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CARTAS DE RELACIÓN

TERCERA CARTA-RELACIÓN

DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V

COYOACÁN, 15 DE MAYO DE 1522


Enviada por Fernando Cortés, capitán y justicia mayor del Yucatán, llamado la Nueva España del mar océano, al muy alto y potentísimo césar e invictísimo señor don Carlos, emperador semper augusto y rey de España, nuestro señor. De las cosas sucedidas y muy dignas de admiración en la conquista y recuperación de la muy grande y maravillosa ciudad de Temixtitan, y de las otras provincias a ellas sujetas, que se rebelaron. En la cual ciudad y dichas provincias el dicho capitán y españoles consiguieron grandes y señaladas victorias dignas de perpetua memoria. Asimismo hace relación cómo han descubierto el mar del Sur y otras muchas y grandes provincias muy ricas de minas de oro y perlas y piedras preciosas, y aun tiene noticia que hay especería.



(Cuarta parte)


Como dos o tres días arreo habíamos entrado por la parte de nuestro real en la ciudad, sin otros tres o cuatro que habíamos entrado, y siempre habíamos victoria contra los enemigos, y con los tiros y ballestas y escopetas matábamos infinitos, pensábamos que de cada hora se movieran a nos acometer con la paz, la cual deseábamos como a la salvación; y ninguna cosa nos aprovechaba para los atraer a este propósito, y por los poner en más necesidad y ver si los podía constreñir de venir a la paz, propuse de entrar cada día en la ciudad y combatirles con la gente que llevaba por tres o cuatro partes. e hice venir toda la gente de aquellas ciudades del agua en sus canoas; y aquel día por la mañana había en nuestro real más de cien mil hombres nuestros amigos. Y mandé que los cuatro bergantines, con la mitad de canoas, que serían hasta mil y quinientas, fuesen por la una parte; y que los tres, con otras tantas, que fuesen por otra y corriesen toda la más de la ciudad en torno, y quemasen e hiciesen todo el más daño que pudiesen. Yo entré por la calle principal adelante, y hallámosla toda desembarazada hasta las casas grandes de la plaza, que ninguna de las puentes estaba abierta, y pasé adelante a la calle que va a salir a Tacuba en que había otras seis o siete puentes. De allí proveí que un capitán entrase por otra calle con sesenta o setenta hombres, y seis de caballo fuesen a las espaldas para los asegurar; y con ellos iban más de diez o doce mil indios nuestros amigos. Y mandé a otro capitán que por otra calle hiciese lo mismo, y yo, con la gente que me quedaba, seguí por la calle de Tacuba adelante, y ganamos tres puentes, las cuales se cegaron, y dejamos para otro día las otras porque era tarde y se pudiesen mejor ganar, porque yo deseaba mucho que toda aquella calle se ganase, porque la gente del real de Pedro de Alvarado se comunicase con la nuestra y pasasen del un real al otro, y los bergantines hiciesen lo mismo. Y este día fue de mucha victoria, así por el agua como por la tierra, y húbose algún despojo de los de la ciudad. En los reales del alguacil mayor y Pedro de Alvarado se hubo también mucha victoria.

Otro día siguiente volví a entrar en la ciudad por la orden que el día pasado, y diónos Dios tanta victoria, que por las partes donde yo entraba con la gente no parecía que había ninguna resistencia; y los enemigos se retraían tan reciamente, que parecía que les teníamos ganado las tres cuartas partes de la ciudad, y también por el real de Pedro de Alvarado les daban mucha prisa, y sin duda el día pasado y aqueste yo tenía por cierto que vinieran de paz, de la cual yo siempre, con victoria y sin ella, hacía todas las muestras que podía. Y nunca por eso en ellos hallábamos alguna señal de paz; y aquel día nos volvimos al real con mucho placer, aunque no nos dejaba de pesar en el alma por ver tan determinados de morir a los de la ciudad.

En estos días pasados Pedro de Alvarado había ganado muchas puentes, y por las sustentar y guardar ponía velas de pie y de caballo de noche en ellas, y la otra gente íbase al real, que estaba tres cuartos de legua de allí. Y porque este trabajo era insoportable, acordó de pasar el real al cabo de la calzada que va a dar al mercado de Temixtitan, que es una plaza harto mayor que la de Salamanca, y toda cercada de portales a la redonda; y para llegar a ella no le faltaba de ganar sino otras dos o tres puentes, que eran muy anchas y peligrosas de ganar; y así, estuvo algunos días que siempre peleaba y habra victoria. Y aquel día que digo en el capítulo antes de éste, como vera que los enemigos mostraban flaqueza y que por donde yo estaba les daba muy continuos y recios combates, cebóse tanto en el sabor de la victoria y de las muchas puentes y albarradas que les había ganado, que determinó de las pasar y ganar una puente en que había más de sesenta pasos deshechos de la calzada, todo de agua, de hondura de estado y medio y dos; y como acometieron aquel mismo día y los bergantines ayudaron mucho, pasaron el agua y ganaron la puente, y siguen tras los enemigos, que iban puestos en huída. Y Pedro de Alvarado daba mucha prisa en que se cegase aquel paso porque pasasen los de caballo, y también porque cada día, por escrito y por palabra, yo le amonestaba que no ganasen un palmo de tierra sin que quedase muy seguro para entrar y salir los de caballo, porque éstos hacían la guerra. Y como los de la ciudad vieron que no había más de cuarenta o cincuenta españoles de la otra parte, y algunos amigos nuestros, y que los de caballo no podían pasar, revuelven sobre ellos tan de súbito, que los hicieron volver las espaldas y echar al agua. Y tomaron vivos tres o cuatro españoles, que luego fueron a sacrificar, y mataron algunos amigos nuestros.

Al fin Pedro de Alvarado se retrajo a su real, y como aquel día yo llegué al nuestro y supe lo que había acaecido, fue la cosa del mundo que más me pesó, porque era ocasión de dar esfuerzo a los enemigos y creer que en ninguna manera les osaríamos entrar. La causa porque Pedro de Alvarado quiso tomar aquel mal paso fue, como digo, ver que había ganado mucha parte de la fuerza de los indios y que ellos mostraban alguna flaqueza, y principalmente porque la gente de su real le importunaban que ganasen el mercado, porque aquel, ganado, era toda la ciudad casi tomada, y toda su fuerza y esperanza de los indios tenían allí; y como los del dicho real de Alvarado veían que yo continuaba mucho los combates de la ciudad, creían que yo había de ganar primero que ellos el dicho mercado; y como estaban más cerca de él que nosotros, tenían por caso de honra no le ganar primero. Y por esto el dicho Pedro de Alvarado era muy importunado, y lo mismo me acaecía a mí en nuestro real, porque todos los españoles me ahincaban muy recio que por una de tres calles que iban a dar al dicho mercado entrásemos, porque no teníamos resistencia, y ganado aquél teníamos menos trabajo. Yo disimulaba por todas las vías que podía por no lo hacer, aunque les encubría la causa, y esto era por los inconvenientes y peligros que se me representaban; porque para entrar en el mercado había infinitas azoteas y puentes y calzadas rompidas, y en tal manera, que en cada casa por donde habíamos de ir estaba hecha como isla en medio del agua.

Como aquella tarde que llegué al real supe del desbarato de Pedro de Alvarado, otro día de mañana acordé de ir a su real para le reprender lo pasado, y para ver lo que habían ganado y en qué parte había pasado el real, y para le avisar de lo que fuese necesario para su seguridad y ofensa de los enemigos. Y como yo llegué a su real, sin duda me espanté de lo mucho que estaba metido en la ciudad, y de los malos pasos y puentes que les había ganado; y visto, no le imputé tanta culpa como antes parecía tener, y platicado cerca de lo que había de hacer, yo me volví a nuestro real aquel día.

Pasado esto, hice algunas entradas en la ciudad por las partes que solía; y combatían los bergantines y canoas por dos partes, y yo por la ciudad por otras cuatro, y siempre habíamos victoria, y se mataba mucha gente de los contrarios, porque cada día venía gente sin número en nuestro favor. Y yo dilataba de me meter más adentro en la ciudad; lo uno, por ver si revocarían el propósito y dureza que los contrarios tenían, y lo otro, porque nuestra entrada no podía ser sin mucho peligro, porque ellos estaban muy juntos y fuertes y muy determinados de morir.

Y como los españoles veían tanta dilación en esto, y que había más de veinte días que nunca dejaban de pelear, importunábanme en gran manera, como arriba he dicho, que entrásemos y tomásemos el mercado, porque ganado, a los enemigos les quedaba poco lugar por dónde se defender, y que si no se quisiesen dar, que de hambre y sed se morirían, porque no tenían qué beber sino agua salada de la laguna. Y como yo me excusaba, el tesorero de vuestra majestad me dijo que todo el real afirmaba aquello y que lo debía de hacer; y a él y a otras personas de bien que allí estaban les respondí que su propósito y deseo era muy bueno, y yo lo deseaba más que nadie, pero que yo lo dejaba de hacer por lo que con importunación me hacía decir, que era que aunque él y otras personas lo hiciesen como buenos, como en aquellos se ofrecía mucho peligro, habría otros que no lo hiciesen. Y al fin tanto me forzaron, que yo concedí que se haría en este caso lo que yo pudiese, concertándose primero con la gente de los otros reales.

Otro día me junté con algunas personas principales de nuestro real, y acordamos de hacer saber al alguacil mayor y a Pedro de Alvarado cómo otro día siguiente habíamos de entrar en la ciudad y trabajar de llegar al mercado, y escribíles lo que ellos habían de hacer por la otra parte de Tacuba; y demás de lo escribir, para que mejor fuesen informados, enviéles dos criados míos para que les avisasen de todo el negocio. Y la orden que habían de tener era que el alguacil mayor se viniese con diez de caballo y cien peones y quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Alvarado, y que en el suyo quedasen otros diez de caballo, y que dejase concertado con ellos que otro día, que había de ser el combate, se pusiesen en celada tras unas casas, y que hiciesen alzar todo su fardaje, como que levantaban el real, porque los de la ciudad saliesen tras de ellos y la celada les diese en las espaldas. Y que el dicho alguacil mayor, con los tres bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Alvarado, ganasen aquel paso malo donde desbarataron a Pedro de Alvarado, y diese mucha prisa en lo cegar, y que pasasen adelante, y que en nínguna manera se alejasen ni ganasen un paso sin lo dejar primero ciego y aderezado. Y que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado, que lo trabajasen mucho, porque yo había de hacer lo mismo; que mirasen que, aunque esto les enviaba a decir, no era para los Obligar a ganar un paso sólo de que les pudiese venir algún desbarato o desmán; y esto les avisaba porque conocía de sus personas que habían de poner el rostro donde yo les dijese, aunque supiesen perder las vidas. Despachados aquellos dos criados míos con estos recados, fueron al real, y hallaron en él a los dichos alguacil mayor y a Pedro de Alvarado, a los cuales significaron tOdo el caso según que acá en nuestro real lo teníamos concertado. Y porque ellos habían de combatir por sola una parte y yo por muchas, enviéles a decir que me enviasen setenta u ochenta hombres de pie para que otro día entrasen conmigo; los cuales Con aquellos dos criados míos vinieron aquella noche a dormir a nUestro real, como yo les había enviado a mandar.

Dada la orden ya dicha, otro día, después de haber oído misa salieron de nuestro real los siete bergantines con más de tres mil canoas de nuestros amigos, y yo con veinte y cinco de caballo y con la gente que tenía y los setenta hombres del real de Tacuba seguimos nuestro camino, y entramos en la ciudad, a la cual llegados, yo repartí la gente de esta manera: había tres calles, desde lo que teníamos ganado, que iban a dar al mercado, al cual los indios llaman Tianguizco, y a todo aquel sitio donde está llámanle Tlaltelulco; y la una de estas tres calles era la principal, que iba a dicho mercado; y por ella dije al tesorero y contador de vuestra majestad que entrasen con setenta hombres y con más de quince o veinte mil amigos nuestros, y que en la retroguardia llevasen siete u ocho de caballo, y como fuesen ganando las puentes y albarradas las fuesen cegando, y llevaban una docena de hombres con sus azadones y más nuestros amigos, que eran los que hacía al caso para el cegar de las puentes. Las otras dos calles van desde la calle de Tacuba a dar al mercado, y son más angostas, y de más calzadas y puentes y calles de agua. Y por la más ancha de ellas mandé a dos capitanes que entrasen con ochenta hombres y más de diez mil indios nuestros amigos, y al principio de aquella calle de Tacuba dejé dos tiros gruesos con ocho de caballo en guarda de ellos. Y yo con otros ocho de caballo y con obra de cien peones, en que había más de veinte y cinco ballesteros y escopeteros, y con infinito número de nuestros amigos, seguí mi camino para entrar por la otra calle angosta todo lo más que pudiese. Y a la boca de ella hice detener a los de caballo y mandéles que en ninguna manera pasasen de allí ni viniesen tras mí si no se lo enviase a mandar primero; y yo me apeé, y llegamos a una albarrada que tenían del cabo de una puente, y con un tiro pequeño de campo y con los ballesteros y escopeteros se la ganamos, y pasamos adelante por una calzada que tenían rota por dos o tres partes.

Y demás de estos tres combates que dábamos a los de la ciudad, era tanta la gente de nuestros amigos que por las azoteas Y por otras partes les entraban, que no parecía que había cosa que nos pudiese ofender. Y como les ganamos aquellas dos puentes y albarradas, y la calzada los españoles, nuestros amigos siguieron por la calle adelante sin se les amparar cosa ninguna, y yo me quedé con obra de veinte españoles en una isleta que allí se hacía, porque veía que ciertos amigos nuestros andaban envueltos con los enemigos, y algunas veces los retraían hasta los echar al agua, Y con nuestro favor revolvían sobre ellos.

Y demás de esto, guardábamos que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante, los cuales en esta sazón me enviaron a decir que habían ganado mucho y que no estaban muy lejos de la plaza del mercado; que en todo caso querían pasar adelante, porque ya oían el combate que el alguacil mayor y Pedro de Alvarado daban por su estancia. Yo les envié a decir que en ninguna manera diesen paso adelante sin que primero las puentes quedasen muy bien ciegas, de manera que si tuviesen necesidad de se retraer, el agua no les hiciese estorbo ni embarazo alguno, pues sabían que en todo aquello estaba el peligro; y ellos me tornaron a decir que todo lo que habían ganado estaba bien reparado; que fuese allá y lo vería si era así. Y yo, con recelo que no se desmandasen y dejasen ruin recaudo en el cegar de las puentes, fui allá, y hallé que habían pasado una quebrada de la calle que era de diez o doce pasos de ancho, y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, y al tiempo que la pasaron habían echado en ella madera y cañas de carrizo, y como pasaban pocos a pocos y con tiento, no se había hundido la madera y cañas; y ellos con el placer de la victoria iban tan embebecidos que pensaban que quedaba muy fijo.

Y al punto que yo llegué a aquella puente de agua cuitada vi que los españoles y muchos de nuestros amigos venían puestos en muy gran huida, y los enemigos como perros dando en ellos. Y como yo vi tan gran desmán, comencé a dar voces tener, tener, y ya que yo estaba junto al agua, halléla toda llena de españoles e indios, y de manera que no parecía que en ella hubiesen echado una paja; y los enemigos cargaron tanto, que matando en los españoles, se echaban al agua tras ellos; y ya por la calle del agua Venían canoas de los enemigos y tomaban vivos los españoles. Y como el negocio fue tan de súbito, y vi que mataban la gente, determiné de quedarme allí y morir peleando; y en lo que más aprovechábamos yo y los otros que allí estaban conmigo, era en dar las manos a algunos tristes españoles que se ahogaban, para que saliesen afuera; y los unos salían heridos, y los otros medio ahogados, y otros sin armas, y enviábalos que se fuesen adelante. y ya en esto cargaba tanta gente de los enemigos, que a mí y a otros doce o quince que conmigo estaban nos tenían por tOdas partes cercados. Y como yo estaba muy metido en socorrer a los que se ahogaban, no miraba ni me acordaba del daño que podía recibir; y ya me venían a asir ciertos indios de los enemigos. y me llevaran, si no fuera por un capitán de cincuenta hombres, que yo traía siempre conmigo, y por un mancebo de su compañía, el cual, después de Dios, me dio la vida; y por dármela como valiente hombre, perdió allí la suya.

En este comedio, los españoles que salían desbaratados ibanse por aquella calzada delante, y como era pequeña y angosta e igual a la agua, que los perros la habían hecho así de industria, e iban por ella también desbaratados muchos de los nuestros amigos, iba el camino tan embarazado y tardaban tanto en andar, que los enemigos tenían lugar de llegar por el agua de la una parte y de la otra, y tomar y matar cuantos quedan. Y aquel capitán que estaba conmigo, que se dice Antonio de Quiñones, díjome: vamos de aquí y salvemos vuestra persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar; y no podía acabar conmigo que me fuese de allí.

Y como esto vio, asióme de los brazos para que diésemos la vuelta, y aunque yo holgara más con la muerte que con la vida, por importunación de aquel capitán y de otros compañeros que allí estaban, nos comenzamos a retraer peleando con nuestras espadas y rodelas con los enemigos, que venían hiriendo en nosotros. Y en esto llega un criado mío a caballo, e hizo algún poquito de lugar; pero luego desde una azotea baja le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta. Y estando en este tan gran conflicto, esperando que la gente pasase por aquella calzadilIa a ponerse en salvo, y nosotros deteniendo los enemigos, llegó un mozo mío con un caballo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla de los que entraban y salían por el agua que no había persona que se pudiese tener, mayormente con los empellones que los unos a otros se daban para salvarse. Y yo cabalgué, pero no para pelear, porque allí era imposible poderlo hacer a caballo; porque si pudiera ser, antes de la calzadilla, en una isleta, se habían hallado los ocho de caballo que yo había dejado, y no habían podido hacer menos de se volver por ella; Y aun la vuelta era tan peligrosa, que dos yeguas en que iban dos criados míos cayeron de aquella calzadilla en el agua, y la una mataron los indios, y la otra salvaron unos peones. Y otro mancebo criado mío, que se decía Cristóbal de Guzmán, cabalgó en un caballo que allí en la isleta le dieron para me lo llevar, en que me pudiese salvar, y a él y al caballo antes que a mí llegase mataron los enemigos, la muerte del cual puso a todo el real en tanta tristeza, que hasta hoy está reciente el dolor de los que lo conocían.

Y ya con todos nuestros trabajos, plugo a Dios que los que quedamos salimos a la calle de Tacuba, que era muy ancha, y recogida la gente, yo con nueve de caballo me quedé en la retroguarda; y los enemigos venían con tanta victoria y orgullo, que no parecía sino que ninguno habían de dejar a vida. Y retrayéndome lo mejor que pude, envié a decir al tesorero y al contador que se retrajesen a la plaza con mucho concierto. Lo mismo envié a decir a los otros dos capitanes que habían entrado por la calle que iba al mercado; y los unos y los otros habían peleado valientemente y ganado muchas albarradas y puentes, que habían muy bien cegado, lo cual fue causa de no recibir daño al retraer. Y antes que el tesorero y contador se retrajesen, ya los de la ciudad, por encima de una albarrada donde peleaban, les habían echado dos o tres cabezas de cristianos, aunque no supieron por entonces si eran de los del real de Pedro de Alvarado o del nuestro. Y recogidos todos a la plaza, cargaba por todas partes tanta gente de los enemigos sobre nosotros, que teníamos bien qué hacer en los desviar, y por lugares y partes donde antes de este desbarato no osaron esperar a tres de caballo y a diez peones.

E incontinente, en una torre alta de sus ídolos, que estaba allí junto a la plaza, pusieron muchos perfumes y sahumerios de unas gomas que hay en esta tierra, que parece mucho a ánimo, lo cual ellos ofrecen a sus ídolos en señal de victoria; y aunque quisiéramos mucho estorbárselo, no se pudo hacer, porque ya la gente a más andar se iban hacia el real. En este desbarato mataron los contrarios treinta y cinco o cuarenta españoles, y más de mil indios nuestros amigos, e hirieron más de veinte cristianos, y yo salí herido en una pierna; perdióse el tiro pequeño de campo que habíamos llevado, y muchas ballestas y escopetas y armas. Los de la ciudad, luego que hubieron la victoria, por hacer desmayar al alguacil mayor y Pedro de Alvarado, todos los españoles vivos y muertos que tomaron los llevaron a Tlatelulco, que es el mercado, y en unas torres altas que allí estaban, desnudos los sacrificaron y abrieron por los pechos, y les sacaron los corazones para ofrecer a los ídolos; lo cual los españoles del real de Pedro de Alvarado pudieron ver bien de donde peleaban, y en los cuerpos desnudos y blancos que vieron sacrificar conocieron que eran cristianos. y aunque por ello hubieron gran tristeza y desmayo, se retrajeron a su real, habiendo peleado aquel día muy bien y ganado casi hasta el dicho mercado; el cual aquel día se acabara de ganar si Dios, por nuestros pecados, no permitiera tan gran desmán.

Nosotros fuimos a nuestro real con gran tristeza, algo más temprano que los otros días nos solíamos retraer, y también porque nos decían que los bergantines eran perdidos, porque los de la ciudad, con las canoas, nos tomaban las espaldas, aunque plugo a Dios que no fue así, puesto que los bergantines y las canoas de nuestros amigos se vieron en harto estrecho; y tanto, que un bergantín se erró de perder, e hirieron al capitán y maestre de él, y el capitán murió desde a ocho días. Aquel día y la noche siguiente los de la ciudad hacían muchos regocijos de bocinas y atabales, que parecía que se hundía el mundo, y abrieron todas las calles y puentes del agua como de antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y velas de noche a dos tiros de ballesta de nuestro real; y como todos salimos tan desbaratados y heridos y sin armas! había necesidad de descansar y rehacernos.

En este comedio los de la ciudad tuvieron lugar de enviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos sujetas, a decir cómo habían habido mucha victoria y muerto muchos cristianos, y que muy presto nos acabarían; que en ninguna manera tratasen paz con nosotros, y la creencia que llevaban eran las dos cabezas de caballos que mataron y otras algunas de los cristianos, las cuales anduvieron mostrando por donde a ellos les parecía que convenía, que fue mucha ocasión de poner en más contumacia a los rebelados que de antes. Mas con todo, porque los de la ciudad no tomasen más orgullo ni sintiesen nuestra flaqueza, cada día algunos españoles de pie y de caballo, con muchos de nuestros amigos, iban a pelear a la ciudad, aunque nunca podían ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.

Dende a dos días del desbarato, que ya se sabía por toda la comarca, los naturales de una población que se dice Cuarnaguacar, que eran sujetos a la ciudad y se habían dado por nuestros amigos, vinieron al real y dijéronme cómo los de la población de Malinalco, que eran sus vecinos, les hacían mucho daño y les destruían su tierra, y que ahora se juntaban con los de la provincia de Cuisco, que es grande, y querían venir sobre ellos a los matar porque se habían dado por vasallos de vuestra majestad y nuestros amigos, y que decían que después de ellos destruidos habían de venir sobre nosotros. Y aunque lo pasado era de tan poco tiempo acaecido y teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, porque ellos me lo pedían con mucha instancia, determiné de se lo dar.

Y aunque tuve mucha contradicción y decian que me destruía en sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochenta peones y diez de caballo, con Andrés de Tapia, capitán al cual encomendé mucho que hiciese lo que más convenía al servicio de vuestra majestad y nuestra seguridad, pues veía la necesidad en que estábamos, y que en ir y volver no estuviese más de diez días. Y él se partió, y llegado a una población pequeña que está entre Malinalco y Coadnoacad halló a los enemigos, que le estaban esperando; y él, con la gente de Coadnoacad y con la que llevaba, comenzó su batalla en el campo, y pelearon tan bien los nuestros, que desbarataron los enemigos y en el alcance los siguieron hasta los meter en Malinalco, que está asentado en un cerro muy alto y donde los de caballo no podían subir. Y viendo esto, destruyeron lo que estaba en el llano, y volviéronse a nuestro real con esta victoria, dentro de los diez días. En lo alto de esta población de Malinalco hay muchas fuentes de muy buena agua, y es muy fresca cosa.

En tanto que este capitán fue y vino a este socorro, algunos españoles de pie y de caballo, como he dicho, con nuestros amigos entraban a pelear a la ciudad hasta cerca de las casas grandes que están en la plaza; y de allí no podían pasar porque los de la ciudad tenían abierta la calle de agua que está a la boca de la plaza, y estaba muy honda y ancha, y de la otra parte tenían una muy grande y fuerte albarrada, y allí peleaban los unos con los otros hasta que la noche los despartió.

Un señor de la provincia de Tascaltecal que se dice Chichimecatecle, de que atrás he hecho relación, que trajo la tablazón que se hizo en aquella provincia para los bergantines, desde el principio de la guerra residía con toda su gente en el real de Pedro de Alvarado; y como veía que por el desbarato pasado los españoles no peleaban como solían, determinó sin ellos de entrar él con su gente a combatir los de la ciudad, dejando cuatrocientos flecheros de los suyos a una puente quitada de agua, bien peligrosa, que ganó a los de la ciudad; lo cual nunca acaecía sin ayuda nuestra. Pasó adelante con los suyos, y con mucha grita, apellidando y nombrando a su provincia y señor, pelearon aquel día muy reciamente, y hubo de una parte y otra muchos heridos y muertos; y los de la ciudad bien tenían creído que los tenían asidos; porque como es gente que al retraer, aunque sea sin victoria, sigue con mucha determinación, pensaron que al pasar del agua, donde suele ser cierto el peligro, se habían de vengar muy bien de ellos. Y para este efecto y socorro Chichimecatecle había dejado junto al paso del agua los cuatrocientos flecheros; y como ya se venían retrayendo, los de la ciudad cargaron sobre ellos muy de golpe, y los tescaltecal echáronse al agua, y con el favor de los flecheros pasaron; y los enemigos con la resistencia que en ellos hallaron, se quedaron, y aun bien espantados de la osadía que había tenido Chichimecatecle.

Desde a dos días que los españoles vinieron de hacer guerra a los de Malinalco, según que vuestra majestad habrá visto en capítulos antes de éste, llegaron a nuestro real diez indios de los otomíes, que eran esclavos de los de la ciudad, y, como he dicho, habiéndose dado por vasallos de vuestra majestad, y cada día venían en nuestra ayuda a pelear, y dijéronme cómo los señores de la provincia de Matalcingo, que son sus vecinos, les hacían guerra y les destruían su tierra y les habían quemado un pueblo y llevándoles alguna gente, y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de venir a nuestros reales y dar sobre nosotros, porque los de la ciudad saliesen y nos acabasen. Y a lo más de esto dimos crédito, porque de pocos días a aquella parte cada vez que entrábamos a pelear nos amenazaban con los de esta provincia de Matalcingo; de la cual, aunque no teníamos mucha noticia, bien sabíamos que era grande y que estaba veinte y dos leguas de nuestros reales. Y en la queja que estos otomíes nos daban de aquellos sus vecinos, daban a entender que les diésemos socorro, y aunque lo pedían en muy recio tiempo, confiando en el ayuda de Dios, y por quebrar algo las alas de los de la ciudad, que cada día nos amenazaban con éstos y mostraban tener esperanza de ser de ellos socorridos, y este socorro de ninguna parte les podía venir si de éstos no, determiné de enviar allá a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, con diez y ocho de caballo y cien peones, en que habia sólo un ballestero, el cual se partió con ellos y con otra gente de los otomíes, nuestros amigos.

Dios sabe el peligro en que todos iban, y aun el en que nosotros quedábamos; pero como nos convenía mostrar más esfuerzo y ánimo que nunca y morir peleando, disimulábamos nuestra flaqueza así con los amigos como con los enemigos; pero muchas y muchas veces decían los españoles que pluguiese a Dios que con las vidas los dejasen y se viesen vencedores contra los de la ciudad, aunque en ella ni en toda la tierra no hubiesen otro interés ni provecho; por donde se conocerá la aventura y necesidad extrema en que teníamos nuestras personas y vidas. El alguacil mayor fue aquel día a dormir a un pueblo de los otomíes que está frontero de Matalcingo, y otro día, muy de mañana, se partió y fue a unas estancias de los dichos otomíes, las cuales halló sin gente y mucha parte de ellas quemadas; y llegando más a lo llano, junto a una ribera, halló mucha gente de guerra de los enemigos, que habían acabado de quemar otro pueblo; y como le vieron, comenzaron a dar la vuelta, y por el camino que llevaban en pos de ellos hallaban muchas cargas de maíz y de niños asados que traían para su provisión, las cuales habían dejado como habían sentido ir los españoles. Y pasado un río que allí estaba más adelante en lo llano, los enemigos comenzaron a reparar, y el alguacil mayor con los de caballo rompió por ellos y desbaratólos, y puestos en huida tiraron su camino derecho a su pueblo de Matalcingo que estaba cerca de tres leguas de allí; y en todas duró el alcance de los de caballo hasta los encerrar en el pueblo, y allí esperaron a los españoles y a nuestros amigos, los cuales venían matando en los que los de caballo atajaban y dejaban atrás, y en este alcance murieron más de dos mil de los enemigos.

Llegados los de pie donde estaban los de caballo y nuestros amigos, que pasaban de sesenta mil hombres, comenzaron a huir hacia el pueblo, adonde los enemigos hicieron rostro, en tanto que las mujeres y los niños y sus haciendas se ponían en salvo en una fuerza que estaba en un cerro muy alto que estaba allí junto. Pero como dieron de golpe en ellos, hiciéronlos también retraer a la fuerza que tenían en aquella altura, que era muy agra y fuerte, y quemaron y robaron el pueblo en muy breve espacio, y como era tarde, el alguacil mayor no quiso combatir la fuerza y también porque estaban muy cansados, porque todo aquel día habían peleado. Los enemigos, toda la más de la noche, despendieron en dar alaridos y hacer mucho estruendo de atabales y bocinas.

Otro día de mañana el alguacil mayor con toda la gente comenzó a guiar para subirles a los enemigos aquella fuerza, aunque con temor de se ver en trabajo en la resistencia. Y llegados, no vieron gente ninguna de los contrarios; y ciertos indios amigos nuestros descendían de lo alto, y dijeron que no había nadie y que al cuarto del alba se habían ido todos los enemigos. Y estando así vieron por todos aquellos llanos de la redonda mucha gente, y eran los otomíes; y los de caballo, creyendo que eran los enemigos, corrieron hacia ellos y alancearon tres o cuatro; y como la lengua de los otomíes es diferente de esta otra de Culúa, no los entendían más de cómo echaban las armas y se venían para los españoles; y todavía alancearon tres o cuatro, pero ellos bien entendieron que había sido por no los conocer. Y como los enemigos no esperaron, los españoles acordaron de se volver por otro pueblo suyo que también estaba de guerra; pero como vieron venir tanto poder sobre ellos, saliéronle de paz, y el alguacil mayor habló con el señor de aquel pueblo, y díjole ya sabía que yo recibía con muy buena voluntad a todos los que se venían a ofrecer por vasallos de vuestra majestad, aunque fuesen muy culpados; que le rogaba que fuese a hablar con aquellos de Matalcingo para que se viniesen a mí, y profirióse de lo hacer así y de traer de paz a los de Malinalco; y así, se volvió el alguacil mayor con esta victoria a su real.

Aquel día algunos españoles estaban peleando en la ciudad, y los ciudadanos habían enviado a decir que fuese allá nuestra lengua, porque querían hablar sobre la paz; la cual, según pareció, ellos no querían sino con condición que nos fuésemos de toda la tierra, lo cual hicieron a fin que los dejásemos algunos días descansar y fornecerse de lo que habían menester, aunque nunca de ellos alcanzamos dejar de tener voluntad de pelear siempre con nosotros; y estando así platicando con la lengua, muy cerca los nuestros de los enemigos, que no había sino una puente quitada en medio, un viejo de ellos, allí a vista de todos, sacó de su mochila, muy despacio, ciertas cosas que comió, por nos dar a entender que no tenían necesidad, porque nosotros les decíamos que allí se habían de morir de hambre, y nuestros amigos decían a los españoles que aquellas paces eran falsas, que peleasen con ellos; y aquel dla no se peleó más porque los principales dijeron a la lengua que me hablase.

Desde a cuatro días que el alguacil mayor vino de la provincia de Matalcingo, los señores de ella y de Malinalco y de la provincia de Cuiscon, que es grande y mucha cosa, y estaban también rebelados, vinieron a nuestro real, y pidieron perdón de lo pasado, y ofreciéronse de servir muy bien; y así lo hicieron y han hecho hasta ahora.

En tanto que el alguacil mayor fue a Matalcingo, los de la ciudad acordaron de salir de noche y dar en el real de Alvarado; y al cuarto del alba dan de golpe. Y como las velas de caballo y de pie lo sintieron, apellidaron de llamar alarma. Y los que allí estaban arremetieron a ellos, y como los enemigos sintieron los de caballo, echáronse al agua. Y en tanto, llegan los nuestros y pelearon más de tres horas con ellos, y nosotros oímos en nuestro real un tiro de campo que tiraba; y como teníamos recelo no los desbaratasen, yo mandé armar la gente para entrar por la ciudad, para que aflojasen en el combate de Alvarado. Y como los indios hallaron tan recios a los españoles, acordaron de se volver a su ciudad, y nosotros aquel día fuimos a pelear a la ciudad.

En esta sazón, ya los que habíamos salido heridos del desbarato estábamos buenos, y a la Villa Rica había aportado un navío de Juan Ponce de León, que habían desbaratado en la tierra o isla Florida, y los de la villa enviáronme cierta pólvora y ballestas, de que teníamos muy extrema necesidad; y ya, gracias a Dios, por aquí a la redonda no teníamos tierra que no fuese en nuestro favor. y yo, viendo cómo éstos de la ciudad estaban tan rebeldes y con la mayor muestra y determinación de morir que nunca generación tuvo, no sabía qué medio tener con ellos para quitarnos a nosotros de tantos peligros y trabajos, y a ellos y a su ciudad no los acabar de destruir, porque era la más hermosa cosa del mundo; y no nos aprovechaba decirles que no habíamos de levantar los reales, ni los bergantines habían de cesar de les dar guerra por el agua, ni que habíamos destruido a los de Matalcingo y Malinalco, y que no tenían en toda la tierra quien los pudiese socorrer, ni tenían de dónde haber malz, ni carne, ni frutas, ni agua ni otra cosa de mantenimiento. Y cuanto más de estas cosas les decíamos, menos muestra veíamos en ellos de flaqueza; más antes en el pelear y en todos sus ardides los hallábamos con más ánimo que nunca.

Y yo, viendo que el negocio pasaba de esta manera, y que había ya más de cuarenta y cinco días que estábamos en el cerco, acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la ciudad, que fuesen derrocando todas las casas de ellas del un cabo y del otro, por manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asolado, y lo que era agua hacerla tierra firme, aunque hubiese toda la dilación que se pudiese seguir. Para esto yo llamé a todos los señores y principales nuestros amigos, y díjeles lo que tenía acordado; por tanto, que hiciesen venir mucha gente de sus labradores, y trajesen sus cosas, que son unos palos que se aprovechan tanto como los cavadores en España de azada; y ellos me respondieron que así lo harían de muy buena voluntad, y que era muy buen acuerdo; y holgaron mucho con esto, porque les pareció que era manera para que la ciudad se asolase, lo cual todos ellos deseaban más que cosa del mundo.

Entre tanto que esto se concertaba pasáronse tres o cuatro días; los de la ciudad bien pensaron que ordenábamos algunos ardides contra ellos, y ellos también, según después pareció, ordenaban lo que podían para su defensa, según que también lo barruntábamos. Y concertado con nuestros amigos que por la tierra y por la mar los habíamos de ir a combatir, otro día de mañana, después de haber oído misa, tomamos el camino para la ciudad, y en llegando al paso del agua y albarrada que estaba cabe las casas grandes de la plaza, queriéndola combatir, los de la ciudad dijeron que estuviésemos quedos, que querían paz; y yo mandé a la gente que no pelease, y díjeles que viniese allí el señor de la ciudad a me hablar y se daría orden en la paz. Y con decirme que ya le habían ido a llamar, me detuvieron más de una hora, porque en la verdad ellos no tenían gana de la paz y así lo mostraron, porque luego en estando nosotros quedos, nos comenzaron a tirar flechas y varas y piedras. Y como yo vi esto, comenzamos a combatir el albarrada y ganámosla; y en entrando en la plaza, hallámosla toda sembrada de piedras grandes por que los caballos no pudiesen correr por ella, porque por lo firme éstos son los que les hacen la guerra, y hallamos una calle cerrada con piedra seca y otra también llena de piedras, porque los caballos no pudiesen correr por ellas. Y desde este día en adelante cegamos de tal manera aquella calle del agua que salía de la plaza, que nunca después los indios la abrieron. Y de allí en adelante comenzamos a asolar poco a poco las casas y cerrar y cegar muy bien lo que teníamos ganado del agua: y como aquel día llevábamos más de ciento y cincuenta mil hombres de guerra, hízose mucha cosa, y así nos volvimos aquel día al real, y los bergantines y canoas de nuestros amigos hicieron mucho daño en la ciudad y volviéronse a reposar.

Otro día siguiente por la misma orden entramos en la ciudad, y llegados a aquel circuito y patio grande donde están las torres de los indios, yo mandé a los capitanes que con su gente no hiciesen sino cegar las calles de agua y allanar los pasos malos que teníamos ganados, y que, nuestros amigos, de ellos quemasen y allanasen las casas y otros fuesen a pelear por las partes que solíamos y que los de caballo guardasen a todos las espaldas. Y yo me subí en una torre más alta de aquéllas, porque los indios me conocían y sabía que les pesaba mucho de verme subido en la torre; y de allí animaba a nuestros amigos y hacíales socorrer cuando era necesario. Porque como peleaban a la continua, a veces los contrarios se retraían y a veces los nuestros, los cuales luego eran socorridos con tres o cuatro de caballo; que les ponían infinito ánimo para revolver sobre los enemigos, y de esta manera y por esta orden entramos en la ciudad cinco o seis días arreo, y siempre al retraer echábamos a nuestros amigos delante y hacíamos que algunos de los españoles se metiesen en celada en unas casas, los de caballo quedábamos atrás y hacíamos que nos retraíamos de golpe, por sacarlos a la plaza.

Con esto y con las celadas de los peones, cada tarde alanceábamos algunos. Y un día de éstos había en la plaza siete u ocho de caballo, y estuvimos esperando que los enemigos saliesen; y como vieron que no salían, hicieron que se volvían; y los enemigos, con recelo que a la vuelta no los alanceasen, como solían estaban puestos por unas paredes y azoteas, y había infinito número de ellos, y como los de caballo revolvían tras ellos, que eran ocho o nueve, y ellos le tenían tomada de lo alto una boca de la calle, no pudieron seguir tras los enemigos que iban por ella, y hubiéronse de retraer. Y los enemigos, con favor de cómo los habían hecho retraer, venían muy encarnizados, y ellos estaban tan sobre aviso que se acogían donde no recibían daño, y los de caballo lo recibían de los que estaban puestos por las paredes, y hubiéronse de retraer e hirieron dos caballos, lo cual me dio ocasión para les ordenar una buena celada, como adelante haré relación a vuestra majestad. Y aquel día en la tarde nos volvimos a nuestro real, con dejar bien seguro y llano todo lo ganado, y a los de la ciudad muy ufanos, porque creían que de temor nos retraímos; Aquella tarde hice un mensajero al alguacil mayor para que antes del día viniese allí a nuestro real con quince de caballo de los suyos y de los de Pedro de Alvarado.

Otro día por la mañana llegó al real el alguacil mayor con los quince de caballo, y yo tenía de los de Cuyoacán allí otros veinte y cinco, que eran cuarenta; y a diez de ellos mandé que luego por la mañana saliesen con toda la otra gente, y que ellos y los bergantines fuesen por la orden pasada a combatir y a derrocar y ganar todo lo que pudiesen. Porque yo, cuando fuese tiempo de retraerse, sería allá con los otros treinta de caballo, y que pues sabían que teníamos mucha parte de la ciudad allanada, que cuanto pudiesen siguiesen de tropel a los enemigos hasta los encerrar en sus fuerzas y calles de agua, y que allí se detuviesen con ellos hasta que fuese hora de retraer, y yo y los otros treinta de caballo, sin ser vistos, pudiésemos meternos en una celada en unas casas grandes que estaban cerca de las otras grandes de la plaza. Y los españoles lo hicieron como yo les avisé, y a la una hora después de mediodía, tomé el camino para la ciudad con los treinta de caballo y allegados, dejélos metidos en aquellas casas, y yo me fui y me subí en la torre alta, como solla; y estando allí, unos españoles abrieron una sepultura y hallaron en ella, en cosas de oro, más de mil y quinientos castellanos. Y venida ya la hora de retraer, mandéles que con mucho concierto se comenzasen de retraer, y que los de caballo, desde que estuviesen retraídos en la plaza, hiciesen que acometían y que no osaban llegar; y esto se hiciese cuando viesen mucha copia de gente alrededor de la plaza y en ella, y los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora, porque tenían deseo de hacerlo bien y estaban ya cansados de esperar. Y yo metíme con ellos, y ya se venían retrayendo por la plaza los españoles de pie y de caballo y los indios nuestros amigos, que habían entendido ya lo de la celada; y los enemigos venían con tantos alaridos, que parecían que conseguían toda la victoria del mundo, y los nueve de caballo hicieron que arremetran tras ellos por la plaza adelante, y retraíanse de golpe; y como hubieron hecho esto dos veces, los enemigos traían tanto furor, que a las ancas de los caballos les venían dando hasta los meter por la boca de la calle, donde estábamos en la celada. Y como vimos a los españoles pasar adelante de nosotros, y oímos soltar un tiro de escopeta, que teníamos por señal, conocimos que era tiempo de salir; y con el apellido de señor Santiago damos de súbito sobre ellos, y vamos por la plaza adelante alanceando y derrocando y atajando muchos, que por nuestros amigos que nos seguían eran tomados, de manera que de esta celada se mataron más de quinientos, todos los más principales y esforzados y valientes hombres. Y aquella noche tuvieron bien que cenar nuestros amigos, porque todos los que se mataron, tomaron y llevaron hechos piezas para comer. Fue tanto el espanto y admiración que tomaron en verse tan de súbito así desbaratados, que ni hablaron ni gritaron en toda esa tarde ni osaron asomar en calle ni en azotea donde no estuviesen muy a su salvo y seguros. Y ya que era casi de noche que nos retraíamos, parece que los de la ciudad mandaron a ciertos esclavos suyos que mirasen si nos retraíamos o qué hacíamos. y como se asomaron por una calle, arremetieron diez o doce de caballo, y siguiéronlos de manera que ninguno se les escapó.

Cobraron de esta nuestra victoria los enemigos tanto temor, que nunca más en todo el tiempo de la guerra osaron entrar en la plaza ninguna vez que nos retraíamos, aunque sólo uno de caballo nomás viniese, y nunca osaron salir a indio ni a peón de los nuestros, creyendo que de entre los pies se les había de levantar otra celada. Y ésta de este día, y victoria que Dios Nuestro Señor nos dio, fue bien principal causa para que la ciudad más presto se ganase, porque los naturales de ella recibieron mucho desmayo y nuestros amigos doblado ánimo; y así, nos fuimos a nuestro real con intención de dar mucha prisa en hacer la guerra y no dejar de entrar ningún día hasta la acabar. Y aquel día ningún peligro hubo en los de nuestro real, excepto que al tiempo que salimos de la celada se encontraron unos de caballo, y cayó uno de una yegua, y ella fuese derecha a los enemigos, los cuales la flecharon, y bien herida, como vio la mala obra que recibía, se volvió hacia nosotros, y aquella noche se murió; y aunque nos pesó mucho porque los caballos y yeguas nos daban la vida, no fue tanto el pesar como si muriera en poder de los enemigos, como pensamos que de hecho pasara, porque si así fuera, ellos hubieran más placer que no pesar por los que les matamos. Los bergantines y las canoas de nuestros amigos hicieron grande estrago en la ciudad aquel día, sin recibir peligro alguno.

Como ya conocimos que los indios de la ciudad estaban muy amedrentados, supimos de unos dos de ellos de poca manera, que de noche se habían hurtado de la ciudad y se habían venido a nuestro real, que se morían de hambre, que salían de noche a pescar por entre las casas de la ciudad, y andaban por la parte que de ella les teníamos ganada buscando la leña e hierbas y raíces qué comer. Y porque ya teníamos muchas calles de agua cegadas y aderezados muchos malos pasos, acordé de entrar al cuarto del alba y hacer todo el daño que pudiésemos. Y los bergantines salieron antes del día, y yo con doce o quince de caballo y ciertos peones y amigos nuestros entramos de golpe, y primero pusimos ciertas espías; las cuales, siendo de día, estando nosotros en celada, nos hicieron señal que saliésemos y dimos sobre infinita gente; pero como eran de aquellos más miserables y que salían a buscar de comer, los más venían desarmados y eran mujeres y muchachos, e hicimos tanto daño en ellos por todo lo que se podía andar de la ciudad, que presos y muertos pasaron de más de ochocientas personas, y los bergantines tomaron también mucha gente y canoas que andaban pescando, e hicieron en ellas mucho estrago. Y como los capitanes y principales de la ciudad nos vieron andar por ella a hora no acostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada, y ninguno osó salir a pelear con nosotros; y así, nos volvimos a nuestro real con harta presa y manjar para nuestros amigos.

Otro día de mañana tornamos a entrar en la ciudad, y como ya nuestros amigos veían la buena orden que llevábamos para la destrucción de ella, era tanta la multitud que cada día venían, que no tenían cuento. Y aquel día acabamos de ganar toda la calle de Tacuba y de adobar los malos pasos de ella, en tal manera que los del real de Pedro de Alvarado se podían comunicar con nosotros por la ciudad, y por la calle principal, que iba al mercado, se ganaron otras dos puentes y se cegó muy bien el agua, y quemamos las casas del señor de la ciudad, que era mancebo de edad de diez y ocho años, que se decía Guatimucín, que era el segundo señor después de la muerte de Mutezuma. Y en estas casas tenían los indios mucha fortaleza, porque eran muy grandes y fuertes y cercadas de agua. También se ganaron otras dos puentes de otras calles que van cerca de esta del mercado, y se cegaron muchos pasos, de manera que de cuatro partes de la ciudad las tres estaban ya por nosotros, y los indios no hacían sino retraerse hacia la más fuerte, que era a las casas que estaban más metidas en el agua.

Otro día siguiente, que fue día del apóstol Santiago, entramos en la ciudad por la orden que antes, y seguimos por la calle grande, que iba a dar al mercado, y ganámosles una calle muy ancha de agua, en que ellos pensaban que tenían mucha seguridad; y aunque se tardó gran rato y fue peligrosa de ganar, y en todo este día no se pudo, como era muy ancha, de acabar de cegar, por manera que los de caballo pudiesen pasar de la otra parte. Y como estábamos todos a pie y los indios veían que los de caballo no habían pasado, vinieron de refresco sobre nosotros muchos de ellos muy lucidos, y como les hicimos rostro y teníamos muchos ballesteros, dieron la vuelta a sus albarradas y fuerzas que tenían, aunque fueron hartos asaetados. Y demás de esto todos los españoles de pie llevaban sus picas, las cuales yo había mandado hacer después que me desbarataron, que fue cosa muy provechosa. Aquel día, por los lados de la una parte y de la otra de aquella calle principal, no se entendió sino en quemar y allanar casas, que era lástima cierto de lo ver; pero como no nos convenía hacer otra cosa, éramos forzados a seguir aquella orden. Los de la ciudad, como veían tanto estrago, por esforzarse decían a nuestros amigOS que no hiciesen sino quemar y destruir, que ellos se las harían tornar a hacer de nuevo, porque si ellos eran vencedores, ya ellos sabían que había de ser así, y si no, que las habían de hacer para nosotros; y de esto postrero plugo a Dios que salieron verdaderos, aunque ellos son los que las tornan a hacer.

Otro día luego de mañana entramos en la ciudad por la orden acostumbrada, y llegados a la calle de agua que habíamos cegado el día antes, hallámosla de la manera que la habíamos dejado. Y pasamos adelante dos tiros de ballesta, y ganamos dos acequias grandes de agua que tenían rotas en lo sano de la misma calle, y llegamos a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella hallamos ciertas cabezas de los cristianos que nos habían muerto, que nos pusieron harta lástima. Y desde aquella torre iba a la calle derecha, que era la misma adonde estábamos, a dar a la calzada del real de Sandoval, y a la mano izquierda iba otra calle a dar al mercado, en la cual ya no habla agua ninguna, excepto una que nos defendían, y aquel día no pasamos de allí, pero peleamos mucho con los indios. Y como Dios Nuestro Señor cada día nos daba victoria, ellos siempre llevaban lo peor; y aquel día, ya que era tarde, nos volvimos al real.

Otro día siguiente, estando aderezando para tornar a entrar en la ciudad, a las nueve horas del día vimos de nuestro real salir humo de dos torres muy altas que estaban en el Tlatelulco o mercado de la ciudad, que no podíamos pensar qué fuese, y como parecía que era más que de sahumerios que acostumbraban los indios a hacer a sus ídolos, barruntamos que la gente de Pedro de Alvarado había llegado allí, y aunque así era la verdad no lo podíamos creer. Y cierto, aquel día, Pedro de Alvarado y su gente lo hicieron valientemente, porque teníamos muchas puentes y albarradas de ganar, y siempre acudían a las defender toda la más parte de la ciudad. Pero como él vio que por nuestra instancia ibamos estrechando a los enemigos, trabajó todo lo posible por entrarles al mercado, porque allí tenlan toda su fuerza. Pero no pudo más de llegar a vista de él y ganarles aquellas torres y otras muchas que están junto al mismo mercado, que es tanto casi como el circuito de las muchas torres de la ciudad; y los de caballo Se vieron en harto trabajo y les fue forzado retraerse, y al retraer les hirieron tres caballos. Y asi, se volvieron Pedro de Alvarado y su gente a su real, y nosotros no quisimos ganar aquel día una puente y calle de agua que quedaba nomás para llegar al mercado, salvo allanar y cegar todos los malos pasos; y al retraernos apretaron reciamente, aunque fue a su costa.

Otro día entramos luego por la mañana en la ciudad, y como no había por ganar hasta llegar al mercado sino una traviesa de agua con su albarrada, que estaba junto a la torrecilla que he dicho, comenzámosla a combatir, y un alférez y otros dos o tres españoles echáronse al agua, y los de la ciudad desampararon luego el paso, y comenzóse a cegar y a aderezar para que pudiésemos pasar con los caballos. Y estándose aderezando llegó Pedro de Alvarado por la misma calle con cuatro de caballo, que fue sin comparación el placer que hubo la gente de su real y del nuestro, porque era camino para dar muy breve conclusión a la guerra. Y Pedro de Alvarado dejaba recaudo de gente en las espaldas y lados, así para conservar lo ganado como para su defensa; y como luego se aderezó el paso, yo con algunos de caballo me fui a ver el mercado, y mandé a la gente de nuestro real que no pasasen adelante de aquel paso. Y después que anduvimos un rato paseándonos por la plaza, mirando los portales de ella, los cuales por las azoteas estaban llenos de enemigos, y como la plaza era muy grande y veían por ella andar los de caballo, no osaban llegar; y yo subí en aquella torre grande que está junto al mercado, y en ella también y en otras hallamos ofrecidas ante sus ídolos las cabezas de los cristianos que nos habían muerto, y de los indios de Tascaltecal nuestros amigos, entre quien siempre ha habido muy antigua y cruel enemistad.

Y yo miré desde aquella torre lo que teníamos ganado de la ciudad, que sin duda de ocho partes teníamos ganado las siete. y viendo que tanto número de gente de los enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas y puesta cada una de ellas sobre sí en el agua, y sobre todo la grandlsima hambre que entre ellos había, y que por las calles hallábamos roidas las raíces y cortezas de los árboles, acordé de los dejar de combatir por algún día y moverles algún partido por donde no pereciese tanta multitud de gente, que cierto me ponía en mucha lástima, y dolor el daño que en ellos se hacia, y continuamente les hacía acometer con la paz. Ellos decían que en ninguna manera se habían de dar, y que uno solo que quedase había de morir peleando, y que de todo lo que tenían no habíamos de haber ninguna cosa, y que lo habían de quemar y echar al agua, donde nunca pareciese; y yo, por no dar mal por mal, disimulaba en no los dar combate.

Como teníamos muy poca pólvora, habíamos puesto en plática, más había de quince días de hacer un trabuco; y aunque no había maestros que supiesen hacerle, unos carpinteros se profirieron de hacer uno pequeño, y aunque yo tuve pensamiento que no habíamoS de salir con esta obra, consentí que lo siguiesen. Y en aquellos días que teníamos tan arrinconados los indios acabóse de hacer, y llevóse a la plaza del mercado para lo asentar en uno como teatro que está en medio de ella, hecho de cal y canto, cuadrado, de altura de dos estados y medio, y de esquina a esquina habrá treinta pasos; el cual tenían ellos para cuando hacían algunas fiestas y juegos, que los representadores de ellos se ponían allí porque toda gente del mercado y los que estaban en bajo y encima de los portales pudiesen ver lo que se hacía; y traído allí, tardaron en lo asentar tres o cuatro días, y los indios nuestros amigos amenazaban con él a los de la ciudad, diciéndoles que con aquel ingenio los habíamos de matar a todos. Y aunque otro fruto no hiciera, como no hizo, sino el temor que con él se ponía, por el cual pensábamos que los enemigos se dieran, era harto; y lo uno y lo otro cesó, porque ni los carpinteros salieron con su intención, ni los de la ciudad, aunque tenían temor, movieron ningún partido para se dar, y la falta y defecto del trabuco disimulámosla con que, movidos de compasión, no los queríamos acabar de matar.

Otro día después de asentado el trabuco volvimos a la ciudad, y como ya había tres o cuatro días que no los combatíamos, hallamos las calles por donde íbamos llenas de mujeres y niños y otra gente miserable, que se morían de hambre, y salían traspasados y flacos, que era la mayor lástima del mundo de los ver, y yo mandé a nuestros amigos que no les hiciesen daño alguno; pero de la gente de guerra no salía ninguno a donde pudiese recibir daño, aunque los veíamos estar encima de las azoteas cubiertos con sus mantas que usan, y sin armas; e hice este día que se les requiriese con la paz, y sus respuestas eran disimulaciones; y como lo más del día nos tenían en esto, envié a decir que los quería combatir, que hiciesen retraer toda su gente, si no, que daría licencia que nuestros amigos los matasen. Y ellos dijeron que querían paz, y yo les repliqué que yo no veía allí el señor con quien se había de tratar, que venido, para lo cual le daría todo el seguro que quisiese, que hablaríamos en la paz. Y como vimos que era burla y que todos estaban apercibidos para pelear con nosotros, después de se la haber muchas veces amonestado, por más los estrechar y poner en más extrema necesidad, mandé a Pedro de Alvarado que con toda su gente entrase por la parte de un gran barrio qUe los enemigos tenían, en que habría más de mil casas, y yo por la otra parte entré a pie con la gente de nuestro real, porque a caballo no nos podíamos por allí aprovechar. Y fue tan recio el combate nuestro y de nuestros enemigos, que les ganamos todo aquel barrio; y fue tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran.

Otro día síguiente tornamos a la ciudad, y mandé que no peleasen ni hiciesen mal a los enemigos; y como ellos veían tanta multitud de gente sobre ellos, y conocían que los venían a matar sus vasallos y los que ellos solían mandar, y veían su extrema necesidad, y como no tenían dónde estar sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, con deseo de verse fuera de tanta desventura decían que por qué no los acabábamos ya de matar, y a mucha prisa dijeron que me llamasen, que me querían hablar. Y como todos los españoles deseaban que ya esta guerra se concluyese, y habían lástima de tanto mal como se hacía, holgaron mucho, pensando que los indios querían paz; y con mucho placer viniéronme a llamar e importunar que me llegase a una albarrada donde estaban ciertos principales, porque querían hablar conmigo. Y aunque yo sabía que había de aprovechar poco mi ida, determiné de ir, como quiera que bien sabía que el no darse estaba solamente en el señor y otros tres o cuatro principales de la ciudad, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí. Y llegado al albarrada, dijéronme que pues ellos me tenían por hijo del sol, y el sol en tanta brevedad como era en un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué yo así brevemente no los acababa de matar y los quitaba de penar tanto, porque ya ellos tenían deseos de morir e irse al cielo para su Ochilobus que los estaba allá esperando para descansar; y este ídolo es el que en más veneración ellos tienen. Yo les respondí muchas cosas para los atraer a que se diesen, y ninguna cosa aprovechaba, aunque en nosotros veían más muestras y señales de paz que jamáS a ningunos vencidos se mostraron, siendo nosotros, con el ayuda de Nuestro Señor, los vencedores.

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