Índice de Revolución del cura Miguel Hidalgo hasta la muerte de éste y de sus compañeros de Lucas AlamánAPÉNDICE - Segundo documentoAPÉNDICE - Cuarto documentoBiblioteca Virtual Antorcha

REVOLUCIÓN DEL CURA MIGUEL HIDALGO
HASTA LA MUERTE DE ÉSTE Y DE SUS COMPAÑEROS

Lucas Alamán

APÉNDICE
Tercer documento

Relacion que hizo el Virrey Venegas el coronel D. Diego García Conde, de todos los sucesos ocurridos en el ejército de Hidalgo desde el dia 7 de Octubre, en que el mismo Garcia Conde y sus compañeros fueron aprehendidos en las inmediaciones de Acámbaro por el torero Luna, hasta el 7 de Noviembre en que quedaron libres en Aculco, a consecuencia de la victoria ganada en aquel punto por el ejército real, bajo las órdenes del brigadier D. Felix María Calleja.


Exmo. Sr.

Despues de la feliz victoria de Aculco que me dió milagrosamente la libertad, pensé pasar a esa ciudad, para dar a V. E. noticias exactas y circunstanciadas del manejo y proyectos de los enemigos que me habian llevado con su ejército a todas partes, durante el mes completo de mi prision; pero mejor aconsejado por el riesgo de volver a caer en sus manos, lo suspendí proponiéndome dar a V. E. por escrito puntual noticia de todos mis sucesos.

Las ocupaciones de mi empleo, las marchas no interrumpidas, y la falta de comodidad en el campo, no me lo han permitido hasta tanto que el dia de descanso que tenemos hoy en esta ciudad, adonde hemos regresado del campo de Marfil, me proporciona la ocasion de verificarlo esperando que V. E. me dispense así la digresion como la falta de elegancia, en honor de la verdad, de cuanto me ha acaecido.

Despues que merecí a V. E. el ascenso a coronel de Dragones Provinciales de Puebla, y el mando de las armas de la provincia de Michoacan, salí de esa capital en compañía de los Sres. Rul y Merino el dia 3 de Octubre para la ciudad de Valladolid, dia justamente en que salia el correo de esa capital, lo que aumentaba el riesgo de caer en poder de los insurgentes, por la noticia que nos habian dado de estar interrumpida la comunicacion en Acámbaro; llegamos felizmente a la hacienda de Apéo, distante dos leguas de Marabatío, el dia 6, y por las cartas de recomendacion que llevábamos, adquirimos noticia de los administradores de las haciendas inmediatas, para disponer nuestro tránsito con ménos riesgo. Todos unánimes nos dijeron que el pueblo de Acambaro estaba tranquilo, que iban y venian coches sin la menor novedad, y aunque fuí de opinion de que tomasemos caballos en Marabatío y cruzar la sierra por no tocar en Acámbaro, se opusieron todos diciendo que seria hacerles entrar en sospecha, pues se sabia ya nuestra ida por el correo, y que en el caso de querernos coger, saldrian a verificarlo por la misma sierra, y que por tanto, tenian por mas oportuno pasar disimuladamente por el arrabal del pueblo sin hacer alto en él, y apostar tiros en el camino para hacer el viaje con celeridad.

Así lo ejecutamos, pero con la desgracia de estar ya vendidos por todos, hasta de los cocheros que nos pusieron en el camino. los que nos hicieron remudar una mula a la entrada del pueblo y otra a la salida, suponiendo cansancio y enfermedad; de suerte que a dos leguas de haber pasado por Acámbaro, vimos venir como doscientos hombres a caballo para cortarnos, y mas de trescientos a pié por la cañada, habiéndonos abandonado diez y seis vaqueros que pedimos de escolta, y sin mas defensa para la resistencia. que la que podiamos hacer los seis individuos que ibamos en dos coches.

Nos apeamos prontamente, y yo sin sombrero por no detenerme a cogerlo, teniendo en una mano una pistola y desenvainano do parte del sable, para hacer mas pronto uso de él en caso necesario, hice que todos los demas se pusiesen detras de mí, y apuntando la pistola al torero Luna que venia capitaneando su gente, le mandé hacer alto a cosa de diez pasos preguntándole qué queria y a quien buscaba; pero a una seña que yo no advertí y que hizo a los indios otro que venia a caballo junto a él, empezaron a llover piedras tiradas con hondas sobre nosotros, y al querer sortear una que venia directamente, me ganó Luna la accion por detras, dándome una lanzada en la cabeza que me tiró redondo en el suelo sin sentidos, y cuando volví en mí ya me encontré todo chorreado de sangre y desarmado y rodeado de gente a pié y a caballo que me dieron una pedrada en la mano izquierda, otra en cada espaldilla, una cuchillada en la mano derecha, y otra en la oreja izquierda; de suerte que aquella infernal canalla, a pesar de verme indefenso, se saciaba en martirizarme; me ataron fuertemente con una reata, y llegando otro de sus mandones que les reprendió el trato que me daban, me hizo entrar en el coche con Rul y Merino, este gravemente herido en el costado izquierdo, y Rul con una cuchillada en la cabeza.

Entramos a las cinco de la tarde en Acámbaro, en medio de la gritería de inmenso pueblo que pedía nuestras cabezas y acabar con todos los gachupines; creimos que nos despedazaban, pero se reservaron nuestras vidas para mayores y repetidos insultos.

Nos metieron en un cuarto del meson rodeados de centinelas, y vino un cirujano a reconocernos las heridas; fue necesario confesar a Merino, al cocinero de Rul y a su asistente, y aunque primero determinaron dejar a Merino en el pueblo hasta su restablecimiento, lo hicieron salir poco despues con nosotros, haciéndonos continuar la marcha a las once de la misma noche para Celaya, donde llegamos a la una y media de la tarde del dia inmediato, desfallecidos y consternados, tanto de los dolores que las heridas nos causaban, como por ver la infamia de la plebe que nos amenazaba con las expresiones mas indecentes que pueden imaginarse.

Allí fue donde nos vimos del todo saqueados, sin tener ropa que mudarnos y solo con el colchon que nos quisieron dejar; pero Dios nos deparó para nuestro consuelo al Lic. D. Carlos Camargo, que nos atendió en cuanto pudo, facilitándonos un buen cirujano con todos los ingredientes necesarios a nuestra curacion y el método que debiamos observar, una muda de ropa a cada uno que rescató de los acambareños, y cien pesos para lo que se nos pudiese ofrecer.

La mañana siguiente salimos para San Miguel el Grande con los mismos insultos de la plebe y aun mayores, porque íbamos encontrando las divisiones del ejército de Aldama, y todos nos recibian con los mismos vituperios y amenazas.

A las seis de la tarde llegamos a cosa de una legua de San Miguel, donde encontramos a Aldama, mariscal de campo entre ellos y general de su ejército, a caballo, en mangas de camisa, con sable y un par de pistolas de gancho en el cinturon, sombrero blanco, y una manta o frazada sobre el arzon de la silla, quien despues de habernos hecho reconocer para ver si traiamos alguna arma oculta, con palabras muy indecentes nos hizo volver atras, entrando nuevamente en Celaya a la una de la noche, sin darnos otro alimento que un pocillo de chocolate al recogernos, desde otro igual que al amanecer nos habian dado.

Ya desde entonces seguimos con su ejército por los pueblos de Acámbaro, Zinapécuaro e Indaparapeo, donde nos detuvimos dos dias, esperando los ejércitos del cura Hidalgo y el de Allende que se nos incorporaron.

Este me fue a visitar aquella misma noche, acompañado de una numerosa guardia, y rodeado de doce o catorce coroneles y tenientes coroneles de los suyos, espada en mano, que siempre le llevaban en medio cuando salia de su habitación para cualquiera parte.

Nos hizo pasar a Merino y a mí a otro cuarto inmediato donde nos recibió con mucho agrado, y sentados los tres a vista de sus jefes, siempre de centinela, entablamos una conversacion larga sobre los motivos de la insurreccion; nos contó su historieta, pues así la llamaba, reducida a que de resultas de haber hecho crítica de varias Gacetas nuestras, supo que por el gobierno se le queria prender, y que no siendo justo que un hombre de sus circunstancias se dejase aprisionar por cuatro polizones, habia dado el grito con el cura Hidalgo, con unos resultados tan felices, que ya contaba con mas de 80.000 hombres sobre las armas y las mas de las capitales de las provincias ganadas por aquellos, esperando solamente tenerlos a la vista para entregarse, como sucederia igualmente con todas las tropas poseidas de los mismos deseos, porque el encono contra los europeos era general y justo, pues no era razon que una alhaja tan preciosa como esta, se viese subyugada por unos hombres de tan pocos principios como los que generalmente venian de Europa.

Hasta aquí me ví en la necesidad de sufrirlo; pero tomé la palabra demostrándole, cuan equivocado estaba sobre el concepto de las capitales de las provincias y nuestras tropas, que todas conocian la injusticia de la insurreccion y las funestas consecuencias que debian ocasionarse en este Reino; que el mismo principio de ella, segun me acababa de insinuar, manifestaba patentemente los malos resultados que debia tener, pues trataba de vengar un agravio particular con la ruina general del reino, y que aun cuando consiguiese el exterminio de los europeos, que estaba muy distante de poderse realizar, debian esperar de una indiada ya sedienta de sangre que no se contentaria con la de los europeos, sino que acabaria con los blancos del pais, principiando por ellos; que en punto a la falta de principios de los europeos trasladados aquí, merecia mucha excepcion, pues en tiempos antiguos, cuando la navegacion ofrecia tantas dificultades, pudieron venir algunos de bajas circunstancias, arrostrándolas todas por mejorar de suerte; pero que ya facilitados los mares por el continuo comercio por una parte, y por otra, las calamidades ocurridas en la península en estos últimos tiempos, habian ocasionado la venida a este Reino de personas muy distinguidas, dignas de la mejor opinion pública.

A estas y otras muchas razones que le expuse, hubo de convencerse y confesar ser ciertas las fatales consecuencias que debia prometerse este Reino por la insurreccion; pero que ya la cosa estaba hecha y que no tenia remedio, consolándose con que, en el caso de suceder todo conforme yo lo temia, quedarian estos paises en favor de los indios sus primeros dueños; y le añadí que jamas llegaria este caso, porque aun cuando la España por las calamidades del dia, no pudiese vengar su ofensa, habia otras dos naciones muy fuertes, que cualquiera de ellas impediria a los indios la posesion, y con unos tratos muy distintos de los que recibian de los españoles.

Interrumpió esta conversacion el general Aldama, dándole parte, con todo el tratamiento de excelencia, de haber regresado la partida del torero Luna que habia ido infructuosamente al alcance del señor obispo de Valladolid, y contestó Allende con muchísima afectación, que sentia mucho se le hubiese escapado, porque deseaba darle pruebas de su verdadera estimacion; con esto nos despedimos, y me ofreció que respecto a que marchábamos con el ejército, nos repetiria sus visitas.

La mañana siguiente llegaron de Valladolid un canórigo por parte de la catedral, un regidor por el cuerpo de ciudad, y un jefe militar por las armas, a hacer entrega de la ciudad al cura Hidalgo, adonde nos dirigimos el inmediato dia con el ejército, y segun nos aseguraron, suspendió el citado Hidalgo de sus prebendas a varios canónigos por no haber salido a recibirlo; pero informado de no haber sido citado para su llegada, los volvió a poner en posesión.

A nosotros nos tuvieron mas de hora y media, como era de costumbre, en medio de la plaza y calle principal, con el pretexto de no saber el alojamiento, oyendo los insultos y continua griteria de la plebe, hasta que al fin nos lo dieron en el colegio de S. Nicolas Tolentino, donde el catedrático D. Francisco Castañeda nos trató con el mayor cariño y caridad.

Desde entonces se nos trató con el mayor rigor, quitándonos toda comunicacion, y lo atribuimos a que Allende daria noticia al cura Hidalgo de nuestra conversacion en Indaparapéo la noche antes, pues todas las órdenes rigorosas nos venian del cura.

Permanecimos tres dias en aquella ciudad, y en la mañana siguiente entró en el colegio el mariscal Balleza, insultándonos a gritos a vista de mucha gente, diciéndonos que eramos unos bribones, que habiamos hecho emponzoñar el aguardiente de la tienda de un europeo que se habia saqueado; que los indios se estaban muriendo en la plaza por nosotros, y que habiamos puesto un correo a México; le contestamos que no conociamos a nadie en la ciudad para tomar semejantes providencias, que se practicasen las diligencias mas exquisitas, pues todo era falso, y que en levantarnos semejantes testimonios, no podia llevar otro objeto que el de indignar mas a la plebe contra nosotros. Entonces cogió la espada de un centinela para dar sobre nosotros; pero al retirarnos unos pasos atrás se contuvo, y nos puso cuatro centinelas con órden de envasarnos si hablabamos con alguno.

Aquella tarde hubo un alboroto en la ciudad, porque quisieron impedir que la plebe saquease las casas; pero como nosotros no sabiamos el motivo, temiamos mucho el resultado, pues se tiraron varios cañonazos.

Por la noche pidió el conde Rul un confesor, y el cura Hidalgo le envió un fernandino, a quien concluida su confesion le pidió que confesase tambien a su hijo; pero estando en ella, vino una órden de Hidalgo para que la suspendiese y pasase a verlo.

Poco despues volvimos a oir alborotado el pueblo y disparar la artillería; nos cerraron la puerta del cuarto, dejando las centinelas de parte de afuera; nos hincamos a rezar el rosario y nos volvieron a abrir prontamente la puerta poniéndonos dentro cuatro centinelas, con órden de pasarnos de parte a parte si nos moviamos.

No les hicimos caso y seguimos rezando, y al concluir vimos seis soldados con hachas encendidas, puestos en semicírculo en la puerta, y entró un ayudante del cura llamándonos por nuestros apellidos, Garcia Conde, Rul y Merino (creimos que nos habia llegado la hora) quédense aquí y salgan los demas, que eran el padre Ondarza que cogieron con nosotros en Acámbaro, el ayuda de cámara de Rul y el hijo de este, por quien pidió su padre se lo dejasen y se le concedió; pero a los otros dos los juntaron con una porcion de europeos que habia en otros cuartos, y los llevaron todos a la cárcel, a incorporarlos con otros muchos que habia allí.

Luego conocimos que el ejército marchaba al dia siguiente, y que nos dejaban allí (en Acámbaro) para salir con él, sin embargo de haber pedido lo contrario, para podernos curar de las heridas, pero no se nos concedió.

Volvimos a Acámbaro haciendo mansion en los pueblos de Indaparapéo y Zinapécuaro, y allí se hizo la gran promocion, nombrando al cura de Generalísimo; a Allende de Capitan General; al padre Balleza, a Ximenez, a Arias y a Aldama de Tenientes Generales; y a Abasolo, a Ocon y a los dos Martinez de Mariscales de Campo, con cuyo motivo hubo misa de gracias y Te Deum con repiques y salvas, y despues se pasó una revista al ejército, reducida a formar regimientos de a 1.000 hombres de a pie y de a caballo, y pasaban de 80.000.

Los nuevamente ascendidos se pusieron sus uniformes y divisas, siendo el de Hidalgo un vestido azul con collarin, vuelta y solapa encarnada, con un bordado de labor muy menuda de plata y oro, un tahalí negro también bordado, y todos los cabos dorados, con una imágen grande de Nuestra Señora de Guadalupe de oro, colgada en el pecho.

El de Allende, como Capitan General, era una chaqueta de paño azul con collarin, vuelta y solapa encarnada, galon de plata en todas las costuras, y un cordon en cada hombro que dando vuelta en círculo, se juntaban por debajo del brazo en un boton y borla colgando hasta medio muslo; los Tenientes Generales con el mismo uniforme, solo llevaban un cordon a la derecha, y los Mariscales de Campo a la izquierda.

Los Brigadieres, a más de los tres galones de coronel, un bordado muy angostito; y todos los demas la misma divisa de nuestro uso.

A todo el que presentaba mil hombres, lo hacian Coronel y tenia tres pesos diarios; igual sueldo disfrutaba el Capitan de Caballería; el soldado de a caballo un peso diario, y cuatro reales el indio de a pie; los Generales y Mariscales de Campo me decian que no tenian sueldo alguno, y que antes bien habian gastado todos sus intereses; pero lo cierto es que triunfaban y gastaban cuanto querian, como que en los saqueos cogian anticipadamente lo mejor.

Salimos el dia inmediato para Marabatío, y de allí para la hacienda de Tepetongo, y a poco de haber salido de esta poblacion (Marabatío) hubo una alarma, diciendo que los gachupines se iban apareciendo en la loma inmediata, con cuyo motivo se hizo avanzar el ejército, que segun el desórden en que marchaba siempre, y la gran cola que hacia, esta operacion era de muchas horas, pues los indios iban cargando a sus hijos, carneros y cuartos de res, y es de advertir que de los saqueos que hacian, se llevaban las puertas, mesas, sillas, y hasta las vigas sobre sus hombros.

Se llegó a nosotros el general Balleza y nos hizo atar a los cuatro que ibamos en el coche, a pesar de que los dragones de escolta se resistieron a hacerlo, y hasta lloraron al tiempo de ejecutarlo.

El motivo de este trastorno no fue otro, que dos europeos escapados de una hacienda que vieron correr, los que ya cogidos, se apaciguó el alboroto y nos desataron.

Despues hicimos las jornadas a la hacienda de la Jordana, Ixtlahuaca y Toluca sin novedad particular, mas de la corriente de los insultos y griteria continua de la indiada.

A la salida de esta ciudad, donde nos quedamos con el padre Balleza, despues de haber marchado el ejército empezó la plebe a saquear la casa de un europeo, la que atacada por su guardia, fue acosada y encerrada en el cementerio de la parroquia, desde donde el citado Balleza empezó a predicar contra los gachupines, diciéndoles que no habian hecho mas que quitarles el pan de las manos; pero que pronto serian los indios dueños de todo; que ellos no trabajaban ni se exponian con otras ideas; pero que no por eso debian saquear las fincas ni las casas, cuyos productos se repartirian despues con igualdad; que Nuestra Señora de Guadalupe era la protectora de su causa, y que ya que la habia comenzado felizmente, con la misma felicidad la concluiria; les tiraba puñados de medios de cuando en cuando, alternándolos con las voces de mueran los gachupines, de suerte que juntó multitud de plebe, y se marchó con su guardia dejándonos a su discrecion, pues solo teniamos una corta compañía de escolta repartida en dos coches muy distantes uno de otro, y amenazados por los insultos y gritería de ser despedazados.

Allí me tomaron los indios de su cuenta, empeñados en que yo era el general Calleja, y así se me amontonaban, diciéndose unos a otros: mira al descolorido y descalabrado, es el bribon de Calleja; ¡ah perro! ahora no te has de escapar, y otras insolencias mucho mayores, que obligaron a la guardia a desengañarlos de que yo no era el que pensaban.

Aquel dia nos dirigimos con el ejército, no a Lerma como era regular dirigiéndose a México, porque decian ellos que el general Trujillo estaba en aquella ciudad, y que habia interrumpido el paso rompiendo un puente, y así se dirigieron a Santiago Tianguistengo, saliendo el día inmediato para el Monte de las Cruces, sitio y accion memorable para nuestras tropas y armas, que con otras dos piezas de artillería que hubiesen tenido de su parte, hubieran conseguido la mas completa victoria solos 800 hombres contra mas de 80.000; es verdad que nos hubiera costado las vidas a los pobres europeos prisioneros; pero nada importaba esto en comparacion de la gloria y utilidad que resultaba, en honor de una corta division de soldados valientes, acreedores a los mas altos elogios por su valor.

Sí, Sr. .Exmo.: aunque yo no estaba asegurado de la exacta fuerza que tenian los nuestros, me presumí desde luego, por el conocimiento que tenia de los terrenos, a causa de haber sido el director de aquel camino, que el corto espacio que se defendía no era capaz de mucha guarnicion, y aunque la situación local era muy ventajosa, sabiendo a punto fijo que el ejército insurgente pasaba de 80.000 hombres, por mas desordenados e indisciplinados que estuviesen, debia tardar poco en decidirse la accion; pero no fue así, porque duró mas de seis horas y media, y les costó mucha sangre, confesando ellos mismos que hubieran sido del todo derrotados y rechazados, si hubiesen tenido los nuestros otros dos cañones.

Durante la accion, nos tuvieron a los prisioneros en medio de los cajones de pólvora, para volarnos en caso necesario, adonde venia con frecuencia el general Balleza a darnos las noticias segun las deseaba, anticipando para ello las voces de viva María Santísima de Guadalupe, las cuales repetia yo quitándome el sombrero, y él añadia que mueran los gachupines, y yo le respondia, eso sí no digo yo.

En la primera embajada nos dijo, ya murió el Virrey; yo no lo creí, pero me horrorizaba la expresion; en fin, ya obscurecido, nos pusieron en marcha llevándonos a caballo, y encumbramos el cerro de las Cruces, acompañados de aquella multitud desenfrenada que no cesaba de repetir infamias contra todos nosotros por el destrozo y mortandad que habian sufrido, gloriándose al mismo tiempo de haber muerto a Trujillo, a Mendívil, Rodriguez, Bringas y a otros muchos; dudas que yo no podia desatar y que me llegaban al alma. Ibamos pisando cadáveres, y con la obscuridad se me representaba en cada uno, alguno de mis tiernos amigos, dignos de mejor suerte.

Llegamos a la una de la noche a Cuajimalpa, sin otro alimento que el de un pocillo de chocolate que habiamos tomado al amanecer, habiendo pasado el dia mas cruel, muertos de necesidad y sin tener la menor cosa con que alimentarnos, ni otro lecho ni abrigo que un mal capote.

Por fortuna, nuestras heridas estaban casi buenas, y pudimos emplear el repuesto de hilas y vendajes que traiamos, para las curaciones de Medina, Cosio y otros varios soldados nuestros, que supimos estaban heridos.

La mañana siguiente, dia de todos Santos, se nos aseguró que el inmediato entrariamos en esa capital, y que para hacerla de paz iban a enviar de embajador al general Jimenez; yo que conocia al sujeto y sus fanfarronadas insultantes, me reía de la propuesta y mas de la eleccion.

A éste le oí decir en Acámbaro con mucha desvergÜenza que era menester quitarse ya el rebozo; que ya habia llegado el tiempo de la felicidad é independencia, y que ya era menester verificarlo a lo Napoleon, a la capital, a la capital; por estas expresiones vendrá V. E. en conocimiento del carácter del sujeto elegido para embajador, como ellos le llamaban.

Llegó el dia inmediato, pero no para verificar sus diabólicos proyectos, sino al contrario. Cuando siempre nos llevaban a la retaguardia del ejército, nos metieron a toda prisa en el coche, marchando a la vanguardia en retirada, para volver a encumbrar el cerro de las Cruces, y dejando a la retaguardia del ejército todos sus generales y artillería, lo que me hizo creer que temian alguna salida de esa ciudad.

Despues nos dijeron que la respuesta de V. E. a Jimenez habia sido de palabra, diciendo que no admitia a nadie V. E. sino de guerra y con las armas; pero segun se me explicaron otros mas reservadamente, lo que les obligó a la retirada fue la contestacion que recibieron de algunos de sus emisarios; lo cierto es que la acción de las Cruces a mas de amedrentarlos, les dió de pérdida entre muertos, heridos y desertores mas de 20.000 hombres, y que con la retirada que hicieron de Cuajimalpa, se le desertaron otros 20.000 hombres, de suerte que quedó reducido su ejército a 40.000 hombres, y de ellos 15.000 de a caballo, que era la fuerza que tenia cuando la accion de Aculco.

Sus generales dudaban sobre sus resoluciones; estaban todos discordes, y aunque me dijeron que la detencion del ejército en los valles era para dar tiempo a reponer la caballada, no dejaba de penetrar que tenian algún otro designio y que se hallaban llenos de recelo; esto les hizo tratarnos con mas humanidad; y aunque varias veces se habian insinuado disimuladamente para que tomásemos las armas en su favor, particularmente con Rul, a quien desde el primer dia quisieron hacerlo General, la resistencia que siempre encontraron en nosotros y el desprecio de sus proposiciones los habia contenido; pero en los últimos dias de nuestra prision se declararon abiertamente, hasta llegar a decir algunos de ellos que pondrian el mando del ejército a mi disposicion; desprecié siempre sus ofertas, segun debia, sin embargo de que la triste situacion en que me hallaba, me impedia tomar abiertamente la venganza de semejante agravio, y me contenté con decirles que mi desgracia me habia puesto en caso de ser enteramente inútil para las armas; pero que si me permitian pasar a la capital, intercederia con V. E. para evitar el derramamiento de sangre tan necesario en las actuales circunstancias para la seguridad de este Reino.

Conocí que no habian despreciado del todo mis proposiciones, y que el miedo les haria aprovecharse de cualquier partido; pero, en fin, llegamos a la hacienda de San Antonio desde donde salimos al inmediato dia, segun dijeron, para Arroyozarco; íbamos Merino y yo en un coche de muy mal avío, y viéndonos el mariscal Aldama, nos dijo que con aquellas mulas no era posible hiciésemos la jornada, y le respondí: Pues esto es a la salida ¿qué será dentro de poco tiempo que las mulas se cansen? Entónces nos hizo apear del coche y me hizo entrar en el suyo, donde encontré ya a Rul, y a Merino lo colocó en otro coche tambien suyo que iba adelante.

En las conversaciones que se ofrecieron, siempre nos manifestaba los deseos de una composicion con V. E. para terminar la revolucion; pero yo procuraba desentenderme, tanto por las disparatadas condiciones que se proponian, como porque conocia que habia poco que confiar en la inconstancia de su carácter.

Aquella tarde vinieron a darle aviso de que venian llegando unos coches y gente de escolta, y dijo Aldama: Este será mi hermano que viene a reunirse a nosotros con su ejército y familia. Entonces me pareció regular brindarles a pasar en el coche de Merino para dejarlos solos, y accedió a éllo verificándolo juntos Rul y yo. Llegaron en efecto como unos mil hombres de a pié y a caballo, el Lic. Aldama y su mujer, juntamente con sus sobrinas las hijas de D. Juan.

A poco rato llegó un dragon a caballo muy asustado, diciendo que un ejército de gachupines iba entrando en Arroyozarco; que el cura y el ejército habian tomado el camino de Aculco, y que nosotros hiciésemos lo mismo.

Entramos todos en nuevo sobresalto, y como era tan malo el camino para coches y nos cogió la noche, no pudimos pasar una barranca para llegar al pueblo, y nos hubimos de quedar a hacer noche en un cerro muy elevado.

El Lic. Aldama y su hermano nos acompañaron en el coche grande rato; el miedo les hacia humillarse; pero sin desprenderse de echarlas siempre de guapos y suponer tener asegurados sus proyectos, pues aun cuando fuese arrollado su ejército por una casualidad, la suerte de los europeos en el Reino seria siempre la misma qúe la de los franceses en España: ser dueños solo del pais que pisásemos.

Por la mañana seguimos el camino para el pueblo, llevando nuestro coche por delante a causa de que no teniamos escolta; las señoras y demas comitiva se quedaron en una casa a la entrada del pueblo, sin que lo advirtiésemos, llegando nosotros hasta la casa del cura Hidalgo, que ya la artillería y multitud de indiada nos impedia el paso.

Vimos salir a Allende con toda su comitiva y generales, y asomándome le dije que estábamos solos y sin saber adonde ir: nos hizo apear del coche, y llevándome a su lado, me dijo al oido: ¿Sabe vd. que tienen vdes. un ejército en Arroyozarco? y le respondí: ¿Está vd. seguro? a lo que añadió: Tanto, que sus avanzadas nos han cogido anoche dos dragones. Entonces le dije yo: Irán para México; y me respondió: Sí, porque hemos interceptado un correo del Virrey en que así se los manda. Y le añadí: Pues dejarlos pasar. Entonces me dijo él: ¿Y si nos atacan? A lo que contesté: Pues qué les importa a vds. teniendo 40.000 hombres; vds. deben estarse quietos, y si pasan a México dejarlos; pero si los atacan resistir.

Surtió mi consejo tan buen efecto, que en el momento se dieron órdenes para poner avanzadas y salir al campo, y de lo contrario se hubieran marchado para Querétaro, que era lo que querian, y se hubiera retardado mucho nuestra victoria.

Las cuentas que yo me hice fueron estas: si el ejército viene con ánimo de ir a México, les aconsejo bien; y si desean atacarlos, tambien. Me asombro y bendigo a Dios mil veces, de ver como nos iba proporcionando la libertad, y es de advertir que Allende no nos habia vuelto a hablar, desde el primer dia que nos encontró en Indaparapeo.

Llegamos todos a la casa de las señoras de Aldama, donde nos dieron de almorzar, y entró poco despues el cura Hidalgo, a quien jamas he hablado, y abrazándole el Lic. Aldama, me acuerdo que le dijo: Sr. Exmo., los indios están muy alzados; al pasar por el pueblo de San Felipe, he encontrado despedazados tres europeos y un criollo, todos con un papel de seguridad de V. E., y no permitieron que el cura les diese sepultura: si no se castigan estos excesos, estamos mal y cuando se quiera, no habrá quien los contenga. A lo que dijo el cura: No señor, es menester prudencia; nosotros no tenemos otras armas que nos defiendan, y si empezamos a castigar, al necesitarlas no las hallamos.

Despues añadió Aldama: Estamos también rodeados de cobardes y traidores; ese bribon de Camargo, alcalde de Celaya, es menester ahorcarlo; y el cura respondió: Sí, sí, ya trataremos de eso; y se fue a saludar a las señoras.

A la cuenta no habia advertido que nosotros estábamos allí, y dijo: hemos errado enteramente el golpe y todas nuestras medidas se han frustrado; pero le hubieron de hacer alguna seña, y añadió: porque hemos pasado muchos fríos y malas noches, y hecho unas jornadas muy largas; quiso remediarlo, pero no pudo; poco despues se tocó alarma, se marcharon todos precipitadamente, y nos pasaron a los tres prisioneros a la casa contigua; pero dentro de breves instantes se regresaron al pueblo.

Hemos sabido despues que en junta que celebraron se decretó que en el caso de perder la accion, nos degollasen, dando la comision a un sujeto que no se separó de nosotros hasta el último momento de nuestra prision, y en favor del cual conseguimos de nuestro general quedase libre.

Aquella noche, víspera de la batalla, nos visitaron Allende, el Lic. Aldama y su hermano D. Juan; el segundo nos leyó un papel muy extenso, suponiendo estar hecho para el señor arzobispo Virrey, diciendo en él mil oprobios de los europeos y desenvolviendo toda la ponzoña de su proyecto; quise interrumpirle varias veces porque no podia sufrir tal atentado; mas no lo permitió, y al concluir me solté contra él con unas razones tan convincentes, que tanto él como Allende confesaron las fatales consecuencias y resultados de sus maquinaciones, y concluyeron con que la cosa ya estaba hecha y que no tenia remedio, porque se les habian cerrado las puertas. Presumí que esta expresion podria dirigirse al sentimiento que habian formado por no haberse oido a su embajador el General Jimenez, y les contesté: Pues llamar a la puerta, rempujarla; y ya entonces variaron de tono, echándole la culpa de todo al bribon del cura Hidalgo (así le llamaron), pues quisieron desde Cuajimalpa habernos enviado a esa capital para que hubiésemos podido mediar con V. E.; pero que él se opuso y no lo permitió, y que sin embargo emplearian el resto de la noche en ver de convencer al cura, que en encaprichándose en una cosa, era dificil apearlo.

Se marcharon al campo, donde tuvieron toda la noche al ejército sobre las armas, y al amanecer del dia siguiente fue a vernos el Lic. Aldama, quien nos dijo que no dudásemos que en todo el dia se nos enviaria a nuestro ejército; continuó un rato mas en conversacion, y a eso de las siete de la mañana, entró muy sobresaltado su hermano D. Juan con las señoras, diciéndonos que saliésemos, que ya estaban prontos los coches. Nos sorprendió aquella novedad, y sin dar lugar a sacar nuestros colchones, se agarró de mi brazo la mujer del licenciado, y de Rul y Merino las dos hijas de D. Juan.

Salimos prontamente a la calle, y vimos que las columnas de caballería de su ejército venian a todo escape diciendo que ya estaban los gachupines en el pueblo; y era tan falso, que cuando ménos distaban dos y media leguas; pero en fin, con el mayor riesgo de ser atropellados, llegamos a la plaza, donde estaban todos los coches, las mulas sin guarniciones y muy pocos cocheros, de suerte que el riesgo de ser atropellados continuaba, el miedo de ser sorprendidos por nuestro ejército crecia, y en la gran confusion en que todos se hallaban, me atreví a proponer que respecto a que indefectiblemente íbamos a perecer a los piés de sus caballos, tenia por mas oportuno el salirnos al campo, en donde si era cierto que nuestro ejército llegaba, nos recibirian con muchas cortesías y la mayor atencion.

Así lo íbamos a ejecutar; pero fue imposible cruzar una de las calles de travesia, porque las columnas de caballería lo impedian, y nos entramos en una casa en donde nos dijeron los Aldamas que la necesidad los ponia en la obligación de ir a morir al pié de un cañon en caso necesario; que si la accion se decidia en favor de ellos, volverian, y que si la perdian, esperaban que las señoras serian tratadas con decoro.

Les ofrecimos cumplirlo así, y mientras se despedian, entró el torero Luna diciendo: Echenlos fuera que yo me quedaré con mis amas; y D. Juan Aldama preguntó a las señoras: ¿Qué querian hacer? a lo que respondió la mujer del licenciado: Nosotras queremos quedarnos con estos caballeros; y Luna, echando fuego por los ojos, montó a caballo como un rayo y se marchó.

Nos repitieron los Aldamas su encargo, y nosotros la oferta de cumplirlo, dejándonos casi solos con las señoras, pues la escolta se componia de unos seis hombres con lanzas, el paisano que las acompañaba y que debia degollarnos, aunque nosotros lo ignorábamos, y un capitan.

Dispusimos que nos diesen de almorzar, y a eso de las diez de la mañana, ya se oian las cajas de nuestro ejército; me dijo la mujer del licenciado que como inteligente en las cosas de la gúerra, le hiciese favor de subir a la azotea y decirle lo que me pareciese, tocante a las disposiciones del campo.

Lo hice así, y no puedo explicar a V. E. el gusto que me causó ver el buen órden y seriedad de las columnas en que nuestro ejército venia marchando. Me encaré hacia la loma en donde estaban situados los insurgentes, corriendo de un lado a otro y con la mayor gritería y confusion, y se me representaban una porcion de perrillos a vista del leon.

Volví a bajar y dije a la mujer del licenciado: Señora, segun la disposicion y buen órden que veo en nuestro ejército, y la confusion y gritería del de vds., creo que muy pronto tendré la satisfaccion de corresponder a los favores que vds. nos han hecho; repito que no tengan el menor cuidado, pues serán tratadas con todo el decoro correspondiente. Para conseguirlo, se hace preciso que desde ahora tome las disposiciones conducentes, debiendo ser la primera desarmar la escolta, y ella me respondió: haga vd. lo que quiera.

Entónces, llevándome al patio al paisano que las acompañaba, dije a la escolta que si no querian ser pasados por las armas de los nuestros, me entregasen las que tenian, y obedecieron; las que encerré en una pequeña pieza, y aseguré la llave. Todo lo iba disponiendo la Providencia a favor de nuestra libertad.

Empezaron los tiros de cañon y nos pusimos a rezar el rosario, sacando al mismo tiempo el reloj para ver lo que duraba la batalla, y por los tiros nuestros conocia que nuestra artillería ganaba el campo.

En veinte y dos minutos cesó el fuego; abrí la ventana y advertí el campo solo, infiriendo que los nuestros se habian ido persiguiendo al contrario, y que solo se habia quedado una partida de diez y seis hombres de a caballo, que iban recogiendo prendas perdidas. Deseaba hacerles señas con un pañuelo porque temia que nos dejasen allí, pero no queria que lo viesen los de adentro; y en fin, bajó una criada de la azotea diciendo que ya unos gachupines habian llegado a la iglesia para que repicasen, y las campanas nos confirmaron inmediatamente esta verdad.

Hice que las señoras entrasen en la recámara, puse un hombre junto a la puerta para que me avisase luego que llamasen; providencias que debia tomar por parte de la plebe, hasta vernos en poder de los nuestros, y en efecto no tardó en llegar una partida, que golpeando en la puerta, hice que saliese Merino para ayudarme a abrirla, y el capitan Tello que habia traido de España de cabo para sargento, fue el primero que me abrazó.

Le dije que tenia allí a las señoras de Aldama, y envié al teniente Ibarra de mi regimiento con un recado al general, diciéndole que ya teniamos la satisfacción de estar en poder de los nuestros. Que igualmente estaban con nosotros las señoras de Aldama,' y que deseaba se les tratase con el mayor decoro.

Al instante bajaron todos, y el gusto que tendriamos de verlos y abrazarlos lo dejo a la penetracion de V. E.

Se les dió a las señoras su libertad, y un seguro del general para que se fuesen donde gustasen con los que las acompañaban, pidiendo encarecidamente la mujer del licenciado antes de irse, que no olvidase el encargo de su marido, y que procurase para el efecto marchar a México; así se lo ofrecí, pero advirtiéndole que en la batalla habian sido enteramente derrotados, perdiendo en ella toda su artillería, provisiones, dinero, coches, y en una palabra, todo cuanto tenian, y que por tanto lo único que podria solicitar de V. E. era un indulto; y entonces me añadió: Y vea vd. de que llamen a mi marido con las seguridades correspondientes; le contesté que seria dificil conseguirlo, pero que pondria los medios para ello.

Ya he dicho a V. E. el motivo que me impidió el cumplimiento de esta promesa, en virtud de la cual se servirá V. E. resolver lo mejor.

Nosotros nos quedamos llenos de júbilo entre nuestros amigos, no cesando de dar gracias a Dios por tantos beneficios.

Aunque he procurado detallar los hechos principales, me habré dejado mucho por decir, y por la falta de energía y de expresion habrán quedado los sucesos débilmente explicados; pero espero que la velocidad de las victorias de nuestro ejército nos conduzca a esa capital, donde a voz viva pueda satisfacer mejor la curiosidad de V. E.

Dios guarde a V. E. muchos años.

Guanajuato, 12 de Diciembre de 1810.

Exmo. Sr. Diego Carda Conde.

Exmo. Sr. D. Francisco Javier Venegas.


Esta relación no ha sido impresa: hay muchas copias manuscritas con algunas variantes de poca importancia.

Lucas Alamán

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