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Memorias de un socialista revolucionario ruso

Boris Savinkov

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO SEGUNDO
LA ORGANIZACIÓN DE COMBATE
SEXTA PARTE


A principios de agosto, Azev regresó a Nijni. Sus primeras palabras fueron:

- Nos están siguiendo.

Me dijo que había observado que se le seguía. Yo no me había dado cueuta de que me siguiera nadie, y por esto en un principio no le di crédito.

Entonces me explicó que no sólo venía otservando que le vigilaban, sino que dos veces gente desconocida le había advertido: la primera vez en Moscú, después de su entrevista con Yakímova en el café de Filippov, un desconocido le llamó la atención en lu calle sobre unos policías que le seguían, y la segunda vez en el tren, un conductor se los indicó directamente en el coche. Azev insistió de una manera decidida en que nos marcháramos todos inmediatamente de Nijui, pero yo protesté: me sabía mal liquidar el asunto del barón de Unterberger.

Dos días después, Azev y Zileberg observaron en la calle que un policía les seguía y yo, al volver a mi cuarto, me fijé en un cambio apenas perceptible en la actitud de la sirvienta. Pero así y todo, me sentía inclinado a pensar que exagerábamos el peligro, y que en el fondo nadie nos vigilaba. Pregunté a Zilberberg:

- ¿Está usted seguro de que le seguían?

- No estoy seguro de ello --me contestó-, pero tengo la. sensación desagradable de que hay alguien que no nos quita los ojos de encima.

Aquel mismo día, por la noche, cuando Azev y yo nos hallábamos en un restaurante de la feria, me pareció ver entrar en la sala a Statkovski, funcionario de la policía de Petersburgo. A Statkovski no le había visto desde mis años estudiantiles y, naturalmente, podía equivocarme; pero el parecido era tan grande, que llamé sobre ello la atención de Azev.

La prudencia exigía que se tomaran medidas inmediatas y decididas. De continuar el asunto de Nijni, podíamos rodear de un cerco policiaco a toda la organización, lo cual conduciría inevitablemente a su destrucción definitiva. Se nos planteaba, pues, no ya la tarea anterior, en el atentado contra Trepov, sino la conservación de la organización, empresa. menos honrosa, pero no menos difícil.

El primero que se marchó de Nijni fue Zilberberg, el cual consiguió escapar felizmente, y al llegar a Petersburgo, después de comprar un caballo y un fiacre, se hizo cochero. Azev desapareció. Yakimova, que era estrechamente vigilada desde Minsk, fue detenida en Vladimir. Bn los días de libertad fue juzgada por su fuga de Siberia, y por sentencIa del tribunal fue enviada nuevamente al sitio de su deportación primitiva.

Conmigo sucedió lo siguiente:

Azev me señaló una entrevista en Petersburgo para después de tres semanas. Durante ese tiempo debíamos dedicarnos a borrar nuestras huellas.

Recurrí a una estratagema: me fui de Nijni en un tren que llegaba a Moscú media hora antes de la salida de la estación de Briansk del expreso de Kiev. En Moscú apenas tenia tiempo para ir de una estación a otra. Los policías no podían saber previamente dónde iría yo al llegar a Moscú; por esto en la estación de Nijni mandé en voz alta al mozo que me tomara un coche para la de Brest y no para la de Kiev. Cuando habíamos recorrido media versta pregunté al cochero:

- ¿Dónde vas?

- A la estación de Brest, como me ha mandado.

- No es a la estación de Brest donde tengo que ir, sino a la de Briansk; ¡anda, vivo, a la estación de Briansk!

El cochero dió media vuelta. Detrás de nosotros no había nadie, y me marché a Kiev con la seguridad de que mi salida no había sido observada por nadie. En Kiev cambié de traje y decidí pasar unos días en casa de mi compañero de Universidad Danilov, empleado en la estación de Imerink, entre Kiev y Odesa. Tomé billete para esta última ciudad; pero en Jmerik, cuando sonó la tercera campanada, salté al andén.

Por desgracia, Danilov y toda su familia se habían ido a Kiev. En la casa no estaba más que la sirvienta. Le dije que era primo de Danilov, y me quedé solo en la casa desierta. Así viví en Jmerink cinco días, hasta que llegaron los dueños. Absolutamente convencido de que estaba completamente libre de vigilancia, decidí marcharme a Petersburgo. Faltaban siete días para el plazo convenido con Azev. Como medida de precaución, me fuí antes a la hacienda del compañero Ghedda, agrónomo en el distrito de Klin, que me había sido recomendado por Azev. Al día siguiente de mi llegada, la dueña de la casa entró en mi cuarto y me dijo intranquila:

- Le siguen a usted los pasos.

- No puede ser.

- Acaba de venir el jardinero y me ha dicho que llegaron dos polizontes de la estación y han preguntado por usted.

En aquel momento vino el mismo Ghedda y me contó que uno de los empleados ferroviarios le acababa de comunicar que en Klin y en la estación próxima los polizontes esperaban a alguien. Por lo visto, no había conseguido evitar la vigilancia. Era, por tanto, evidente que no podía continuar en la hacienda.

Aquella misma noche Ghedda enganchó el caballo y me condujo no a la estación, sino a un pequeño apeadero. Cuando subí al tren, en éste no había ni un alma. Me marché a Moscú con el propósito de tomar allí el expreso para Petersburgo. Entre la llegada de mi tren y la salida del petersburgués me quedaban quince minutos. Era preciso apearse, y en la misma estación, incluso en el mismo andén, meterme al tren sin que nadie Se diera cuenta de ello. Así lo hice.

Llegué a Petersburgo por la mañana. Ignoraba si alguien me seguía o si conseguía burlar la vigilancia. Hasta el atardecer no me di cuenta de que nadie me siguiera. Cerca de las siete, al salir del parque zoológico, observé que un coche iba tras de mí sin que el cochero me hubiera propuesto tomarlo. Me dirigí a la calle Zverinskaya; el cochero hizo lo mismo; doblé el callejón Mitinski, y el coche lo dobló también inmediatamente. Así me fue siguiendo durante cerca de una hora. En la calle Tserkovnaya volví sobre mis pasos y me encaminé directamente hacia el cochero. Este hizo dar media vuelta al caballo y me dijo sonriendo:

- Tenga usted cuidado, señor.

Comprendí que iba a ser detenido.

Salí a la Gran Avenida por el arroyo de Petersburgo, y el cochero, adelantándoseme, se encaminó hacia la calle Vedenskaya. Tomé un coche y ordené al cochero que fuera a la Gran Avenida de la Isla de Vasiliev. Me acordé de que en el centro de la misma había un bulevar y decidí aprovecharme del mismo para desaparecer. En el puente de Tuchkov percibí un trote acelerado tras de mí. Me volví. El coche nos había alcanzado. En la Gran Avenida salté del coche en marcha, y atravesando corriendo el bulevar, desaparecí en el callejón de Dnieper. Calculé que como el cochero no podía atravesar el bulevar con el caballo, le dejaría atrás forzosamente. De este modo gané algunos minutos. El cochero, en efecto, tuvo que dar la vuelta. Seguí corriendo el callejón de Dnieper, y después de doblar el callejón de la Academia, me arrimé a la pared de una casa y esperé. Pasó media hora. A mi alrededor no había ni un alma; me convencí de que había logrado escapar. Como no llevaba ninguna maleta, no era conveniente que me fuera a un hotel. Recordé que en la Gran Avenida de la barriada de Petersburgo vivía un compañero mío de Instituto, el abogado A. T. Zemel. Llamé a su puerta. Le conté que me seguían hacía ya dos semanas y le pregunté si podía darme asilo aquella noche. Zemel accedió a ello sin vacilar.

El día siguiente, por la mañana, vino a casa de Zemel el ingeniero P. M. Makarov, buen amigo mío, que más de una vez había prestado servicios a la Organización de Combate, y dirigiéndose a Zemel dijo:

- ¿Por qué tiene usted la casa cercada por la. policía?

En efecto, era así. Era evidente que se me había seguido y que resultaba difícil escapar. Empezamos a examinar con Zemel la manera de ponerme a salvo. Durante la conversación mi amigo se puso el sombrero y salió a la calle para hacer unas compras. Makarof había salido hacía rato. Yo me quedé solo. Pasó una hora, pasaron dos, pasaron tres. Oscureció. Zemel no regresaba. No comprendía las causas de su ausencia. Conociéndole, no podía suponer que me hubiera dejado en una situación tan difícil; pero tampoco era admisible la hipótesis de su detención, ya que no había motivos para ello. Zemel podía ser detenido sólo en el caso de que me descubrieran en su domicilio; pero la policía no había venido a efectuar ningún registro, y yo, aunque rodeado por todas partes, estaba todavía en libertad.

A las ocho, cansado de esperar a Zemel, decidí salir a la calle. Me puse su sobretodo y pasé por delante de los porteros, que no hicieron el menor caso de mí. Llovía torrencialmente. No se veía ningún policía. Tomé un coche y me fui a la estación de Finlandia.

Como se aclaró más tarde, Zemel había sido detenido en la calle y conducido por la policía, la cual hasta la noche lo tomó por mí. Unicamente a hora avanzada se dió cuenta de su error. Entonces se practicó un registro, sin resultado, en su domicilio.

Me fuí a la casa de campo que A. G. Uzpenski tenía en Finlandia. Estaba indeciso sobre lo que debía hacer. No tenía noticias de Azev. Me inclinaba a pasar algunos días en Finlandia, por prudencia, y después empezar a hacer pesquisas para encontrar a Azev. Pero al día siguiente llegó a la casa de campo el miembro del Comité de Petersburgo V. Gheinze, el cual me dijo que Azev se había marchado al extranjero, y además me contó ló siguiente.

Una mujer desconocida se había presentado con una carta anónima al miembro del Comité de Petersburgo Rostosvki. En dicha carta se decía que el ingeniero Azev y el ex deportado T. (Tatarov) eran agentes secretos del departamento de policía. Después se enumeraban las noticias que dichos agentes habían comunicado a la policía.

En aquel momento la carta mencionada no me produjo ninguna impresión: sin hablar ya de Azev, no podía sospechar que Tatarov fuera un confidente. Pero no comprendía el origen de dicha carta, ni el fin que se proponía, y por esto decidí marcharme al extranjero para aconsejarme con Gotz y Azev. Lo único que estaba bien claro era que la carta en todo caso demostraba que la policía estaba informada, siendo imposible por este motivo reanudar inmediatamente nuestro trabajo.

Todos los miembros de la Organización de Combate, excepto Dora Briliant, que vino más tarde a Ginebra, se quedaron en Rusia. Para atravesar la frontera me dirigi en Helsingfors a la dirección que me había dado Gheinze de Ewa Prokope, miembro del partido finlandés de la resistencia activa.

En Helsingfors encontré a Gapón, Que vivía en Skntuden en casa del estudiante Valter Stenberk. Cuando llegué a su domicilio, por la noche, estaba ya en la cama. Ejercía la vigilancia de la casa un grupo armado de miembros del partido de la resistencia activa. Gapón se despertó y al verme se incorporó en la cama; sus primeras palabras fueron:

- Qué te parece: ¿me ahorcarán?

Esta pregunta me sorprendió. Le respondí:

- Seguramente.

- ¿Y no crees que me mandarán a trabajos forzAdos?

- No lo creo.

Entonces me preguntó tímidamente:

- Y a Petersburgo, ¿puedo ir?

- ¿Para qué quieres ir a Petersburgo?

- Los obreros me esperan. ¿Puedo ir?

- No hay más que una noche de viaje.

- ¿Y no es peligroso?

- Puede ser que lo sea.

- Posse me dice que es peligroso; quiere persuadirme de que no vaya. ¿Qué te pareee si hiciéramos venir a los obreros aquí o a Viborg?

No contesté nada. Gapón dijo:

- ¿Tienes pasaporte?

- Sí.

- Dámelo.

- No tengo más que uno.

- Es igual. Dámelo.

- ¿Pero no ves que tengo necesidad de él?

- No importa. Dámelo.

- No puedo quedarme sin pasaporte.

- Dámelo.

Le di un pasaporte falso a nombre de Félix Ribnitski. Mientras se metía el pasaporte en el bolsillo, repitió su pregunta:

- ¿Así crees que me ahorcarán?

- Te ahorcarán.

- Muy mal.

Nos despedimos. En la mesita de noche había una browning cargada. Gapón la tomó y la agitó sobre la cabeza.

- ¡No me dejaré coger vivo!

Ewa Prokope me mandó a Abo, desde donde, acompañado del miembro del partido finlandés de la resistencia activa, compañero Kuschinov, pasé a la isla de Aland. Allí estaba varado un buque de vela perteneciente al propietario, Alftan. Este, Kuschino y el campesino Lindeman y el estudiante de la Universidad de Helsingfora Viude, formaban la tripulación. Pasamos por la aduana bajo la enseña de yacht-klub, y al atardecer nos detuvimos en una pequeña isla en los escollos de Finlandia. En la madrugada levantamos nuevamente el áncora, y un día después estábamos ya en aguas suecas. Desembarqué en el faro sueco. Los finlandeses dijeron al guardián que yo era un turista francés, y con su ayuda alquilé una barca de vela hasta Fiuriuzunde, sitio de baños que se halla cerca de Estocolmo. Al atardecer llegaba a dicho punto, y un día después estaba en dicha ciudad.

No olvidaré nunca la amabilidad y el júbilo con que me acogieron esos finlandeses. A su juicio, prestaban en mi persona un servicio n la revolución rusa, y lo hacían con tanto mayor entusiasmo cuanto se consideraban con justicia compañeros de los revolucionarios rusos.

A principios de septiembre llegué a Ginebra.
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