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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO CUARTO
CAPÍTULO PRIMERO
DETENCIÓN Y FUGA
QUINTA PARTE


En Heildelberg encontré a Mijail Gotz, el cual seguia enfermo. Su rostro había enflaquecido y palidecido todavía más, pero los ojos brillaban con el fuego de siempre. Le presenté a Duliatitski; a Zilberherg le conocia desde hacía tiempo.

Cuando llegué, Gotz acababa de recibir noticia del atentado contra Stolypin. La explosión de la isla de Artekarski suscitaba diversas opiniones. Me enteré más tarde de que el Comité Central había lanzado con este motivo una proclama, en la cual declaraba terminantemente que no tenía nada que ver con el terror de los maximalistas. Este documento, que juzgué inoportuno, fue escrito por Azev.

Gotz hablaba con pesar de los maximalistas. Decía que el atentado había sido organizado sin ninguna preparación; en la casa de campo Se celebraban reuniones del Consejo de ministros, y puesto que se había decidido saltar la casa, naturalmente, se habría podido elegir para ello el día y la hora de una de dichas reuniones. Decía asimismo que la muerte de muchas personas que no tenían nada que ver con el Gobierno habría de producir una mala impresión a la opinión pública. Pero se abstenía de condenar a los maximalistas. La explosión en la isla Aptekarski había sido la única respuesta del terror a la disolución de la Duma de Estado.

Dicho atentado despertó también muchos dudas en mí. La debilidad de la Organización de Combate me parecía evidente; ignoraba únicamente cuál de las dos causas le habían impedido realizar un acto terrorista importante: la disolución de dicha organización en mayo, o la rutina de la observación en las calles. Se me antojaba posible que los maximalistas hubieran conseguido solucionar el problema que nosotros habíamos sido incapaces de resolver: crear una organización ágil, apta para los ataques armados abiertos. Pero el aspecto moral de la cuestión (la muerte de personas inocentes) me inmutaba no menos que a Gotz.

Relaté a éste las circunstancias de mi detención; le dije asimismo que la resolución del Consejo del partido relativa a la cesación del terror la conocí únicamente cuando estaba ya en la cárcel. Gotz dijo:

- Esto es vergonzoso. Tenía que advertírsele antes. Usted se fue a Sebastopol sin tener derecho a ello.

- Aun en el caso -le dije- de que hubiera conocido la resolución del Consejo, seguramente me hubiera ido a Sebastopol.

Gotz reflexionó un instante.

- El problema del terror no se limita únicamente a las cuestiones relativas a la jurisprudencia del partido. A mi juicio, es mucho más profundo. ¿Acaso no ve usted que la Organización de Combate está atacada de paralisis?

Le contesté que hacía tiempo que me daba cuenta de ello; que los fracasos de la primavera me habían persuadido de lo mismo; que, a mi entender, había que modificar radicalmente el método mismo de la lucha terrorista, y que dicha modificación debía consistir en la aplicación de los inventos científicos al terror, inventos que yo desconocía.

Gotz me escuchó atentamente.

- Tiene usted razón -me dijo, finalmente-; creo también que hay que modificar el método. Pero, ¿cómo? Yo tampoco lo sé. Acaso no haya otro remedio que interrumpir temporalmente el terror ...

Para mí, la opinión oe Gotz era de más valor que la de cualquier otro miembro del partido. A mis ojos, Mijail Gotz era el más grande revolucionario de nuestra generación. Unicamente la enfermedad le impidió colocarse prácticamente al frente del terror en el partido.

Quería quedarme en Beidelberg, cerca de Gotz; pero éste exigió con insistencia que me marchara a Francia, pues temía que en Alemania fuera detenido y entregado al Gobierno ruso. Me despedí de él. Era la última vez que le veía. El 8 de septiembre del mismo año expiró en Berlín, después de un operación. Su muerte fue un pérdida irreparable para el partido; la falta de Gotz repercutió más de una vez en su destino y en el del terror.

Zilberberg se fue a Finlandia. Suliatitski y yo nos instalamos en París, en espera de que aquél nos mandara un pasaporte. No tuvimos que esperar mucho; pero durante estas dos o tres semanas tuve ocasión de conocer muy de cerca a Suliatitski.

El sueño de éste, como lo fue en otro tiempo el de Kaliáev, era matar al zar. Para ello proponía un plan que, aunque largo, era, a su juicio, seguro. Decía que era necesario que uno de los revolucionarios ingresara en una de las Escuelas Militares de Petersburgo. Anualmente, el zar realiza personalmente el ascenso de los cadetes a oficiales. Cualquiera de los cadetes puede matarle durante la ceremonia mencionada. Suliatitski proponía precisamente que se le encargara a él el cumplimiento de esa misión. Más tarde puse al corriente de este plan a Azev y éste lo aprobó; pero, por motivos desconocidos, no se realizó nunca ninguna tentativa para llevarlo a la práctica. Yo creo que acaso Suliatitski tuviera razón; más tarde el partido perdió no menos tiempo y muchas más fuerzas en el regicidio, pero sin resultado.

En Suliatitski se combinaban armónicamente dos rasgos fundamentales en la psicología de todo terrorista. Vivían en él, en un grado idéntico, dos anhelos: triunfar y morir en aras de la revolución. No se imaginaba su participación en el terror de otro modo que con la muerte como fin, es más, la deseaba, pues veía en ella hasta cierto punto la expiación por el asesinato, el cual, aunque inevitable, al fin y al cabo constituía un pecado. Pero deseaba no menos ardientemente la victoria, deseaba morir llevando a cabo un acto terrorista difícil por su ejecución e importante por los resultados. En este sentido tenía mucho de común con Zilberberg.

En París me persuadí de que la Organización de Combate había adquirido en su persona un miembro excepcional por sus cualidades.

En la primera mitad de septiembre nos fuimos juntos, por Copenhague, a Helsingfors, donde nOs esperaba Zilberberg.
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