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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO CUARTO
CAPÍTULO PRIMERO
DETENCIÓN Y FUGA
CUARTA PARTE


Aquel mismo día, al atardecer, vestidos como obreros, salimos del domicilio de Bósenko. Eramos cinco: Zilberberg, Suliatitski, Bósenko, yo y nuestro guía, el estudiante del Instituto de Ingenieros civiles Yósiv Sepi. Este debía indicarnos el camino que a través de montañas y estepas conducía a la alquería del colonista alemán Karl Ivánovich Stalberg, donde se nos había preparado refugio de antemano.

El camino a seguir era largo. pues teníamos que ir por caminos extraviados. Bósenko, Zilberberg y Sepi no parecjan cansados; pero a Suliatitski y a mí, después de la noche pasada sin dormir, nos era difícil recorrer cuarenta verstas. Sepi nos daba prisa, pues quería que llegáramos a la alquería antes de la noche. Todos estábamos armados, pero afortunadamente no encontramos policía por el camino.

La alquería de Stalberg estaba situada en un valle estrecho, cerrado por colinas. En una de dichas colinas establecimos un punto de ohservación permanente. El hijo mayor del propietario, un muchacho de catorce años, ejercía las funciones de centinela y se pasaba días enteros en su puesto. Por la noche establecimos también relevos, y habitualmente Zilberberg y Stalberg velaban. Como medida de prudencia no dormíamos en la casa, sino en la montaña, al raso. Por la noche, Zilberberg escogía un sitio tranquilo, colocaba unas almohadas, una manta enorme para todos y nos dormíamos rodeados de armas esparcidas por la hierba y con un centinela en la colina. Aun en el caso de que un batallón de soldados cercara la alquería, hubiéramos tenido tiempo para escapar y ocultarnos en las lejanas cuevas de la montaña.

Los diez días que pasamos allí han quedado en mi memoria como uno de los mejores recuerdos de mi vida. Stalberg tenía una familia numerosa; nos hicimos muy pronto amigos de sus pequeños. Estos comprendían de lo que se trataba y todos se esforzaban en sernos útiles en lo que podían. A menudo ayudaban a su hermano mayor a vigilar el camino de Sebastopol. Gracias a su vigilancia nos sentiamos seguros.

El dueño de la alquería, Karl Ivánovich Stalberg, era un hombre de cuarenta años cumplidos, con un rostro bruñido por el sol y manos callosas de campesino; a menudo permanecíamos sentados con él durante largo rato en la colina, desde la cual se abría ante nosotros el anfiteatro de montañas. En dichas conversaciones me contó su vida, y me dijo por qué se había hecho revolucionario a los cuarenta años. Era una vida llena de trabajo, de privaciones y de amarguras. Su mujer y su cuñada compartían con él las graves preocupaciones de su pequeña hacienda. En cierta ocasión me dijo:

- ¿Sabe usted que he decidido consagrarme enteramente a la revolución?

- Esto es, ¿abandonar la alquería?

- Sí, abandonarla y pasar a la situación ilegal.

- ¿Y los hijos?

- Ya se las arreglarán para vivir sin mí.

Intenté convencerle de que su resolución no era acertada, de que sin una necesidad extrema no había por qué pasar a la situación ilegal, de que podía ser útil aun en la alquería, dando refugio y preparando bombas, ocultando armas; en una palabra, haciendo todo lo que había hecho ya. muchas veces. Pero Stalberg no se mostró de acuerdo conmigo.

- Usted se marcha al extranjero -me dijo-; y lléveme con usted. Quiero conocer a Breschkóvskaya y a Gotz y después me iré al Volga a actuar entre los campesinos.

Stalberg me había prestado un gran servicio al ocultarme en su casa, corriendo un riesgo. No me consideraba con derecho a negarme a su demanda, y le prometí que se marcharía al extranjero.

Zilberberg salía a menudo a pie de la alquería para irse a Sebastopol. Había llegado hasta nosotros el rumor de que la policía hacía constantes pesquisas en la ciudad y en las afueras, en los puertos y en las estaciones. Era excesivo el número de soldados, gendarmes y polizontes que me conocían personalmente. Por esto decidimos no salir en ferrocarril, sino irnos a Rumania por mar. Zilberberg tenía con este motivo, que hacer muchas gestiones. Para atravesar el mar Negro contaba servirse de un contrabandista conocido suyo. Dicho contrabandista no se atrevía a llevarnos a Constanze en su barca de vela, y por eso nos propuso esperar a que llegara de Turquía un barco de dos palos de unos compañeros suyos turcos. Pero pasaba el tiempo, el barco no llegaba, el contrabandista aseguraba que se lo impedían los vientos contrarios y nosotros seguíamos escondidos en las montañas.

Zilberberg se enojaba. Consideraba que tenía que responder de mi seguridad y de la de Suliatitski, y temía por nosotros. Yo me esforzaba en distraer su atención de los preparativos del viaje.

Le interrogaba a propósito de la primera Duma, del partido, de la Organización de Combate y de la cesación del terror. Saliéndose de su calma habitual, se indignaba:

- Hoy interrumpen el terror; mañana lo reanudan. ¡Toma! Ahora ha sido disuelta la Duma, lo cual se podía prever, y ya verás cómo reanudan el terror. ¿Acaso la Organización puede actuar en semejantes condiciones?

Yo no podía objetarle nada.

Cuando Zilberberg se marchaba a la ciudad y Stalberg trabajaba, yo me quedaba solo con Suliatitski.

Este joven, que me había salvado de la muerte, atraía cada vez más mi atención. En cada una de sus palabras traslucía una confianza tranquila en sus fuerzas, y no tomaba nunca una resoluciÓn sino después de larga y madura reflexión. Había visto ya su valor y su decisión. Ahora me persuadia del carácter serío y reflexivo de sus convicciones. Era, ante todo, un terrorista y, como Kaliáev, veía en el terror la forma suprema de lucha revolucionaria y el cumplimiento máximo del deber revolucionario. Tres días después de mi evasión se me dirigió con las siguientes palabras:

- ¿Sabe usted que yo ignoraba que Nikolai Ivanóvich y usted fuesen miembros de la Organización de Combate?

- ¿Y ahora lo sabe?

- Sí, y estoy muy contento de ello ... Quería decirle a usted que quiero actuar en el terror.

Procuré disuadirl€ de esta idea. Me parecía, a pesar de sus pocos años, que era un magnifico tipo de terrorista, pero acaso por primera vez. no hallaba en mí fuerzas suficientes para acceder. Sabía que esto significaba para él la muerte próxima.

Suliatitski me escuchó sonriente, y después me dijo:

- Estoy decidido: sea como fuera, actuaré en el terror.

Yo tuve que callar.

Zilberberg decidió no esperar más el barco de Turquía. El 25 de julio volvió de Sebastopol con la noticia de que aquella noche nos esperaría en el mar, en la desembocadura del río Cacha, un bote de un palo con bandera oficial. Dicho bote lo había tomado de la estación biológica de Sebastopol, con el fin de pasearse, el teniente de la escuadra retirado, que en aquel entonces no formaba aún parte de ninguna organización revolucionaria, Boris Nikolaíevich Nikítenko. El 25, al atadecer, salimos los cinco de la alquería, y al amanecer, bajo una lluvia torrencial, nos hallábamos en la desembocadura del Kacha. En el mar, en el horizonte, brillaban las luces de la escuadra, que había llegado aquella noche para los ejercicios de tiro. A la izquierda de las luces, a 30 o 46 sagens de la costa, se divisaba bajo la lluvia la mancha gris, apenas perceptible, de una vela. No se veía ninguna patrulla del servicio de la frontera. Del mar soplaba una brisa fresca.

Zilberberg no sabía nada. Desde el bote fue lanzado al agua un salvavidas y con ayuda de él avanzó. Yo nadé agarrado a una cuerda, la cual se iba a fondo bajo mi peso, y las olas pasaban por encima de mi cabeza. Cuando me cogí al bote, sentí que se me acababan las fuerzas; unos brazos me subieron a bordo. El bote era pequeño, pero fuerte y consistente. La tripulación estaba compuesta de B. Nikítenko y de dos marinos: Bósenko y el estudiante del Instituto Tecnológico de Petersburgo Mijail Mijailovich Schischmariev. Los pasajeros eran: Suliatitski, Zilberberg, Stalberg y yo.

A las cinco de la madrugada del 26 de julio levantamos el áncora y nos hicimos a la mar. Pasamos casi por delante del acorazado de la escuadra que se hallaba en el extremo, y vimos cómo el oficial de guardia nos miraba con los anteojos. A medio día se divisaba Yaila, y por la tarde observamos una humareda lejana por la parte de Sebastopol. Sirviéndonos de los anteojos reconocimos a un lanzaminas que, al parecer, avanzaba directamente hacia nosotros. Lo seguimos durante largo rato, hasta que, al fin, volvió el timón y se fue alejando de nosotros. Nikitenko puso proa hacia Constanza.

Nikítenko era un hombre tan alto como Suliatitski; tenía un rostro franco y abierto y unos ojos pardos llenos de valor. Había pedido el retiro después del fusilamiento del teniente Schmidt. El primer acto revolucionario de importancia que realizaba era su participación en mi evasión. Por algunas de sus palabras comprendí que, lo mismo que Suliatitski, se preparaba para entrar en el terror.

Seguíamos avanzando, y el viento iba tomando a veces las proporcionues de un verdadero temporal. Los cuatro pasajeros, naturalmente, no podíamos ser de ninguna utilidad, y todo el trabajo recaía sobre la tripulación. Pero Nikítin conocía muy bien lo que tenía entre manos, y sin poderse sostener en pie, a causa del cansancio, conducía tranquilamente y con precisión el bote hacia Constanza. En la noche del 27 el viento adquirió una fuerza inaudita. Parecía que el bote no resistiría y sería cubierto por las olas. Nikítenko declaró que no podía sostener más el curso hacia Constanza, y propuso seguir €l viento en dirección a Sulim, pequeño puerto de la orilla rumana, en la desembocadura misma del Dunai. Sabíamos que en dicho punto podiamos tropezar con dificultades, que de Constanza, donde hay vía férrea para Bucarest, nos era más fácil mnrchar sin llamar la atención, que no desde Sulim, donde el barco, que va por el Dunai, no salía todos los días. Pedimos, pues, a Nikítenko que, a pesar de todo, tomara la dirección de Constanza, pero se negó a ello por no poder responder de nuestra seguridad. Nos dirigimos hacia Sulim. El 28 por la noche vimos finalmente el faro de dicho puerto, y con todas precauciones entramos en el mismo. Compareció un funcionario rumano, tomó nota del nombre del bote (Alexandr 0valevski) y nos permitió desembarcar con el fin de tomar agua y 'provisiones. Los pasajeros salimos del bote con la esperanza de marcharnos por la mañana a Galatz. Al amanecer, Nikítenko y la tripulación se hicieron nuevamente a la mar, con el fin de regresar a Sebastopol.

Resultó, sin embargo, que el barco para Galatz salía al día siguiente. No hubo más remedio que quedarse en Sulim. Por la mañana vino el comisario de policía y nos pidió los pasaportes. Sólo yo tenia pasaporte para el extranJero; los demás compañeros tenían pasaportes falsos, válidos únicamente para Rusia. Después de recogernos los documentos, el comísario declaró que no podía dejarnos entrar en Rumania, pues en los pasaportes no constaba el visado rumano. Se extrañó asimismo de que no solicitáramos la defensa del cónsul ruso. Temíamos por la suerte de la tripulación y de Nikítenko. El cónsul, comprendiendo que éramos unos emigrantes, podía telegrafiar a Sebastopol, y entonces los compañeros serían inmediatamente detenidos. Por esto decidimos presentarnos al cónsul y le dijimos que habiamos salido en paseo marítimo de Sabastopol a Feooosia; que el temporal nos había llevado a las costas de Rumania; que no queríamos volver atrás por mar, y que no pedíamos otra cosa sino que se nos autorizara a volver a Rusia a través de Galat y Yassy. Después de esta conversación se me devolvió el pasaporte, y bajo la vigilancia de los agentes rumanos, me marché a Bucarest, a fin de ver a Z. K. Arbore-Ralli, el cual debía gestionar la salida de los compañeros que se habían quedado en Sulim.

Arbore-Ralli se interesó vivamente por nosotros. Profesor de ruso cerca del príncipe heredero, tenía una gran influencia en Bucarest. Arbore telegrafió inmediatamente a Sulim pidiendo que se pusiera en libertad a sus sobrinos detenidos. En caso contrario, amenazaba con dirigirse al rey. Como respuesta, Zilberberg, Suliatitski y Stalberg llegaron a Bucarest bajo la vigilancia de la policía. Nos reunimos los cuatro en casa de Ralli.

Por primera vez nos hallábamos fuera de todo peligro.

El viejo Ralli, su mujer, su hijo y sus hijas nos acogieron, no sólo como a compañeros, sino como a amigos, casi como parientes. El reconocimiento hacia esa familia ha quedado grabado para siempre en mi memoria.

Quedaba una pequeña dificultad. No teniamos pasaportes y había que presentarlos en la frontera hungara. La hija mayor de Ralli, Catalina, nos presentó al socialista rumano compañero Konstanttinesku, el cual nos ayudó a entrar legalmente en Hungría. El gendarme húngaro que había sido sobornado, hizo como si no nos viera. En Hungría nos despedim0s de Stalberg, el cual se fue a Ginebra. Nosotros tres queríamos ir a Heidelherg con el fin de vernos con Gotz.

Yo tenía miedo de que mi evasión repercutiera en la suerte de Dvoínikov y Nazarov. Por esto desde Basilea escribí la siguiente carta al general Niéplúiev:

A su excelencia el general Niéplúiev.

Muy señor mío:

Como usted sabe, el 14 de mayo fuí detenido en Sebastópol bajo la sospecha ne haber atentado contra la vida de usted, y hasta el 15 de julio estuve preso junto con Dvofnikov, Nazárov y Makárov en el Cuerpo de gUardia de la fortaleza, de donde me fugué en la noche del 16 de julio, por resolución de la Organización de Combate del partido de los socialistas revolucionarios, y con la cooperación del soldado voluntario del 51 regimiento de Lituania V. M. Suliatitski.

Ahora, que me hallo fuera de la acción de las leyes rusas, considero mi deber confirmarle lo declarado por mí durante mi reclusión. A saber, que tengo el honor de pertenecer al partido de los socialistas revolucionarios, y aunque comparto completamente su programa, no tengo nada que ver con el atentado contra la vida de usted; ignoraba completamente los preparativos del mismo, y por esto no puedo tomar sobre mí ninguna responsabilidad moral por la muerte de gente inocente y por la incorporación a la actuación terrorista del menor de edad Makárov.

Del mismo modo no tienen absolutamente nada que ver con el atentado V. Dvoínikov y F. A. Nazárov.

Esta comunicación la mando al mismo tiempo al general M. Kordinalovsld y copia de la misma a mis ex defensores los abogados Jánov y Maliantovich.

Con todo el respeto,

Boris Sávinkov.
Basilea, 6 (19) de agosto de 1906.

A principios de octubre fueron juzgados en Sebastopol Dvoínikov, Nazárov Makárov y Kaláschnigov, trasladado, después de mi evasión, de Petersburgo a Sebastopol.

Dvoínikov, Kaláschnikov y Nazárov fueron absueltos, por la que se referia a la acusación del atentado contra la vida del general Nieplúiev, pero reconocidos culpables por su afiliación a una sociedad secreta que tenía materias explosivas a su disposición.

Los tres fueron privados de todos sus derechos civiles; Kaláschnikov, condenado a siete años, y Dvolnikov y Nazárov a cuatro años de trabajos forzados. Makárov, como menor de edad, fue condenado a doce años de prisión, y encerrado en la cárcel civil de Sebastopol, de donde se fugó el 15 de junio de 1907. Fue ahorcado en septiembre del mismo año por haber matado al jefe de la cárcel de Petersburgo, Ivanov.
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