancia perpetua de las costumbres y de las leyes, y en virtud de este derecho, que no era, sin embargo, el mismo que el de la censura, hizo tres veces el censo del pueblo, la primera y tercera con un colega, la segunda solo.


XXVIII

Dos veces tuvo el proyecto de restablecer la República: primeramente, después de la derrota de Antonio, que con frecuencia le había acusado de ser el único ohstáculo al restablecimiento de la libertad; la segunda, a consecuencia de los sinsabores de una larga enfermedad, llegando a hacer ir a su casa a los magistrados y senadores, entregándoles las cuentas del Imperio. Pero reflexionando que esto era exponer su vida privada a peligros ciertos y entregar imprudentemente la República en manos de muchos ambiciosos, decidió conservar el poder, y no puede decirse por qué se le ha de alabar más: si por las consecuencias o por los motivos de esta resolución. Complacíase en recordar algunas veces estos motivos, y hasta los dió a conocer de esta manera en uno de sus edictos: Séame permitido afirmar la República en estado permanente de esplendor y seguridad; habré conseguido la recompensa que ambiciono, si se considera su felicidad obra mía y si puedo alabarme al morir de haberla establecido sobre bases inmutables. Él mismo aseguró la realización de este deseo, esforzándose para que nadie tuviese que quejarse del nuevo orden de cosas. Roma no tenía aspecto digno de la majestad del Imperio y estaba además sujeta a inundaciones e incendios, pero supo embellecerla de tal suerte, que con razón pudo alabarse de dejarla de mármol habiéndola recibido de ladrillos. Aseguróla también contra los peligros del porvenir, cuanto la prudencia humana puede prever.


XXIX

Entre el gran número de monumentos públicos cuya construcción se le debe, cuéntanse principalmente el Foro y el templo de Marte Vengador, el de Apolo en el Palatino y el de Júpiter Tonante en el Capitolio. Construyó un Foro, porque el creciente número de litigantes y de los negocios, haciendo insuficientes los dos primeros, exigían otro. Así, pues, sin esperar a que el templo de Marte estuviese concluído, se apresuró a mandar que se dedicase especialmente el Foro nuevo a los procesos públicos y a la elección de jueces. En cuanto al templo de Marte, había hecho voto de construirlo durante la guerra de Filipos, emprendida para vengar a su padre. Decretó, en consecuencia, que allí se reuniría el Senado para deliberar acerca de las guerras y de los triunfos; que de allí partirían loS que marchasen con algún mando a las provincias; y que allí, en fin, irían a depositar las insignias del triunfo los generales victoriosos. El templo de Apolo se construyó en una parte de su casa, en el Palatino, derruida por el rayo, y donde habían declarado los arúspices que este dios pedía morada. Añadióle pórticos, y una biblioteca latina y griega. En sus últimos años convocaba frecuentemente el Senado e iba a él para reconocer las decurias de los jueces. El templo de Júpiter Tonante fue un monumento de su gratitud por haber escapado de un peligro durante una marcha nocturna, en una de sus expediciones contra los cántabros, en la que surcó su litera un tayo, matando al ésclavo que le precedía con una antorcha en la mano. Hizo además ejecutar otros trabajos bajo el nombre de otras personas, por ejemplo, con los de sus nietos, de su esposa y de su hermana; tales son el pórtico y la basílica de Cayo y Lucio, los pórticos de Livia y Octavio, y el téatro de Marcelo. Frecuentemente, también, exhortó a los principales ciudadanos a embellecer la ciudad cada cual según sus medios, o con monumentos nuevos, o reparando y adornando los antiguos, y este solo deseo hizo que se construyera considerable número. Por esta razón elevó Marcio Filipo el templo de Hércules a las Musas; L. Cornificio, el de Diana; Asinio Polión, el vestíbulo del de la Libertad; Munacio Planeo, el templo de Saturno; Cornelio Balbo, un teatro; Estatilio Tauro, un anfiteatro. y; en fin, M. Agripa, muchos edificios espléndidos.


XXX

Dividió a Roma en regiones y barrios, encargando la vigilancia de las primeras a ciertos magistrados anuales que la obtenían por suerte, y la de los barrios a inspectores elegidos entre la plebe que habitaba en ellos. Estableció rondas nocturnas para los incendios, y para prevenir las inundaciones del Tíber hizo limpiar y ensanchar su cauce, obstruído desde mucho tiempo por las ruinas y estrechado por la extensión de edificios. Con objeto de facilitar por todas partes el acceso a Roma, se encargó de reparar la vía Flaminia hasta Rimini, y quiso que, a imitación suya, todo ciudadano honrado con el triunfo, emplease en pavimentar un camino el dinero que le pertenecía por su parte de botín. Reconstruyó los templos que el tiempo o el incendio habían destruido, y los adornó, como a los otros, con riquísimos presentes, llevando en una sola vez al santuario de Júpiter Capitolino dieciséis mil libras de oro y piedras preciosas y perlas por cincuenta millones de sestercios.


XXXI

Cuando muerto Lépido, consiguió el pontificado máximo, que en vida de éste no quiso arrebatarle, hizo reunir y quemar más de dos mil volúmenes de predicciones griegas y latinas que circulaban y sólo tenían sospechosa autenticidad. únicamente conservó los libros sibilinos, y en éstos hizo un expurgo, encerrándolos en dos armarios dorados, bajo la estatua de Apolo Palatino. Restableció en el calendario el orden que César había establecido y en el que la negligencia de los pontífices había introducido de nuevo desorden y confusión. Aprovechó esta circunstancia para dar su nombre al mes llamado sextilis, con preferencia al de setiembre en que había nacido, porque en aquél obtuvo su primer consulado y consiguió sus principales victorias. Aumentó el número de sacerdotes, su dignidad y hasta sus privilegios, sobre todo los de las vestales. Habiendo muerto una de éstas, tratábase de reemplazarla, y como muchos ciudadanos solicitaban el favor de no someter sus hijas a los riesgos del sorteo, juró que si alguna hija suya hubiese llegado a la edad exigida la hubiese ofrecido espontáneamente. Restableció también muchas ceremonias antiguas caídas en desuso, como el augurio de Salud, la dignidad de flamen díal, las ceremonias de las lupercales, los juegos semlares y compitales. Prohibió que nadie corriese en las fiestas lupercales antes de la edad de la pubertad; prohibió también a los jóvenes de uno y otro sexo que asistiesen durante los juegos seculares a los espectáculos nocturnos si no les acompañaba algún pariente de más edad que ellos. Estableció dos juegos anuales en honor de los dioses compitales, a los que debían adornar con flores de primavera y verano. Honró casi tanto como a los dioses inmortales la memoria de los grandes hombres que habían hecho todopoderoso al pueblo romano, antes tan débil. Por esta razón hizo restaurar, dejándoles sus gloriosas inscripciones, los monumentos que aquéllos levantaron. Por orden suya se colocaron todas sus estatuas en traje triunfal bajo los dos pórticos de su Foro, y declaró en un edicto que quería que su ejemplo sirviese para que se le juzgase a él mismo mientras viviese y a todos los príncipes sucesores suyos. Hizo también trasladar la estatUa de Pompeyo de la curia donde mataron a César, bajo una arcada de mármol, enfrente del palacio contiguo, al teatro del mismo Pompeyo.


XXXII

Corrigió multitud de abusos detestables que comprometían el orden público, nacidos de las costumbres y licencias de las guerras civiles y que la paz no había podido desterrar. La mayor parte de los ladrones de caminos llevaban públicamente armas so pretexto de atender a su defensa, y los viajeros de condición libre o servil eran arrebatados en los caminos y encerrados sin distinción en los depósitos de los propietarioS de esclavos. También se habían formado, bajo el título de gremios nuevos, asociaciones de malhechores que cometían toda clase de crimenes. AugustO contuvo los ladrones estableciendo guardias en los puntos convenientes; visitó depósitos de esclavos y disolvió todos los gremios, exceptuando los antiguos y legales. Quemo los registros en que estaban inscriptos los antiguoS deudores del Tesoro para poner término a las acusaciones calumniosas que originaban. Adjudicó a los poseedores ciertos terrenos de la ciudad que el Estado reivindicaba con títulos dudosos. Sobreseyó los procesos de los acusados antiguos, cuyo castigo solamente servía para regocijar a sus enemigos, y sometió a las probabilidades de la misma pena que hubiese podido pronunciarse contra ellos, a todo aquel que quisiese perseguirles de nuevo. Por otra parte, para que ningún delito quedase impune y ningún juicio se arrastrase con languidez, transformó en hábiles para la justicia más de treinta días que estaban consagrados a los juegos honorarios. A las tres decurias de jueces añadió una cuarta, formada por persOnas de censo inferior al de los caballeros; llamósele la decuria de los ducenarios, y tuvo a su cargo el juicio dé los negocios de mediana importancia. Eligió jueces desde la edad de treinta años, es decir, cinco antes de lo que se había hecho hasta entonces; y como muchos ciudadanos rehusaban el honor de estas funciones, permitió, aunque a disgusto, que cada decuria disfrutase por turno de vacaciones anuales, y que, contrariamente al uso, intrrrumpieran los tribunales su labor durante los meses de noviembre y diciembte.


XXXIII

Asiduamente administró justicia por sí mismo, y algunas veces hasta de noche. Cuando estaba enfermo juzgaba en una litera colocada delante de su tribunal, o en su casa y en el lecho. No solamente aplicaba exquisito cuidado al juicio de las causas, sino que además desplegaba suma dulzura. Queriendo librar a un acusado convicto de parricidio del horror de ser cosido en un saco de cuero, suplicio que solamente se aplica a los que se reconocen culpables, propuso, según dicen, la cuestión en estos términos: ¿No es verdad que tú no has dado muerte a tu padre? En una acusación de falso testamento, en la que eran pasibles de la ley Cornelia todos los que lo habían firmado, distribuyó a los jueces, además de las dos tablillas ordinarias de condenación y absolución, otra en que se perdonaba a aquellos cuya firma se hubiese obtenido por error o fraude. Todos los años delegaba en el prefecto urbano de Roma las apelaciones interpuestas por los litigantes que residían en la ciudad, y las de los habitantes de las provincias, en un cónsul encargado especialmente de la ordenación de los asuntos.


XXXIV

Revisó todas las leyes y restableció absolutamente algunas, como la suntuaria y las que existían contra el adulterio, contra la inmoralidad, contra la intriga y contra el celibato. En cuanto a ésta, que hizo más severa aún que las otras, la violencia de las reclamaciones le impidió mantenerla, obligándolo a suprimir o dulcificar una parte de las penas, a conceder un plazo de tres años y hasta a aumentar las recompensas. Aunque reformada de esta manera la ley, los caballeros pidieron su abolición a gritos en pleno espectáculo, y Augusto, llamando a los hijos de Germánico, que acudieron, los unos a sus brazos y los otros a los de su padre, y mostrándolos al pueblo, los exhortó con la actitud y la mirada, a no temer imitar el ejemplo de aquel joven. Observando más adelante que se eludían las disposiciones de la ley, eligiendo prometidas que en mucho tiempo no podían casarse, y cambiando frecuentemente de esposas, restringió la duración de los esponsales y reglamentó los divorcios.


XXXV

El excesivo número de senadores había hecho de este cuerpo una extraña y confusa reunión, porque había más de mil, de los que algunos eran completamente indignos de este cargo, al que habían sido elevados después de la muerte de César, por favor o por dinero; a éstos les llamaba el pueblo senadores de ultratumba. Augusto, por medio de dos selecciones, devolvió al Senado sus proporciones y el primitivo esplendor. Dejó la primera a la discreción de los mismos senadores, de los que cada uno elegiría otro; la segunda la hizo él con Agripa. Cuando presidió este nuevo Senado, llevaba, según dicen, una coraza debajo de la toga, y una espada al cinto, y diez senadores robustos, amigos suyos, rodeaban su asiento. Refiere Cordo Cremucio que en esta época no admitía a su presencia a ningún senador, sino solo y después de ser registrado. Augusto decidió a algunos a dimitir, y dejó las insignias de su dignidad a los que tuvieron esta modestia, como también su puesto en la orquesta y en los festines públicos. En cuanto a los senadores nuevamente elegidos o mantenidos, mandó, para que sus deberes les pareciesen a la vez más sagrados y menos penosos, que cada uno, antes de sentarse, hiciese una libación de vino y de incienso a la divinidad del templo donde se hiciera la reunión; que el Senado no celebraría más que dos reuniones mensuales, en las calendas y en los idus; y que en los meses de setiembre y octubre ninguno estaría obligado a asistir a las sesiones, exceptuando los designados por la suerte para formar el número legal. Creó por sí mismo un consejo, que se renovaba semestralmente por sorteo, y con el cual deliberaba acerca de los negocios que debían presentarse al Senado en pleno. En los asuntos importantes no recogía los votos según el orden habitual, sino como le agradaba, de manera que cada senador tenía que estar dispuesto a emitir opinión, en vez de limitarse a seguir la de otro.


XXXVI

También fue autor de otras muchas innovaciones, como la de prohibir la publicación de las actas del Senado, y de enviar a provincias magistrados cuyas funciones apenas acababan de terminar. Quiso que se asignase a los procónsules indemnización fija para transporte y habitación, gastos que antes se adjudicaban en pública licitación. Retiró a los cuestores de la ciudad la custodia del Tesoro, y la confió a los pretores y a los ciudadanos que lo habían sido. Encargó a los decenviros la convocatoria del tribunal de centunviros, funciones encomendadas hasta entonces a los que habían sido honrados con la cuestura.


XXXVII

Para hacer participar al mayor número de ciudadanos de la administración de la República, creó nuevos oficios, como la intendencia de las obras públicas, de los caminos, de los acueductos, del lecho del Tíber, de la distribución de trigo al pueblo; creó una prefectura en Roma, un triunvirato para la elección de senadores y otro para revistar los caballeros cuando fuese necesario. Nombró censores, magistrados que desde mucho tiempo se había dejado de elegir, y aumentó el número de pretores. Pidió también que se le diesen, cuando fuese cónsul, dos colegas en vez de uno; pero no lo obtuvo, protestando todos que ya se disminuía demasiado su majestad compartiendo con otro esta magistratura en lugar de ejercerla solo.


XXXVIII

Recompensó generosamente el mérito militar; hizo conceder los honores del triunfo a más de treinta generales, y las insignias triunfales a mayor número aun. Para familiarizar a los hijos de los senadores más rápidamente con los negocios públicos, les permitió tomar la laticlavia al mismo tiempo que la toga viril, y asistir desde aquella época al Senado. Al entrar en la carrera militar, les nombraba tribunos de legión, y hasta comandantes de un ala de caballeria; y para que nadie fuese extraño a la vida de los campamentos, repartía consecuentemente entre dos senadores el mando de un ala de ejército. Hizo frecuentes revistas de caballeros, y restableció el uso, desde mucho tiempo abolido, de su solemne cabalgata. Mas prohibió que ningún acusador hiciese bajar a cualquiera de su caballo, como sucedía antiguamente, en medio de esta ceremonia. A los ancianos o mutilados permitió enviar su caballo en lugar suyo, y presentarse a contestar a pie si se les citaba; concedió, en fin, a los caballeros mayores de treinta y cinco años el favor de devolver el caballo si no querían conservarle.


XXXIX

Pidió al Senado diez colegas y asistido por ellos, hizo dar a todos los caballeros rigurosa cuenta de su conducta; y los que se encontraron en falta, fueron castigados con penas diferentes, y algunos con nota de infamia: varios de ellos escaparon con reprensión más o menos fuerte, consistiendo la más ligera en entregarles tablillas que debían leer en el acto y en voz baja: a algunos les castigó por haber prestado con crecida usura dinero que habían tomado para este objeto a bajo interés.


XL

Si para la elección de tribunos no se había presentado bastante número de senadores como candidatos, elegía entre los caballeros romanos, y éstos tenían derecho al expirar su cargo a permanecer en el orden que prefiriesen. Como la mayor parte de los caballeros, arruinados por las guerras civiles, no se atrevían en los juegos públicos a sentarse en los bancos reservados para ese orden, por temor de incurrir en las penas previstas por la ley de espectáculos, declaró que bastaba para librarse de éstas haber poseído personalmente el orden ecuestre, o tener parientes que lo poseyesen. Hizo el censo del pueblo por barrios, y para que las distribuciones de trigo no apartasen con mucha frecuencia a los plebeyos de sus ocupaciones, hizo entregar tres veces al año bonos por cuatro meses; pero viendo que se echaba de menos el antiguo uso de las distribuciones mensuales, lo restableció. Restableció también los antiguos reglamentos relativos a los comicios, e impuso múltiples penas a la coacción. El día de las elecciones hacía distribuir a las tribus Fabia y Escapcia, de las que era miembro, mil sestercios por cabeza, a fin de que no tuviesen nada que pedir a ningún candidato. Como creía que era muy importante conservar al pueblo romano puro de toda mezcla de sangre extraña o servil, no concedió el derecho de ciudadanía sino con extraordinaria reserva, y restringió el número de las manumisiones. A Tiberio, que pedía este derecho para un griego cliente suyo, escribió que no lo concedería si él mismo no venía a probar la justicia de su petición. Livia solicitaba lo mismo para un galo tributario y se lo negó, ofreciendo libertar a su protegido del tributo prefiriendo, decía, quitar algo al fisco, a prostituir la dignidad de ciudadano romano. No contento con haber levantado multitud de obstáculos entre la esclavitud y la simple libertad, de haber opuesto más aun a las manumisiones legítimas, cuyo número, condiciones y diferencia cuidó de arreglar, prohibió también que el esclavo que hubiese llevado cadenas o sufrido el tormento pudiera, de cualquier manera que fuese, obtener los derechos de ciudadano. Quiso también restablecer el antiguo traje propio de los romanos. Viendo un día en una asamblea del pueblo multitud de mantos obscuros, exclamó, indignado: Romanos, rerum dominos, gentemque togatam! (4), y encargó a los ediles que velasen para que nadie se presentase en adelante en el Foro ni en sus alrededores con manto y sin la toga romana.


XLI

En cuantas ocasiones se presentaron dió testimonio de su liberalidad a todos los órdenes. Trasladado a Roma por orden suya el Tesoro real de Alejandría, derramó tal abundancia de numerario, que en seguida bajó el interés del dinero y subió el precio de las tierras; y más adelante, cuando el Tesoro público aumentó con la confiscación de los bienes de los condenados, prestaba gratuitamente, y por tiempo determinado, a los que podían responder por doble cantidad. Elevó el censo exigido para los senadores de ochocientos mil sestercios a un millón doscientos mil, pero lo completó a aquellos que no lo tenían. Dió al pueblo frecuentes congiarios, pero sin que fuese siempre igual la cantidad: tan pronto eran cuatrocientos sestercios por persona, tan pronto trescientos, y algunas veces doscientos cincuenta. De estas liberalidades no excluía ni a los niños de corta edad, aunque se acostumbraba a no incluirles en ellas hasta la edad de once años. En épocas de escasez, viósele también distribuir raciones de trigo, frecuentemente a precio muy bajo y algunas veces gratuitamente, y duplicar al mismo tiempo la distribución de dinero.


XLII

Pero lo que demuestra que solamente buscaba por este medio el bienestar del pueblo y no su favor, es que, habiéndose alzado quejas un día acerca del alto precio del vino, reprimió los gritos y dijo con voz severa, que al establecer su yerno Agripa muchos acueductos, había atendido suficientemente a que nadie tuviese sed. Otro día, habiéndole recordado el pueblo la promesa que había hecho de un congiario, contestó que debían confiar en su palabra, pero habiendo reclamado en otra ocasión la multitud algo que él no había prometido, le censuró en un edicto su bajeza e impudencia, y declaró que no daría nada, aunque hubiese tenido antes intención de dar. No mostró menos firmeza en otras ocasiones; observando después del anuncio de un congiario que multitud de libertos se habían hecho inscribir en el número de los ciudadanos, se negó a admitirles en la distribución, que no se les había prometido; y dió a los demás menos de lo que había dicho, para que pudiese bastar la cantidad destinada a este uso. En cierta época le obligó la extraordinaria escasez a echar de Roma a todos los esclavos en venta, a todos los gladiadores, a todos los extranjeros, exceptuando los médicos y los profesores, y hasta una parte de los esclavos en servicio. Cuando al fin volvió la abundancia, concibió, según él mismo dice, el atrevido proyecto de abolir perpetuamente las distribuciones de trigo, porque la esperanza de recibirlo hacía descuidar el cultivo de las tierras. Sin embargo, renunció a él, persuadido de que no dejarían sus sucesores de restablecer este uso con miras ambiciosas; pero desde entonces moderó el exceso, aunque conciliando el interés del pueblo con el de los cultivadores y negociantes.


XLIII

Sobrepujó a todos los que le habían precedido en el número, variedad y esplendor de los espectáculos. Según su propio testimonio, dió cuatro veces juegos en su nombre, y veintitrés por magistrados ausentes o que no podían sufragar el gasto. No era cosa rara que diese espectáculos en diferentes barrios a la vez, en varios teatros, y que hiciese representar a actores de todos los países. Sus juegos se celebraron no solamente en el Foro y en el anfiteatro, sino que también en el circo y en los recintos de las elecciones. Algunas veces se limitaba a combates de fieras. También combatieron atletas en el campo dé Mane, que hacía rodear de gradas para este espectáculo; dió un combate naval cerca del Tiber, en un paraje excavado al efecto, y donde hoy se ven los bosques sagrados de los Césares. En esos días cuidaba de colocar guardias en la ciudad, que quedaba despoblada, exponiéndola la soledad a las tentativas de los bandidos. También hizo ver en el circo aurigas, corredores que no tenían que hacer más que rematar las piezas; y algunas veces para representar estos papeles elegía jóvenes de las principales familias. Pero gustaba sobre todo de ver celebrar los juegos troyanos por jóvenes de dos estados diferentes, creyendo que era bello y digno de los tiempos antiguos ayudarlos a demostrar desde muy temprano su esclarecida estirpe. Habiéndose herido al caer en una de esas luchas C. Nonio Asprenas, le regaló un collar de oro y le autorizó a él y sus descendientes a llevar el nombre de Torcuato (5). A consecuenciá de las amargas y envidiosas quejas que dió en el Senado el orador Asinio Polión, cuyo sobrino Esernino, se había roto una pierna, concluyó por suprimir estos juegos. Algunas veces también hacía salir caballeros romanos en los juegos eScénicos y en los combates de gladiadores, pero esto fue antes de la prohibición, que se impuso por un senadoconsulto. Desde aquel día, ya no hizo presentarse a nadie que tuviese distinguido nacimiento, exceptuando a un licio, y éste únicamente por exhibirlo, porque no llegaba a tener dos pies de estatura, no alcanzaba a pesar diecisiete libras y tenía una voz formidable. QUeriendo en un día de espectáculo mostrar al pueblo los rehenes de los partos, los primeros que habían enviado a Roma, les hizo atravesar la arena y los colocó debajo de él en el segundo banco. Aunque no fuese día de representación, si habían traído a Roma algo que no se hubiese visto aún y que fuese digno de verse, lo mostraba en seguida al pueblo en todos los puntos de la ciudad indistintamente: de esta manera enseñó un rinoceronte en el recinto de las elecciones, un tigre en el teatro y una serpiente de cincuenta codos en el comicio. Habiendo caído enfermo un día que se celebraban juegos votivos en el circo, siguió, acostado en su litera, los carros que conducían a los dioses. Otro día, durante los juegos que dió para la inauguración del teatro de Marcelo, habiéndose roto las junturas de su silla curol, cayó de espaldas: y durante una representación que daban sus nietos, no pudiendo por ningún medio contener ni calmar al pueblo, que temía se derrumbase el anfiteatro, dejó su puesto y marchó a sentarse en el que se creía amenazado.


XLIV

Inmensa confusión reinaba entre los espectadores, que se sentaban por todas partes indistintamente; Augusto corrigió este abuso; movido por la injuria que recibió en Puzol, en unos juegos muy concurridos, un senador, a quien nadie quiso dejar asiento encontrándose lleno el teatro. Mandóse, pues, por decreto del Senado, que siempre que se diesen espectáculos públicos, la primera fila de asientos quedase reservada para los senadores. Prohibió que, en Roma, los embajadores de naciones libres y aliadas se sentasen en la orquesta, porque descubrió que muchos de ellos eran libertos. Separó al pueblo de los soldados, y señaló asientos especiales para los plebeyos casados; a los que aún vestían la pretexta señaló ciertas gradas, en las que tenían a su lado sus maestros, y prohibió la entrada a los que iban vestidos con manto. En cuanto a las mujeres, que antes estaban confundidas con los hombres, quiso que tuviesen asientos separados, y que no asistiesen a los combates de gladiadores sino solas y en las gradas más altas. Señaló a las vestales sitio especial en el teatro, junto a la tribuna del pretor. En fin, prohibió a todas las mujeres los espectáculos de atletas; así, pues, durante los juegos que dió como pontífice máximo, habiéndole pedido el pueblo un pugilato, lo remitió a la mañana siguiente muy temprano, y declaró, en virtud de su autoridad que no quería que las mujeres fuesen al teatro antes de la hora quinta.


XLV

En cuanto a él, presenciaba los juegos del circo desde la casa de algún amigo o liberto súyo, y algunas veces desde un palco, semejante al de los dioses, en el que se sentaba con su esposa y sus hijos. No era cosa rara que se ausentara del espectáculo durante muchas horas y hasta días enteros; en estos casos pedía permiso, designando a algún magistrado para que presidiese en su lugar. Pero cuando asistía se mostraba muy atento, sobre todo para evitar los murmullos con que recordaba había reprochado frecuentemente el pueblo a César su padre porque se ocupaba durante el espectáculo en leer cartas o memoriales y en contestarlos; o bien porque en efecto le agradasen mucho estas representaciones, como más de una vez confesó francamente. También se le vió con frecuencia dar de su dinero coronas y recompensas cuantiosas hasta en juegos y fiestas no ofrecidos por él; y nunca asistió a las luchas griegas sin premiar a cada concurrente con un galardón proporcionado a su mérito. Experimentaba cierta pasión por los pugilatos, especialmente entre lacios, y entre estos últimos no gustaba de ver solamente a los atletas de profesión que se habían ejercitado en batirse con los griegos, sino a los que sin reglas y sin arte luchaban en los callejones. Todos aquellos, sin excepción, que dedicaban su actividad a los espectáculos públicos, le parecían dignos de su cuidado. Mantuvo los privilegios de los atletas y conclüyó por aumentarlos. Prohibió que se hiciese combatir a los gladiadores sin esperanZa de muerte. Limitó al recinto de los juegos y del teatro la autoridad coercitiva que una ley antigua daba a los magistrados sobre los cómicos, en todo tiempo y lugar, lo cual no le impidió sujetar a reglas muy severas las luchas de los atletas y los combates de los gladiadores. Reprimió la licencia de los histriones, hasta hacer azotar con varas en tres teatros y desterrar en seguida al actor Estefanión por haberse hecho servir por una mujer de condición libre, llevando los cabellos cortados como los muchachos; al pantomimo Hilas, por quejas del pretor, le mandó azotar en el vestíbulo de su palacio, donde todo el mundo pudo acudir a verlo; arrojó de Roma y de Italia al cómico Pylades, por haber señalado con el dedo y mostrado al público un espectador que le silbaba.


XLVI

Después de arreglarlo todo de este modo en Roma, pobló Italia con veintiocho colonias nueVas, y contribuyó de muchas maneras a su esplendor por medio de trabajos y rentas públicas, y en cierta manera la hizo igual a Roma en derechos y dignidad, porque imaginó para ella un género de sufragio que os decuriones de las colonias estaban encargados de recoger en cada una de ellas para la elección de los magistrados de la capital, y que remitían cerrados para los días de los comicios. Con objeto de alentar por todas partes a las gentes de mérito y a las familias numerosas de la clase popular, admitía en el orden de caballeros a aquellos cuya petición venía recomendada por su ciudad, y cuando revistaba las regiones de Italia, daba a aquellos plebeyos que habían tenido muchos hijos de uno y otro sexo, mil sestercios por cada uno.


XLVII

Encargóse personalmente de la administración de las provincias más importantes, que no era fácil ni seguro entregar a la autoridad de magistrados anuales, y dejó las otras a los procónsules elegidos por sorteo; pero algunas veces, sin embargo, hizo cambios y visitó con frecuencia la mayor parte de estas provincias, perteneciesen o no a su jurisdicción. Privó de su libertad a algunas ciudades aliadas, a las que la licencia llevaba a su ruina; alivió a las que se encontraban abrumadas; reedificó las destruídas por terremotos y concedió el derecho latino o el de ciudad a algunas otras por el mérito de sus servicios al pueblo romano. Creo que, exceptuando el Africa y la Cerdeña, no hubo parte del Imperio que no visitase, y se preparaba a pasar a estas provincias después de su victoria sobre Sexto Pompeyo en Sicilia; pero violentas y continuas tempestades se lo impidieron, no teniendo después ocasión ni motivo para ir a ellas.


XLVIII

En cuanto a los reinos que el derecho de conquista puso en su poder, los devolvió casi todos a los mismos a quienes se los había quitado, o se los regaló a extranjeros. Unió entre ellos, por lazos de sangre, a los reyes aliados de Roma, mostrándose ardiente negociador y protector asiduo de todas las uniones de familia o de amistad entre estos reyes, que consideraba y trataba como miembros y partes integrantes del Imperio, dando él mismo tutores a sus hijos menores o dementes. hasta la mayor edad o hasta su curación, y también hizo educar e instruir con sus propios hijos muchos de los de estos reyes.


XLIX

En cuanto al ejército, distribuyó por provincias las legiones romanas y las tropas auxiliares: estableció una flota en Misena y otra en Ravena para guardar los dos mares. Mantuvo en Roma cierto número de tropas escogidas para la seguridad de la ciudad y para la suya, porque había licenciado el cuerpo de los calagurritanos, de los que formó su guardia hasta su victoria sobre Antonio, y él de los germanos, que después le sirvió hasta la derrota de Varo. No consintió, sin embargo, que hubiese nunca en Roma más de tres cohortes, y éstas no acampaban, dejando las demás en cuarteles de invierno y de verano en las inmediaciones de las ciudades vecinas. Estableció una regla invariable para la paga y recompensas para los soldados, dondequiera que estuviesen, y determinó para cada grado el tiempo de servicio y los premios unidos a la licencia definitiva, por temor de que la necesidad los hiciese, después de prematuro retiro, instrumentos de sedición. Con objeto de proveer sin dificultad a los gastos continuos de este mantenimiento y de estas pensiones, fundó una caja militar con los productos de nuevos impuestos. Estableció también en todos los caminos militares, y a cortas distancias, jóvenes correos, y después carros, para que se le informase pronto de lo que aconteciese en provincias: el segundo procedimiento le pareció más práctico, porque haciendo el trayecto el mismo mensajero, podía ser interrogado en casó de necesidad.


L

El sello que ponía en las actas públicas, instrucciones y cartaS fue primeramente una esfinge, después la cabeza de Alejandro Magno, y últimamente su propio retrato, grabado por Dioscórides, sirviéndose de este sello sus sucesores. En sus cartas marcaba siempre la hora en que las escribía, fuese de día o de noche.


Notas

(1) Después que se alzó Roma bajo augustos augurios.

(2) Juego de palabras sobre el doble sentido de tollere, que significa exaltar y hacer desaparecer.

(3) Los psilos eran un pueblo del norte de África muy célebre en la antigüedad porque, según dicen, poseian el poder de encantar a las serpientes y curar sus mordeduras.

(4) ¡Romanos, amos del universo, pueblo vestido de toga! (Virgilio, Enéida, I, 282).

(5) De torques, collar.

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